PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Si bien, las mojigangas fueron ya toda una realidad entre los años que aquí se apuntan, ya hay desde el primer tercio del siglo XVIII insinuaciones claras de ese patrón de comportamiento, aunque no tan evidentes como ocurriría más adelante, sobre todo durante el siglo XIX.
En diversas consultas sobre documentos de la época, apenas si sabemos nombre de personajes secundarios, por lo que siendo Ana María de Guadalupe y Nava Castañeda una protagonista en ese tenor, parece que pretender seguir adelante con escasos testimonios, como los que –y cambiando de tercio y hasta de siglo-, he encontrado varias notas periodísticas que refieren a varias precursoras en estos menesteres. Por ejemplo
JUEVES DE EXCELSIOR, del 17 de marzo de 1949, p. 34:
PRECURSORAS DE CONCHITA CINTRÓN.
(…) La historia es larga y copiosa. En 1820, cuando aquel mozo de Puerto Real que en vida se llamó Bernardo Gaviño, toreaba en la plaza de Carlos III de La Habana, tuvo ocasión de alternar varias veces con una torera criolla, María Ávila “Morenita”, que en la suerte de frente por detrás –hoy la repetida “gaonera”-, y con las banderillas, era algo de asombro.
En México, en 1810, proclamación de la Independencia, hubo fiestas taurinas, en las que Pilar de la Cruz, mexicana cien por cien, floreó y banderilleó a caballo dos toros de Atenco –iniciación de aquella ganadería- y con un éxito apoteótico.
Y esta mujer era tan brava, que de ella se dice que encontrándose discutiendo, cierto día, condiciones de contrato con un empresario de Puebla llamado Allende, llegó con él a las manos y con tales arrestos que le golpeó e hirió con un palo, dejando maltrechos y en el suelo a dos servidores del indicado Allende que se encontraba en la estancia.
Cabecera de un cartel decimonónico.
Armando de María y Campos. Los toros en México en el siglo XIX, 1810-1863. Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, 1938.
O esta otra publicada en
EL UNIVERSAL, D.F., del 30 de mayo de 1852, p. 4:
TOROS. En la plaza principal de San Pablo, para el domingo 30 de mayo de 1852.
Si la numerosa concurrencia que tuvo a bien asistir a esta plaza el pasado domingo, quedó enteramente complacida al ver la arrogancia y valentía de los toros que se jugaron, no quedará menos gustosa con los Siete toros bravos que están escogidos para que sirvan en la presente corrida. Intermedio extraordinario. Lo raro de este intermedio consiste en que una mujer nombrada Refugio Macías, se presentará en el circo montada en un hermoso corcel con garrocha en ristre, para picar a un toro de los valientes de la lid, cuyo lance tiene acreditado esta Lidiadora mexicana por Tierradentro, en las plazas de Querétaro, San Luis Potosí, etc., según los informes que ha tomado la empresa; y si la fortuna favorece su valor, como ya le ha sucedido otras veces, ofrece, sin apearse, clavar algunas banderillas al mismo toro.
Con el objeto de aumentar la distracción de esta tarde, se presentará Antonio Pérez de Prian, Hércules Mexicano, a ejecutar varias suertes de equilibrios y fuerzas hercúleas, que desde luego increcerán la aprobación de sus compatriotas.
Los otros intermedios se cubrirán con dos toros para el Coleadero, finalizando la función con el toro embolado de costumbre.
(…)NOTAS.-La entrada a la media sombra se hará por la puerta que mira al paseo de la Viga.
Dará principio a las cuatro y media, si el tiempo lo permite.
Cartel con el que se celebra el festejo mencionado. Col. del autor.
Una más en este repertorio es Guadalupe Luna, mejor conocida como Lupe la torera, quien no sólo tenía que enfrentarse a las embestidas de toros bravos, sino a la de ciertos personajes con quien se involucró por “pecados de la carne”. Gozaba de fama, se movía con un desparpajo que dejaba intranquilo al mismísimo Antonio López de Santa Anna, y que, en cierto momento, como apunta José de Jesús Núñez y Domínguez, era la barragana de Bernardo Gaviño. Y hete aquí que en cierta ocasión, Lupe
lo hizo despojarse –a su Alteza Serenísima- de su brillante casaca, constelada de cruces y condecoraciones, de su albo chaleco de áureos botones y de su sombrero montado. Y así lo introdujo a la próxima alcoba, suplicándole que permaneciera allí en tanto que ella se ocupaba en cualquier menester; pero la pizpireta muchacha inmediatamente que desapareció el General se puso el chaleco, se encasquetó el sombrero de plumas tricolores, se enfundó en la levita llena de fulgurantes entorchados y empuñando el bastón que remataba un topacio, que usaba el dictador, abrió la puerta, se escapó de la casa y se fué a vagar por las principales calles de la ciudad de México.
Y como a todo el que le preguntaba le decía la procedencia de aquellas fastuosas prendas, no hay para qué expresar el asombro, la sensación y las risas que provocó aquella salida de la popular hetera.
Cuando llegó a oídos del dictador la burla de que era objeto, fué acometido de un ataque agudo de rabia y los edecanes procedieron inmediatamente a aprehender a la despreocupada “margarita”.
La conseja no cuenta qué castigo se impuso a “La Torera”, pero es fama que desde ese día no se la volvió a ver por ninguna parte.
-¡Qué porte! ¡Qué estampa! ¿Acaso será “Lupe la Torera”?
Fuente: Patricia Masse Zendejas: Simulacro y elegancia en tarjetas de visita. Fotografías de Cruces y Campa. México, INAH, 1998. 136 pp. Ils., retrs., fots (Alquimia) (Pág. 66: Mujer no identificada).
