A TORO PASADO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Los siguientes apuntes fueron escritos por este servidor el 20 de marzo de 2003. Como en muchos casos, no han perdido actualidad, aunque por su circunstancia, puede uno verlos “a toro pasado”.
El aficionado a los toros (es decir todo aquel con un conocimiento básico que le permite gozar y entender el toreo, y a veces abusar de una insolente “autoridad” que no le corresponde en medio de sus arrebatos), se suma a un muy bien articulado esquema de dogmas, principios o rituales que se integran al acto celebratorio mismo, convirtiéndolos en la grey o legión de creyentes que acuden a un acto sacerdotal de condiciones apolíneas de suyo, pero que terminan bajo los influjos de un elixir dionisiaco, imposible de someter y más, si es debido a razones que se van más allá de ciertos márgenes que podemos considerar como “normales”.
Y ahí está el aficionado, ese sujeto que en la calle puede ser un intelectual o un vendedor de esencias. Un personaje de los medios de comunicación o un bolero. Clases sociales o posición económica, aunque tienen el distingo en el tendido, son la misma cosa a la hora de entregarse, rechazar o discrepar por los actos cometidos en el ruedo o fuera de él.
El aficionado a los toros se distingue de manera muy particular. Los que se consideran así mismos convencidos y creyentes a ultranza de esa religión, hacen del domingo o día de fiesta, todo un ritual. No se visten de toreros porque definitivamente serían muchos y entonces aquello parecería un carnaval o un baile de disfraces. ¡Pero es una fiesta!, me dirá más de uno. ¡No una misa!, arremeten otros por allá. Y sin embargo, ambas cosas se parecen.
Y siendo por mayoría el domingo el que se destina y se consagra para acto tan especial (también los hay que coinciden con aquellos que son días de fiesta religiosa), entonces se asume la actitud de celebrar religiosa y taurinamente ese día de la semana. Hay que procurar ir bien vestido, con los zapatos boleados, rasurado de preferencia y hasta donde sea posible. Ya no son tampoco los tiempos en que el público acudía de traje, corbata y sombreros; vestidos, pieles y tocados que delineaban a una clase social acomodada o clasemediera. En tanto que el pueblo intentaba la réplica, solo que con overol, ropa de trabajo; un vestido decente y el imprescindible rebozo.
Todo eso ha cambiado. Ya no se imponen más que modas pasajeras, y la gente viste de modo casual. Pero el aficionado es y se siente otra cosa, a diferencia de espectadores transitorios, ese grupo mayoritario que aparece en la plaza atraído por los grandes carteles, o para dilucidar la curiosidad que genera el torero del momento. Satisfecha esa curiosidad, desaparecen del panorama, y apenas son unos cuantos los que suelen ser azuzados por el misterio de toda esa interioridad o intimidad que ofrece la “corrida de toros”. El aficionado puede distinguirse del que es sensato al que es profunda y cerradamente apasionado, que aunque congruente en su vida diaria, es sensible a que se desaten sus demonios interiores (ya sabemos, que la inteligencia y la profundidad no siempre van juntas). El aficionado de toda la vida, aunque pudiera negarlo, es fetichista a ultranza. Conserva papeles, papelitos y papelotes, libros, discos, videos, fotografías, carteles, divisas, figuras y todo un compendio de objetos que determinan el grado de pasión a que pueden llegar, a veces sin control, a veces enfermizo, que hasta es causante de la pérdida de más de un amigo, y la ganancia de más de dos enemigos. Pero eso es lo de menos, pues es un factor decorativo que lo caracteriza. Donde hay que tener cuidado es en sus extremos. Dejemos por el momento al que considero “sensato”, y vayamos por la senda de los apasionados. Estos se sienten dueños de un “amplio” conocimiento que los convierte de golpe y porrazo en autoridades, en indispensables que luego los llevan a asumir actitudes dogmáticas e intransigentes, difíciles en consecuencia para recuperar el equilibrio. Ellos se dejan fascinar por él o los toreros de moda cuyo estilo se oponga a alguno que se le parezca y entonces se discrimina. Veamos el caso más evidente en la persona y la obra de Enrique Ponce, excelente y pundonoroso torero que a unos gusta, a otros encanta y a los de más allá probablemente repugne. Cierto es que los métodos empleados por su administración en algunas épocas cómodas de su trayectoria no sean los correctos, por lo que a su última actuación del 5 de febrero de 2003 en la plaza de toros “México” se agrega la consiguiente suspensión por un año, luego de haber lidiado un “toro” de Julio Delgado, pero anunciado como de Reyes Huerta. Consciente o no de tal desacato a la autoridad, el reglamento e incluso al público, tiene que pagar las consecuencias. Esas formas generan prejuicio, pero también animadversión, aplicándose entonces un juicio que hace imposible separar al matador de toros del individuo administrado el cual, en sociedad con los suyos, dañan por consecuencia, su imagen. También hay circunstancias de carácter estético o técnico –eminentemente taurinos-, que pueden dejar a gusto o a disgusto a la diversidad de aficionados los cuales entran en pugna a la hora de que inicia el discurso de la tauromaquia de Enrique Ponce y su despliegue respectivo. Poncistas y antiponcistas debaten lo válido o no de su quehacer. Desde luego que prejuicios como que es español y viene a llevarse el oro; de que como es figura es merecedor de condicionar ganado, alternantes, e incluso, emolumentos y otras cosas, generan el tupido velo de la incertidumbre que, por todas esas razones es mucho más rápido que, o se le defienda o se le ataque.
