EL ARTE… ¡POR EL ARTE!
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Como un elemento propio del mismísimo Olimpo, o de un escenario destinado a los dioses, el hombre que se viste de luces se convierte en un elemento que pertenece a lo sagrado. Nada mejor que entender esa condición que el día de la corrida.
En su condición terrenal de ser humano, el diestro tiene un trato de privilegio. No puede dejarse ver ni ser visto más que para aquel reducido grupo de personas que lo rodea. Con ello el fundamento iniciático de lo profano a lo sagrado cruza el puente hasta convertir los espacios que rodearán a esa figura potencialmente importante, en el eje rector no solo de un día de toros, donde estos otros elementos serán la esencia y motivo principal de la venidera representación. Y es que a partir de la dimensión que va a adquirir un personaje investido de los hábitos de matador de toros o novillero, lo llevan a ser el oficiante principal de un culto denominado tauromaquia.
Joselito o Gallito. He aquí a José Gómez Ortega, paradigma y torero para toreros. Col. del autor.
El día de la corrida, puede que se trate de uno, dos, tres o seis el número de oficiantes; grandes matadores de toros o también, como ya se dijo, de modestos novilleros o principiantes. El hecho es que todos adquieren esa condición efímera de ser vistos como sacerdotes o sumos pontífices que no solo realizarán el oficio. Se trasvasarán en un ritual que material y espiritualmente da sentido y significado a la fiesta de toros.
Bajo el principio de la celebración que terminará en el holocausto, en el sacrificio y muerte del toro, el hombre, convertido ya en torero se aproxima a la plaza en medio de un ambiente que solo les pertenece a unos cuantos, debido al hecho de que su llegada al coso ocurre en olor de santidad. Vestir ese hábito entre lo sacerdotal y lo provocativo genera la condición de un halo de celebridad propia de la feligresía religiosa en cualquiera de sus expresiones o la que, por investidura de jefes de estado o de artistas consumados o de importante celebridad pueden ostentar al menos, y en esos instantes los toreros. Aún más, en el patio de cuadrillas, conforme se acerca la hora de la verdad, y luego de haber pasado a la capilla, lugar donde ocurre una especie de transmisión de poderes, el torero se consagra como el summum o culmen de la asunción terrenal a otra que es de orden celestial, e incluso utópica en la que recaen todas las miradas. En ese momento, el hombre, que dejó su mortalidad a un lado, convertido en el torero inmortal es la fuerza que define y decide; y aún provoca los primeros síntomas de aceptación o rechazo que pueden generarse entre los asistentes al ceremonial.
La última tarde del Califa. (70×50 cm). Colección: Luis Antonio Loredo Hill. En La Tauromaquia de Pancho Flores. Fotografía de Jorge Matchain. México, Bibliófilos Taurinos de México, A.C., Noriega Editores, 1992. 253 p. Ils., retrs., fots., p. 141.
El sacerdote vestido de luces se encuentra en la arena desbordando según la puesta en escena que ha decidido imponer su propia impronta, o aquel sello que las condiciones o circunstancias del momento están provocando, a favor o en contra. El destino en estos casos es un ave de mal agüero que determina lo causal del asunto hasta dimensionarlo en unas condiciones totalmente imprevistas. Ya despojado del capote de paseo, pieza adherida a su cuerpo y que se utiliza para generar su primer contacto con el coro, misma pieza cuyos bordados exuberantes en unos casos, discretos en otros, ostenta la figura emblemática a la que, en ese momento se le tiene consagrada la vida, bajo el presumible caso de la fe o ciega fe a que se han entregado estos hombres. Como decía, ya despojado de aquel envoltorio sagrado, el torero, a quien ya han proporcionado el capote de brega se pasea todavía despidiendo ese oloroso protagonismo que se intensifica en cuanto comienzan a surgir los aplausos en demanda de su afirmación en el ruedo, mismo detalle que agradece en postura más que reservada a los privilegiados.
La condición apolínea, exquisita, cuidada e intocada, conforme aparece el toro comienza a alterarse, a trastocarse, es decir, adquiere otro sentido para pasar, poco a poco a la del contraste dionisíaco. El toro es la fuerza opositora, dispuesta a alterar todos los principios, a los que el torero se verá obligado a recuperar e incluso remontar, adecuar, trascender y demás deseos no solo suyos. También del coro popular que comienza a mostrar sus afinidades o desacuerdos. Todo este caos ocurre mientras el sacerdote u oficiante ya es, al mismo tiempo un hábil atleta que un consagrado artista o frío y calculador científico buscando imponer el orden a partir de esas especificidades. Pero además, a todo el conjunto de ingredientes se suman otros tantos de elevado riesgo como puede ser la tragedia o el riesgo de morir… o de fracasar, que eso y un instante son la misma cosa.
El trastocamiento, la alteración del sumo pontífice o la del sacerdote pasa por la conversión más inesperada, pues de aquella posesión simbólica y privilegiada se puede alcanzar la de un mero “maleta”, o “pinchatoros” si las cosas no rodaron bien, y entonces el ansiado sacrificio del toro se convierte en auténtica carnicería, defecto cuyo peso es el que sacude todas las estructuras y hasta las fibras más sensibles del espectáculo, que por esa causa muchas veces sirve para defenestrar su razón de ser, y más aún en boca de los adversarios.
Por lo tanto, y después de toda esa drástica transformación, lo que tenemos ahora es un hombre –de carne, hueso y espíritu- vestido de luces, intentando resolver el destino de su vida; y todo, frente a un toro como enemigo natural ante la mirada colectiva de un coro que ya no responde a ninguna razón específica que no sea la de lo apolíneo o lo dionisíaco en toda su deseada o descarnada dimensión.