MUSEO-GALERÍA TAURINO MEXICANO Nº 28.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
A propósito de la permanente búsqueda de aquellos datos que, por su curiosidad o por el hecho de encontrar toda aquella coincidencia posible, en el marco de una efeméride, me permiten en esta ocasión poner al alcance de los “navegantes” de este blog, una pequeña inserción aparecida en varios periódicos de la capital del país, allá por el comienzo de la segunda quincena del mes de octubre de 1845. El anuncio a que me refiero es el siguiente:
Aviso. PLAZA DE TOROS. Domingo 26 de Octubre de 1845. Gran función extraordinaria, en la que luchará el León africano con un toro de la acreditada raza de Queréndaro. Imprenta de Vicente García Torres. Fuente: colección del autor.
Las luchas en las que enfrentaban a animales de diferente especie comúnmente se hacían en plazas de toros como la de San Pablo. En octubre de 1845 se envió una petición de licencia al Gobernador del Departamento para presentar ante el público mexicano una lucha de un toro de raza escogida con un león africano (N. R. 1266-1267),[1] la solicitud no se llevó al ayuntamiento porque ya había sido rechazada por esa institución, sin embargo el gobernador del Distrito, Francisco Ortiz de Zárate, otorgó la licencia y las autoridades municipales a su vez aceptaron no sin antes advertir que no estaban de acuerdo con que se ofrecieran “espectáculos de ferocidad”, pero finalmente los aprobaron en repetidas ocasiones pues resultaba “inocente” la diversión y evitaba los riesgos del ocio. Existen más solicitudes del mismo tipo y aunque renuente, el ayuntamiento igualmente otorgó los permisos como fue el caso de Bernardo Gaviño quien en el mismo mes, año y lugar enfrenta también a un toro con un león (N. R.1283).[2]
Las luchas entre animales despertaban las pasiones del público, la violencia encumbrada proporcionaba escapes traducidos en la gritería del pueblo que presenciaba el espectáculo, pero también se promovían liberaciones de tipo patriótico como la que nos narra Guillermo Prieto, la lucha de un torito mexicano con un tigre africano que se efectuó en la Plaza de toros de San Pablo. El evento se verificó en abril de 1838, los ánimos se encontraban alterados pues los franceses días antes, el 16 de abril, habían iniciado el bloqueo en el Puerto de Veracruz; la lucha significó mucho más que sólo un espectáculo, se trataba de salvar el honor nacional, pues aunque el tigre fuera africano representó de algún modo, el odio al extranjero. Se adaptó una jaula circular en el centro del ruedo que se comunicaba con el toril ofreciendo para los espectadores toda clase de seguridades, según el testimonio del autor.
La expectación que causó el anuncio de la diversión desbordó todo lo previsible, se montaron puestos fuera de la plaza, se hicieron versos alabando las aptitudes del torito mexicano, las localidades se agotaron e incluso se expusieron los animales al público antes de la pelea para satisfacer la curiosidad de la gente:
…aquella contemplación de las fieras produjeron efecto singular.
Crearon partidos, despertaron simpatías vivísimas ya por el toro, ya por el tigre, convirtiéndose, sin saberse cómo, en remedo de insurgentes y gachupines, como un duelo entre Calleja y Guerrero, y aquello fué una gloria.
Cada fiera tuvo su cohorte que daba cuenta de su posición, del estado de su salud y de su tristeza y alegría. Al toro mexicano los léperos, a su modo, se esforzaban por hacerle comprender que le estaba encomendada la honra nacional.
Las chinas encomendaban a Dios al torito, y si hubieran podido le habrían llenado de estampas y escapularios.
Por fin llegó el día esperado, Guillermo Prieto continúa el relato detallado del extraordinario acontecimiento:
El tigre vio con desprecio la llegada de su adversario; pérfido y como dormitando dejó pasar al toro; pero de repente un rugido espantoso y un salto tremendo anunciaron al terror de los bosques de Oriente; el tigre cayó sobre un lado del toro trepando sobre él enterrándole sus garras, haciendo brotar sobre su negra piel chorros de sangre…
Rengueaba moribundo el noble toro, mientras los ojos del tigre despedían llamas y embarraba su hocico con siniestro gruñido con la sangre de su víctima.
La música clamoreaba no se qué de feroz alegría. La multitud abandonó sus puestos sin que se le pudiera contener, cercó la jaula y alentaba al toro con gritos, con súplicas y con ardientes lágrimas.
El toro parece que comprendió… y por un esfuerzo terrible, inexplicable, súbito y… acaso pudiera decir sublime, se sacudió impetuosísimo, desencajó al tigre de sobre sus lomos, lo derribó, y rapidísimo…más rápido que el más veloz relámpago, hundió una, y diez. Y mil veces sus aceradas astas en el vientre del tigre, regando sus entrañas por el suelo y levantando después su frente que aparecía radiosa con aquella inconcebible victoria.
Y el final apoteótico:
Una reunión considerable de personas se acercó al empresario pidiendo le permitiese pasear en triunfo al toro que había elevado tan alto el nombre mexicano. Se accedió, y entonces un paseo triunfal que no habrían desdeñado los Emperadores Romanos, se verificó, exhibiendo al toro entre vivas, músicas y cohetes por el espacioso barrio de San Pablo…[3]
Los finales no siempre resultaron tan felices como en el caso anterior, en 1852 se presentó en la misma plaza una espectacular lucha en la que intervinieron no dos sino cinco animales: una leona, tres osos y un toro. La exhibición seguramente resultó impresionante pero su desenlace fue trágico, un espectador murió al ser alcanzado por un oso que saltó las graderías e hirió a otras treinta personas. [4]
Las diversiones podían tener sus riesgos pero la mayoría de las veces eran distracciones que resultaban placenteras y muy curiosas, como la exhibición de perros que bailan o los monos amaestrados.
La admiración que causan los animales cuando ejecutan tareas reservadas al género humano, es común a todos los tiempos. El circo fundamenta su espectáculo en el uso de bestias amaestradas; la hilaridad que nos puede causar un mono ensartando una aguja es la máscara para defendernos y evitar reconocernos en el animal, aplaudir la diversión para salir con la seguridad de que seguimos siendo la especie favorita de la naturaleza, al dotarnos de razón y sobre todo de la conciencia de sabernos poseedores de ella. Los perros, monos o cualquier otro animal nos ayudan a reafirmar nuestra superioridad ¿y quién se va a negar a disfrutar de la dicha de saberse inteligentes?
La diversión con animales en la primera mitad del siglo antepasado en la Ciudad de México se podía dar en teatros populares, en las plazas de toros, en la calle o en casas particulares de forma aislada e independiente de otras distracciones, la carpa vendrá años después reuniendo a los maromeros, titiriteros, payasos y bichos de todo tipo.
[1] Raquel Alfonseca Arredondo: Catálogo del Archivo Histórico del Distrito Federal: Ramo “Diversiones públicas en general” las diversiones públicas en la ciudad de México durante la primera mitad del siglo XIX, un espejo de la sociedad. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 1999. 125 + 403 p.