ILUSTRADOR TAURINO MEXICANO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Si bien la presencia de los toreros españoles en México, a partir de la segunda mitad del siglo XIX no prosperó en forma positiva, sobre todo porque su presencia, era intermitente e inconsistente, con todo y que desde buen número de años atrás se encontraba el gaditano Bernardo Gaviño, quien fijó su residencia en el país. Allí está el caso de Antonio Duarte y Francisco Torregosa, que vinieron con muy pocas posibilidades y demasiados bloqueos a finales de 1851. En 1879, también arribó a nuestro país Manuel Hermosilla, quien sólo pudo actuar en Veracruz y Puebla. Pero a partir de 1882, una presencia lineal y constante de otros tantos toreros acompañados de sus respectivas cuadrillas permitió que el panorama cambiara poco a poco a su favor, no sin padecer la incomprensión de un público más apasionado que sensato, pero que también cambiaría sus actitudes explosivas por opiniones más razonadas. Luego llegaron entre otros, José Machío, Juan León “El Mestizo”, Francisco Jiménez “Rebujina” y Ramón López, de quien también recogeré algunos testimonios que tienen que ver con la presente colaboración.
Lo que debe destacarse aquí es que como “teatro de acontecimientos” cumple cabalmente con dicha etiqueta, puesto que se representaron festejos llenos de una intensa fascinación, participando no solo los toreros de a pie o de a caballo que por costumbre eran conocidos, sino también por otro conjunto de actores que representaban mojigangas, ascensiones aerostáticas, fuegos de artificio y otra variedad muy pero muy interesante. Por ejemplo, durante los 18 años que funcionó como escenario taurino, la plaza del Paseo Nuevo estuvo al servicio de una independencia que así como enriqueció al espectáculo, probablemente también lo bloqueó porque no hubo un avance considerable, puesto que las representaciones se limitaban al sólo desarrollo de lo efímero. Con Bernardo Gaviño las condiciones no iban más allá de lo cotidiano Esto es, se convierte de pronto en un personaje que lo controla todo lo que, a los ojos del Dr. Carlos Cuesta Baquero
originaba también que las corridas fuesen de identidad tan completa que llegaba a la monotonía. Todas estaban calcadas en el mismo estilo artístico. Toreando siempre el mismo espada, los mismos banderilleros y los mismos picadores, haciendo durante todo el año y por muchos años, en veinticinco ocasiones, porque ese número eran las corridas efectuadas en las poblaciones de importancia. Los aficionados asiduos, que los había igualmente que en la época actual, podían de antemano describir los lances taurinos que harían los toreros y el modo artístico que les imprimirían. Salvo algún incidente sangriento -afortunadamente excepcionales- los espectáculos taurinos eran completamente iguales unos a otros.
Por tal acostumbrada monotonía, cuando algún “AS” andariego, se presentaba, acompañado de uno o dos banderilleros o de un banderillero y un picador, el público abarrotaba los billetes de entrada y llenaba las localidades del coso. Había la ilusión de lo novedoso, la promesa de contemplar algo diverso a lo ya conocido. Y cualquier detalle sin importancia pero que ofreciera desemejanza a lo habitual era inmediatamente notado y comentado exageradamente. Pero desafortunadamente tales detalles disímbolos eran muy escasos, pues todos los “ASES” tenían el mismo, igual pauta.
Así eran las características de “nuestro nacionalismo taurino” en su primera etapa. Persistieron hasta el final, cuando la penúltima jornada artística de Ponciano Díaz, pero en el año de 1851 adquirió otro distintivo. Fue lo que en nuestro idioma nombramos PATRIOTERÍA y tomando neologismos del idioma inglés y del francés titulamos respectivamente “JINGOISMO” y “CHOVINISMO” (…)
Como vemos, surgió además un síntoma de obsesiones que marcaron el comportamiento de una afición que sintió como suyo a Gaviño, torero que además de todo, aprovechó perfectamente dicha circunstancia al grado de que cuando sucedía alguna “invasión” como la de los supuestos Antonio Duarte “Cúchares” y Francisco Torregosa “El Chiclanero” estos prácticamente fueron expulsados por la afición; pero en el fondo, todo aquello fue arreglado por el gaditano quien no quería verse alterado por “intrusos” de esa naturaleza.
Con todo y que Bernardo era español, pero un español avecindado de por vida en México, y quizá habituado a la forma de ser del mexicano, escuchó, de parte de los asistentes a varias de las corridas donde actuaban paisanos suyos, el grito intolerante de “¡Mueran los gachupines!” como una muestra de rechazo hacia el intruso, pero de afecto y apoyo hacia un torero que el mismo público -de su lado- terminó haciéndolo suyo, al grado de semejantes demostraciones de pasión extrema.
