DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Un retrato similar a este se reprodujo en la obra de Domingo Ibarra: Historia del toreo en México que contiene: El primitivo origen de las lides de toros, reminiscencias desde que en México se levantó el primer redondel, fiasco que hizo el torero español Luis Mazzantini, recuerdos de Bernardo Gaviño y reseña de las corridas habidas en las nuevas plazas de San Rafael, del Paseo y de Colón, en el mes de abril de 1887. México, 1888. Imprenta de J. Reyes Velasco. 128 p. Retrs.
Juan Corona[1], el de la famosa “vara de otate” fue un personaje sui géneris del siglo XIX. Picador de toros, dueño de la famosa QUINTA CORONA a donde iban los habitantes de la ciudad de México a gozar de una deliciosa merienda, y a divertirse con las atracciones que allí mismo montó para esparcimiento de niños y grandes.
Metido a asuntos empresariales, tuvo a su cargo durante algún tiempo la Plaza de Gallos en San Felipe Neri, allá por 1858, en donde llegó a exponer -bajo juramento- sus intereses para asegurar varias funciones, donde enfrentó “tres careados de diez pesos y las peleas que se convengan”, cobrando la entrada general a un real.
Por otro lado, Corona se convierte -durante varias temporadas-, en el varilarguero de confianza del torero español Bernardo Gaviño, para quien tuvo muestras de apoyo y cariño. Aunque la tarde del 23 de mayo de 1853, sufrió una terrible cogida, por un toro de Queréndaro, cuya asta entró por la pierna derecha, y atravesando el asta, salió hasta la planta de la llave, por el hígado (según el parte facultativo).
Como consecuencia de tan espantosa herida, Corona duró enfermo casi un año, siendo durante este tiempo asistido con extremo por el Dr. Mallet.
Repuesto Corona un tanto y habiendo gastado durante su enfermedad casi todos sus ahorros, tuvo necesidad de trabajar, logrando reunir una suma que, aunque insignificante, fue bastante para que Juan pudiera establecer una zapatería y comprar algunas vacas.
Corona abandonó por completo el toreo y trabajando sin descanso, después de grandes privaciones, con el honrado fruto de sus bastantes desvelos, compró la casa que habitó en el barrio de Jamaica y donde tanto los viajeros notables, como la mayor parte de los mexicanos, pudieron admirar en ella el curioso museo del que hace detallada reseña más adelante, José Juan Tablada.
La época brillante que cubre el ahora mencionado comprende casi hasta el primer lustro de la segunda mitad del siglo XIX. Era una costumbre ejecutar la suerte montado en caballos que sufrían tremendas cornadas, auténticos costalazos de los que también muchos picadores padecían las consecuencias de los percances que era cosa común en aquella fiesta donde la suerte de varas todavía no contaba con el apoyo de los “petos”, los cuales se vieron y usaron en México, en forma primitiva durante el auge de Ponciano Díaz y, muchos años más tarde las leyes, pero también el sentido común de humanidad, impusieron que la cabalgadura estuviese protegida por un “peto”. Esto, a partir del año 1928 en España; dos años más tarde en nuestro país.
Justo el 21 de diciembre de 1851 está haciendo su presentación en la plaza de toros el Paseo Nuevo la cuadrilla de toreros y toreadores “que acaba de llegar de España”, comandada por Antonio Duarte “Cúchares” y Francisco Torregrosa quienes resultaron todo un fiasco. En el programa se anuncia que “La montura de los picadores es igual a las que usan en España”. Seguramente esto significó un punto de atención muy especial entre los seguidores del “nacionalismo taurino”. Juan Corona, como ya sabemos, miembro de la cuadrilla de Bernardo Gaviño practicaba la suerte como era costumbre en aquellos tiempos, la cual era del gusto general. Fue por eso que “a partir de la sexta corrida efectuada en la Plaza del Paseo Nuevo, volvió a ser la cuadrilla de Bernardo Gaviño la que se encargó de la lidia de los toros, eliminados sagazmente los toreros españoles”[2]. La lira popular dedicó al varilarguero estos versos que acompañados de una guitarra, y bajo el compás del corrido trascendieron por todo el México taurino de entonces:
El valiente Juan Corona
el de la vara de otate,
aunque la fiera lo mate
ha de picarlo sin mona.
