ILUSTRADOR TAURINO. PARTE XVI.

RIQUEZA EXCEPCIONAL QUE TUVO Y CONTUVO EL ESPECTÁCULO DURANTE TODO EL SIGLO XIX.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    He anotado en otras participaciones largas listas de lo que significaron jornadas llenas de intensa demostración, variadas unas de otras, lo cual se retrató fielmente en las costumbres, creadas como vivo reflejo del palpitar del ser mexicano, sin deslindarse de la base depositada por quienes ahora van a mostrarse favorables a la reacción castiza (la española), que aquí fue traducida en la reacción mestiza o criollista.

   El toreo hasta antes de «Pepe-Hillo», «Costillares» y Pedro Romero se sustentaba de nobles caballeros y burgueses gentil hombres. Fueron los tiempos del toreo a caballo, ejercicio legitimado durante varios siglos e incluso apoyado por casas reinantes. Hacia el 1700 los Borbones asumieron el poder; franceses de origen cuya idiosincrasia no casaba con la raigambre del pueblo español.

Zarzo de banderillas a la antigua.

    Ante la indiferencia del rey Felipe V y de todos los que se hicieron condescendientes a su espíritu, devino el toreo de a pie por lo que la base popular se apoderó del terreno e hizo suyo el espectáculo desarrollándose en sus primeros tiempos como algo primitivo y anárquico. De este comportamiento hizo eco la Nueva España, caldo de cultivo que ya había experimentado en acciones aisladas estos ejercicios, actuando muchos de a pie en el papel de pajes o capeadores, e inclusive participando solos al amparo de algún engaño o por la simple agilidad de sus piernas y brazos. Tal circunstancia fue común en el virreinato, aunque por la poca importancia concedida al toreo novohispano, se ha dicho apenas algo que autores como Nicolás Rangel, Heriberto Lanfranchi o Benjamín Flores Hernández se han ocupado en investigar. De ahí que reconozcamos sus trabajos.

   Sin embargo -llegamos al punto central de atención- poco se ha dicho del andar casi paralelo habido entre las Españas, puesto que en ambas partes ocurría con casi idéntico comportamiento aquel síntoma, con diferencias solo marcadas por la forma de representarse; sentimientos distintos que brotaban de una misma fuente. Dos lugares dominados por igual devenir, aunque en el particular caso americano creo que tuvo mucho que ver aquello tan sentenciado pero en forma inversa por ilustrados como Buffon, Raynal o de Pauw (quienes demeritaban totalmente las facultades de todo tipo -incluyendo las de carácter sexual- de los americanos). La navegación también influyó de modo definitivo, vaso comunicante que permitió en medio de intensa comunicación, el acceso de estilos cotidianos españoles que aquí se hicieron profundamente americanos. El perfil de aquel toreo dejó mostrar la identidad nacional de que fue permeándose todo el ambiente, puesto que buscaban una propia autenticidad sin desintegrar lo recibido, que en todo caso pasaba por procesos de modificación y adaptación hacia lo mexicano.

Representación de un rejoneador a principios del siglo XVIII en la Nueva España.

    Todo el conjunto de opiniones lo expreso así, luego de la lectura al libro DEL TOREO DE LAS LUCES AL TOREO DE LAS INDIAS de Carlos Villalba,[1] el cual da pie a una especie de reivindicación sobre el toreo de este lado del Atlántico, y no necesariamente por ser chauvinistas empedernidos o defensores a ultranza de lo que es la historia americana, como historia taurina en cuanto tal.

   Por otro lado caigo en terreno propicio de mayor análisis al refugiarme en la historia de las mentalidades, aquella que además de conocer los hechos, quiere conocer a sus actores, inquiriendo el cómo percibieron lo que hicieron; de que manera entendieron su mundo, y cómo esa preocupación influyó sobre sus comportamientos, ya estimulándolos, ya inhibiéndolos.

   Por lo tanto es la práctica de la historia de las mentalidades el medio de entender la representación mental ligada con el comportamiento práctico (teoría y praxis).

   Dos párrafos entresacados del libro de Villalba son la impronta a un análisis más detenido para nueva colaboración. Mientras tanto, aquí van esas opiniones.

 En España, desde que la Fiesta de Toros se convierte en Espectáculo Taurino; desde que se consuma la separación entre el público y los protagonistas; desde que la muchedumbre es reducida a su exilio de las andanadas, el toro está en el ruedo. Lo cual ha expresado José Ortega y Gasset de este modo: «…en la cuarta década del siglo XVIII aparecen las primeras ‘cuadrillas’ organizadas, que reciben el toro del toril y cumpliendo ritos ordenados y cada día más precisos, lo devuelven a los corrales muerto `en forma’.

 De este lado del Atlántico, en esta parte de América atada con guioncito como con cadena, el toro no está en el ruedo, el toro está en el tendido. Y en tanto que a ras del suelo, sobre la arena, los matadores lidian los ejemplares de su lote, el toro de la fiesta se mueve en lo alto de los andamios, quemándose desordenadamente, entre espectadores distraídos, que a ratos cantan y bailan y ríen a carcajadas; entre bebedores de cerveza y aguardiente y vendedores de maní, tostones, chocolates y pistachos. Mientras transcurre la corrida, un júbilo travieso y pertinaz compite con ella. Siempre hay una alternativa para conjurar la severidad.

