RECOMENDACIONES y LITERATURA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Uno de los escritores que se acercaron a forjar obras de la historiografía taurina en nuestro país fue Domingo Ibarra. Poco se conoce de él, aparte de la Historia del toreo en México que contiene: El primitivo origen de las lides de toros, reminiscencias desde que en México se levantó el primer redondel, fiasco que hizo el torero español Luis Mazzantini, recuerdos de Bernardo Gaviño y reseña de las corridas habidas en las nuevas plazas de San Rafael, del Paseo y de Colón, en el mes de abril de 1887. Por Domingo Ibarra. México. Imprenta de J. Reyes Velasco. 128 pp., retrs. Así como sus Bailes de Salón. Maneras para ejecutarlos con finura y elegancia. Reglas de la etiqueta que se observa en ellos, y Método para aprenderlos sin auxilio de Maestro, por Domingo Ibarra. 3ª edición aumentada. México: Imprenta de José Reyes Velasco. 1888.
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Su Historia del toreo es un conjunto de biografías y anécdotas sobre toreros como: Bernardo Gaviño, Lino Zamora, Ponciano Díaz, Luis Mazzantini, entre otros. Las imprecisiones son constantes pero lo fabuloso con que las construye hace que no se vean tanto. De su biografía sobre Ponciano Díaz no tuvo el cuidado de precisar la fecha de nacimiento, ocurrida el 19 de enero de 1856 (en su libro aparece 1858). Por tal motivo y debido a que su obra fue consultada frecuentemente, el error se arrastró un siglo cabal (como se puede comprobar también en algún número de «La Muleta» hacia 1887), hasta que en 1987, al hacer una visita al panteón del Tepeyac pude percatarme de que en la lápida de su tumba aparece la leyenda: 19 de noviembre de 1856-15 de abril de 1899. Por tal motivo investigué lo más posible, logrando realizar una nueva biografía sobre el torero con bigotes: «Ponciano Díaz. Torero del XIX a la luz del XXI. A cien años de su alternativa en Madrid. (Biografía). Prólogo de D. Roque Armando Sosa Ferreyro. 1989-2013”. 403 h (inédito). Todo lo anterior es para enfatizar un imperceptible gazapo histórico, un lapsus maquinae que por mínimo puede ocasionar creencias tan peligrosas como la de Nicolás Rangel al referirse a los «doce pares de toros y de vacas» que formaron el pie de simiente de la ganadería de Atenco. Con esto no quiero conseguir el objeto de deformar o devaluar la figura de un personaje como Ibarra. En todo caso es mi intención señalar el hecho de que algunos datos escritos en el pasado suelen tomarse como válidos, cuando que al investigar algún hecho en concreto, resulta que no es así. Con respecto al libro, desafortunadamente solo existen dos ejemplares -de los cuales tenemos conocimiento-, y esperamos que se tenga pensada una edición facsimilar del mismo. Por su sola curiosidad y rareza, vale la pena.
En ese sentido, conviene hacer algunos ejercicios que permitan entender sus propósitos. Por fortuna, ya existe acceso por internet, tanto por GARBOSA, Biblioteca “Salvador García Bolio” que por la página de CONACULTA.
Luego de ofrecer una visión que se remonta a épocas donde la expresión gladiadora sería un componente integrador en la estructura del espectáculo, para luego citar el año 1100, fecha en la que luego de las nupcias de la reina Urraca, se celebraron fastos en que se alancearon toros, concretamente en Pamplona. Sin embargo, en la página 4, fija una importante delimitación que inicia en esta forma:
Hasta principios del siglo pasado [refiriéndose al siglo XVIII] se fueron organizando las corridas de toros con compañías de lidiadores, que por un precio manifestaban su valor e inteligencia en la tauromaquia; y desde aquella época hasta la presente, han continuado verificándose así, esos espectáculos de sangre y de barbarie.
Los conquistadores de la .América Septentrional, a los veintiseis años de estar ya establecidos en la Ciudad de México, y tener el ganado suficiente para las lides, comenzaron á hacer sus corridas, para los cuales formaron primero un redondel pequeño á la manera de como hoy se improvisan en los pueblos, los días de alguna festividad: el primer circo se levantó en el estrecho entre la Catedral y el empedradillo, después fueron levantando otros provisionales en las plazuelas de Guardiola, de la Santísima, en Chapultepec y otros puntos, sin que ninguno de dichos circos fuera firme y estable; tampoco babia toreros de profesión, solo en el que se construyó después de muchos años en la plaza del Volador, hoy principal del mercado.
