A TORO PASADO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
El presente texto pude confeccionarlo mientras se desarrollaba no sólo el año de 2010, sino todo el conjunto de conmemoraciones –muchas de ellas fallidas, por cierto-, que se verificaron a lo largo del mismo para recordar 200 años de la Independencia y 100 de la Revolución mexicana. Desde entonces, muchas tareas quedaron pendientes, en el entendido de que infinidad de procesos históricos no fueron analizados debidamente. Entre otros, el taurino, cuya presencia ha ido de la mano de la historia misma de nuestro país, inmediatamente después de consumada la conquista española y hasta nuestros días. Por tanto, este ejercicio tiene como propósito plantear diversas circunstancias respecto a otros tantos comportamientos del espectáculo en un periodo específico: de 1800 a 1820. Por tanto, es posible que algunas de las cosas aquí analizadas sean ya conocidas por buena parte de los “navegantes” de este blog. Lo que finalmente pretendo es ofrecer en un solo texto diversas visiones de aquellos acontecimientos. Veamos.
Concebir una historia alrededor del tema taurino capaz de contener dicho segmento temporal, tiene un alto grado de dificultad, debido a que las fuentes y los datos existentes son escasos. Dicha escasez concentrada en algunos libros, se han vuelto referencia, pero también un lugar común, porque no se ha generado el compromiso, sobre todo por parte de los historiadores de ocuparse en una circunstancia como esta. De ahí que con pretextos como los del “Bicentenario” se hace más que necesaria una tarea como la ya indicada. Mi propósito aquí no es más que el de aportar nuevas apreciaciones, corroborar o desmitificar otras para que, en conjunto, pueda tenerse una visión puesta al día respecto a tiempos tan definidos.
El toreo en México por aquellas épocas se va enfrentar, como la sociedad, y el ámbito político, económico o religioso a un proceso de cambios que no solo van a adecuarse a la nueva composición establecida por el proceso independiente, sino también al hecho de que va a ocurrir una transición entre el periodo novohispano y la emancipación. Se trata de procesos de mediana o larga duración, tal y como están planteados en interpretaciones históricas que Johan Huizinga puso en práctica en un libro paradigmático: El otoño de la edad media.
EL RELAJAMIENTO EN LA FIESTA DE LOS TOROS A LAS PUERTAS DE LA INDEPENDENCIA.
En la Nueva España todas las condiciones estaban dadas para obtener la preciada libertad. Aquí las cosas estaban agitadas, por eso fue que en medio de aquel caos, comenzaron a darse cambios significativos los cuales nos hablan de lo relajado del toreo independiente, que buscando identidad la fue encontrando conforme se dieron los espacios para el desarrollo de la fiesta “a la mexicana”.
“La variedad alegra la fiesta, parafraseando un conocido lema, y en aquel entonces, mientras el Deseado actuaba a su antojo y capricho, con tiranía cierta, el público mandaba en la fiesta y se permitía dirigir, si no la nación, si los destinos de su diversión preferida”. Este vistazo de Rafael Cabrera Bonet sobre acontecimientos ocurridos en España, parece réplica de lo que acontece a las puertas de la independencia en México.
“Plaza afuera” se da la pugna por el poder entre los diferentes grupos políticos o militares que lo pretenden. “Plaza adentro” sólo es reflejo de aquella situación con la diferencia de que allí la pugna no es tan marcada. Existe un deseo por acentuar lo mexicano y su esencia, sin deslindarse de unas bases que pretendiendo rechazarlas, se quedaron vivas en el ambiente. Me refiero a las de la tauromaquia española que, si sufrió estancamiento, más tarde se actualizó y regresó a la escena. Por ahora, el toreo declaraba su propia independencia, en manos lo mismo de militares que del pueblo llano quienes, conscientes de la situación imprimen a dicho quehacer el espíritu dominante, salpicado de invenciones y renovaciones, con aquella necesidad de trascenderlo.
Relatos e Historias en México. Año IV, N° 42, febrero de 2012, p. 51.
El desarrollo de todo esto ocurrió en el territorio mexicano, espacio suficiente para hacerlo llegar de la plaza al campo y de este, de nuevo a la plaza, enriquecido gracias a esa comunicación que encontró vertientes al desplegarse en diferentes rincones provincianos donde la fiesta-espectáculo arraigó. Con ello, surgieron infinidad de toreros que conocemos gracias a alguna crónica, pero de seguro muchos otros, anónimos aunque se pierden en la noche de los tiempos, dejaron a su paso testimonio de sus personales pretensiones.