De San Pablo en este día
la plaza se encuentra en ascuas,
porque se acercan las Pascuas
y el pueblo goce a porfía.
La Chole, por vida mía
no esquiva pisar la arena
de sangre toruna llena;
pues por complacer a todos,
ha de jugar de mil modos
con esas fieras, sin pena.
Porque su fama lo abona (la de Juan Corona)
en el suelo mexicano,
dó se muestra muy ufano
de triunfar siempre de veras.
Y dominar a las fieras
con su brazo soberano.
Ha de haber monte Parnaso,
de muchas cosas provisto,
las que jamás habrás visto
aunque las tienes de paso.
Cien pantalones de raso
y otras muchas zarandajas,
entre cortantes navajas,
ha de tener en su mano,
para que saque ventajas.
El que busque distracción,
en San Pablo la hallará,
y no se arrepentirá
de ocurrir a esta función.
Allí no habrá tumultón
ni desorden, ni mal rato
el público hallará grato
cuanto en su obsequio ofrecemos,
pues todo precaveremos
porque haya gusto y no flato.
No es busca de novedades
corras pueblo a otras regiones,
porque las más ocasiones
encontrarás bojedades.
(. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .)
Qué diversión más barata
puede buscar un galán,
para que con poco afán
quiera obsequiar a su chata.
La paga no es patarata,
esta vez se ha disminuido,
porque la empresa ha querido
dar muestras de su adhesión,
probando así a la sazón
que os vive reconocido.
México, diciembre de 1851[3].

¿Será Juan Corona? Parte de la ilustración con que fue adornado un cartel taurino a mediados del siglo XIX para los festejos que con notable frecuencia se celebraban, tanto en la Real Plaza de toros de San Pablo como en la nueva plaza del Paseo Nuevo. Col. del autor.
A decir de Carlos Cuesta Baquero (Roque Solares Tacubac), el último picador de “vara corta” que actuó en las plazas de toros de la ciudad de México y también en las de los estados, fue un español, sevillano, nombrado Juan Vargas alias “Varguitas”. Anteriormente hubo muchos y entre ellos el famoso mexicano JUAN CORONA, que hacía sus proezas usando una garrocha corta, de madera de otate. Por el detalle de la madera, le dieron el mote de “el picador de la garrocha de otate”. Tal picador fue hijo adoptivo de los abuelos del novillero Enrique Laison que actuó con cierta frecuencia en la tercera década del siglo pasado.
Además, el señor Corona supo aprovechar el medio y hacer fortuna. Como ya dije, tuvo funcionando la QUINTA CORONA, lugar que seguramente también sirvió de resguardo a una de las colecciones de objetos y fetiches taurinos, que todo buen y loco aficionado llega a tener y a poseer. En el mismo terreno levantó una plaza de toros que llamó “Bernardo Gaviño”, en memoria del matador de toros a quien sirvió durante tardes memorables. La plaza fue refugio de ilusiones que sirvió aproximadamente cuatro años[4]. En algunas reseñas publicadas por aquí y por allá sabemos que contaba dicha colección con varias cabezas de toros que estoqueó Bernardo Gaviño. Algo de lo que se sabe muy poco es de las memorias que fue escribiendo y reuniendo en algunos cuadernos de los que se conservan visiones aisladas del toreo de su época, mismos que veremos más adelante. Sobre el “museo” de su propiedad, José Juan Tablada nos obsequia con un cuadro de recuerdos maravilloso e indispensable para conocer aquel recinto lleno de sorpresas y misterios. Veamos.
Los “Indios Verdes” nos han llevado a orillas del Canal de la Viga y una vez allí mis propios recuerdos me hacen buscar en vano, entre las casas de la margen, una enjalbegada y modesta con jardincillo de arriates al frente, cuyo portón traspasado, brindaba hospitalaria, en su interior pintoresco, vasto entretenimiento a la ingenua curiosidad popular.