A Ponce se le ha visto “ensayar” con ejemplares como el de la imagen… Portal de Internet: “AltoroMéxico.com” del 18 de marzo de 2013.
El aficionado es blanco y generador de unas pasiones encontradas a veces perfectamente explicables. Otras, absolutamente inexplicables que se resuelven en el escenario mismo de la plaza, aunque llega a extenderse fuera de ella luego de muchos días, incluso años, muchos años como es el caso de retrotraer a Gaona, “Joselito” o Belmonte, a más de 75 años de sus respectivas trayectorias. Cuando tres cuartos de siglo nos separan de aquellos pasajes solo comprobables a la luz de libros, revistas y trabajos cinematográficos –estos últimos no siempre confiables, debido al criterio limitado de filmación, junto a las escasas técnicas que entonces existían-, provoca un escenario suficiente para entender los procedimientos que son imán para aficionados de tres generaciones después. Es cierto, hoy es posible entender el conjunto de valores que representa aquella trilogía la que muchas veces se convierte en parámetro, modelo, paradigma o aristotipo ejemplar cuya estatura con mucha frecuencia, rebasa a torero o toreros contemporáneos quedando por debajo de aquel prototipo elevado a la tercera potencia.
El toreo, a lo largo del siglo XX evolucionó en manos de diversos maestros siempre en beneficio por encontrar los ajustes adecuados, conforme a cada época y su toro correspondiente, dos valores de suyo contundentes que no terminan por convencer. No es lo mismo la época de “Joselito”, “Manolete” o Ponce, o la de Gaona, Silverio o “El Zotoluco”. Tenemos que entender que cada cual debe ubicarse en su propia perspectiva, en su contexto real, en su propio tiempo y momento; de lo contrario nos vamos a encontrar con diversas incongruencias y discrepancias que nos llevan a ser radicales y no siempre sensatos.
Si este síntoma es común en un aficionado, imagine el lector lo que puede suceder con más de dos que comulguen con el mismo discurso. Simplemente es imposible contener las pasiones extremas de quienes se aposentan en un pedestal maniqueo, donde esa masa inquieta empuña la espada de Damocles, lanzando mandobles a diestra y siniestra.
Por lo tanto, las obsesiones fetichistas de los aficionados a los toros no solo son de carácter ideológico, sino de bulto. Para confirmar sus dichos echa mano de dogmas inamovibles, creo que los hace auténticamente extremistas. Por supuesto que dentro de esa población también se encuentran los que son prudentes, guardan silencio y prefieren callar, no para convertirse en “convidados de piedra”, sino para acudir a ellos y obtener la opinión mesurada e imparcial. Está muy bien guardarse en la memoria la infinidad de datos que ha generado espectáculo tan peculiar a través de muchos siglos, pero no manejar información que se convierta en sentencia. Más bien en una liberación de fantasmas y de sombras que nada bueno traen a una discusión centrada e inteligente que se puede tener con quienes mantienen la mesura, obteniéndose a cambio un mejor panorama, desapasionado si se quiere, pero que es, al fin y al cabo el más conveniente para comprender al espectáculo en su conjunto. No basta, para disfrutar una buena faena, ver la sola labor del torero. Depende de las características de lidia que ofrece el toro para regresar a casa conscientes de que vimos una tarde de toros con todas sus propiedades.
El fetichismo entre los taurinos es algo irremediable, pero que les da –quizá-, un sabor folklórico, sin proponérselo, ni siquiera deliberadamente. Llega a ser tal el grado de costumbre, que lo ven como un acto cotidiano y rutinario, que ya se dijo en algún momento de esta presunta lección.