Destacan evidentemente los hermanos Ávila (de quienes me ocuparé más adelante). Y si bien, otros nombres se pierden, los de Manuel Bravo, Andrés Chávez o José María Vázquez son consecuencia generacional inmediata de aquella etapa.
Una primera pregunta que nos planteamos es la siguiente: ¿Qué dejó a su paso el toreo durante el virreinato?
Tras la intensa celebración civil, profana y religiosa plenamente establecida durante el período virreinal bajo la casa reinante de los Austrias, y que generó por consecuencia infinidad de festejos taurinos, se registró tan luego se puso en marcha el siglo XVIII una serie de cambios, muchos de ellos radicales en la práctica de la corrida de toros, detentada fundamentalmente por la nobleza y que pasó a manos del pueblo, debido en buena medida a la presencia de los borbones, franceses de origen que desdeñaron una tradición fuertemente arraigada que alteraba los principios establecidos por esa monarquía reinante pero ajena a la forma de ser y de pensar del español primero. Del novohispano después.[1] Poco a poco, el toreo caballeresco quedó desplazado a un papel secundario, en tanto los “matatoros”, nueva especie encabezada por auténticos representantes populares se adueñaban del control e imponían también nuevos procedimientos que maduraron hasta convertir la tauromaquia en un espectáculo profesional y crematístico.
Por tanto, ¿qué fue del toreo ya no tanto en el curso del siglo XVIII, sino el que se desarrolla en el siglo XIX?
Esta manifestación popular va a mostrar una sucesión en la que los protagonistas principales van a ser los de a pie, expresión que adquiría y asumía valores desordenados sí, pero legítimos. Y la fiesta en medio de ese desorden, lograba cautivar, trascender y permanecer en el gusto no sólo de un pueblo que se divertía; no sólo de los gobernantes y caudillos que hasta llegó a haber más de uno que se enfrentó a los toros. También el espíritu emancipador empujaba a lograr una autenticidad taurómaca nacional. Se ha escrito «desorden», resultado de un feliz comportamiento social, que resquebrajaba el viejo orden. Desorden, que es sinónimo de anarquía es resultado de comportamientos muy significativos entre fines del siglo XVIII y buena parte del XIX. El hecho de calificar dicha expresión como «anárquica», es porque no se da y ni se va a dar bajo calificación peyorativa. Es más bien, una manera de entender la condición del toreo cuando este asumió unas características más propias, alejándose en consecuencia de los lineamientos españoles, aunque su traza arquitectónica haya quedado plasmada de manera permanente en las distintas etapas del toreo mexicano; que también supo andar sólo. Así rebasaron la frontera del XIX y continuaron su marcha bajo sintomáticos cambios y variantes que, para la historia taurómaca se enriquece sobremanera, pues participan activamente algunos de los más representativos personajes del momento: Hidalgo, Allende, Morelos o el jefe interino de la provincia de México Luis Quintanar. Años más tarde, las corridas de toros decayeron (un incendio en la plaza San Pablo causó larga espera, desde 1821 y hasta 1833 en que se reinauguró).
Con la de nuestros antepasados fue posible sostener un espectáculo que caía en la improvisación más absoluta y válida para aquel momento; alimentada por aquellos residuos de las postrimerías dieciochescas. Y aunque diversos cosos de vida muy corta continuaron funcionando, lentamente su ritmo se consumió hasta serle entregada la batuta del orden a la Real Plaza de San Pablo, y para 1851 a la del Paseo Nuevo. Escenarios de cambio, de nuevas opciones, pero tan de poco peso en su valor no de la búsqueda del lucimiento, que ya estaba implícito, sino en la defensa o sostenimiento de las bases auténticas de la tauromaquia.
Los toreros “insurgentes”.
Nueva España en el avanzado siglo XVII, invadida de anhelos libertarios pronto fue llamada América Septentrional. Al interior de la misma, sonó con estrépito la consigna: “Yo no soy español, sino americano”. Y es que los modelos de la revolución francesa y la independencia norteamericana –años más tarde- violentaron la nuestra.
El espíritu de arrogancia mexicana comenzó a manifestarse con los hijos de los conquistadores en el siglo XVI, que alentaron al optimismo nacionalista y que hicieron suyo los criollos novohispanos. Una evidencia de esto es no sólo la veneración a la virgen de Guadalupe. Dicha imagen enarbolada en pendones escoltó los ejércitos que combatieron al mal gobierno. Como posición militar. La intelectual recibe alientos enciclopedistas desde Europa hasta moldear formas demócratas y liberales, maduras ya en un avanzado siglo XIX. De ese modo, Hidalgo, dueño entre otras de la hacienda de Xaripeo, decía que realizando la independencia se desterraba la pobreza para que a la vuelta de pocos años disfrutaran sus habitantes de todas las delicias de este vasto continente.
