ILUSTRADOR TAURINO MEXICANO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
El significado de los tiempos cambia. Todo es igual, pero todo es diferente. Así es como podemos distinguir los contrastes concretos en la práctica y ejercicio de una tauromaquia no sólo urbana. También rural, practicada fundamentalmente en el curso del siglo XIX mexicano.
El uso de arreos charros en la tauromaquia nos declara la convivencia de estas dos expresiones a lo largo de muchos años, tanto en la plaza como en el campo.
Sin embargo, es curioso encontrarnos algunas imágenes que provienen de la primera mitad del siglo XIX en las que puede observarse el desarrollo de la suerte de varas. El caballo es protegido por una coraza o anquera la que, según Carlos Rincón Gallardo es una cubierta de cuero de timbre y a modo de enagüilla, formada por gajos unidos entre sí y forrada de suela que cubre las ancas del caballo y va unida a la silla por medio de los tientos de la teja, y le llega al caballo hasta una cuarta arriba de las corvas. En su parte baja lleva unos colgajitos de fierro más o menos artísticos que se llaman Higas, unos, y otros, Coscojos y al conjunto de ellos Ruedo. Los rancheros vulgares llaman al ruedo Ruidos. Sirven para quitarles a los potros las cosquillas, aposturarles la cola, asentarles el paso y educarles el tercio posterior. Y también, como se puede apreciar, protegerlos. La anquera, entre otras cosas, sirve también para quitarle al animal lo rabeoso (como se dice del caballo que colea).
La típica “anquera” de la que aquí se hace pertinente descripción…
Dicha protección viene siendo utilizada desde épocas muy antiguas, pues ya Federico Gómez de Orozco establece que así como durante el siglo XVI, además de espuelas, bridas, frenos, pretales y cabezadas, se emplearon caparazones de cuero con placas metálicas para encubertar a los caballos en caso de guerra, dicha cubierta también se utilizaba en torneos medievales o para guerrear.
Una disposición del 5 de diciembre de 1816 establece que hagan colocar para su uso “corazas para los caballos”. Es así como podemos saber con exactitud que fue a partir de las fiestas que se celebraron hasta octubre de 1817, cuando se implantó tal protección. Cinco años más tarde, las autoridades de la ciudad de México establecieron algún diseño de cómo debían ser las sillas para la servidumbre de los toreros de a caballo…
Aunque el verdadero picador en opinión de Carlos Cuesta Baquero –el entrañable Roque Solares Tacubac-, siente la obligación de librar su cabalgadura, sacándola ilesa. El que luego de cada puyazo tiene que hacer remuda de caballo, es únicamente un sacrificador. Se dice del picador Luis Corchado que llegó a conservar su jaca durante quince o veinte corridas, recorriendo así las plazas de toros donde actuaba y a las que iba viajando en la misma jaca.
Pero ya no sólo se empleó la anquera como un medio de protección. Con el paso de los años, y en clara actitud de libertad frente a la falta de ordenanzas (en efecto, al reanudarse las corridas de toros en el Distrito Federal, se puso en vigor un reglamento en 1887, pero sin poseer la resonancia del que sí tuvo el de 1895), fue el diestro Ponciano Díaz quien se tomó la libertad de aderezar las cabalgaduras con una cubierta de cuero que protegía el pecho de los caballos. Se le denominó peyorativamente babero. Es probable que babero y anquera se convirtieran en la primitiva unidad que hoy conocemos como peto que, con el paso de los años ha sufrido diferentes modificaciones.
Esta imagen en acercamiento, pretende mostrar o afirmar el detalle en el uso de aquella improvisada cubierta que, despectiva y peyorativamente le denominaron “baberos”. Sin embargo, podría tratarse del antecedente más claro del que luego fue el peto, mismo que se comenzó a utilizar en la ciudad de México a partir del 12 de octubre de 1930. Termina este pie de foto apuntando que, el paseíllo de la fotografía que ayuda a ilustrar las presentes notas, ocurrió una tarde, probablemente en enero de 1897 en la plaza de toros de Tenango del Valle, estado de México, alternando Ponciano Díaz y Juana Fernández “La Guerrita”.
Sin embargo, la prensa prohispanista, cuyo principal representante, Eduardo Noriega, fue el encargado de realizar una campaña sistemática que consistió en severas críticas a la actitud que tomó el “diestro con bigotes”. Trespicos que era el alias del mencionado periodista, en compañía del ilustrador P. P. García aprovecharon entre 1887 y 1889 las páginas del semanario La Muleta, réplica de La Lidia española para publicar en hermosas cromolitografías o reseñas harto severas, su posición respecto al empleo “descarado” de dicho utensilio.
“¿Qué haría Poncianillo el día que fuera al teatro a ver el Tenorio y se encontrase con un Don Juan vestido de charro?… Pues tan absurdo es eso, como los picadores de botas y con baberos”.
Otra crónica de Trespicos señalaba:
“¡Ah, se me olvidaba! Como Ponciano es así, medio testarudo, el caballo de Guillermo llevaba su correspondiente babero; pero el público ya no quiso dejarse, en lo cual hizo bien, dio la grita:
Y aunque haciendo ascos muy fieros,
sin poderlo remediar,
se tuvieron que quitar
los indecentes baberos.
En 1894, el mismo Eduardo Noriega –ahora en El Noticioso– apuntaba al final de una crónica:
LOS PICADORES: Los baberos, Ponciano, los baberos. No sea usted terco, afean al picador, esa es una de tantas malas reliquias dejadas por Bernardo Gaviño, sea usted hijo de su época, ame el progreso y rompa con la tradición o ¿no le servirá a usted de nada su viaje a Europa? Dice usted que quiere dar gusto a la afición ¿pues por qué conserva esos inmundos cueros que a nadie le gustan, que todos critican y hacen que se juzgue a usted un hombre rutinario incapaz de todo progreso?
Sin embargo, Ponciano ya sin la fama del pasado reciente, tuvo que encontrar fama y refugio en la provincia mexicana. Y hasta allá fueron a dar él y todos sus vicios.
Esta imagen, filmada por los representantes de Edison en Durango hacia 1897, demuestra que la huella de aquel libertinaje permaneció vigente y que, por razones misteriosas desapareció del panorama a la muerte de Ponciano, ocurrida el 15 de abril de 1899.
El progreso, los cambios de mentalidad y una nueva imagen para la suerte de varas se dieron con la medida impuesta por José Antonio Primo de Rivera quien, en 1926 impuso que se tomara el acuerdo de que fuera obligatorio el uso de los petos para protección de los caballos. Tal innovación se puso en práctica en nuestro país a partir del 12 de octubre de 1930 y hasta nuestros días, en que ha crecido en peso y volumen.
Esta es pues, parte de la historia y desarrollo en cuanto a los diversos implementos utilizados para protección del caballo en la cruenta pero necesaria suerte de varas, en casi tres siglos de práctica.