Lo anterior viene al caso debido a una interesante crónica que encontré publicada en El Diario del Hogar, caja de resonancia para El Arte de la Lidia durante aquellos días en que no se publicó este semanario taurino, (es decir, entre los domingos 31 de mayo y 11 de octubre).
Dicha crónica formará parte del “Anuario Taurino Mexicano 1885” que estoy preparando para presentarlo en breve, y del cual puedo adelantar que en aquel año, la actividad taurina en el país fue sumamente intensa y variada, por lo que el caudal de noticias es rico en información.
PLAZA DE TOROS “EL PASEO NUEVO”, PUEBLA. 31 de mayo de 1885. Dice El Diario del Hogar del 7 de junio de 1885, p. 6 y 7:
EL “MESTIZO” EN PUEBLA.
Corrida celebrada en la Plaza de toros del Paseo Nuevo de la ciudad de Puebla, la tarde del domingo 31 de mayo de 1885.-Ganadería de San Diego de los Padres, propiedad de los Sres. Barbabosa. Cuadrilla hispano-mexicana. Primer espada Juan León (a) el Mestizo.
(…) por parte de la redacción del “Arte de la Lidia”, marchó a Puebla el domingo pasado el cronista Gadea quien nos remite la revista de toros de la corrida verificada la tarde del 31 del pasado en aquella ciudad, por la cuadrilla que dirige el atrevido diestro Juan León (a) el “Mestizo”.
Dice así:
Poco antes de las doce del día, varios amigos llegamos a la capital del Estado de Puebla y después de tomar alojamiento, descansar y almorzar fuerte, a las cuatro de la tarde nos dirigimos rumbo al Paseo Nuevo, donde se halla situada la plaza de toros. Desde esta hora densos nubarrones cubrían el horizonte, lo que nos hizo comprender que pronto recibiríamos un baño desagradable. En efecto, a poco caía un soberbio aguacero, chubasco espantoso que hacía renegar a los numerosos aficionados a la lid taurina.
La lluvia no fue obstáculo pues a las cuatro y media en punto, dio comienzo la diversión con una buena entrada.
El toque del clarín dio la señal, y la cuadrilla salió al charcoso redondel a efectuar el saludo de ordenanza. La componían los siguientes diestros: Director y primer espada, el valiente Juan León (a) “El Mestizo”, Sobresaliente o segundo espada, Francisco Jiménez “Rebujina”; Banderilleros: Cuquito, Frasquito, Candela, Tovalo y resto de picadores, lazadores, muleros y Puntillero.
Verificado el paseo y cambio de capotes se dio libertad al primer toro que fue:
Josco, de poca edad, bravo, cornicorto y de muchos pies.
Acometió sin miedo a la gente montada quienes no se lucieron como debían, a causa del mal piso del redondel. Sin embargo, recibieron buenos tumbos y la pérdida de dos caballos despanzurrados.
“El Mestizo” puso una banderilla al quiebro que le debía haber salido mejor si el toro entra bien a la suerte. Cuquito cumplió con un par a la media vuelta.
Juan León “El Mestizo” uno más del conjunto de toreros hispanos que actuaron en plazas mexicanas al reanudarse las corridas de toros en el Distrito Federal.
Fuente: “Revista de Revistas. El semanario nacional”, año XXVII, Nº 1439, 19 de diciembre de 1937.
Llegar el momento de matar: “el Mestizo” con traje grana oro, saluda a la Presidencia y pasa a vérselas con el bicho, al que da con mucha confianza tres pases de muleta naturales, largando una buena estocada bajo que lo hizo rodar. El toro murió en el acto. Grandes aplausos y diana para el matador.
Los aguaceros seguían arreciando hasta impedir, que la corrida continuase por lo que los diestros abandonaron por un momento el redondel. Mas no había remedio, el agua, se encaprichaba más y más y el Juez, que por cierto no se mojaba, dio un trompetazo, señal de que saliera el segundo toro.
Toro y diestros aparecieron en el ruedo. El pelo del animal era negro, de buena estampa y libras, pero de menos juego que su antecesor.
Salió buscando la defensa en las tablas, haciéndose difícil la suerte de varas, a pesar de la gran maestría del capote, al manejo del atrevido “Rebujina” que obtuvo muchas palmas. Cinco puyazos fue toda la faena de la caballería en cambio de varios batacazos y un potro que se acostó en la arena sin aliento.
Frasquito clava dos pares de banderillas como Dios le dio a entender, metiéndose al efecto en cada charco que parecía una laguna. Fue aplaudido.