    El toreo pues encuentra una codificación que son las Tauromaquias aunque esto proyectado a los tendidos, alcanza otras dimensiones.

SABIOS DEL TOREO_06.01.2012_PERROS DE PRESA

    Si bien, tres siglos de dependencia colonial definieron un esquema sobrepuesto en las culturas antiguas (lo que llamo «yuxtaposición»), y que luego maduró y asimiló expresiones bajo comportamientos eclécticos en un permanente corresponder, por otro lado fue una actitud la asumida por el ser mexicano, cuya raíz no negaba y asimismo exaltaba ya. Pero el término de lo español impuesto en gran medida por la vía de la conquista y su dominación en combinación con valores religiosos muy fuertes, influyó enormemente en ese mismo ser, cuyo «no ser» aún se debatía en la dura búsqueda y definición alcanzada con cierta madurez para cuando la independencia se arrojó recuperando valores perdidos.

 El hombre de la sometida región se pregunta sobre ésta su marginada identidad frente a la de su marginador para afirmar su humanidad. [Leopoldo Zea].

    Y si se piensa que «Europa ha abandonado el enfoque colonial, mediante el cual imponía su identidad a los otros, a los marginados, a los colonizados», esto ha ocurrido solo de manera relativa. En el toreo los comportamientos serán disínvolos puesto que corre por las venas una fuerte influencia hispana aquí alterada -que no modificada-

por los mexicanos, cuyo afán fue darle al espectáculo giros distintos, sentidos que no perdieron su fondo pero sí su forma.

   Tal nos lo muestra la fuente de Acámbaro, trabajo de pleno siglo XVII donde son notorios los intentos de la participación a que se obligó seguramente parte del pueblo que ya se sentía integrante de una diversión no solo privativa de los nobles y burgueses. Si ese conjunto de personas lo lograba, porqué otros no lo iban a hacer. Otros casos dispersos de personajes populares los registra la historia como justificante de aquellas jornadas que son aún más claras en el biombo (anónimo) que recoge la recepción hecha al virrey Duque de Alburquerque el año 1702. La escena principal es la taurina, caballeros con la cruz de Calatrava se recrean alanceando un toro en terrenos de un primitivo castillo en Chapultepec, sitio de descanso y entretenimiento destinado a los representantes del Rey. En torno a 4 caballeros se alistan 8 pajes o lanceadores haciendo las veces de apoyo a sus señores en el caso de un lance comprometido. Más allá, indios con plumaje característico de culturas colapsadas en pleno «Tocotín» y junto a ellos, 4 músicos, criollos seguramente, interpretando melodías acordes al momento. El biombo en cuestión contiene representación e identidad paralela. Por un lado, toda la imagen del poder e influencia por parte de esa cultura europea en Nueva España enfrentada con los mínimos exponentes de lo indígena. Más allá las muestras del intercambio de ambas concepciones cuyos derivados en permanente mezcla también de otras influencias, da como resultado la presencia de castas. Personajes casi réplica de un «Rey Sol», aparecen con otros tantos nobles y en otros sitios diversidad de gentes en búsqueda por dejarnos su decir cotidiano, comiendo y bebiendo, amén de divertirse en otros menesteres.

   Creo que el toreo se significó al paso de los tiempos en un cada vez más importante aspecto que era posible estimar no solo adueñado de un pequeño grupo o élite. Se permitía la fiesta torera la libertad de incorporar otros tantos actores, enriqueciendo su fuente con aspectos de suyo curiosos, los cuales, a la larga comenzarían a definir el palpitar de este espectáculo cada vez más sometido a expresiones ajenas al influjo español; dejándose crecer por las experiencias campiranas, y por el múltiple afán de invenciones. Estas, gozaban del privilegio de mostrarse continuamente modificadas y enriquecidas por distintos hombres en otras tantas épocas, las cuales dejan ver un toreo propiamente mexicano, adoptando como base de sus principios un esquema que veladamente es el español, y del cual, por separarse tanto de él en tiempos de liberación e independencia, se quedaron con lo que fue la última muestra hasta antes de 1821. Digo «veladamente español» por razones de que la expresión nuestra iba apoderándose del escenario pero sin ignorar lo que la española aportaba o apoyaba a lo realizado por figuras mexicanas. La llegada de Bernardo Gaviño en 1835 trajo una recuperación de aquello técnicamente débil, pero de nuevo con posibilidades de apoyo muy importantes, las cuales ya no desaparecerán. Con todo y que Gaviño impuso un papel jerárquico durante mucho tiempo, fue él quien dominó el panorama, aunque también ocurrió lo que siempre he manejado: terminó mestizándose, terminó siendo una pieza del ser mestizo, asimilando la concepción taurina mexicana, sin perder el sustento técnico de que venía formado su esquema como español.


[1] Carlos Villalba: Del toreo de las luces al toreo de las Indias. Caracas, Venezuela, Monte Ávila Editores, 1992.107 p.

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