Concluyendo: la realidad nacional que descubre la posibilidad de una patria, provoca entre los criollos la necesidad de desligar a México del imperio español. O lo que es lo mismo: su independencia, sin más.
Relatos e Historias en México. Año IV, N° 43, marzo de 2012, p. 59.
Pocos son los datos que se conocen de la insurgencia torera. Ellos son, en todo caso, forjadores de la nueva patria que revelará un siglo sumido en los contrastes más diversos, reflejados en acontecimientos que la tauromaquia nacional también consideró como suyos, porque a partir de esa coyuntura adquirió forma y cuerpo hasta quedar definida al final del siglo que ahora nos congrega.
Acciones y reacciones
Como una constante, el conjunto de manifestaciones festivas, producto del imaginario popular, o de la incorporación del teatro a la plaza, comúnmente llamadas “mojigangas” (que en un principio fueron una forma de protesta social), despertaron intensas con el movimiento de emancipación de 1810. Si bien, desde los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, las corridas de toros ya constituían en sí mismas un reflejo de la sociedad y búsqueda por algo que no fuera necesariamente lo cotidiano, se consolidan en el desarrollo del nuevo país, aumentando paulatinamente hasta llegar a formar un abigarrado conjunto de invenciones o recreaciones, que no alcanzaba una tarde para conocerlos. Eran necesarias muchas, como fue el caso durante el siglo antepasado, y cada ocasión representaba la oportunidad de ver un programa diferente, variado, enriquecido por “sorprendentes novedades” que de tan extraordinarias, se acercaban a la expresión del circo, condición parataurina lo cual desequilibraba en cierta forma el desarrollo de la corrida de toros misma; pues los carteles nos indican, a veces, una balanceada presencia taurina junto al entretenimiento que la empresa, o la compañía en cuestión se comprometían ofrecer. Aunque la plaza de toros se destinara para el espectáculo taurino, este de pronto, pasaba a un segundo término por la razón de que era tan amplio el catálogo de mojigangas y de manifestaciones complementarias al toreo, -lo cual ocurrió durante muchas tardes-, lo que para la propia tauromaquia no significaba peligro alguno de verse en cierta medida relegada.
Así como alguna vez, los toros se metieron al teatro y en aquellos limitados espacios se lidiaban reses bravas, sobre todo a finales del siglo XVIII, y luego en 1859, o en 1880; así también el teatro quiso ser partícipe directo. Para el siglo XIX el desbordamiento de estas condiciones fue un caso patente de dimensiones que no conocieron límite, caso que acumuló lo nunca imaginado. Lo veo como réplica exacta de todo aquel telúrico comportamiento político y social que se desbordó desde las inquietas condiciones que se dieron en tiempos que proclamaban la independencia, hasta su relativo descanso, al conseguirse la segunda independencia, en 1867.
HIDALGO, MORELOS Y ALLENDE ENTRE LANCE Y LANCE POR LA LIBERTAD, SE DAN TIEMPO PARA IR A LAS PLAZAS DE TOROS.
Nueva España en el avanzado siglo XVII, invadida de anhelos libertarios pronto fue llamada América Septentrional. Al interior de la misma, suena con estrépito la consigna: “Yo no soy español, sino americano”. Y es que los modelos de la revolución francesa y la independencia norteamericana violentaron la nuestra. México en cuanto tal alcanzará ese preciado nombre -entre otros-, gracias a una tercia de polendas: Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos y Pavón e Ignacio Allende, figuras que encabezan un paseíllo acompañados por cuadrillas impetuosas y decididas. Aquella jornada crucial en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, representó la culminación de una gran época, pero el inicio de otra también con enorme peso histórico.
El espíritu de arrogancia mexicana comenzó a manifestarse con los hijos de los conquistadores en el siglo XVI, que alentaron al optimismo nacionalista y que hicieron suyo los criollos novohispanos. Una evidencia de esto es no sólo la veneración a la virgen de Guadalupe. Dicha imagen enarbolada en pendones escoltó los ejércitos que combatieron al mal gobierno. Esta es la posición militar. La intelectual recibe alientos enciclopedistas desde Europa hasta moldear formas demócratas y liberales, maduras plenamente ya muy avanzado el siglo XIX. De ese modo, Hidalgo decía que realizando la independencia se desterraba la pobreza para que a la vuelta de pocos años disfrutaran sus habitantes de todas las delicias de este vasto continente.
Por su parte el Capitán Ignacio Allende comentaba al cura de Dolores: “No puede ni debe usted, ni nosotros, pensar en otra cosa que en la propia ciudad de Guanajuato que debe ser la capital del mundo”.