Era la tal casa de encalados muros y bermejo piso de limpios ladrillos, la “Quinta Corona”, cuyo propietario, un viejito gordo, rosado y de cabeza blanca había formado con los recuerdos materiales de sus años mozos, un “Museo”, al principio de tauromaquia y con el transcurso del tiempo de curiosidades en general, con tan amplio criterio que por igual acogía a la obra de arte que al trofeo ensangrentado o al becerro de dos cabezas.
No en vano la institución fué esencial y primitivamente emporio del arte de Cúchares, que su dueño tenía a orgullo el haber consumado todo un ciclo de hazañas con su fuerte brazo, cuando lanza en ristre como Esplandian o Amadis, fué picador de toros bravos en las edades casi homéricas de la tauromaquia nacional, bajo la capitanía del ilustre Bernardo Gaviño, al brillo de cuya leyenda sólo hace falta un rapsoda, émulo del docto Nicolás Rangel, que sobre el campo escarlata de esa vida esforzada haga resaltar las proezas con pluma de oro mojada en tintas de iris.
En el corazón de esa epopeya cornuda y astifina, se colocaba el señor Corona, dueño del Museo de su nombre, sin vanidoso alarde ni presuntuosas jactancias, no quizás por mera modestia, sino porque todo énfasis le parecía vano y redundante.
Enunciar el hecho era a su juicio bastante, como se le antojaba a un granadero de la Guardia Vieja napoleónica, al decir simplemente que había servido bajo el “Petit Caporal”.
-Fui picador de la cuadrilla de Bernardo, decía el señor Corona ya manso y con aspecto monástico, casi venerable y al decirlo chispeaba en su silencio y en sus ojillos una elocuente línea de puntos suspensivos, que interpretados debidamente significaba esto:
-Fui picador de toros bravos cuando la mínima púa de las garrochas exasperaba a la fiera en vez de lastimarla y quebrantarla; cuando se picaba lo mismo en los medios o en los tercios de la plaza que junto a las tablas; cuando los picadores no estábamos protegidos por armaduras férreas, ni teníamos en torno un estado mayor de peones y monosabios… Fui picador de toros bravos cuando éstos no se distinguían sutilmente en nobles y resabiosos y cuando a pesar de todo el caballo lucía, más por donaire que por defensa, una crinolina de cuero y era costumbre sacarlo ileso de las arremetidas del toro!
Todo eso decía con su artificioso silencio el señor Corona y en seguida, acompañando al visitante, le hacía los honores de sus pintorescas colecciones.
Ya he dicho que éstas eran heterogéneas y quizás por ello más curiosas.
Cabezas disecadas de toros célebres; la espada con que Bernardo estoqueó su último toro; una garrocha con que el “Negrito Conde” y el mismo señor Corona habían picado centenares de reses, en todo el territorio, desde Alburquerque y Arizona hasta Quetzaltenango; Cartelones de corridas de toros y de peleas de gallos, pintados al temple o al óleo por pintores nuestros o por el “Aduanero Rousseau” o Larionov o la Gontcharova; una “sirena de los mares” injerto de mono y de pescado; buques con velamen y arboladura construidos dentro de botellas; la camisa ensangrentada de Lino Zamora y un bucle del cabello de: “Rosa, rosita, flor de alegría.-Ya murió Lino Zamora-Ya murió Lino Zamora-Pues así le convendría!”
Y junto con todo aquello, miniaturas en marfil, viejas pinturas exornadas como iconos rusos en lámina de cobre; un pectoral de monja pintado por Cabrera, junto a una cuadrilla de toreros figurada por pulgas vestidas; un “gallito” del Real de Zacatecas junto a un San Francisco tallado en madera por algún discípulo de Alonso Cano…
Museo memorable en donde lo monstruoso se equiparaba con lo bello en grado excelso, donde la extravagancia se hermana con un real descernimiento de lo bello artístico, Museo-Cafarnaum donde ví la obra maestra de la cerrajería colonial, una filigrana de hierro y plata junto a un frasco de alcohol conteniendo una solitaria de cuarenta varas y el sombrero galoneado de un heroico insurgente suriano, junto a una reata que tenía injertados como cuernos, dos espolones de gallo. ¿Qué fin correría aquel museo sui géneris cuya visita en mis mocedades era un rito obligado de los paseos a Santanita, tan clásico como libar el pulque de apio y saborear las enchiladas de pato en los frescos jacales, enmedio del florido pensil de las chinampas?[5].
