ILUSTRADOR TAURINO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Durante cierto número de años, sobre todo en la octava década del siglo XIX mexicano, hubo en el ambiente taurino un serio comportamiento de adaptación y readaptación, pero también de rechazo o resistencia a un nuevo estado de cosas que terminó afincándose en nuestro país, como esquema definitivo desde el cual se afirmó el toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna. Pero para que eso ocurriera hubieron de pasar varias etapas, que mostraron efecto básicamente en las plazas provincianas, mientras en la ciudad de México seguía impuesta la sanción derivada del no cumplimiento a lo establecido en la Ley de Dotación de Fondos Municipales, desde noviembre de 1867 y hasta enero de 1887 en que se reanudaron los festejos taurinos.
Uno de aquellos hechos que impactaron el cambio de expresión taurina eminentemente nacionalista a una de honda presencia hispana se dio en el estado de Veracruz. Afortunadamente existe la crónica de aquel episodio, misma que deseo incluir a continuación. Terminada su lectura, se antojan varios aspectos derivados de la misma. Mientras tanto, enterémonos de aquel sucedido.
PLAZA DE TOROS EN VERACRUZ. 18 de enero. Hoy debe tener lugar en la plaza de toros de Veracruz la primera corrida en donde hará su debut la nueva cuadrilla española que ha llegado a ese puerto y de la cual, tan luego como nos escriba nuestro corresponsal, daremos cuenta a nuestros lectores.
El Arte de la Lidia, año I, del domingo 18 de enero de 1885, N° 8, p.4.
El siguiente número de El Arte de la Lidia da cuenta de ese acontecimiento.
CORRIDA DE TOROS EN VERACRUZ.
El “Ferrocarril” de aquella ciudad nos da una idea de la corrida en que trabajó por primera vez la cuadrilla española que dirije el espada Mateíto.
La primera impresión era mala: la cuadrilla se presentaba cobrando precios que parecían exagerados, pues pedir dos y medio pesos por entrada y luneta, es demasiado. Eso se paga en las grandes compañías de ópera; y sin embargo, la plaza estaba completamente llena, pues aunque todo el mundo protestaba contra lo exorbitante del precio, todo el mundo lo pagó voluntariamente.
A las cuatro y media de la tarde del domingo último ocupó el amigo D. Juan G. Zamora la presidencia de la plaza; la música tocó la marcha “Giralda” y aparecieron en la arena cinco gallardos toreros lujosamente ataviados y dos picadores, vestidos y montados a la usanza española, que fueron saludados con entusiastas aplausos y otras ruidosas manifestaciones, en las que no faltaron interjecciones muy expresivas, pero quizás no del caso.
Salió el primer toro, animal corpulento, bonito, bien armado, puntal, y que pareció iba a tragarse la plaza; pero pronto abandonó estas veleidades, no tomó ninguna vara, se apoltronó, y, por último, dio muestras de ser el toro más cobarde de cuantos sustentan cuernos. Fue arrojado ignominiosamente de la plaza, sucediéndole otro bicho que fue menos malo, sin que por eso llegara a la categoría de regular siquiera; y para no cansar a los lectores, diremos que el tercer toro fue igual al primero, y se sacó de la plaza, y que el cuarto no valió lo que el segundo, y que el quinto… En fin, el ganado fue de lo peor, y el mayor enemigo de la Empresa no se lo hubiera traído igual, ni buscándolo con candil.
El público estaba dividido: una parte del de sombra aplaudía frenético cuanto se hacía, bueno o malo; otra parte silbaba cuanto de bueno o de malo se hacía.
Unos querían que picadores y toreros lidiaran a la usanza mexicana; otros que los lidiadores lo hicieran como tenían de costumbre, y por último, surgió cuestión de nacionalidad, aunque no muy a las claras, lo cual no puede ser más ridículo ni más extemporáneo; y de allí gritos, chocarrerías, aplausos, silbidos, frases destempladas y todo su séquito.