Rebujina, con vestimenta morado y oro, sin temor a la fuerte lluvia que anegaba el redondeo, le toreo moviendo bien los brazos y con frescura, con tres pases naturales y dos cambiados para largar un pinchazo en hueso; un natural y un acoson (sic) para otro pinchazo y por conclusión de faena, dos pases con la derecha y una estocada de metisaca que hizo que el toro se echara en la arena. El puntillero a la primera lo concluyó.
Prieto fue el tercero de la tarde y el mejor en juego, ley y bravura; grande, bien armado, de buena lámina y entron: recibió desde su salida el aplauso general de la concurrencia. (Un paréntesis: el aguacero seguía en todo su apogeo).
Francisco Jiménez “Rebujina”. Fuente: “LA LIDIA. REVISTA GRÁFICA TAURINA”.
Los piqueros la pasaron mal con este toro, pues a cada puyazo venían a tierra caballo y jinete. A un piquero que no conocemos, le dio tan soberbia caída, que lo hizo retirar a la enfermería todo descompuesto.
“El Mestizo”, con este bonito animal, ejecutó con la maestría y valor que acostumbra, la difícil suerte de dar el cambio de rodillas con el capote, lo que le salió con todo lucimiento. Desconocida esta suerte para Puebla, el efecto, fue grandioso y la ovación unánime. Aplausos, dianas y entusiasmo general en todos los departamentos de la plaza. Bien por Juan León. Te lo mereces, chiquillo.
Se oían aún las palmas y vivas al Mestizo, cuando este, con mucho aquel, tomó un par de palos para dar el quiebro metidos sus pies en un pequeño aro, suerte que no se pudo ejecutar, en atención a que el bicho, cuando fue llamado para la suerte, al clavar, se salió de ella. El diestro quedó en su sitio, es decir, dentro del aro. Muchos aplausos.
Tovalo, en seguida, con mucho trabajo y huyendo, colocó un par a la media vuelta. A pesar de eso fue aplaudido.
Rebujina, después de una crecida cantidad de pases, largó un pinchazo y una estocada baja. No queriendo morir el toro, se recurrió al cachetero. El agua seguía como Dios manda o mejor dicho, caía a cántaros.
Negro fue también el cuarto y último que cerró plaza. De buenas condiciones, bien puesto y de ley, dejó como siempre espléndidamente enarbolado el pabellón de San Diego de los Padres. Aurelio Barbabosa gozaba, no obstante el baño de regadera que recibía. Los poblanos aplaudían. Los picadores, se acercan varias veces a descubierto o a media plaza, los hurras de los espectadores de sol son espantosos, los caballos y jinetes vienen a tierra y el Juez, azorado por la matanza de jamelgos, da la señal de banderillas.
Candela clava dos pares, uno aprovechando y otros a la media vuelta. Hizo lo que pudo.
Rebujina a la hora de matar, bien en los pases, y mucha confianza al herir, pues se arrancaba de cerca. Con más calma el atrevido matador se luce en la faena.
Todavía con mucha agua se dio suelta al embolado, que por cierto, era un torete regular. El Juez estaba de guasa. Los pelados o plebe de Puebla lo hicieron bien y son muy superiores a los que vemos en el Huisachal supuesto que toman menos pulque. Solo se anotaron algunos insignificantes revolcones.
DETALLES. Los toros de San Diego de los Padres en lo general, buenos y de ley. El tercero superior. La cuadrilla con gran aceptación en Puebla. “El Mestizo”, con muchas ovaciones, aplausos y con ganas de verlo trabajar en buena tarde. Picadores malos. Caballos fuera de combate, siete. Temperatura, indecente y mala, pues llovió todo el tiempo de la corrida. Público de Puebla contento y conocedor del arte. Empresa y servicio de plaza, regular. Presidencia, pasadera. Numerosa concurrencia.
Gadea.
Habiendo mencionado el nombre de Ramón López, sus “Memorias” sirven en esta ocasión para recordar parte de aquel duro andar, el de un primer acercamiento con los públicos mexicanos que, todavía bajo la influencia de Gaviño, pero sobre todo de la de Ponciano Díaz, concebían el toreo de otra manera a la que desde aquellos tiempos intentaron hacer adoptar los españoles, y que al paso de los años consiguieron imponerla, con lo que de algún modo se estableció el que para este servidor se convirtió en la presencia definitiva del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna. Veamos.
