A TORO PASADO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
En plena efervescencia del que fue un fallido intento –de parte del estado- por conmemorar dignamente tanto el Bicentenario de la Independencia, así como el Centenario de la Revolución mexicana, esto en 2010, hubo oportunidad de realizar diversas actividades que tuvieron como ejes centrales ambos acontecimientos, de los cuales, era de esperarse, que el tema taurino no escapara a la reflexión. Por tanto, en dicha tarea, me propuse elaborar las siguientes visiones, en una contemplación desde nuestro presente, mismas que comparto con los “navegantes” de este blog, el cual dentro de muy pocos días llegará a su tercer año de existencia.
Revisar 200 de 500 años de toros en México es tarea complicada pero no imposible. Por lo tanto, este ensayo lleva esencias. Lo elaboro al calor de una corrida de toros, con toda la carga de emociones que se producen en la plaza.
Conforme se desarrolla cada episodio, cada momento es necesaria la reflexión para adivinar qué dejó el virreinato; depuró e hizo suyo el México independiente y moderno hasta el momento presente.
El toreo durante el virreinato (espectáculo cuyo primer registro data del 24 de junio de 1526) fue una suma de factores donde imperó el protagonismo de más nobles que plebeyos los que, desde el caballo y bajo fuertes normas técnicas lograron participar en multitud de festejos incentivados por casas reinantes, motivos religiosos y hasta académicos, la mayoría de ellos para la mejora en la obra pública. Otros tantos participantes, los de a pie tienen que hacer acto de presencia en forma discreta, pero contundente. Se aprovechaba la plaza pública o se construían tablados previa auscultación y aprobación de los proyectos arquitectónicos propuestos en diversas épocas. El ganado, aunque todavía no destinado a la lidia se le aprovechaba en su natural condición de una casta, indefinida pero útil en aquellos tiempos en que estos eran alanceados, más que lidiados.
Ya ha salido el primer espada a saludar desde el tercio, por lo que para el segundo de la tarde me ocuparé de la transición de siglos, épocas y circunstancias.
Al finalizar el virreinato el toreo era a pie y lo detentaba el pueblo. Su organización aunque caótica, tenía visos de adecuarse a reglas que llegaban de España más por vía oral que escrita, aunque ya desde 1796 estaba publicada la primera tauromaquia, la de José Delgado. El profundo mestizaje, el color y el calor americano habían permeado el toreo como una expresión eminentemente popular que seguía fascinando a propios y extraños, a pesar de la fuerte carga ideológica impuesta por los ilustrados, ese sector duro y pensante que se opuso al pasado a favor del progreso.
Las masas se exaltan, como seguramente se exaltaron en los momentos más intensos de la rebelión al comenzar el XIX. Jefes rebeldes como Hidalgo, Morelos, Allende y otros intervinieron entre batalla y batalla mientras la emancipación maduraba hasta que llegó el deseado momento de la ruptura. Es curioso, pero una fiesta con alto grado de influencia española se quedó entre nosotros, como otros dos factores que con ella perviven: la burocracia, impulsada desde el reinado de Felipe II y la religión católica. Una con fuerte presencia en la oficina, la otra en los templos, iglesias y catedrales, espacios que mostraron abiertamente el riguroso culto y la notable iconografía con la que se aseguró la pervivencia y el poder de la religión.
El tercero de la tarde ya está en la arena. El matador en turno lo saluda con elegancia. Ya avanzado el siglo XIX, la fiesta siguió encontrando la afortunada convivencia, el diálogo maravilloso entre lo urbano y lo rural, asunto que intensificó el que fue ese enorme catálogo de expresiones y manifestaciones que hicieron de cientos y cientos de tardes la asombrosa primer gran consolidación de una etapa en la que los mexicanos ya fueron dueños de esa riqueza.
Disponible noviembre 25, 2013, en: http://pulquesfinoslavirtud.blogspot.mx/ GALERÍA DE ARTE DIGITAL DE LA CASA. (Autor: Armando Moncada).