La verdad es que no puede formularse juicio definitivo respecto a la cuadrilla, por lo flojo del ganado, y sabido es que sin ganado bueno, no hay corrida que valga la pena. Sin embargo, pudo notarse que los que la forman son toreros, es decir, que tienen arrojo, conocimiento del arte y serenidad. Mateíto debe ser un buen espada, tal vez de segundo orden en Madrid, pero de primera fuerza comparado con todos los que hemos visto aquí. Hay en él apostura, elegancia, sabe trastear al toro, no se precipita y dirige bien su cuadrilla. Los banderilleros hicieron cuanto era toreramente posible, y los picadores cumplieron con su deber.
Esperamos ver la próxima corrida para hablar con más conciencia.
Mientras tanto, no nos parece de más aconsejar prudencia al público, no echar a patriotería asuntos de esa naturaleza; aplaudir lo bueno, cualquiera que sea su origen, y censurar lo malo, de cualquiera parte que venga; pero con imparcialidad, con buen juicio; lo contrario es sentar plaza de indiscreto.
El Arte de la Lidia, año I, del domingo 25 de enero de 1885, N° 9, p.2-3.
Plaza de toros de Veracruz, anónimo, fresco, siglo XIX. En José N. Iturriaga, Martha Chapa y Alejandro Ordorica: Dentro y fuera del ruedo. Veracruz, Gobierno del Estado de Veracruz, Talleres gráficos de Editora la Voz del Istmo, S.A., 2010. 314 p. Ils., fots., grabs., p. 93.
Si intentamos entender el mensaje que nos legó el cronista en turno, podremos analizar, en primera instancia las condiciones de lidia ofrecidas por un ganado que, a lo que se ve, no eran otra cosa que toros de media casta o criollos, los cuales huían hasta de su propia sombra, lo cual indicaba un denominador común de encierros que comúnmente deben haberse utilizado en decenas de festejos, lo cual arrojaba balances poco apropiados. En el estado de Veracruz la hacienda ganadera con capacidades para surtir de toros a las diversas plazas era la de Nopalapam. Quizá también la Estanzuela y algunas otras en las que definitivamente el perfil o juego del ganado criollo allí criado no daba para más. Con este elemento en contra, poco podía avanzar el desarrollo de una tauromaquia autóctona, más rural que urbana, de ahí la insistencia de que eran necesarios unos procedimientos que estaban puestos en práctica, resultado de aquella tauromaquia a la mexicana, de la que Ponciano Díaz y sus huestes eran auténticos representantes. A la par, surgió, y no podía ser de otra forma, un síntoma de nacionalismo a ultranza que defendía valores nacionales, produciendo auténticos fenómenos de patrioterismo mal entendido, respuesta que se impuso como un escudo para atacar a las cuadrillas españolas que por entonces empezaban a llegar en forma contundente y masiva a nuestro país, con objeto de establecerse primero, y después ofertar una puesta en escena que si bien, no correspondía con las costumbres, este nuevo concepto, de toreo a la española, iba a ser aceptado, no sin reproches, por aquellos nuevos cuadros de aficionados que sin saberlo, y gracias a una labor ascendente y frontal por parte de la prensa, acabarían siendo aleccionados con nuevas enseñanzas, fruto de lecturas y análisis con lo que las más recientes ediciones tauromáquicas presentadas en España permitían entender aquel nuevo estado de cosas.