Y Morelos, que tuvo andanzas de arriería y desempeño de labores sacerdotales en Carácuaro y Nocupétaro (Michoacán), atribuía a la “Emperadora Guadalupana” que (por ella)… estamos obligados a tributarle todo culto y adoración… y siendo su protección en la actual guerra tan visible… debe ser honrada y reconocida por todo americano”.
Concluyendo: la realidad nacional que descubre la posibilidad de una patria, provoca entre los criollos la necesidad de desligar a México del imperio español. O lo que es lo mismo: su independencia, sin más.
Hidalgo, Morelos y Allende, héroes de bronce en la historia patria, se relacionan con quehaceres taurinos practicados antes y durante la guerra emprendida.
Por ejemplo, en 1800 fueron lidiados en la plaza de Acámbaro, Guanajuato, 80 toros de la hacienda de Jaripeo, ubicada en Irimbo, rincón michoacano. Aquellos bureles eran propiedad de don Miguel Hidalgo, el que también administró con buen tino otras dos haciendas en el mismo rumbo: Santa Rosa y San Nicolás. Morelos, por su parte, era “atajador”, el arriero que va delante de las mulas pero que además sabía lazar algunos toros cerreros. En cuanto a Allende, vale la pena recordar los siguientes versos que parecen darnos el retrato más fiel de dicho personaje:
Era don Ignacio Allende…
Era don Ignacio Allende
alto, rubio bien plantado,
cuello erguido, ancha la espalda,
suelto y poderoso el brazo,
crespa, alborotada furia.
Andar resuelto y con garbo,
ver audaz, azules ojos,
ardientes, limpios y claros,
jinete entre los jinetes,
cual soldado, temerario,
complaciente en los festines,
cometido en los estrados,
lidiando toros, prodigio,
de caballeros dechado.
De la Reina el Regimiento
le vio capitán bizarro,
y a la par le festejaban
las ciudades y los campos.
Guillermo Prieto.
Disponible septiembre 30, 2013 en: http://valledesantiago.galeon.com/hombres.htm#ALLENDE, IGNACIO.
Pocos son los datos que se conocen de la insurgencia torera. Ellos son, en todo caso, forjadores de la nueva patria que revelará un siglo sumido en los contrastes más diversos, reflejados en acontecimientos que la tauromaquia nacional también consideró como suyos, porque a partir de esa coyuntura adquirió forma y cuerpo hasta quedar definida al final del siglo que ahora nos congrega.
Algunos otros toreros de la época, héroes o no fueron:
Francisco Álvarez, José María Castillo, Mariano Castro, José de Jesús Colín, Onofre Fragoso, Ramón Gándara, Guadalupe Granados, Gumersindo Gutiérrez, José Manuel Luna, Agustín Marroquín, Rafael Monroy, José Pichardo, Basilio Quijón, Guadalupe Rea, Nepomuceno Romo, Vicente Soria, Xavier Tenorio, Juan Antonio Vargas, Cristobal Velázquez y Miguel Xirón.
Durante los años de la independencia de México surgió una buena cantidad de personajes del más variado repertorio. Uno de ellos “El torero Luna” salta a la fama por ser quien, en octubre de 1810 aprehendió cerca de Acámbaro a los coroneles realistas García Conde y Rul y al intendente Merino “cuando iban rumbo a Valladolid (hoy Morelia), enviados por el virrey -don Francisco Xavier Venegas-, como nos dice José de Jesús Núñez y Domínguez en su Historia y tauromaquia mexicanas.
Al parecer su nombre completo era José Manuel Luna, torero profesional de a caballo. Intervino en las corridas en el Paseo de Bucareli desde diciembre de 1796 hasta febrero de 1797, y siguió toreando en varias plazas del interior del virreinato durante la primera década del siglo XIX. Iniciada la lucha de Independencia se incorporó a las filas insurgentes bajo el mando directo de Ignacio Aldama. En lo militar es uno más de los dirigentes estratégicos que junto a los mismos jefes insurgentes mantienen en alto la iniciativa de liberación.
Supone Núñez y Domínguez que “el torero Luna” perdió la vida en la batalla de Aculco, ocurrida el 6 de noviembre de 1810, puesto que resultó ser muy sangrienta.
Por su parte Leopoldo Zamora Plowes en su sabrosísima comedia mexicana Quince uñas y casanova aventureros, nos dice de Luna lo siguiente:
Años después [a los hechos de Aculco] Luna, que estaba a las órdenes del general Mier y Terán, aprehendió a Rosains, que había sido secretario de Morelos y que a la muerte de este [ocurrida en Ecatepec el 22 de diciembre de 1815] se hizo intolerante a sus desmanes.
