POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Se pregunta uno: ¿Qué es lo que hace falta para que en la propia ciudad de México, y ante la incontenible embestida de autoridades y contrarios, se pueda generar una declaratoria a favor de la Tauromaquia como Bien de Interés Cultural o como patrimonio intangible de la ciudad de México?
La respuesta en sencilla y cruel: Voluntad.
Hace unos días, la importante puesta en escena y representación de la “Pasión de Cristo en Iztapalapa” ha sido declarada patrimonio intangible de la ciudad de México, con lo que se dan las condiciones para buscar ante la UNESCO el siguiente y definitivo paso para su declaratoria como patrimonio intangible de la humanidad. Eso da mucho gusto, pero insisto, con la Tauromaquia, que es un legado, y el cual está metido en la entraña del pueblo no se puede hacer gran cosa, ya no digo por los aficionados que están conscientes de tal circunstancia, pero en su falta de organización, en el manejo absurdo de lugares comunes, en el deseadísimo protagonismo; y peor aún, en el desaliento que viene provocando el estado de cosas de la fiesta en sí, ¿cómo lo pueden llevar a organizarse mejor?
No veo tampoco, ni a los Diputados ni a los Senadores ponerse en la condición que, en tanto representantes tienen de las mayorías desde su mismísima elección, hacer labor desde tan altas expresiones políticas a favor de la Tauromaquia. Me sorprende que el fenómeno de declaratorias no alcance más que a Aguascalientes y el municipio veracruzano de Xico, cuando en España, por ejemplo, hasta en las pequeñas comunidades o alejados villorrios ya se tienen contabilizadas decenas y decenas de este tipo de declaratorias, lo que significa el tipo de interés que tanto las autoridades locales como sus aficionados y el conjunto de participantes directos vieron al decidir semejante paso. México, en ese sentido en lo general, y el Distrito Federal en lo particular, permanece aletargado, como si padeciera un delirio de persecución y se desataran los prejuicios del “¡Qué dirán si me declaro taurino!”
Créanme: no alentamos “ni promocionamos, ni fomentamos la tortura y mutilación como cultura en nuestra ciudad” como tal piensan algunos grupos contrarios que ahora se animan a impulsar sus manifestaciones de rechazo, para procurar que en cosa de semanas, se apersonen en la Haya (Suiza) con objeto de denunciar ante el Tribunal de la Haya a los ocho países en los que todavía se mantienen las corridas de toros, como los “culpables” de esa “asquerosa tradición”.
El toreo, desde sus más antiguas expresiones, convivió con un ritual que era todavía más antiguo que esa primera convivencia, ya que significaba y materializaba en buena medida, los ciclos agrícolas. Por tanto, este tipo de representaciones no fueron privativas de una o dos culturas. Lo fue de muchas que entendieron la invocación como un ejercicio en el que el derramamiento de sangre se unía al ritual de sacrificio y muerte de diversas especies animales, entregadas en ofrenda a los “dioses”.
Entre nuestras culturas prehispánicas, estaba incluido el sacrificio humano, lo que significa que si el grupo de mando controla a otros, era necesario disponer de “prisioneros de guerra” los que se convertían en una condición para que los otros transigieran o se endurecieran en sus actitudes y decisiones. Por tanto, vemos aquí dos expresiones: la del ritual y la del sacrificio (animal) en términos de la siembra y la cosecha así como lo que derivaba de las guerras, en donde el sacrificio humano se convirtió en otro tipo de presión, que afortunadamente desapareció de la faz de la tierra… aunque no las guerras ni los conflictos.
Ya lo decía en una reciente exposición:
El uso del lenguaje y este construido en ideas, puede convertirse en una maravillosa experiencia o en amarga pesadilla.[1]
En los tiempos que corren, la tauromaquia ha detonado una serie de encuentros y desencuentros obligados, no podía ser de otra manera, por la batalla de las palabras, sus mensajes, circunstancias, pero sobre todo por sus diversas interpretaciones. De igual forma sucede con el racismo, el género, las diferencias o compatibilidades sexuales y muchos otros ámbitos donde no sólo la palabra sino el comportamiento o interpretación que de ellas se haga, mantiene a diversos sectores en pro o en contra bajo una lucha permanente; donde la imposición más que la razón, afirma sus fueros. Y eso que ya quedaron superados muchos oscurantismos.