En cuanto a las “memorias” que fueron citadas algunos párrafos atrás, y gracias al mismo Juan Corona tenemos una idea más precisa del acontecer taurino ocurrido en la segunda mitad del siglo pasado (que, dentro de muy poco será antepasado).
Algunos datos de la ganadería de Atenco, sacados por F. Llaguno de la Biblioteca que conservaba el Sr. D. Juan Corona propietario que fué de la Plaza de Toros “Bernardo Gaviño” situada á un lado de la Calzada de la Viga, en la Ciudad de México.
De algunos manuscritos por el mismo Corona notable picador en aquella época y otros de algunos periódicos que se publicaban entonces.
El año 1853 en la Gran Plaza de San Pablo cuando gobernaba Su Alteza Serenísima, se corrieron en muchas corridas ganado de Atenco cimentando más la fama de que ya gozaban entre los aficionados; pero el más notable de los hechos en ese año en una de tantas corridas, fué la lucha de uno de esos toros con un tigre de gran tamaño y habiendo vencido el toro al tigre, el público entusiasmado con la bravura del toro pidió el indulto y que se sujetara y una vez amarrado fué paseado por las calles de la capital en triunfo acompañándolo la misma música que tocó en la corrida.
Muchos hechos notables se registran en esa misma plaza de los toros de Atenco, entre ellos el de haberse suspendido en una de las corridas del mes de Abril del año 55 la suerte de vara por la razón de que el 1º y 2º toro inutilizaron á los cinco picadores después de haber matado 14 caballos. Trabajaba en esa corrida como espada Gaviño (este hecho me lo relató el mismo Corona, porque fué uno de los que ingresaron a la enfermería).
En la Plaza del Paseo Nuevo el año de 56 se jugaron toros de Atenco en competencia con los de la afamada Hacienda del Cazadero en varias corridas y casi en todas fueron vencedores los de Atenco sobre todo en la suerte de varas.
Esta competencia dió lugar á que se corrieran en el 58 en plaza partida las mismas ganaderías y en la segunda corrida el 2º toro de Atenco, castaño obscuro después de haber matado los cuatro caballos de los picadores que salieron rotó (sic) la barrera de la división se pasó adonde estaba jugando el toro del Cazadero y después de haber matado otro caballo de los picadores nada menos que el que montaba D. Juan Corona arremetió contra el toro del Cazadero dándole fuertes cornadas y poniéndolo en fuga. En estas corridas trabajaban como espadas Gaviño que era el que lidiaba los de Atenco y de Mariano González (á) La Monja, los del Cazadero.
En la época del Ymperio también dejaron muchos recuerdos á los aficionados por sus hazañas esas dos ganaderías pero siempre sobresaliendo Atenco.
Datos recogidos en Tenango.
En los años del 60 al 72 en las corridas de feria de Tenango también son innumerables las hazañas de los toros, de esa vacada aún todavía existen algunos empresarios como son D. Leandro Perdones (sic) vecino de México el Sr. D. Cosme Sánchez actual Presidente Municipal de Tenango D. Guadalupe Gómez vecino en la actualidad de México, y otro muchos que aun viven.
En enero del año 62 costó nada menos al empresario L.P. los tres días de feria la friolera de cuarenta y cinco caballos. Trabajó como espada D. Mariano González (á) La Monja.
El año 64 tocó trabajar á B. Gaviño los tres días de Feria y el último día o sea la última corrida quedó sin picadores por motivo de haber ingresado á la enfermería los cuatro que traía entre ellos el famoso Cenobio Morado. 32 jamelgos.