Esto es, todavía lo encontramos con un lustro de diferencia a lo último señalado por Núñez y Domínguez, cumpliéndose con la sentencia del bardo José Zorrilla quien, en su Juan Tenorio apuntaba: “los muertos que vos matáis, gozan de cabal salud”. Es el mismo Zamora Plowes quien no da una versión que confrontada con la de Núñez y Domínguez adquiere otro cariz. Sin embargo, si no murió en la batalla de Aculco, ¿abandonaría el belicoso principio de la emancipación -convencido de que no podría continuar, para abrazar las filas de su verdadera vocación? Eso no lo sabemos y peor aún, cuando hay un vacío de información de por medio.
SOBRE PLAZAS DE TOROS.
Al comenzar el siglo XIX, la Real Hacienda fue la parte más interesada en erigir circos taurinos firmes y de material durable. Con ese propósito comenzaba a quedarse en el pasado aquella idea de que los cosos taurinos fueran levantados para satisfacer la arquitectura efímera, que sirvió como escenografía para las fiestas reales y juras de los reyes, debido a que se construyeron fundamentalmente con madera y nunca como posible escenario definitivo, sea este de mampostería, piedra u otros materiales. De acuerdo a lo anterior, apunta Benjamín Flores Hernández:
Al pensarse dar mayor duración a los circos taurinos, se empezó a considerar la necesidad de comprar toda la madera precisa para hacerlos.
Boceto de William Bullock para el panorama de Hohn y Roberto Buford, en 1824. La plaza Nacional de Toros, estuvo ubicada, precisamente donde hoy se encuentra el asta bandera monumental en la Plaza de la Constitución o Zócalo de la ciudad de México.
Pero con ello, no se resolvía nada, las condiciones “efímeras” del escenario taurino estaban garantizadas para muchos años. Y no se resolvería hasta la construcción definitiva de la plaza de toros «El Toreo» de la colonia Condesa (1907).
La del Volador funcionó desde 1586 y hasta 1815, todavía entre los meses de enero y febrero de su último año de existencia hubo hasta ocho corridas para celebrar la restitución al trono de Fernando VII de España. En ese mismo 1815 se desmanteló y su maderamen se trasladó a la Plaza de San Pablo, misma que resultará dañada en 1821 por un incendio (ocurrido el 27 de septiembre), se reinauguró en 1833; sin embargo en 1825, la de San Pablo sirvió como proscenio para algunas corridas. El mencionado coso se utilizó hasta 1864 con un corte intempestivo durante 1847, cuando tuvo que ser desmantelada, para ocupar su madera en las diversas trincheras que sirvieron para enfrentar la invasión norteamericana aquel mismo año.
El siguiente cuadro nos muestra una visión más completa de la diversidad en plazas de toros que funcionaron entre los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX:
Los dos espacios más importantes de actividad taurina en México fueron la Real Plaza de Toros de San Pablo y la del Paseo Nuevo, escenarios de cambio, de nuevas opciones, sobre todo en la defensa o sostenimiento de las bases auténticas de la tauromaquia.
Ya tenemos una idea precisa -que no por ello es extensa- de lo que fueron y significaron las plazas de toros en el México independiente. Nos invitan a pasar para ocupar alguno de sus cuartones, palcos o azoteas con el fin de formar parte del boato y toda su circunstancia, propia de un día de toros.
LOS HERMANOS ÁVILA: TOREROS CONOCIDOS EN EL MÉXICO DE LOS PRIMEROS AÑOS DEL XIX.
El caso de los hermanos Ávila se parece mucho al de los Romero, en España. Sóstenes, Luis, José María y Joaquín Ávila (al parecer, oriundos de Texcoco) constituyeron una sólida fortaleza desde la cual impusieron su mando y control, por lo menos de 1808 a 1858 en que dejamos de saber de ellos. Medio siglo de influencia, básicamente concentrada en la capital del país, nos deja verlos como señores feudales de la tauromaquia, aunque por los escasos datos, su paso por el toreo se hunde en el misterio, no se sabe si las numerosas guerras que vivió nuestro país por aquellos años nublaron su presencia o si la prensa no prestó toda la atención a sus actuaciones.
Sóstenes, Luis y José María (Joaquín, mencionado por Carlos María de Bustamante en su Diario Histórico de México, cometió un homicidio que lo llevó a la cárcel y más tarde al patíbulo) establecieron un imperio, y lo hicieron a base de una interpretación, la más pura del nacionalismo que fermentó en esa búsqueda permanente de la razón de ser de los mexicanos.