A propósito, Lupe fue hija del famoso torero Luna, aquel insurgente que fue terror de los españoles en Michoacán, en los primeros días del México independiente. Y amante o no de Santa Anna, amante o no de Gaviño, que también era un mujeriego incorregible, no dudamos que “Lupe, la torera” anduviera “colocada” en alguna cuadrilla mixta, común entonces, o como una “torera” más. Durante el siglo XIX destacan: Victoriana Sánchez, Dolores Baños, Soledad Gómez, Pilar Cruz, Refugio Macías, Ángeles Amaya, Mariana Gil, María Guadalupe Padilla, Carolina Perea, Antonia Trejo, Victoriana Gil, Ignacia Ruiz «La Barragana», Antonia Gutiérrez, María Aguirre «La Charrita Mexicana» y desde luego, la española Ignacia Fernández “La Guerrita”, a lo largo de la segunda mitad del siglo antepasado. De estas dos últimas me ocuparé en detalle más adelante.
“Lupe, la torera” probablemente se escapó de esta nómina femenina más por andar en escándalos públicos con personajes de alta jerarquía que por el gusto de seguir en las lides taurómacas.
Gaviño, hombre dado a la alternancia, o mejor dicho, a manejarse con un criterio incluyente, no dudó en agregar en su «trouppe» la presencia de dos féminas que, o le causaron una muy buena impresión, o estaban causando algo destacado, como para ganarse ese privilegio. Lamentablemente no pudieron prosperar sus aspiraciones, puesto que el resultado no pudo ser más evidente, e incluso debieron haber tenido que poner tierra de por medio para evitar más escándalos. Y todo esto ocurrió el 1º de enero de 1865, cuando «una mujer orizabeña» y «otra mujer peruana», aparecieron integradas a la cuadrilla de Bernardo Gaviño, una como picadora, la otra como banderillera. Fue tal el éxito que repitieron el domingo 12 de febrero siguiente. Después, se perdieron del panorama.
Las mujeres en la vida de Bernardo Gaviño, como en la de cualquier gran torero de fama, pero más aún, las mujeres con virtudes de valor, dispuestas a salirle al toro, fueron asunto que se dio con cierta frecuencia en su trayectoria como «capitán de gladiadores» o «jefe de cuadrilla», dispuesto no solo a montar un espectáculo clásico, sino el que fuera capaz de romper con las ortodoxias más cerradas. Y así como estuvieron estas damas en su cuadrilla, también se incluyeron «locos» en ambas funciones, fenómeno que iba siendo cada vez más frecuente y que puede comprobarse tanto en la cartelería como en las fuentes hemerográficas que existen para el caso.
Detrás de este retrato, que es uno de los cientos, quizá miles que recogen los registros penitenciarios de la segunda mitad del siglo XIX mexicano, se encuentra la afortunada mujer que un día probó la gloria de manera efímera y hasta compartió las palmas con el más importante torero que desarrolló fuerte hegemonía por cincuenta años. Me refiero a Bernardo Gaviño, quien vistió el traje de luces la friolera de 721 ocasiones.
Es una lástima que quien un buen día alcanzó el reconocimiento popular, otro lo cambiara por el desprecio que la sociedad tuvo al encontrarla culpable de robo. Se trata de una simple y desgraciada delincuente que tiene que dejarse retratar, cubrir con el rebozo la poca o mucha vergüenza que podía mostrar ese rostro moreno, de rasgos indígenas y cuyo nombre y remoquete juntos, recuerdan el de alguna célebre suripanta o “margarita” decimonónica dedicadas a las muchas y variadas formas de ejercer el efecto del amor…, aunque fuera comprado.
Identifíquese. Y aquí la escuchamos:
Me llamo Ignacia Ruiz, me dicen “La Barragana”.
Estoy aquí por robo. Apenas unos pocos años atrás probé fortuna en los toros, aunque sin demasiada suerte, pero la vida me ha llevado por senderos sinuosos que no siempre resultan ser los mejores. Desgraciada de mí que hoy enfrento la sentencia de usted, señor ministro, a quien pido clemencia, la necesaria para no padecer más penurias.
El Juez parece decirnos: Ese rostro aparenta inocencia pero también un dolor que tuvo que tragarse la –ahora sí- inconmovible mujer que cometió el delito de que se le acusa.
Desconozco el móvil de su detención, pero el hecho es que demuestra que eso de los toros no se le dio a Ignacia Ruiz como sí ocurrió con Lupe “La Torera”. Ahora bien, la pregunta que sigue aquí es en relación a su alias: “La barragana”. ¿”Barragana” de quién?
La fotografía del último tercio del siglo XIX tuvo entre otras funciones, la de un registro sobre aquellos personajes de la sociedad cuyo destino de pronto se enfrentaba a situaciones ingratas, tales como el robo, el asesinato, la prostitución. En el caso de Ignacia Ruiz quedó la “mancha” de haber sido acusada de robo, aunque hasta el momento no ha sido posible confirmar si por el seudónimo quedó también bajo sospecha de prostitución.
Ya en otros asuntos, miren ustedes lo que opinaba El Correo del comercio allá por marzo de 1871, enterada la redacción de la presencia de unas “toreras”: “En Puebla han estado trabajando en las corridas de toros, dos lidiadoras, tapatía por más señas una de ellas. Esta parece que solo tiene de mujer el cuerpo, pues monta a horcajadas, pica, banderilla y mata como si no supiera hacer otra cosa. Desgraciadamente, el domingo antepasado el toro la equivocó con algún barbudo y tuvo la poca galantería de darle una cornada en una pierna. El público decidió que después de muerto el bicho, se obsequiara con él a la intrépida lidiadora. Pues ya nos verán: a este paso, la vida es un soplo”.
CONTINUARÁ.