El cuarto toro salta al ruedo. Bien puesto y cornalón, con edad y arrobas. Quien le sale al paso es el gaditano Bernardo Gaviño, llegado a México entre 1829 y 1835. Impuso su imperio hasta 1886, es decir que durante 50 años se convirtió en amo y señor. Creo no equivocarme al manifestar, como lo hago en un libro de próxima aparición: Bernardo Gaviño y Rueda: español que en México hizo del toreo una expresión mestiza durante el siglo XIX. Decantó la tauromaquia nacional y la llevó por senderos en que se impuso como patriarca y hasta lo alcanzó la decadencia y con ella la muerte. ¿Sus virtudes? Ser ídolo del pueblo, amigo de ministros y favoritos de presidentes, además de alentar una fiesta salpicada de invenciones donde cada tarde podía ocurrir lo insólito, lo que solo puede develarse a la luz de carteles y de una rica iconografía. Entre México y otros países, sumó, según los últimos datos 725 actuaciones, 391 de ellas lidiando toros de Atenco, la ganadería que se convirtió en el referente clave de una crianza que estaba adquiriendo valores definidos hacia la profesionalización. Y Atenco seguirá dando qué decir. Allí nació en 1856 Ponciano Díaz, el más popular de los toreros, a pie y a caballo, popular aquí y allá, hasta convertirse en eje central de una fiesta muy mexicana y que superó larga prohibición, de 1867 a 1886. Este corte tuvo un motivo concreto: el empresario en turno de la plaza de toros del Paseo Nuevo no estaba al día en el pago de impuestos, por lo que la Ley de Dotación de Fondos Municipales vigente por entonces, fue contundente con la decisión de prohibir espectáculos taurinos. Para bien o para mal, siempre se pensó que Benito Juárez había sido el causante de tal “castigo”. Sin embargo, tanto Juárez como Sebastián Lerdo de Tejada sólo cumplieron ante las normas, firmando la ley antes mencionada.
No hay quinto malo dice la sentencia taurina. Ponciano, dueño de la situación tendrá que acometer un caso sin precedentes. De España llegó en masa un grupo de toreros que consumaron lo que he llamado desde hace algún tiempo la “reconquista vestida de luces”. La reconquista vestida de luces debe quedar entendida como ese factor el cual significó reconquistar espiritualmente al toreo, luego de que esta expresión vivió entre la fascinación y el relajamiento, faltándole eso sí, una dirección, una ruta más definida que creó un importante factor de pasión patriotera, chauvinista si se quiere, que defendía a ultranza lo hecho por espadas nacionales –quehacer lleno de curiosidades- aunque muy alejado de principios técnicos y estéticos que ya eran de práctica y uso común en España.
Col. del autor.
Por lo tanto, la reconquista vestida de luces no fue violenta sino espiritual. Su doctrina estuvo fundada en la puesta en práctica de conceptos teóricos y prácticos absolutamente renovados, que confrontaban con la expresión mexicana, la cual resultaba distante de la española, a pesar del vínculo existente con Bernardo Gaviño. Y no solo era distante de la española, sino anacrónica, por lo que necesitaba una urgente renovación y puesta al día, de ahí que la aplicación de diversos métodos, tuvieron que desarrollarse en medio de ciertos conflictos o reacomodos generados básicamente entre los últimos quince años del siglo XIX, tiempo del predominio y decadencia de Ponciano Díaz, y los primeros diez del XX, donde hasta se tuvo en su balance general, el alumbramiento afortunado del primer y gran torero no solo mexicano; también universal que se llamó Rodolfo Gaona.
12 de abril de 1925. Despedida de Rodolfo Gaona. Col. del autor.
Sexto y último de la triunfal tarde. Y ya estamos en el siglo XX. En su recorrido, tres serán las figuras centrales. Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa y Manolo Martínez. Con Gaona como ya sabemos universaliza el toreo, con Fermín y otros de su generación, la edad de oro del toreo será una feliz realidad. Y el toreo, con Manolo Martínez se conseguirán dos vertientes: el imperio y la decadencia.
En cuanto a Manolo Martínez, su sola presencia inmediatamente alteraba la situación en la plaza, pues como por arte de magia, todos aquellos a favor o en contra del torero revelaban su inclinación. Parco al hablar, dueño de un gesto de pocos amigos, adusto como pocos, con capote y muleta solía hacer sus declaraciones más generosas, conmoviendo a las multitudes y provocando un ambiente de pasiones desarrolladas antes, durante y después de la corrida. Mientras, en los mentideros taurinos se continuaba paladeando una faena de antología o una bronca de órdago.