Un periodo irregular es el que se vive a raíz del incendio en la Real Plaza de Toros de San Pablo en 1821 (reinaugurada en 1833) por lo que, un conjunto de plazas alternas, pero efímeras al fin y al cabo, permitieron garantías de continuidad.
Aún así, Necatitlán, El Boliche, la Plaza Nacional de Toros, La Lagunilla, Jamaica, don Toribio, sirvieron a los propósitos de la mencionada continuidad taurina, la que al distanciarse de la influencia española, demostró cuán autónoma podía ser la propia expresión. ¿Y cómo se dio a conocer? Fue en medio de una variada escenografía, no aventurada, y mucho menos improvisada al manipular el toreo hasta el extremo de la fascinación, matizándolo de invenciones, de los fuegos de artificio que admiran y hechizan a públicos cuyo deleite es semejante al de aquella turbulencia de lo diverso.
De seguro, algún viajero extranjero, al escribir sus experiencias de su paso por la Ciudad de México, lo hizo luego de presenciar esta o aquella corrida donde los Ávila hicieron las delicias de los asistentes en plazas como las mencionadas. De ese modo, Gabriel Ferry, seudónimo de Luis de Bellamare, quien visitó nuestro país allá por 1825, dejó impreso en La vida civil en México un sello heroico que retrata la vida intensa de nuestra sociedad, lo que produjo entre los franceses un concepto fabuloso, casi legendario de México con la intensidad fresca del sentido costumbrista. Tal es el caso del «monte parnaso» y la «jamaica», de las cuales hizo un retrato muy interesante.
En el capítulo «Escenas de la vida mejicana» hay una descripción que tituló “Perico el Zaragata”, el autor abre dándonos un retrato fiel en cuanto al carácter del pueblo; pueblo bajo que vemos palpitar en uno de esos barrios con el peso de la delincuencia, que define muy bien su perfil y su raigambre. Con sus apuntes nos lleva de la mano por las calles y todos sus sabores, olores, ruidos y razones que podemos admirar, para llegar finalmente a la plaza.
Nunca había sabido resistirme al atractivo de una corrida de toros -dice Ferry-; y además, bajo la tutela de fray Serapio tenía la ventaja de cruzar con seguridad los arrabales que forman en torno de Méjico una barrera formidable. De todos estos arrabales, el que está contiguo a la plaza de Necatitlán es sin disputa el más peligroso para el que viste traje europeo; así es que experimentaba cierta intranquilidad siempre lo atravesaba solo. El capuchón del religioso iba, pues, a servir de escudo al frac parisiense: acepté sin vacilar el ofrecimiento de fray Serapio y salimos sin perder momento. Por primera vez contemplaba con mirada tranquila aquellas calles sucias sin acercas y sin empedrar, aquellas moradas negruzcas y agrietas, cuna y guarida de los bandidos que infestan los caminos y que roban con tanta frecuencia las casas de la ciudad
Y tras la descripción de la plaza de Necatitlán, el «monte parnaso» y la «jamaica»,
(…)El populacho de los palcos de sol se contentaba con aspirar el olor nauseabundo de la manteca en tanto que otros más felices, sentados en este improvisado Elíseo, saboreaban la carne de pato silvestre de las lagunas. -He ahí- me dijo el franciscano señalándome con el dedo los numerosos convidados sentados en torno de las mesas de la plaza, lo que llamamos aquí una «jamaica».
La verdad que poco es el comentario por hacer. Ferry se encargó de proporcionarnos un excelente retrato, aunque es de destacar la actitud tomada por el pueblo quien de hecho pierde los estribos y se compenetra en una colectividad incontrolable bajo un ambiente único.
De todos modos, lo poco que sabemos de ellos es gracias a los escasos carteles que se conservan hoy en día. Son apenas un manojo de “avisos”, suficientes para saber de su paso por la tauromaquia decimonónica. Veamos qué nos dicen tres documentos.
13 de agosto de 1808, plaza de toros “El Boliche”. “Capitán de cuadrilla, que matará toros con espada, por primera vez en esta Muy Noble y Leal Ciudad de México, Sóstenes Ávila.-Segundo matador, José María Ávila.-Si se inutilizare alguno de estos dos toreros, por causa de los toros, entonces matará Luis Ávila, hermano de los anteriores y no menos entendido que ellos. Toros de Puruagua”.
Domingo 21 de junio de 1857. Toros en la Plaza Principal de San Pablo. Sorprendente función, desempeñada por la cuadrilla que dirigen don Sóstenes y don Luis Ávila.