El 66 y 67 fueron tan notables las corridas de esos años que algunos de los que fueron testigos oculares las recuerdan con entusiasmo. En esa trabajaron Gaviño y Pablo Mendoza. El 2º toro de la última corrida cogió gravemente al picador Morado.
Del 68 al 73 en la misma plaza fueron indultados algunos toros á petición del público por admirar la ley y bravura hubo toro que recibió 22 picas y dejó en la arena 12 caballos de arrastre. Pero el que más llamó la atención en la 2ª corrida del año 72 fue el 3er toro castaño encendido, bragao, coliblanco y cornigacho ese toro dejó muertos en el redondel 16 caballos, cuatro tantas de picadores de a cuatro salieron al redondel y cuatro veces quedaron a pie los cuatro picadores. Era espada d. José Ma. Hernández.
Estos apuntes lo he recogido de muchas personas que presenciaron esas corridas y que aún viven en Tenango.
Las corridas que he visto tanto en Tenango como en algunos otros redondeles del país también recuerdo algunos hechos notables de esos toros.
No se me olvidará lo de la Plaza de Tlalnepantla el 31 de octubre de 1886 el 4º toro al clavar la divisa el torilero Miguel Ramos fué enganchado del pecho por el toro saliendo y llevándolo en el pitón derecho hasta el otro extremo del redondel. Trabajaba como espada en esa corrida Ponciano Díaz.
En México, enero 4 de 1888, 4ª corrida de abono en la Plaza de Colón el 4º toro al ponerle un par Tomás Mazzantini hizo por el él bicho cogiéndolo en la barrera y aventándolo al tendido de sol.
En la Plaza del Paseo (México), fué cogido el 4 de diciembre de 1887 el espada Francisco Díaz (Paco de Oro), por el 1er toro, habiéndole quitado en pedazos la chaquetilla: ostentaba un traje azul y oro, y alternaba con Hermosilla.
El mismo Hermosilla fué cogido y volteado y enganchado de la pierna derecha en otra corrida en la misma plaza por el cuarto toro.
Esta ganadería á sido conocida en todo el país, y sus cornúpetos han visitado desde hace muchos años, casi todos los redondeles mexicanos. Es sin duda la que ha dado más toros de lidia desde su fundación no solo para los cosos (…)
Independientemente de todo lo que dedicó a recordar el viejo picador, estamos viendo en él a un hombre preocupado por una época que vivió intensamente, al grado de convertirse en un historiador en cierne, recogiendo los testimonios orales que estuvieron a su alcance y que hoy nos sirven para conocer otros detalles del apogeo impuesto por el gaditano, quien se convierte en una figura indiscutible, imponiendo su hegemonía a partir de aquel compartir las hazañas con los toros del conde de Santiago de Calimaya, que de seguro, eran toros propicios para el espectáculo en el que Gaviño fué protagonista principal.
Volvemos con el imprescindible ROQUE SOLARES TACUBAC quien escribe sobre los picadores en tiempos de Juan Corona lo siguiente:
Intencionalmente no por olvido, he dejado para los últimos párrafos ocuparme de los antiguos picadores de toros aborígenes. En ellos radicaba buena porción de “nuestro nacionalismo taurino” porque los considerábamos insuperables. Confundíamos sus cualidades de “charros caballistas” solamente igualadas por los gauchos argentinos y por los “cowboys” americanos del Sur de los Estados Unidos de Norteamérica, con las cualidades que ha de tener un picador de toros.
Por tal confusión los antiguos picadores de toros eran en muchas ocasiones improvisados lidiadores, porque estaban personificados en los vaqueros que habían conducido a los toros desde el campo -desde la dehesa, según ahora dicen- hasta la plaza de toros. Esos vaqueros eran los actuantes de picadores durante la corrida. Y demostraban lo único que podían ostentar: saber de caballistas y valentía de hombres avezados al peligro. Pero, no podían ostentar saber de picadores de toros.