Llama la atención que estos hechos hayan ocurrido en plazas provincianas, pero recordemos que dichos espacios fueron quienes se convirtieron en la alternativa para el desarrollo del espectáculo entre los años 1867 y 1886, periodo del que ya se han indicados sus particularidades. Ahora bien, Veracruz se convierte en aquel entonces el primer punto de contacto en que, tierra adentro van a ir mostrando las cuadrillas llegadas de España, con escala en Cuba, sitio donde también tuvieron oportunidad de darse a conocer. A su llegada a México y luego durante su estancia, el tipo de ganado tenía un perfil muy parecido debido a la falta de un sentido profesional de la ganadería destinada a toros de lidia. Las haciendas ganaderas se enviaba lo que podría haber cumplido con ciertos requisitos, pero no todos, salvo algunas que habían venido formalizando sus alcances que se debían más a la inspiración o a la intuición que a aspectos rigurosamente cercanos a la crianza como tal. Ese fue el caso de unas cuantas, tales como Atenco, Santín, San Diego de los Padres, Tepeyahualco y alguna más. Es bueno recordar, que será a partir de 1887 en que, como lo apunte en Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana: cuando los hacendados se volvieron ganaderos. Y así lo apuntaba:
HACENDADOS QUE SE HICIERON GANADEROS
Ya en el siglo XIX la presencia de decenas de ganaderías, refleja el giro que va tomando la fiesta, pero ningún personaje como ganadero es mencionado como criador en lo profesional. Es de tomarse en cuenta el hecho de que sus ganados estaban expuestos a degeneración si se les descuidaba, por lo que muy probablemente, impusieron algún sistema de selección que los fue conduciendo por caminos correctos hasta lograr enviar a las plazas lo más adecuado al lucimiento en el espectáculo. Los concursos de ganaderías que se dieron con cierta frecuencia son el parámetro de los alcances que se propusieron y hasta hubo toro tan bravo «¡El Rey de los toros!» de la hacienda de Xajay que se ganó el indulto en tres ocasiones: el 1 y 11 de enero de 1852; y luego el 25 de julio siguiente, acontecimiento ocurrido en la plaza de San Pablo. La bravura fue el nuevo concepto a desarrollar, la casta que hace embestir al toro en natural defensa de su vida. En 1887 comenzó la etapa de la exportación masiva de ganado español a México con lo que la ganadería de bravo se consolidó en nuestro país.
Un siglo atrás, el virrey Conde de Gálvez trajo de las provincias salamanquina y castellana algunas cabezas de ganado que sirvieron como pie de simiente en la hacienda potosina de Guanamé, pero fue escasa la presencia de esta experiencia porque no llegó a desarrollarse.
De ese modo se resuelve un pequeño pasaje con el que aun nos confundimos como aficionados, pues se sigue en esa creencia acerca de los toros navarros que llegaron a Atenco en el siglo XVI, pues de bravos no tenían nada y más bien se utilizaron para surtir al rastro de la ciudad.
En 1888 la familia Barbabosa, propietaria de las haciendas de Atenco, San Diego de los Padres y Santín, adquiere un semental de Zalduendo, típico de la línea navarra, poniéndolo a padrear en terrenos atenqueños.
Ganado criollo en su mayoría fue el que pobló las riberas donde nace el Lerma, al sur del Valle de Toluca. Y Rafael Barbabosa Arzate -que la adquiere en 1879- al ser el dueño total de tierras y ganados atenqueños, debe haber seguido como los Cervantes, descendientes del condado de Santiago de Calimaya, las costumbres de seleccionar toros cerreros, cruzándolos a su vez con vacas de esas regiones. Si bien, restablecidas las corridas de toros en el Distrito Federal de 1887 en adelante, algunos toros navarros -ahora sí- llegaron a Atenco, aunque dicha ganadería adquirió importancia a comienzos de nuestro siglo mezclándose con sangre de la ganadería de Pablo Romero, consistente en cuatro vacas y dos sementales.
Ante este panorama Atenco siguió lidiando en cantidades muy elevadas, según los registros con que dispone la historia del toreo en México. Justo es recordar que la ganadería desde sus inicios estuvo en poder del lic. Juan Gutiérrez Altamirano y de su descendencia, conformada por la encomienda, mayorazgo y más tarde condado de Santiago de Calimaya; esto desde 1528 y hasta 1879, año en que es adquirida por la familia Barbabosa.
Otras ganaderías que lidiaron durante el XIX -en su primer mitad- fueron:
-El Cazadero
-Guanamé
-Huaracha
-Tlahuelilpan
-Del Astillero
-Sajay
-Queréndaro
-Tejustepec
-Guatimapé
En este caso, se trata de ganado criollo en su totalidad.