“Cuando los habitantes de esta hermosa capital, se han signado honrar á la cuadrilla que es de mi cuidado, la gratitud nos estimula á no perder ocasión de manifestar nuestro reconocimiento, aunque para corresponder dignamente sean insuficientes nuestros débiles esfuerzos; razón por lo que de nuevo vuelvo a suplicar á mis indulgentes favorecedores, se sirvan disimularnos las faltas que cometemos, y que á la vez, patrocinen con su agradable concurrencia la función que para el día indicado, he dispuesto dar de la manera siguiente:
Seis bravísimos toros, incluso el embolado (no precisan su procedencia) que tanto han agradado á los dignos espectadores, pues el empresario no se ha detenido en gastos (…)”.
Aquella tarde se hicieron acompañar de EL HOMBRE FENÓMENO, al que, faltándole los brazos, realizaba suertes por demás inverosímiles como aquella “de hacer bailar y resonar a una pionza, ó llámese chicharra”.
Al parecer, con la corrida del domingo 26 de julio de 1857 Sóstenes y Luis desaparecen del panorama, no sin antes haber dejado testimonio de que se enfrentaron aquella tarde a cinco o más toros, incluso el embolado de costumbre. Hicieron acto de presencia en graciosa pantomima los INDIOS APACHES, “montando á caballo en pelo, para picar al toro más brioso de la corrida”. Uno de los toros fue picado por María Guadalupe Padilla quien además banderilló a otro burel. Alejo Garza que así se llamaba EL HOMBRE FENÓMENO gineteó “el toro que le sea elegido por el respetable público”. Hubo tres toros para el coleadero.
“Amados compatriotas: si la función que os dedicamos fuere de vuestra aprobación, será mucha la dicha que logren vuestros más humildes y seguros servidores: Sóstenes y Luis Ávila”.
Todavía la tarde del 13 de junio de 1858 y en la plaza de toros del Paseo Nuevo participó la cuadrilla de Sóstenes Ávila en la lidia de toros de La Quemada.
Destacan algunos aspectos que obligan a una detenida reflexión. Uno de ellos es que de 1835 (año de la llegada de Bernardo Gaviño) a 1858, último de las actuaciones de los hermanos Ávila, no se encuentra ningún enfrentamiento entre estos personajes en la plaza. Tal aspecto era por demás obligado, en virtud de que desde 1808 los toreros oriundos de Texcoco y hasta el de 58, pasando por 1835 adquirieron un cartel envidiable, fruto de la consolidación y el control que tuvieron en 50 años de presencia e influencia.
Otro, que también nos parece interesante es el de su apertura a la diversidad, esto es, permitir la incorporación de elementos ajenos a la tauromaquia, pero que la enriquecieron de modo prodigioso durante casi todo el siglo XIX, de manera ascendente hasta encontrar años más tarde un repertorio completísimo que fue capaz de desplazar al toreo, de las mojigangas y otros divertimentos me ocuparé en detalle más adelante.
LAS MOJIGANGAS: ADEREZOS IMPRESCINDIBLES Y OTROS DIVERTIMENTOS DE GRAN ATRACTIVO EN LAS CORRIDAS DE TOROS EN EL MEXICANO SIGLO XIX
Como una constante, el conjunto de manifestaciones festivas, producto de la imaginaria popular, o de la incorporación del teatro a la plaza, comúnmente llamadas “mojigangas” (que en un principio fueron una forma de protesta social), despertaron intensas con el movimiento de emancipación de 1810. Si bien, desde los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX ya constituían en sí mismas un reflejo de la sociedad y de búsqueda de algo que no fuera necesariamente lo cotidiano, se consolidaron en el desarrollo del nuevo país, aumentando paulatinamente hasta llegar a formar un abigarrado conjunto de invenciones o recreaciones, que no alcanzaba una tarde para conocerlos. Eran necesarias muchas, como fue el caso durante el siglo pasado, y cada tarde representaba la oportunidad de ver un programa diferente, variado, enriquecido por “sorprendentes novedades” que de tan extraordinarias, se acercaban a la expresión del circo lo cual desequilibraba en cierta forma el desarrollo de la corrida de toros misma; los carteles nos indican, a veces, una balanceada presencia taurina junto al entretenimiento que la empresa, o la compañía en cuestión se comprometían ofrecer. Aunque la plaza de toros se destinara para el espectáculo taurino, este de pronto, pasaba a un segundo término por la razón de que era vasto el catálogo de mojigangas y de manifestaciones complementarias al toreo, pero la tauromaquia no corría peligro alguno de verse en cierta medida relegada. Hubo casos excepcionales en donde los toros lidiados bajo circunstancias normales se reducían a veces a dos como mínimo, en tanto que el resto de la función corría a cargo de quienes se proponían divertir al respetable.