Ese era Manolo Martínez, el hombre capaz de provocar las más encendidas polémicas entre aficionados y prensa, como de entrega entre estos mismos sectores cuando se dejaban arrobar por una más de sus hazañas. Surge el regiomontano en una época donde la presencia de Joselito Huerta o Manuel Capetillo determinan ya el derrotero de aquellos momentos. Dejan ya sus últimos aromas Lorenzo Garza y Alfonso Ramírez Calesero. Carlos Arruza recién ha muerto y su estela de gran figura pesa en el ambiente (estamos en los años 60 del siglo XX). En poco tiempo Manolo asciende a lugares de privilegio y tras la alternativa que le concede Lorenzo Garza –Sismo y estatua, según declaraciones poéticas de Alfonso Junco- en Monterrey (la continuidad de la jerarquía, el mando y la personalidad están garantizadas), inicia el enfrentamiento con Huerta y con Capetillo en plan grande, hasta que Manolo termina desplazándolos de la escena. Su ascensión a la cima se da muy pronto hasta verse sólo, allá arriba, sosteniendo su imperio a partir de la acumulación de corridas y de triunfos respectivamente. Pronto llegan también a la escena Eloy Cavazos (quien por cierto acaba de retirarse el domingo 16 de noviembre de 2008 luego de haber toreado 1907 corridas en 42 años de vida profesional), Curro Rivera, Mariano Ramos y Antonio Lomelín con quienes cubrirá la época más importante del quehacer taurino contemporáneo.
Un “Manolo” Martínez en plena juventud. Col. del autor.
Por muchas razones, su mejor y más importante presencia queda plasmada en México, al cubrir todos los rincones del país, llegando incluso a darse una etapa de corridas que se montaron en improvisadas plazas de vigas. Un hecho sin precedentes, pero es lo que, al fin y al cabo señala la decadencia, no sólo del torero. En buena medida, también de una fiesta que no ha vuelto a remontar sus mejores momentos, sobre todo hoy que ya ingresamos de lleno al siglo XXI.
Ya en pleno siglo XXI, con las condiciones generadas tras la despedida de Manolo Martínez en 1982, único torero de su generación, quien se colocó en lugar de privilegio, por encima incluso de Eloy Cavazos, Curro Rivera y Mariano Ramos, sobrevino una crisis de valores que se dejó sentir con fuerza, crisis estimulada por este mismo grupo de toreros que acapararon y sumaron infinidad de festejos en sitios que resultaban absolutamente nuevos en la geografía taurina mexicana, quienes se inclinaron por ciertas comodidades entre las cuales, el toro fue uno de los elementos más afectados, debido a que se lidiaron en cantidades muy importantes, por un lado. Pero por otro, las ganaderías sufrieron una estandarización que generó la predilección de unas pocas, lo que permitió aspectos favorables para las condiciones de dichos personajes, marginando al resto de la cabaña brava, misma que tuvo que adecuarse a los nuevos tiempos, desapareciendo unas y readaptándose otras a realidades diferentes.