Ciertamente que no siempre eran los picadores los mencionados vaqueros, sino que existían quienes al oficio de picar toros se dedicara, ciertamente que había exclusivos picadores de toros, pero en cuanto a saber taurino no estaban a gran altura encima de los mencionados ocasionales picadores. También tenían la indispensable cualidad de ser “caballistas” consumados y la no menos indispensable de ser valientes. A la vez eran hombres de corpulencia, de musculatura recia, a veces hercúlea, que mejor les servía para dominar al jamelgo, a la cabalgadura que para “castigar” a los toros, pues el modo que tenían de practicar la “suerte de varas” no era el adecuado para hacer tal castigo, aunque el picador fuese hercúleo.
Su valentía quizá superada por su ignorancia, hizo que menospreciaran el adecuado traje para practicar los lances de “picar a los toros”. Traje que disminuye el peligro de las fracturas de los huesos en las caídas y que aleja al de las cornadas hiriendo en las piernas, especialmente en la derecha.
La valentía superada por la ignorancia hacía presentarse vistiendo el traje de “charro”. Vistoso, bonito, adecuado para los jaripeos y la equitación en paseo de cabalgata, pero no apropiado para la tarea de picador de toros. Salían al redondel con su chaqueta de cuero, bordada con alamares de pita. Chaleco igualmente y de iguales adornos. Pantalón de casimir, de hechura ajustando al muslo y pierna, especialmente en la pantorrilla y tobillo. Cayendo hasta el empeine del pie, sobre el zapato de vaqueta delgada de color amarillo. La suela del zapato igualmente delgada, cual es la usual para pisar. En el calcañal de ambas piernas, la espuela vaquera, forjada en Amozoc o falsificada en León. En la camisa, roja corbata anudada en ancho lazo, con las puntas cayendo sobre el pecho. En la cabeza, el sombrero “charro”, de ancha ala, pero no consistente en exceso, no endurecida fuertemente, sino de modo débil por lo mismo teniendo blandura, doblándose. La copa de forma en consonancia con la moda “charra”, baja en una época, alta en otra y de forma cónica. Sujeta a la cintura y colgante un látigo, que llamaban “cuarta” y servíales para arriar al jamelgo, porque en aquellas épocas no estaban en uso lo que actualmente nombran “monosabios”.
Lo único extraño que ofrecían al traje de “charro” era una bota de la forma llamada “Federica”, colocada sobre la pierna derecha. Esa bota -endeble defensa para las cornadas- subía por la parte anterior hasta arriba de la rodilla y en la posterior no llegaba a la corva. Así no impedía la flexión de la pierna y en las caídas era posible levantarse rápidamente, sin solicitar el auxilio para incorporarse, lo que entonces era completamente necesario puesto qué no había monosabios que dieran tal auxilio. La bota era de vaqueta y por adentro la reforzaban con papel grueso hecho dobleces. Tal era el atavío del jinete.
La cabalgadura enjaezada con la silla de montar mexicana, aquella que tuvo por primer patrón la silla española usada en España en la provincia de Salamanca. Silla española modificada por uno de los virreyes -don Luis de Velasco, el primero de los que tuvieron estos nombres y apellido- gran caballista.
No era admitida la silla de montar netamente española, usada en Andalucía en las faenas ganaderas de “tienta”, igualmente a “campo abierto” o en local cerrado, el “acoso” y el “derribamiento”. Se la ridiculizó diciendo era igual a la usada por los matarifes cuando montados en mulas llevaban las carnes de las reses sacrificadas en la casa matadero, a los expendios en las carnicerías. “El arnés nacional” era la silla mexicana de montar, según en una vez lo dijeron los periodistas.
El caballo era regido por el freno con bocado mexicano, modificación del bocado que tiene el freno español. Las cabezadas y bridas igualmente “a la mexicana” formadas con angostas tiras de cuero unidas por hebillaje y las bridas también cuero redondel o de cordel, estando unidas en el extremo que corresponde a la mano del jinete. No quedaban desunidas, según las acostumbran manejar los picadores españoles.