Desde el siglo XVIII este síntoma se deja ver, producto del relajamiento social, pero también de un estado de cosas que avizora el destino de libertad que comenzaron pretendiendo los novohispanos y consolidaron los nuevos mexicanos.
La Antorcha, D.F., del 7 de abril de 1833, p. 4.
Las mojigangas fueron vistas de manera constante en la plaza del Volador. Por ejemplo, en las fiestas celebradas a finales de 1770 nos dice Benjamín Flores Hernández que se incluyó
un grupo de seis muñecos de madera llamados “peropalos” o “dominguejos”, dos de ellos con máquina de cohetería en su interior, que eran usados para provocar la furiosa embestida del toro, la cuba utilizada en sus supuestas gracias por un torero vestido de loco y un mono con la correspondiente columna a la que se le ató en medio del redondel a fin de evitar se escapara cuando el cornúpeta hiciera por él.
En la de San Pablo o el Paseo Nuevo hubo festejos taurinos que se complementaron con representaciones de corte teatral redondeadas con la corrida de toros, sin faltar “el embolado”. En ambas plazas, las mencionadas escenas se integraron felizmente, logrando así un conjunto del gusto del público, por lo cual los empresarios Manuel de la Barrera, Javier de las Heras, Vicente del Pozo y Jorge Arellano garantizaron la permanencia del espectáculo, con la salvedad de que entre uno y otro se representaran cosas distintas.
¿El toreo se agotaba en sí mismo como para necesitar de aquella diversión itinerante, propia de los circos y de los escenarios teatrales? Considero que no. Más bien buscaban, sus organizadores, como lo hicieron también en España, maneras distintas de enriquecer un entretenimiento que día con día ganaba popularidad, en virtud de que el poder y todas las capas sociales podían asistir a la plaza para compartir algo que los unía. Así, desde las primeras fiestas representadas durante el siglo XVI encontramos evidencia de lo suntuoso de la fiesta taurina, a la que se agregaban un sinnúmero de divertimentos, las más de las veces efímeros, pero de grata invención, que, al cabo de los años se fueron refinando, hasta que nos encontramos con que ya no bastaba lidiar toros en las plazas. Había que llevarlos al teatro, como ocurrió en el Coliseo Nuevo en 1796, según nota de Armando de María y Campos
…la noche del 9 de febrero se representó la comedia “Amo y criado”, y durante los intermedios o entreactos, se volvieron a lidiar novillos bravos, y además se corrieron liebres acosadas por galgos.
El público aprobó con entusiasmo estas extrañas maneras de entretener el ocio, sin embargo la fiesta de toros aunque disminuida en cierto grado por los nuevos pasatiempos, permaneció como una institución, tan es así que actualmente las corridas se mantienen vivas mientras que las mojigangas casi han desaparecido.
Como habrá podido observarse, el manejo de ciertas fechas escapa de la delimitación aquí planteada, lo que habla de la urgencia de un mayor trabajo de investigación, con objeto de evitar todas aquellas deficiencias que aún presenta este intento por consolidar una historia mucho más sólida sobre la tauromaquia en nuestro país.
Finalmente y ahora ya en este 2013, he de advertir que en breve realizaré un ejercicio de análisis a un libro de reciente aparición, el cual es un gran aporte, por lo que viene a ser, en estos precisos momentos un bálsamo que reúne valiosa información, trabajada por un muy serio investigador. Me refiero a La afición entrañable. Tauromaquia novohispana del siglo XVIII: del toreo a caballo al toreo a pie. Amigos y enemigos. Participantes y espectadores, del Doctor en Historia Benjamín Flores Hernández. Ya verán ustedes que se trata de una obra imprescindible en estos momentos en que es preciso afirmar y reafirmar el tránsito del toreo novohispano al toreo del México independiente, ese que se desató en forma tan original durante el siglo XIX.
[1] Francis Wolff: Filosofía de las corridas de toros. Barcelona, Ediciones Bellaterra, S.L., 2008. 270 p., p. 146.
Se ha podido decir que la corrida de toros moderna nación en el siglo XVIII, cuando las clases populares hicieron suya una práctica aristocrática, cuando el matador pasó a ser hombre del pueblo al tiempo que hacía suyos los valores y la tradición caballeresca. En el plano histórico, esa concepción es demasiado simplista, como han podido demostrar algunos historiadores, como, por ejemplo, Bartolomé Bennassar o Araceli Guillaume-Alonso, pero entraña una parte de verdad desde el punto de vista de los valores. La ética del torero es la ética aristocrática del pueblo, como lo era la moral estoica en la Antigüedad, moral de los esclavos maestros.