A su paso, el toreo no logró más que una inestabilidad, pues durante su permanencia aumentó el número de corridas de toros aquí y allá, sin cuidar en muchos casos las mínimas formas de apariencia, con lo que el daño se fue haciendo cada vez más crónico. Y si me apuran un poco más, hasta irreversible. Ese daño se identifica perfectamente en la presencia de un «toro» que no era el indicado, sobre todo porque llegaban a las plazas sin haber cumplido la edad reglamentaria. Se habla en otro sentido de la manipulación de que fueron objeto, y como la sospecha no pudo ser comprobada en la mayoría de los casos, los escándalos por esos motivos fueron en realidad mínimos. En todo esto, jugó un papel muy importante, aunque nocivo, la prensa taurina, no toda desde luego -siempre hay honrosas excepciones-, pero una buena parte de ella se prestó al juego, articulando de manera sistemática y a través de medios masivos de difusión un conjunto de argumentos que si en su momento resultaban inverosímiles, hoy, aunque causan un poco de humor por el descarado oportunismo con que vistieron sus «análisis» y «crónicas», también resultan una viva realidad que retrata a una generación que terminó desplazando a toreros con enorme capacidad como ya se dijo líneas atrás, pero que a su paso no logró provocar la asunción de otros diestros que resultaran apropiados para sucederlos y ocupar, más de uno los sitios de privilegio que empezó dejando el propio Manolo Martínez desde 1982. Pocos fueron los que se acercaron a aquella oportunidad como David Silveti quien por desgracia no pudo situarse en esos espacios debido a una sorpresiva osteoporosis que lo confinó en hospitales, donde fue atendido en diversas operaciones y largas rehabilitaciones. De igual forma están Jorge Gutiérrez, irregular en sus faenas y decisiones concretas, muy buen torero, pero sin el suficiente carácter para convertirse también en uno de los nuevos favoritos de la afición mexicana de fin de siglo. El caso de Miguel Espinosa Armillita es como la vida: impredecible. Teniendo todos los elementos para triunfar, da la impresión de haber preferido la comodidad y no el compromiso concreto por convertirse en un diestro de peso, capaz de soportar la presencia no sólo de los mexicanos en lucha de un lugar, sino de aquellos españoles que pelearon las palmas durante la década de los ochenta. Entre otros hicieron acto de presencia José Mari Manzanares, Pedro Gutiérrez Moya El niño de la capea, José Miguel Arroyo Joselito y Enrique Ponce. Y Miguel -siempre dio esa impresión- pudo, pero no quiso.
Por ahí llegó un impulsivo Manolo Mejía, quien formado bajo la sombra de Manolo Martínez, contaba con enormes posibilidades de ubicarse en envidiable situación. Lamentablemente se dejó aconsejar por una soberbia que terminó sepultando sus aspiraciones, hasta ocupar sitios por debajo de lo mediano en cuanto a número de corridas promedio anuales se refiere.
En el año de la retirada (1982) del mandón neoleonés, surgió una figura novilleril que estaba llamada a ocupar el sitial apenas dejado por Martínez. Me refiero a Valente Arellano, quien sacudió todo lo establecido hasta entonces. Su fama subió como la espuma del mar en poco tiempo, ya que la tauromaquia de Arellano estaba sustentada en un fresco repertorio de viejas suertes que puso al día el lagunero en medio de una peculiar personalidad que provocó llenos inusitados en las distintas plazas donde se presentó. Incluso, la tarde del 28 de noviembre de 1982, en compañía de los entonces novilleros Manolo Mejía y Ernesto Belmont volvieron a llenar la plaza de toros México, hecho que no se registraba desde el surgimiento de aquel singular grupo de aspirantes a matadores de toros conocidos como los tres mosqueteros, a saber: Manuel Capetillo, Jesús Córdoba, Rafael Rodríguez y su D´Artagnan, Paco Ortiz quienes en 1947 conmovieron a la afición capitalina. Como se ve, pasaron 35 años para que se repitiera dicho acontecimiento donde, dicho sea de paso, ambos fueron producto de la labor empresarial encabezada por Alfonso Gaona.
La repentina e inesperada muerte de Valente Arellano volvió a cancelar las posibilidades de continuidad en el aspecto de dominios que se veían venir, controlados en lo absoluto por aquel muchacho que era un manojo de ilusiones, de entusiasmo. Su carácter personal proyectaba una sombra de muerte que siempre le acompañaba, ya que si en la plaza era un auténtico suicida, fuera de la plaza también. Así que un accidente en motocicleta terminó cumpliendo la sentencia de sus obsesiones.
Y la afición, durante más de 10 años no sabía a quien entregarse, hasta que surgió desde el silencio un torero que hasta hoy sigue intentando encaramarse en sitios de privilegio aquí y en todo el planeta de los toros, aunque sin llegar a la cúspide de todas sus aspiraciones. Ese torero se llama Eulalio López El Zotoluco, el cual se ha convertido en el actor principal de la tauromaquia mexicana de los últimos tiempos.
Creo que con la presente apreciación, tenemos ya una primera y concreta mirada con la que podemos entender los últimos 200 años de actividad taurina en México.