CRÓNICA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Una fiesta que conserva tantos vestigios da la absoluta impresión de que o está cambiando o ha cambiado para adaptarse en la modernidad, condición de nuestro tiempo a la que aún le cuesta tanto trabajo aceptar tanto a sus sociedades, como a las ideologías y otras muchas formas de pensar. Para que, bajo esa limitante, cohabitar se convierta en la mejor posibilidad de su aceptación. Las multitudes reunidas la tarde-noche del domingo 17 de febrero de 2013, aclamaron un nuevo estado de cosas, con todo y que forma parte del viejo catálogo de suertes y expresiones, aunque se percibe ya que cada vez son también más modernas. Es difícil comprender esta especie de entrecruzamientos en el tiempo y entre lo que queda de antiguas representaciones, sujetas al predominio de dos tauromaquias lo cual revela un sentido o un significado que intenta o pretende adecuarse al presente. Esa puesta en escena tan dieciochesca, tan decimonónica, se recrea en este siglo XXI tan avanzado y tan fuera de su realidad, a pesar de todos los consejos que el progreso pueda darle, aunque con marcada lejanía con la razón, porque todavía el hombre como tal no alcanza su realidad de ser pensante absoluto. ¿Será que por eso sigue tan dividido, sigue odiando y en consecuencia son tan perversas y crueles algunas de sus actitudes o decisiones?
A lo largo de una temporada que ayer culminó, se hace urgente un balance coherente, el que se encuentre distante de las luces de artificio, en donde todo parece venir del país de las maravillas y el optimismo apremia para evitar, en todo caso, pesimismos incómodos.
Tres de a pie y uno a caballo dejaron ver precisamente la forma en que lo mutante de la tauromaquia es, en estos tiempos una realidad concreta. El quehacer de Pablo Hermoso de Mendoza es, en buena medida, la síntesis de todos los anhelos de aquella aristocracia que detentó el toreo hasta que se encendieron las luces del siglo ilustrado y luego pasó un largo periodo de recesos incómodos, hasta retornar a protagonistas como Antonio Cañero, Joao Branco Nuncio o Álvaro Domecq. Después y en un giro inesperado, al quedar bajo la custodia de Joao Moura se abrieron nuevos destinos para el toreo de a caballo al que luego se uniría Pablo Hermoso quien ha logrado forjar una expresión sintetizada de todas las suertes, dotándolas de una gracia que ha venido elevando sus comparecencias, hasta convertirlo en favorito. Este domingo, la suerte le deparó las dos caras del destino: la alegría de haber conseguido un conjunto muy equilibrado del lucimiento, aunque culminara si no del todo correcto, pues la “hoja de peral” quedó algo trasera y perpendicular, pero los efectos se hicieron notar casi al instante. Es de lamentar el papel que cometió el juez de plaza –así, en minúsculas-, pues de nada sirvió su presencia en el palco que no fuera para llevarse a su casa una carga de insultos, denuestos y descalificaciones ante un error y luego otro. Ya se ve, la manirrotura de sus excesos en el otorgamiento de apéndices fue la causa principal para incomodar a buena parte de los asistentes que se sintieron de pronto, desamparados. Y la cara del fracaso que, en un abrir y cerrar de ojos transformó el que ya era un triunfo más en su poder. El destino le cobró caro y la suerte suprema vino a convertirse en amargo e inesperado punto final.
Y Pablo Hermoso de Mendoza estaba en la plaza para desplegar una vez más todo ese repertorio de tauromaquia moderna, fresca, lucidora que se ha empeñado en desarrollar para dejar en las plazas un estado de ánimo de satisfacción. Y la cuadra que lució, impecable, de nerviosos movimientos y contundentes reacciones al mando de esas riendas que solo el navarro sabe manejar tan bien.
Tuvo además, la fortuna de enfrentarse a un par de ejemplares de los que se consideran de ensueño. Pertenecieron Quijote y Cervantes a Los Encinos. Ambos, dejaron muy en alto la dignidad de esta ganadería.