En algunos casos se tiene la certeza de que tales propósitos apunten a la revelación de paradigmas, convertidos además en el nuevo orden de ideas. Justo es lo que viene ocurriendo en los toros y contra los toros.
Hoy día, frente a los fenómenos de globalización, o como sugieren los sociólogos ante la presencia de una “segunda modernidad”, las redes sociales se han cohesionado hasta entender que la “primavera árabe” primero; y luego regímenes como los de Mubarak o Gadafi después cayeron en gran medida por su presencia, como ocurre también con los “indignados”, señal esta de muchos cambios; algunos de ellos, radicales de suyo que dejan ver el desacuerdo con los esquemas que a sus ojos, ya se agotaron. La tauromaquia en ese sentido se encuentra en la mira.
Pues bien, ese espectáculo ancestral, que se pierde en la noche de los tiempos es un elemento que no coincide en el engranaje del pensamiento de muchas sociedades de nuestros días, las cuales cuestionan en nombre de la tortura, ritual, sacrificio y otros componentes como la técnica o la estética, también consubstanciales al espectáculo, procurando abolirlas al invocar derechos, deberes y defensa por el toro mismo.
La larga explicación de si los toros, además de espectáculo son: un arte, una técnica, un deporte, sacrificio, inmolación e incluso holocausto, nos ponen hoy en el dilema a resolver, justificando su puesta en escena, las razones todas de sus propósitos y cuya representación se acompaña de la polémica materialización de la agonía y muerte de un animal: el bos taurus primigenius o toro de lidia en palabras comunes.
Bajo los efectos de la moral, de “su” moral, ciertos grupos o colectivos que no comparten ideas u opiniones con respecto a lo que se convierte en blanco de crítica o cuestionamiento, imponen el extremismo en cualquiera de sus expresiones. Allí está la segregación racial y social. Ahí el odio por homofobia,[2] biofobia,[3] por lesfobia[4] o por transfobia[5]. Ahí el rechazo rotundo por las corridas de toros, abanderado por abolicionistas que al amparo de una sensibilidad ecológica pro-animalista, han impuesto como referencia de sus movimientos la moral hacia los animales. Ellos dicen que las corridas son formas de sadismo colectivo, anticuado y fanático que disfruta con el sufrimiento de seres inocentes.
En este campo de batalla se aprecia otro enfrentamiento: el de la modernidad frente a la raigambre que un conjunto de tradiciones, hábitos, usos y costumbres han venido a sumarse en las formas de ser y de pensar en muchas sociedades. En esa complejidad social, cultural o histórica, los toros como espectáculo se integraron a nuestra cultura. Y hoy, la modernidad declara como inmoral e impropio ese espectáculo. Fernando Savater ha escrito en Tauroética: “…las comparaciones derogatorias de que se sirven los antitaurinos (…) es homologar a los toros con los humanos o con seres divinos [con lo que se modifica] la consideración habitual de la animalidad”.[6]
Peter Singer primero, y Leonardo Anselmi después, se han convertido en dos importantes activistas; aquel en la dialéctica de sus palabras; este en su dinámica misionera. Han llegado al punto de decir si los animales son tan humanos como los humanos animales.
Sin embargo no podemos olvidar, volviendo a nuestros argumentos, que el toreo es cúmulo, suma y summa de muchas, muchas manifestaciones que el peso acumulado de siglos ha logrado aglutinar en esa expresión, entre cuyas especificidades se encuentra integrado un ritual unido con eslabones simbólicos que se convierten, en la razón de la mayor controversia.
Singer y Anselmi, veganos convencidos reivindican a los animales bajo el desafiante argumento de que “todos los animales (racionales e irracionales) son iguales”. Quizá con una filosofía ética, más equilibrada, Singer nos plantea:
Si el hecho de poseer un mayor grado de inteligencia no autoriza a un hombre a utilizar a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los seres humanos a explotar a los que no son humanos?
