POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
CUATRO FOTOGRAFÍAS EN DOS TIEMPOS DISTINTOS Y UNA GRAN SEMEJANZA.
Siempre ha habido personas con las que nos confunden, o que las confundimos, debido a las enormes semejanzas en rasgos físicos. De seguro, hasta hemos caído en la terrible situación de saludar a Juan, cuando en realidad es Pedro. El asunto viene a cuento, porque en el proceso de documentación con que se soportan estos “Revelados taurinos”, fueron cruzándose cuatro diferentes imágenes, en dos tiempos distintos, pero con una gran semejanza.
Me explico mejor.
Las dos primeras, aunque ocurren en España, las distancias de tiempo que las separa es mucha. Más de cincuenta años. En una vemos a Rodolfo Gaona, colocando el famoso “par de Pamplona” inmortalizado por Rodero la tarde del 8 de julio de 1915, y en la otra al efímero, pero no por ello mal torero Felipe González, hoy en día responsable de los destinos de la Unión Mexicana de Picadores y banderilleros, quien actuó en una de las corridas de la feria de San Isidro en 1993. Al emparejar las dos fotos, se observan, en principio, dos pequeñas diferencias: el ángulo desde donde fueron tomadas y la fracción de segundos que separa el desarrollo y evolución que adquiere la culminación del encuentro, ocurrida en ese momento emocionante donde un par de banderillas provoca una carretada de ovaciones
En resumidas cuentas, el de Pamplona y el de Madrid son un mismo par. El donaire y salero de Gaona armonizan aquí con la perfecta ejecución de González. Ambos se “están asomando al balcón”, y aunque Rodolfo saliera después del cuarteo por el lado derecho, y Felipe por el izquierdo, el centro gravitacional, el que llama la atención para desmenuzar ambas imágenes, nos lleva a concluir que el detalle de este pequeño momento se deposita en una gran semejanza.
Rodolfo Gaona y Felipe González toreros de distintas épocas nos muestran la buena escuela, subrayada también por la elegancia.
Por otro lado, están otras dos imágenes, fundadas también en el preciso instante en que una de las cuatro dimensiones o tiempos del toreo de muleta (citar, templar, mandar y ligar) discurren aquí sin ambages. Se trata del segundo tiempo: el temple en el pase natural con la izquierda. Uno es Juan Belmonte actuando en el “Toreo” el 22 de enero de 1922. El otro, Mariano Ramos, quien toreó en la plaza “México” el 27 de febrero de 1994. De hecho, también unas fracciones de segundo separan la ocurrencia de la ejecución en el pase. Belmonte se encuentra justamente en el centro de aquel momento, en tanto que Mariano inicia el proceso de “mandar”.
Si observan, ambos tienen el pie izquierdo, el de la salida convertido en eje preciso de fijación que podría considerar como el mando o la imposición definitiva que ejerce el torero al momento de apoderarse del control sobre el toro. El pie derecho, ligeramente apoyado en la punta de los dedos hace las veces de refuerzo giratorio, para ayudar a una mejor operación de movimiento. Belmonte lleva el estoque por delante, Mariano lo apoya en la cadera, dejándose ver que cada cual expresa de particular manera el pase natural. El “pasmo de Triana”, aprovechando la embestida del enemigo lleva la muleta -raro para su época- a una altura que aún no define un toreo que se manifiesta más bien por arriba, para darle salida o respiro al toro. El “torero de Mixcoac” empuña la franela casi a media altura, seguramente porque el toro en ese momento no se prestó a esa búsqueda que la tauromaquia ha conducido hasta los niveles de expresión que hoy se declaran notoriamente evolucionados. Desde que se ha manifestado la inquietud por parte de los mejores diestros por depurar la tauromaquia, llevada incluso a la redacción de importantes tratados, las intenciones han sido las de mejorar y perfeccionar, tratando de poner la técnica al servicio del arte o viceversa. Técnica y arte se dan la mano, a pesar de que cada una transita en caminos distintos; afortunadamente paralelos.
En esta disección, que no ha buscado ser una cátedra -nunca ha sido mi fuerte-, parecen encontrarse, eso sí, varias muestras que representan lo que nuestra memoria se empeña en recordar, gracias a las imágenes, o en muchos casos también, gracias a la posibilidad de poder presenciar un acontecimiento que de inmediato lo ubicamos en las semejanzas con hechos del pasado.
Por supuesto, de una cosa debemos estar seguros: el toreo, cada vez que tiene la ocasión de revelarse en diferentes interpretaciones, tiene al menos, un leve parecido con lo que haya ocurrido en el pasado inmediato o en el pretérito puesto que siempre se encuentra en una constante renovación, aunada a la perfección.
No nos explicamos cómo es posible que suceda la “renovación” en algo que, per se es anacrónico. Concluyo diciendo que no amenazo con sumergirme en el conflicto de la explicación que todo aficionado pretende darle a una expresión estética o técnica que mueve, como siempre, a la polémica, al desacuerdo. Vayan pues, solo como un ejemplo más de lo mucho que puede provocar la tauromaquia, la presentación de las cuatro imágenes que dejamos para su deleite…, y reflexión. ¿Por qué no?