En efecto, para 1734, y con motivo de la recepción del virrey Juan Antonio Vizarrón y Eguiarreta, además Arzobispo de México (del 17 de marzo de 1734 al 17 de agosto de 1740) se celebraron fiestas taurinas, donde los toreros participantes recibieron emolumentos (es decir que en esa ocasión se configuró todo un esquema crematístico con el que daría inicio ese proceso legítimo donde además, aquellos que participan en un espectáculo taurino arriesgaban y siguen arriesgando sus vidas, como hasta hoy). Su apreciación sobre que los taurinos eran “espectáculos de sangre y de barbarie” se convierte, a los ojos de Ibarra en una interpretación de suyo personal, que se contrapone al sentido o propósito de su obra, pero no es casual el que lo haya expresado, sobre todo en unos momentos en que el espectáculo estaba adquiriendo dimensiones que escapaban de la legalidad, asunto que vendría a adquirir un cierto orden hasta la aparición del primer reglamento, que data del año 1895. Precisamente un año atrás a la aparición de la obra de Ibarra, un periodista contemporáneo suyo, Julio Bonilla, había impulsado desde la tribuna de la que era responsable, El Arte de la Lidia, estableció la posibilidad de que luego de un profundo análisis técnico y estético, se pusiera en práctica un reglamento, mismo que aplicó en las plazas de toros del estado de México, sitio en el que venían celebrándose una cantidad muy importante de festejos, impulsados primero, por el hecho de que seguía vigente el decreto que prohibía las corridas de toros en el Distrito Federal, y luego por razón de que en plazas como el Huisachal, Toluca, Tlalnepantla o Texcoco estaban celebrándose infinidad de estos espectáculos.
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Por otro lado, y debido a cierta falta de rigor, Ibarra plantea la sugerente tesis en la cual apunta que “Los conquistadores de la .América Septentrional, a los veintiseis años de estar ya establecidos en la Ciudad de México, y tener el ganado suficiente para las lides, comenzaron á hacer sus corridas…” Es decir, nos está advirtiendo que entre 1545 o 1547 tales festejos habían adquirido formalidad, lo cual puede ser posible, pues aunque se sabe que en 1526, 1528, 1531, 1536 y otros tantos años se celebraron algunos festejos aislados, pero que para esos años, los de 1545 o 1547 aquello ya había adquirido un sentido cuya articulación se encuentra vinculada absolutamente a toda una cosmogonía relacionada con lo religioso. En libros como Graffitis novohispanos de Tepeapulco. Siglo XVI de Elías Rodríguez Vázquez y Pascual Tinoco Quesnel, se plantea la celebración de fiestas en un ruedo, obra de piedra construida al pie de la torre de la iglesia principal del poblado, tal como hoy se aprecia en los vestigios que de ella quedan, y que vendrían siendo, en semejanza, los mismos que plantea el desplante de la plaza de toros de Tlaxcala, que también se encuentra al pie de la torre de la iglesia de San Francisco.
Elías Rodríguez y Pascual Tinoco Quesnel: Graffitis novohispanos de Tepeapulco. Siglo XVI, p. 6.
Además de la plaza de Cañadas, Jalisco (cuya construcción data de 1680 aproximadamente), esta otra de Tepeapulco (estado de Hidalgo), vienen a representar un intento por formalizar el espacio, que distaba de aquellos otros cuyo propósito efímero se dejó notar, sobre todo en la capital del virreinato, donde todas los cosos fueron armados con madera.
Elías Rodríguez y Pascual Tinoco Quesnel: Graffitis novohispanos de Tepeapulco. Siglo XVI, p. 7.
Gobierno Municipal de Cañadas de Obregón, Jal. [en línea], 2014, http://www.canadasdeobregon.jalisco.gob.mx/turismo/atractivosNaturales.html [consulta: 25 de septiembre de 2014]
TLAXCALA [en línea], 2014, http://edotlaxcala.blogspot.mx/ [consulta: 25 de septiembre de 2014]
Ibarra continua diciendo que“…el primer circo [en la ciudad de México]se levantó en el estrecho entre la Catedral y el empedradillo, después fueron levantando otros provisionales en las plazuelas de Guardiola, de la Santísima, en Chapultepec y otros puntos, sin que ninguno de dichos circos fuera firme y estable; tampoco babia toreros de profesión, solo en el que se construyó después de muchos años en la plaza del Volador, hoy principal del mercado”.
A lo largo del periodo virreinal, además de esos espacios hubo otros tantos como el de la plazuela de San Diego, la inicial plaza de San Pablo (construida en 1788), la de la lagunilla, la plazuela de los pelos, la de Don Toribio, la de Jamaica. Además, el amplio espacio de atrios de iglesias y conventos, sirvió también para levantar plazas a la manera de aquellos viejos corrales –quizá como la Corrala del Mitote- que recientemente pudo verse instalada en la plancha del Zócalo de la ciudad de México.
La Jornada, 18 de junio de 2013. Fotografía: Kay Pérez.
La Corrala del Mitote. Teatro Trashumante. [en línea], 2014, http://www.ccb.bellasartes.gob.mx/la-corrala-del-mitote.html [consulta: 25 de septiembre de 2014] Fotografía: Pim Schalkwijk.
La Corrala del Mitote. Teatro Trashumante. [en línea], 2014, http://www.ccb.bellasartes.gob.mx/la-corrala-del-mitote.html [consulta: 25 de septiembre de 2014] Fotografía: Pim Schalkwijk.
CONTINUARÁ.