Para lo anterior, basta con que al paso de las civilizaciones, el hombre ha tenido que dominar, controlar y domesticar. Luego han sido otros sus empeños: cuestionar, pelear o manipular. Y en esa conveniencia con sus pares o con las especies animales o vegetales él, en cuanto individuo o ellos, en cuanto colectividad, organizados, con creencias, con propósitos o ideas más afines a “su” realidad, han terminado por imponerse sobre los demás. Ahí están las guerras, los imperios, las conquistas. Ahí están también sus afanes de expansión, control y dominio en términos de ciertos procesos y medios de producción en los que la agricultura o la ganadería suponen la materialización de ese objetivo.
Si hoy día existe la posibilidad de que entre los taurinos se defienda una dignidad moral ante diversos postulados que plantean los antitaurinos, debemos decir que sí, y además la justificamos con el hecho de que su presencia, suma de una mescolanza cultural muy compleja, en el preciso momento en que se consuma la conquista española, logró que luego de ese difícil encuentro, se asimilaran dos expresiones muy parecidas en sus propósitos expansionistas, de imperios y de guerras. Con el tiempo, se produjo un mestizaje que aceptaba nuevas y a veces convenientes o inconvenientes formas de vivir. No podemos olvidar que las culturas prehispánicas, en su avanzada civilización, dominaron, controlaron y domesticaron. Pero también, cuestionaron, pelearon o manipularon.
Superados los traumas de la conquistas, permeó entre otras cosas una cultura que seguramente no olvidó que, para los griegos, la ética no regía la relación con los dioses –en estos casos la regla era la piedad- ni con los animales –que podía ser fieles colaboradores o peligrosos adversarios, pero nunca iguales- sino solo con los humanos.[7]
Por lo tanto, conviene marchar convencidos de nuestras propias decisiones que, en tanto taurinos podemos expresar en una sociedad libre y abierta, contendiendo –de ser posible-, en forma coherente, con las ideas más apropiadas para manifestar todos aquellos significados que le dan a la fiesta de los toros su posibilidad de permanecer entre nosotros como un legado, como un patrimonio, cuya legitimidad está metida en la entraña del imaginario colectivo y que los casi 500 años de pervivir y convivir entre nosotros, le dan un enorme peso de justificación, mismo que no le resta importancia a las profundas raíces que ya tiene echadas en la historia de nuestro país, de nuestro pueblo.
Finalmente, doy mi total apoyo al desplegado que apareció hace unos días:
La Jornada_29.03.2012_p. 15.
Abril 4 de 2012.
[1] José Francisco Coello Ugalde: “Ambigüedades y diferencias: Confusiones interpretativas de la tauromaquia en nuestros días”. Ponencia presentada en el segundo coloquio internacional: “La fiesta de los toros: Un patrimonio compartido”. Ciudad de Tlaxcala, Tlax. 17-19 de enero de 2012 y que se encuentra reproducida en su totalidad en las siguientes ligas:
https://ahtm.wordpress.com/2012/01/26/ponencias-conferencias-y-disertaciones/
https://ahtm.wordpress.com/2012/02/02/ponencias-conferencias-y-disertaciones-2/
https://ahtm.wordpress.com/2012/02/10/ponencias-conferencias-y-disertaciones-3/
https://ahtm.wordpress.com/2012/02/16/ponencias-conferencias-y-disertaciones-4/
https://ahtm.wordpress.com/2012/02/23/ponencias-conferencias-y-disertaciones-5/ y
https://ahtm.wordpress.com/2012/02/29/ponencias-conferencias-y-disertaciones-6/
[2] Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales.
[3] Rechazo a los bisexuales, a la homosexualidad o a las personas bisexuales respectivamente.
[4] Fobia a las lesbianas.
[5] Odio a los transexuales.
[6] Fernando Savater: Tauroética. Madrid, Ediciones Turpial, S.A., 2011, 91 p. (Colección Mirador)., p. 18.
[7] Op. Cit., p 31.