Iniciada la segunda mitad del siglo que nos congrega, puede decirse que las primeras ganaderías sujetas ya a un esquema utilitario en el que su ganado servía para lidiar y matar, y en el que seguramente influyó poderosamente Bernardo Gaviño, fueron San Diego de los Padres y Santín, enclavadas en el valle de Toluca. En 1835 fue creada Santín y en 1853 San Diego que surtían de ganado criollo a las distintas fiestas que requerían de sus toros.
Durante el periodo de 1867 a 1886, el ganado sufrió un descuido de la selección natural hecha por los mismos criadores, por lo que para 1887 dio inicio la etapa de profesionalismo entre los ganaderos de bravo, llegaron procedentes de España vacas y toros gracias a la intensa labor que desarrollaron diestros como Luis Mazzantini y Diego Prieto. Fueron de Anastasio Martín, Miura, Zalduendo, Concha y Sierra, Pablo Romero, Murube y Eduardo Ibarra los primeros que llegaron por entonces.
En 1874 don José María González Fernández adquirió todo el ganado -criollo- de San Cristobal la Trampa y lo ubicó en terrenos de Tepeyahualco en el estado de Tlaxcala. Catorce años más tarde este ganadero compró a Luis Mazzantini un semental de Benjumea y es con ese toro con el que de hecho tomó punto de partida la que más tarde sería la famosa ganadería de Piedras Negras la que, a su vez, conformó otras tantas de igual renombre. Por ejemplo: Zotoluca, La Laguna, Coaxamaluca y Ajuluapan.
Santín, administrada por don Rafael Barbabosa y Arzate desde 1847 mantuvo su ganado sin cruza española, por lo que en las épocas del auge poncianista se le conoció como la ganadería «nacionalista».
El toro «Garlopo» de Santín, lidiado el 28 de marzo de 1880 en Puebla por Bernardo Gaviño, es recordado por su bravura al tomar 9 puyazos, hiriendo de muerte a 6 caballos. Actualmente don Salvador Barbabosa García conserva su cuerpo disecado en Toluca.
Por otro lado el Dr. Carlos Cuesta Baquero apunta:
Haber consultado viejos papeles del Ex-Ayuntamiento con los nombres de los ganaderos españoles y el lugar de su residencia en la Madre Patria, por haber sido los vendedores de las primeras reses con las que se formaron las ganaderías establecidas en nuestro siglo (puede tratarse de las actas de Cabildo).
Prácticamente, para el conocimiento del origen de las ganaderías mexicanas, esos documentos no tienen mayor importancia, pues no especifican cuáles camadas eran de reses bravas y cuáles no lo eran. Fueron todas globalmente enviadas con la finalidad de utilizarlas en el abasto de la Nueva España y en los servicios agrícolas. No hicieron elección de algunas para destinarlas a la diversión tauromáquica, a ser lidiadas en las plazas públicas.
Las reses que llegaron a nuestro suelo procedieron, en su mayoría, de las regiones de Castilla, Salamanca y Navarra, y algunas también de Andalucía. Esa es la única deducción exacta y cierta, que hice por la lectura y estudio de esos legajos. Ni aún en la propia España había en esa época ganaderías exprofesamente dedicadas a la cría de toros de lidia; pues la tauromaquia, entonces, era un arte embrionario, concretándose a las suertes de rejonear a caballo. El toreo a pie aun no era establecido. Y esta manera fué la que originó la especialización de las castas de reses bravas, de ganaderías dedicadas a criar toros de lidia en México.
Coincido con el recordado Roque Solares Tacubac puesto que, como ya he dicho, el concepto de la ganadería en cuanto sentido profesional aún no formaba parte de la vida común en la fiesta de los toros en México. Para España comenzó a fines del siglo XVIII. En nuestro país ocurrió un siglo después. Es un hecho de que el ganado se desarrollará de maneras muy distintas en nuestro territorio y que habiendo un carácter específico para las fiestas, en todo caso, pudieron aplicar -los señores dedicados a la posible selección- un criterio en el que se aprovechara cierta «bravuconería» de toros que finalmente embestían en las plazas.