Después, y ya en la lidia ordinaria, la de los de a pie, con seis ejemplares de otras tantas dehesas, como en un manantial, dejaron a simple vista una serie de apuntes que se convierten, como he venido advirtiendo, en la novedosa expresión de la tauromaquia más moderna. Si bien el capote es un instrumento de alta importancia, el uso que de él se viene haciendo o se limita o se utiliza para eficientes movimientos que quizá, dan cierta intensidad a pretensiones que no concretaron. Ante un exceso minimalista, el barroco no deja de estar presente.
Viene en seguida, la práctica casi reducida a la de actores menospreciados en la figura de los varilargueros, que ya se percibe que su presencia está a un paso de lo simbólico, pues ha sido común denominador en esta temporada el que las reses recibieran un puyazo. Lejos estamos de aquellos tiempos en que, además del inútil procedimiento de la no presencia de petos se tenía un balance de bajas considerables en la caballería. Con el peto protector y, en la mayoría de los casos con ejecuciones que no se corresponden con los dictados de las tauromaquias o los usos y costumbres, esta parte de la lidia pasa a ser cada vez más un desagradable capítulo que, de no cuidarlo en su esencia, perderá todo valor representativo en los fines que persigue.
Fermín Espínola puso la nota de una ejecución clásica en banderillas, salvando en alguna medida su actuación que por momentos brilló intensamente y en otros se opacó terriblemente. De hecho, corroboró el buen estado de salud en el segundo tercio y en manos de banderilleros que lucen en todos los terrenos de la plaza y ante cualquier toro.
Y si sus faenas fueron señal de cierta apatía, la de Alejandro Talavante, en medio del caos de su primer y más contundente trasteo, a su primero, fijó normas para citar, templar, mandar, ligar y en todo ello imprimió otro sentido u otra condición esencial: darle una dimensión a ciertos pases en los que materialmente se enredaba al toro y de tanto atracarse se veía y se sentía lo imposible de que saliera librado, como sí lo consiguió al dominar desde su eje a la otra fuerza, la del cornúpeta que, en esos puntos imposibles todavía realizaba giros concéntricos de inaudita comprobación. Y tanto Espínola como Talavante también se dieron al ejercicio ordinario de tantas y tantas faenas en donde pesa el corte de un mismo patrón, donde pasa también la misma tijera pero que terminan por encantar y fascinar a las masas.
En esos puntos se encuentra cimentada la tauromaquia que hoy día gusta, la que se ha ido alejando de los moldes clásicos, porque también el ganado que ha perdido significativamente importantes valores de casta y bravura lo permiten. El torero, en su afán de agradar tiene que hacerlo con bastante frecuencia ya no frente a toros con esas características, sino al estatismo de muchos animales que perdieron condiciones ideales importantes, las supone que el ganadero dedicó en largas jornadas allá en el campo, y que son las que vendrían a afirmar y reafirmar la contundencia de la bravura sin más.
Finalmente, la actitud de los públicos es que ha tenido que adaptarse a dichas condiciones. El aficionado de toda la vida deja notar sus desencantos. Los públicos nuevos no. Parecen conformarse con lo que hay y eso es un peligro latente pues desconoce que buena parte de los significados de la tauromaquia se deben al arrojo, a la bravura. A la presencia de unas fuerzas desatadas que son ahora de un comportamiento tan extraño como novedoso, y donde el imperativo es regresar, y de ser necesario, a la génesis misma de ciertos elementos que por siglos, han constituido a un espectáculo que, o se extingue o se renueva. He allí el dilema.
Este es en principio, parte de una serie de análisis concretos sobre el nuevo comportamiento de la fiesta, la del siglo XXI que da por resultado buena parte de los síntomas que aquí se han revisado. Entre que haya voces de alarma y canto de sirenas, el hecho es que conviene seguir valorando con reposo la nueva composición de la tauromaquia.
19 de febrero de 2013.