POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
El quehacer de la investigación rinde de pronto, unos frutos inimaginables. Lo que se leerá a continuación, es un texto que si bien, originalmente no guarda ninguna relación con el toreo, la tiene desde el punto de vista del concepto que allí se vierte. Una teoría del arte siempre es bienvenida en el espacio taurino, sobre todo para que, desde otras perspectivas, pueda entenderse la concepción del ejercicio espiritual, donde entre lo técnico y lo estético radica la principal razón de su existir. Cuando un nuevo aficionado tiene ante sí la posibilidad de decodificar los significados del toreo, se encuentra ante la enorme dificultad de no entender –de buenas a primeras- en qué momento es arte, y en cual otro surge el dominio del diestro, pero esto, al cabo de muchas jornadas, como muchas lecturas o muchos recorridos por diversos museos, permiten poner en claro al neófito que se encuentra ante una auténtica obra de arte. Con frecuencia, esa obra puede convertirse en auténtico paradigma, lo que produce una búsqueda de lo perfecto. Acaso, ¿no son “La Piedad” de Miguel Ángel, o “El Mesías” de Haendel dos obras, entre el conjunto de las producciones universales culminantes, anhelo de muchos y explicación de otros?
Por eso, el toreo guarda esa misteriosa dosis de elementos que le dan, por un lado condiciones de tragedia y por el otro, hacen que se convierta en fuente de ilusiones debido al misterioso potencial del que es poseedora. Y si la prudencia interviene aquí en un “quite” magistral, entonces es momento de disfrutar el texto que hace 155 años escribiera Francisco G. de Medina acerca de dos manifestaciones que, como pudo tratarlas en su escrito, se complementan a plenitud. La historia y la poesía, la poesía y la historia. Me parece –para terminar- que lo culminante de este texto se encuentra en la siguiente frase: “…todo poema debe constituir no solo un todo, sino la unidad completa en lo posible. Los historiadores antiguos entendieron bien esa máxima que es común a las artes de imitación, a la poesía, a la elocuencia, a la pintura, a la escultura, a la música y por consiguiente a la historia, la cual no es más que una pintura escrita…”
Por lo tanto, y para dar paso a la lectura del texto traído hasta aquí, nada mejor que contextualizar la idea en el toreo de la siguiente manera: Toda obra tauromáquica debe constituir no solo un todo, sino la unidad completa en lo posible.
EL HISTORIADOR Y EL POETA.[1]
Los siglos más inmediatos al nuestro cayeron en la cuenta de que, para escribir la historia no bastan los preceptos de la elocuencia, y examinando a los historiadores antiguos con la misma rigidez que juzgaba Dionicio Alicarnaso a la de Tucídides, juntaron un buen número de observaciones para formar un arte cabal, apareciendo más perfectos, si como fueran humanistas se hubieran presentado como filósofos los que trabajaron en ordenarla. Detuviéronse principalmente en las partes y en el estilo, sin acertar con la forma que corresponde a toda obra que resulta de un arte instrumental, o de imitación. El diverso giro y estructura de las historias que examinaron para deducir las reglas, les suministró el conocimiento de las bellezas parciales que deben usarse en cada clase de narraciones. Supieron hallar los medios para construir un todo agradable, útil y bello; pero como en este todo debe residir un alma, un espíritu, un móvil que anime, o que sea como el centro o punto de apoyo que sostenga su mecanismo, al señalarle procedieron con tal incertidumbre, que apenas han sabido decirnos cual es el fin de la historia. La poética padecería la misma indeterminación, si sus primeros elementos no hubieran caído en manos de Aristóteles. Antes de enseñar los medios de hacer un poema bello, indagó el centro íntimo a donde debían ir dirigidas todas las partes más hermosas de su composición, y de aquí nace que todo poema debe constituir no solo un todo, sino la unidad completa en lo posible. Los historiadores antiguos entendieron bien esa máxima que es común a las artes de imitación, a la poesía, a la elocuencia, a la pintura, a la escultura, a la música y por consiguiente a la historia, la cual no es más que una pintura escrita; esa máxima bien entendida y practicada por Herodoto, Xenofonte Plutarco Salustio, Tito Livio y Cornelio Tácito, es cabalmente la que se escapó a la perspicacia de los formaron el arte histórico: en el aspecto de lo verdadero caben las mismas reglas que en la ficción y expresión delo inverosímil. El encadenamiento y dependencia que tienen los hombres entre sí, hace que las acciones de muchos de ellos vayan de ordinario encaminadas a un solo fin, y he aquí el oficio de la historia. Las sociedades civiles son una especie de poemas reales y fábulas verdaderas, ya se consideren en el todo, o en alguna de sus partes.
La fábula poética es una, por el fin o centro a que debe dirigirse todo lo comprendido en ella. La narración histórica debe igualmente ser una por el objeto a que se dirigen todos los sucesos, y operaciones que abraza. El poeta da a sus trabajos la forma, orden, constitución, y economía que corresponde a la calidad del asunto, y clase de obra que elige. Igual obligación corresponde al historiador. El poeta expresa los caracteres de los hombres, del modo que éstos obrarían supuesto en ellos tal genio y tal estado. El historiador retrata la verdad de esos caracteres, representándolos del modo más a propósito para comprenderlos. En el mover de las pasiones, en la energía del escribir, en los episodios, en las costumbres, en las sentencias, y en las demás circunstancias accidentales que sirven a la mayor belleza de los escritos imitativos, son iguales el poeta y el historiador, porque del mismo modo debe deleitar la historia que la poesía, y hacer amable la enseñanza.
Francisco Granados de Medina.
[1] EL GENIO. PERIÓDICO POLÍTICO, COMERCIAL, CIENTÍFICO LITERARIO. Por el Lic. Francisco G. de Medina. T. I., Nº 16. Victoria de Tamaulipas, 12 de Mayo de 1856. Impreso por Francisco Hernández, Calle de Morelos Núm. 4, p. 5 y 6.