POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
En la entrega anterior, debo reconocerlo, cometí un error al afirmar y dar por hecho que José Bergamín había publicado El arte de birlibirloque en 1944. En efecto, se trata de la edición mexicana a una obra ya publicada en España en 1930. Corregido ese punto, hay un detalle más que quisiera compartir con ustedes. Entre la edición que salió publicada en El hijo pródigo de 1944 y la del Casino Español de 1953, no he encontrado diferencias de contenido, lo cual indica que con nueve años de diferencia, José Alameda seguía sosteniendo firmemente sus postulados.
Portada de la edición facsimilar que el Fondo de Cultura Económica publicó en 1983.
Combatía firmemente el hecho de que al dejar a un lado los “ismos” o inclinaciones específicas que los aficionados solemos mostrar a favor de un torero, ya sea por su técnica o por su estética, pero minimizando a otro u otros que, aunque contemporáneos al favorecido, no llenan los requisitos que cada uno de nosotros imponemos. Por tanto, colocaba a Juan Belmonte en una dimensión más afortunada, en términos de la estética que impuso el trianero, en tanto que Joselito lo contemplaba como un torero poderoso, que podía con todos los toros gracias a sus facultades atléticas o “deportivas”. Aún así, lo que me parece todavía más razonable es el hecho de que para entender lo que intento decir, no habría mejor forma que reunir en un solo volumen ambos textos, con objeto de desencorsetar cada una de las posturas, desmitificarlas también –si es que tienen algún daño en ese sentido-, y entonces valorar con el fiel de la balanza no al mejor de los toreros, sino lo que cada quien aportó al progreso de la tauromaquia, independientemente de que se trate de Belmonte o Joselito, incluyendo a Rodolfo Gaona, ausente de ese debate. Si Gaona no fue tomado en cuenta ello no se debe a un desprecio. Creo que debió tratarse de un caso extremo en que las pasiones a favor o en contra del trianero y el de Gelves se exacerbaron de tal modo en aquellos años, que el ambiente quedó rebasado. Eso sí, hay que reconocer que Gaona era una pieza incómoda y el leonés, se cocía aparte. Estaba, como dijo Alameda de él: universalizando el toreo, tarea nada fácil, sobre todo en tierra ajena como era España, lo cual debe haber significado la natural incomprensión ante un extranjero que bajo la consigna de vini, vidi, vinci también estaba alterando el ambiente hispano. Todas esas reacciones ocurrieron, ya se sabe, en la segunda década del siglo pasado.
Portada de la revista de El Hijo Pródigo donde se publicó el ensayo de Carlos Fernández Valdemoro: Disposición a la muerte.
Por tanto, lo que tuvo que hacer Alameda en su Disposición a la muerte fue, tal como propuso en otro momento J. Derrida, construir y deconstruir el momento en que José y Juan arrebataban a los aficionados.
Y esto lo logró en un momento por demás brillante. Su incorporación al medio literario mexicano no pudo ser más afortunado, puesto que se ve que de manera inmediata tuvo un acercamiento con la “crema y nata” de la intelectualidad, acogido por personajes como Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Alí Chumacero, Alfonso Reyes, Ermilo Abreu Gómez o Antonio Castro Leal, encontró en El Hijo Pródigo el espacio apropiado para plantarse con un tema que, en la extensa edición de esa revista emblemática fue el único en ocuparse de la tauromaquia, lo que indica el grado de suficiencia que hubo en él para encarar cualquier circunstancia o conflicto teórico de posible solución. En el texto de Bergamín encontraba suficiente tela de donde cortar y por eso desarrolló la que no era, en esencia una polémica sino una solución, un afán de poner en su justa dimensión tanto a José como a Juan, partiendo del hecho de las tauromaquias que cada uno detentaban desde sus impresionantes fortalezas.
Facsimil de la primera página del texto alusivo a estas reflexiones.
Es más, tengo la impresión que Alameda, en esa frescura de juventud fue capaz de concebir no precisamente el origen de un aforismo. Sí el de una frase emblemática que lo identificaría, al lado de otra no menos importante a lo largo de toda su muy representada y representativa trayectoria que deseaba más como literato que como periodista. Él mismo advertía en la edición de 1953 que en Disposición a la muerte estaba planteada la génesis de la que, con el tiempo se convertiría en su frase distintiva: El toreo no es graciosa huida, sino apasionada entrega, con lo que quedaba sellada la elaboración de sus fundamentos que, al construir y deconstruir, a partir del riguroso análisis a el Arte de birlibirloque, daba razonamiento al significado de un ejercicio no solo vital, sino espiritual. No nada más dinámico, sino enteramente humano y que luego vino a complementarse con esta otra, no menos destacada, pero que complementaba muy bien aquella: Un paso adelante, y puede morir el torero. Un paso atrás, y puede morir el arte.
Por lo tanto, esta podría ser la primera de una serie de reflexiones en que se entiende cómo, a partir de Disposición a la muerte se va a ir teniendo mejor idea de que el torero, en tanto figura protagónica, dispuesta a resolver los dilemas de la tauromaquia, se enfrenta también al que carga con el mayor de los significados de su presencia en la corrida: la disposición a la muerte misma con que planta cara ante el toro, en aras también, de disponerse a la vida y salir airoso una vez más, una vez menos… que la próxima tarde habrá que volver de nuevo para disponerse a la muerte.