EL SIGLO XIX COMO FENÓMENO DE ABUNDANCIA TAURINA EN MÉXICO. 2ª DE DOS PARTES.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE

 II

    Por eso, y regresando a los acontecimientos nacionales debo centrar ahora la atención en una de las ganaderías que brillaron con luz propia en el firmamento taurino mexicano: Atenco, la de mayor importancia durante el siglo que ahora revisamos.

   En la fiesta de los toros, la ganadería cumple un papel fundamental. En México desde 1526, el espectáculo ha tenido gran arraigo que se fortaleció aún más durante el siglo XIX. Atenco como ganadería surge en 1528 por lo que se convierte en la más antigua de todas, conservándose en el mismo sitio hasta nuestros días y ostentando de igual forma el fierro original.

   En la segunda mitad del siglo antepasado el toreo, como auténtico sentido nacional, vivió en plenitud, apenas alterado por la presencia de Bernardo Gaviño, torero español que aquí desarrolló todo su potencial (de 1835 a 1886) pero cuya decisión fue dejarse absorber, congeniar en perfecta armonía con las estructuras dominantes en el toreo mexicano.

   España, 1836: Francisco Montes aportaba al espectáculo su Tauromaquia, como el más adelantado instrumento teórico que sustentaba las normas con que este ejercicio alcanzaba por entonces una madurez que acaparaba también al arte. Bernardo, aunque pudo haber traído consigo estas experiencias se acomoda a las formas vigentes en México, pero con toda seguridad impuso también un principio: nunca alejarse de las bases que concebían al toreo. De ahí que Ponciano Díaz asimilara el legado, pero también terminara por rechazarlo, mostrándose ante la afición como un torero híbrido, es decir, tan poderoso a caballo como a pie.

   El torero de origen gaditano actúa en medio de una escenografía tan variada como la que se pone de manifiesto durante sus mejores épocas. En 1867 se prohíben las corridas de toros en el D.F.; sobre esto, muchos piensan que Benito Juárez fue quien consumó tal medida. Puedo decir al respecto que la empresa de la plaza Paseo Nuevo mostraba un desorden administrativo, y el principal motivo que generó la sanción fue su falta de pago de impuestos, asunto que despachó la Ley de Dotación de Fondos Municipales del 28 de noviembre de 1867, discutida y aceptada por el Congreso en funciones por entonces.

   El decreto, en consecuencia, pasó a firma de Benito Juárez y de Sebastián Lerdo de Tejada, Presidente de la república y secretario de Gobernación respectivamente.

   ¿Que Juárez era un aficionado a los toros? lo demuestra su asistencia a cuatro corridas con su investidura como presidente interino y constitucional. Las fechas: 27 de enero de 1861, 9 de noviembre de 1862, 22 de febrero de 1863 y 3 de noviembre de 1867. Lejos de rechazar, aprobaba y asistía. Solo que los términos jurídicos se impusieron y no le quedó más remedio que autorizar la prohibición.

   Con lo anterior simplemente hacemos la separación del hombre público con respecto a la del ciudadano común y corriente, para no enjuiciar a un personaje más que con las bases de que disponemos.

   De 1868 a 1886 las corridas de toros se refugiaron en provincia y se produjeron fenómenos como la formación y consolidación de feudos taurinos, desmembrados por el propio Ponciano.

   Y se reanudan las corridas el 20 de febrero de 1887 con gran entusiasmo. Entre 1887 y 1888 se inauguran cinco plazas: San Rafael, Paseo, Coliseo, Colón y Bucareli. El feudo del de Atenco es esta última, sitio donde se comprobaron idolatría, el grado superlativo de torero «mandón» pero también su derrumbe.

   Idolatría dado el fuerte aprecio de parte de un pueblo que exaltó al diestro en versos, grabados, música o literatura diversa. Mandón, «porque está solo, sin pareja, sin rival permanente, invadiendo terrenos y ganando batallas hasta quedarse solo mientras el boumerang de su propia dictadura se vuelve contra él», nos dice Guillermo H. Cantú.

   Derrumbe porque no soportó los efectos de algo que podría considerarse la «reconquista» de los toreros españoles, encabezada por José Machío y Luis Mazzantini, mismos que sometieron al espada nacional, imponiendo el toreo de a pie, a la usanza española y en versión moderna, concepto que modificado llega hasta nuestros días, vigoroso y engrandecido.