Lo único extraordinario que había en el arnés del caballo destinado al antiguo mexicano picador de toros, era una cubierta de vaqueta que cubría los encuentros del caballo, llegando abajo hasta cerca de la pezuña. Se entendía hacia los lados, tapando también los dos codillos de la caballería. Esa cubierta estaba sujeta con correas o cordones a lo que en la silla mexicana de montar, nombran “cabeza”. El caballo también llevaba lo que los “charros” nombran “anquera”. Es otra cubierta de cuero, que cubre las ancas y el nacimiento y parte de la cola, que resulta aprisionada sin tener movimiento. Así era evitado que el caballo molestara al jinete, dándole con la extremidad de la cola, cuando la movía. Forrado el caballo con las cubiertas, ofrecía un aspecto raro y curioso.
A la cubierta anterior la llamaban en aquella época “coraza”. Años después fue muy criticada por los revisteros taurinos, hasta que lograron desaparecerla. Pero, actualmente ha resucitado, viniendo la resurrección y el nuevo nombre de allá de España. Le nombran PETO. Ha sido actualmente admitido, sin recordar que había sido desechado, cuando tauromáquicamente nos “agachupinamos”, cuando encontrábamos censurable todo lo característico de “nuestro nacionalismo taurino”. Actualmente nadie recuerda que el actual “peto” es solamente una modificación de aquel irónicamente nombrado BABERO, que originó una turbulencia.
En antigua época hubo un picador mexicano que prefería para la construcción de sus “garrochas” la madera nombrada OTATE. De escaso peso -sumamente ligera- aunque resistente y teniendo extraño aspecto a causa de los nudos que tiene lo que hace la forma de cañutos. Ese picador se llamaba JUAN CORONA. Actuaba en la cuadrilla de Gaviño por el que tenía verdaderamente adoración. Corona dió motivo en sus lances taurinos a que la MUSA POPULAR cantara sus proezas, siendo uno de esas poesías (?) tiene la forma popular que nombran “corrido”. La letra es de métrica apropiada para hacer el relato cantado con acompañamiento de una musiquilla monótona. En ese “corrido” hay alusión a la famosa “garrocha” de otate, con la que el viejo picador había realizado muchas de sus proezas.
Conocí a Corona ya anciano, retirado de los redondeles pero todavía en férvida afición por la Tauromaquia y todavía venerando a la memoria de Gaviño. Tuvo conmigo amenas conversaciones relativas a sucesos tauromáquicos de cuando era joven. En alguna de tales conversaciones llevóme ante un trofeo tauromáquico hecho con la cabeza de un toro de pinta negra -toro nombrado EL CASQUETE– dos garrochas, una de ellas la famosa de otate, recuerdo de época de mocedad y nombradía. La otra “garrocha” también era conmemorativa de algo digno de remembranza.
Vivía el anciano ex-picador de toros en una “quinta” o sea granja, de su propiedad, teniendo el nombre de “Quinta Corona”. Ubicada en el lado oriente del “Canal de la Viga”, a pocos metros del “Puente de Jamaica”, en el pueblecillo de tal nombre. Corona era estimado por todos los moradores del mencionado pueblecillo porque el ex-picador era un benefactor, sosteniendo una escuela para dar instrucción de primera enseñanza a niños y niñas, igualmente que daba limosnas y trabajo en la granja a quienes lo solicitaban.
En el piso alto del destartalado caserón que servía de domicilio, al que se llegaba por derruida escalera en el descanso de la que había un cuadro retrato de “tamaño natural”, representando a Gaviño en pintura al óleo, tenía el ex-picador un bonito museo de antigüedades tauromáquicas y de otra índole. Había algunas antigüedades verdaderamente valiosas y curiosas.