El día 30 de octubre del año 1884 embarqué en un puerto español con destino a La Habana, acompañando a mi hermano Gabriel López “Mateíto”, que marchaba contratado para torear varias corridas. Mi hermano, como lo saben los aficionados, era un magnífico peón y banderillero, pero como matador resultaba deficiente. Sin embargo, este detalle no tuvo mayor importancia en aquellas corridas, ya que el ganado que se lidiaba en La Habana era chico y sin respeto, por lo que éxito nuestro fue definitivo y trascendental.
Los resultados jugosos no se hicieron esperar. El empresario D. Vicente Mollado, un andaluz emprendedor, íntimo amigo mío, tuvo la feliz idea de ajustarnos al terminar la temporada de Cuba, para venir a la República de México con objeto de torear ocho corridas de toros. Y en unión de mi hermano “Mateito” vino la cuadrilla, de la que formamos parte, como banderilleros, José Pérez “Califa”, Rafael Rodríguez “Faillo” y el que esto escribe. Y como picadores figuraron José Rodríguez “El Nene” y Manuel Rodríguez “Cantares”. Como dato interesante habrá de advertir que fue esta la primera cuadrilla española completa que vino a la República.
Desembarcamos en Veracruz. Y en aquel puerto toreamos desde luego dos corridas con bastante éxito. Inmediatamente salimos rumbo a México, a esta hermosa capital, en donde a la sazón estaban suspendidas las corridas de toros, por lo que nuestra presentación se hizo imposible. Y tuvimos que resignarnos a torear en la plaza de “El Huisachal”, cercana a esta capital, que por aquel entonces era de la propiedad de don Eduardo Cuevas. Cuatro toros de las dehesas de San Diego de los Padres lidiamos aquella tarde. Y salieron bravos, duros, con mucho poder y bastante nobles. Todo se deslizó tranquilamente hasta que llegó la hora de matar. Al primer toro le dio mi hermano tres pinchazos, sin que nosotros nos extrañásemos de nada, ya que en España y en Cuba aquello no resultaba anormal. Pero aquí, en “El Huisachal” en cuanto dio el tercer alfilerazo tocaron a lazo y los charros se llevaron al toro al corral.
¡Y entonces ardió Troya! No obstante que mi hermano “Mateito” había toreado muy bien de capa y ejecutado bonita faena de muleta, el público no justifico lo de los tres pinchazos. ¿Y la bronca fue catastrófica! Todo cuanto tenían a la mano aquellas gentes resultaba poco para tirárnoslo a la cabeza, con grave perjuicio de nuestras respetables personalidades toreras. Y de improperios nada digo porque no dejaron en paz a un solo miembro de nuestras familias. Y nosotros sin enterarnos de la causa de aquella bronca.
La función de aquel cartel, el del 8 de diciembre de 1926 fue con motivo de que don Ramón López gozara del beneficio económico derivado de dicho festejo. Tan destacado personaje para la tauromaquia en nuestro país, murió en noviembre de 1928. Col. del autor.
Después lo supimos. En aquellos tiempos el mérito radicaba en que el toro muriera por causa de la primera estocada, sin importar ni la calidad en la ejecución de la suerte ni mucho menos el sitio de la colocación.
En el segundo toro ocurrió cosa parecida. Y gracias a que en el tercero mi hermano tomó las banderillas y clavó un estupendo par al cambio sentado en la silla, suerte que era totalmente desconocida por aquel público, la tempestad calmó convirtiéndose en grandiosa ovación momentánea. Sin embargo, al matar, la bronca continuó aunque en menor importancia en gracia al par de banderillas y también a que mi hermano tuvo mejor suerte con el estoque.
Y el cuarto que me lo cedió mi hermano, tuve la suerte de despacharlo ¡horror! con un indecente bajonazo, atizada con premeditación, alevosía y ventaja. ¡Y cosa rara! Por esta felonía me tributaron una ovación.
Al salir de la plaza, el público arremetió furiosamente contra todos nosotros. Y gracias a la oportuna intervención de los señores Antonio y Manuel Escandón, que nos condujeron rápidamente hasta el Hotel San Carlos en donde nos hospedábamos, aún puedo contar a ustedes estos sucesos. Y con esto se dio por terminada la temporada de las seis corridas contratadas para torear en la capital. (…)[1]
Sirva lo anterior como un testimonio que permite entender el proceso de adaptación al que tuvieron que someterse no solo estas cuadrillas, sino la afición y la prensa que jugo, por aquellos tiempos una importante labor de disuasión primero. De formación después para con el concepto que comenzaba a imperar y que, desde aquel momento y hasta nuestros días, por obra y gracia de una evolución conveniente, logró asentarse de por vida en nuestro país.
[1] Ovaciones. El Semanario de la afición. México, D.F., octubre 11 de 1926, p. 2 y 7.