   Con la de nuestros antepasados es posible entender un fiesta-espectáculo que caía en la improvisación más absoluta y válida para aquel momento; alimentada por aquellos residuos de las postrimerías dieciochescas -que veremos más adelante-, mezclados con nuevos factores de autonomía e idiosincrasia propias de la independencia durante buena parte del siglo pasado. De ese modo, diversos cosos de vida muy corta continuaron funcionando; lentamente su ritmo se consumió hasta serle entregada la batuta del orden a la Real Plaza de toros de San Pablo, y para 1851 a la del Paseo Nuevo. Eran escenarios de cambio, de nuevas opciones, pero de tan poco peso en su valor no de la búsqueda del lucimiento, que ya estaba implícito, sino en la defensa o sostenimiento de las bases auténticas de la tauromaquia.

   Así, con la presencia de toreros en zancos, de representaciones teatrales combinadas con la bravura del astado en el ruedo; de montes parnasos y cucañas; de toros embolados, globos aerostáticos, fuegos artificiales y liebres que corrían en todas direcciones de la plaza, la fiesta se descubría con variaciones del más intenso colorido. Los años pasaban hasta que en 1835 llegó procedente de Cuba, Bernardo Gaviño y Rueda a quien puede considerársele como la directriz que puso un orden y un sentido más racional, aunque no permanente a la tauromaquia mexicana. Y es que don Bernardo acabó mexicanizándose; acabó siendo una pieza del ser mestizo, pero fundamentalmente tutor espiritual del toreo en nuestro país durante el siglo que nos congrega.

   Durante el siglo XIX se manifestó una actividad taurina muy intensa, en la cual los toros de Atenco participaron permanentemente, siendo importantes para el desarrollo del espectáculo, sin que por ello se menosprecie el papel de otras haciendas.

   Lo destacable en todo esto es el esplendor, pero también la permanencia de una ganadería que pasó del terreno informal al profesional en cuanto a la cría de toros bravos, con lo que obtuvo un estilo definido. Por otro lado, no se tiene en claro cual fue el pie de simiente que definió las características de casta del toro bravo atenqueño.

   La importancia de Atenco durante el siglo XIX se dio gracias a la constante crianza de cabezas de ganado a partir de una selección autóctona, aprovechando sobre todo el origen criollo de los toros que se multiplicaron en la región del valle de Toluca; también fomentó el esplendor de Atenco la frecuencia con que fueron enviados los encierros, fundamentalmente a plazas del centro del país. Un personaje y dos familias son protagonistas de toda esta historia: Bernardo Gaviño, torero español radicado en nuestro país, además de los Cervantes y los Barbabosa, propietarios de la mencionada hacienda.

   En muchas temporadas taurinas, efectuadas en plazas como la Plaza Nacional de Toros, San Pablo, Paseo Nuevo de Bucareli y otras (sobre todo en el interior del país) aparece constantemente el nombre de Atenco. La hacienda contaba hacia 1860-1870 con aproximadamente 3,000 hectáreas (2,977 hectáreas en 1903), propiedad donde pudo concentrarse una gran cantidad de cabezas de ganado destinadas para la lidia. Su cercanía con la ciudad, pero sobre todo, la garantía de bravura permitió el acuerdo entre empresa y ganadero para la venta de dichos toros en infinidad de temporadas, memorables en su mayoría.

   En la hacienda de Atenco estaba presente una buena organización, a pesar del dispendio y banca rota que propició el hacendado José Juan Cervantes y Michaus, último conde de Santiago de Calimaya. A este señor le sucedió Juan Cervantes Ayestarán, quien ya no ostentó ningún cargo nobiliario. La administración se reforzaba con la ayuda de los caporales; de ese modo la ganadería aseguraba el intenso movimiento de toros en las plazas donde eran lidiados.

   Bernardo Gaviño desempeñó un papel protagónico dentro y fuera del ruedo. Este torero influyó de manera muy particular en los destinos de la hacienda ganadera de Atenco. Señor feudal de la tauromaquia, fue protegido por el último conde de Santiago de Calimaya con quien efectuó gran parte de los cambios registrados no sólo en Atenco, también dentro de la fiesta brava en México.

   Estas son, a mi parecer, algunas de las facetas que proyectó el toreo en México durante el siglo XIX, dejado llevar por la independencia y la autonomía hasta lograr lo que de manera perfeccionada y evolucionada observamos hasta nuestros días.

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