Estas otras apreciaciones de un gran periodista como Carlos Cuesta Baquero, pendiente del devenir taurino a fines del siglo XIX y comienzos del XX son también de inapreciable interés, porque nadie mejor que ROQUE SOLARES TACUBAC quien se convierte en una autoridad en la materia y cuyos escritos, muchos de ellos inéditos (actualmente localizados y catalogados por un servidor) deberán revalorarse profundamente, en razón de que su contenido es de suyo muy importante. Cuesta Baquero llena una época que muchos autores valoraron, aunque desafortunadamente publicaciones como EL MONO SABIO, LA VERDAD DEL TOREO, EL CORREO DE LOS TOROS, LA MULETA, EL ZURRIAGO TAURINO entre otras más, hoy en día casi no existen sino en su mínima expresión, por lo que es difícil conocer aquel ambiente del que nos ofrece con toda su carga de valores este autor potosino que referimos con respeto y admiración. No olvidó un capítulo como el de la época maravillosa de Gaviño, estando Juan Corona como protagonista de la misma en medio de los quehaceres del antiguo “picador de toros”, vaqueros y caballistas que conocían el oficio como el mejor en su momento.
Pero antes de terminar con toda esta visión acerca del personaje que nos convoca, permítanme invitarles, con programa en mano, a una más de sus celebraciones, efectuada el domingo 3 de marzo de 1895. En dicho documento, independientemente de todo un panorama que se inscribe como la “amena invitación” a los “juegos, música y sabrosas meriendas”, aparece en la sección dedicada a las NOTAS la siguiente y curiosa acotación:
(…) No se admiten mujeres públicas, y con este objeto la autoridad pondrá un agente de la Inspección de Sanidad que vigile la entrada”.
Es pues, el caso de Juan Corona la reunión de un hombre visionario, que no se conformó con acumular un papel protagónico en los ruedos. También lo hizo fuera de ellos cuando acometió la empresa de organizar diversas funciones de peleas de gallos, costumbre también bastante arraigada en la vida cotidiana de aquel México de mediados del siglo XIX. Y desde luego también tuvo un marcado interés por la memoria que iba grabándose en el curso del espectáculo taurino, al grado no solo de reunir fetiches que luego mostró a sus amigos en la QUINTA CORONA, sino que se preocupó por ir reuniendo auténticas curiosidades taurinas que puso por escrito y hoy es posible conocerlas en los manuscritos que luego recogió “F. Llaguno”, uno de esos aficionados que encontraron en las inquietudes de Corona, a un personaje dispuesto a legarnos la memoria viva de una época de suyo, maravillosa y fascinante. Para terminar, es preciso indicar que dicha información pude encontrarla gracias a los buenos oficios del Arq. Luis Barbabosa Olascoaga, quien me proporcionó copias de este valioso testimonio que ahora pongo a tu alcance, amable lector.
[1] Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots. T. II., p. 660.
JUAN CORONA. El picador de toros mexicano más famoso a mediados del siglo XIX. Murió hacia 1890, cuando ya llevaba algunos años que no picaba.
Además:
Armando de Maria y Campos: Los toros en México en el siglo XIX, 1810-1863. Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, Acción moderna mercantil, S.A., 1938. 112 pp. ils., p. 49. Dice que falleció en 1888 a los 66 años.
[2] Lanfranchi: Op. Cit., T. I., p. 141.
[3] Maria y Campos, op. cit., pp. 55-56.
[4] Manuel Gutiérrez Nájera: ESPECTACULOS. Teatro, conciertos, ópera, opereta y zarzuela. Tandas y títeres. Circo y acrobacia. Deportes y toros. Gente de teatro. El público. La prensa. Organización y locales. Selección, introducción y notas de Elvira López Aparicio. Edición e índices analíticos Elena Díaz Alejo y Elvira López Aparicio. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, 1985. 287 pp. Ils., retrs., pp. 165.
El 17 de diciembre de 1886, el Congreso de la Unión abrogó la prohibición de las corridas de toros en México; en consecuencia, y dado el aumento de la afición, en 1887 se construyeron nuevas plazas, entre ellas la “Bernardo Gaviño”. El 19 de mayo de 1887 se organizó una novillada para inaugurar dicha plaza en el barrio de Jamaica, con una cuadrilla de niños toreros, de la que era capitán Jesús Adame; picador, José Alfaro, y banderillero, “El Gallo”, de escasos diez años, así como Manuel Mejías Luján “Bienvenida”, banderillero español.
[5] José Juan Tablada: La feria de la vida (Memorias). México, Ediciones Botas, 1937. 456 pp., cap, XIX, pp. 165-8.