RECOMENDACIONES y LITERATURA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Con la derogación del decreto que prohibió las corridas de toros desde 1867 y hasta 1886, hubo suficientes motivos para impulsar la reanudación de este espectáculo en la ciudad de México. Heriberto Lanfranchi nos da una síntesis sobre el desenlace de aquella medida prohibitiva.
La “Segunda Comisión de Gobernación del Congreso Decimotercero”, que legisló del 15 de septiembre de 1886 al 15 de septiembre de 1888, en su sesión del 29 de noviembre de 1886 presentó el siguiente dictamen:
“…que a su juicio es de aprobarse la solicitud que pide la derogación del artículo número 87, de la Ley para Dotación de Fondos Municipales, expedida el 28 de noviembre de 1867…” (Que prohibía las corridas de toros en el Distrito Federal. N. del A.)
El dictamen fue impreso y se le dio segunda lectura en la sesión del 4 de diciembre de 1886. Fue puesto a discusión los días 7 y 9 de diciembre, votado, aprobado con algunas modificaciones y transformado en el siguiente decreto:
1°.-Deróguese el artículo 87 de la Ley para Dotación de Fondos Municipales, expedido en 28 de noviembre de 1867. (85 votos a favor; 36 en contra).
2°.-Los empresarios pagarán por la licencia para cada corrida, el quince por ciento de la entrada total que haya. (75 votos a favor; 30 en contra).
3°.-Dedíquese el producto de estas licencias exclusivamente a cubrir parte de los gastos que originan las obras para hacer el desagüe del Valle de México. (118 votos a favor; 15 en contra).
Ya aprobado, pasó a la Cámara de Senadores, donde fue examinado, revisado y ratificado, pera que el 17 de diciembre de 1886, al ser publicado, fueran permitidas de nueva cuenta las corridas de toros en el Distrito Federal. No las hubo de inmediato, por carecer la ciudad de México de plazas de toros; pero algunos días después empezó a ser construida la primera de ellas, la de “San Rafael”, que se estrenó el domingo 20 de febrero de 1887, y se reanudó una costumbre que se había interrumpido durante 19 años.[1]
PLAZA DE TOROS “SAN RAFAEL”, CIUDAD DE MÉXICO. Domingo 20 de febrero de 1887. Inauguración de la plaza. Ponciano Díaz y su cuadrilla. Toros de Parangueo. Toro embolado para los aficionados.
Archivo Histórico del Distrito Federal. Fondo: Diversiones Públicas, Vol. 860, exp. 1.
Ahora bien, y con motivo de estar elaborando por estos días el “Anuario Taurino Mexicano del año 1887”, y habiendo una información abundante sobre el mismo, la poesía no puede quedar fuera de su contenido, de ahí que en esta ocasión, me permita compartir con ustedes la presente muestra (de poco más de medio centenar) de ese quehacer, el que produjeron varios poetas de reconocida fama y de otros que estaban afirmando su presencia, sin que falten algunos otros ejemplos provenientes del anonimato, generalmente convertidos en corridos, expresión forjada desde el ámbito popular. Y eso, sin incluir por ahora los muchos ramilletes de versos que se le dedicaron a Ponciano Díaz, que ya me ocuparé de ellos en otra oportunidad.
Con la narración poética que sigue, uno podría afirmar: ¡Y así se reanudaron las corridas de toros en el Distrito Federal…!
1887
PRIMERA CORRIDA DE TOROS
En la plaza de San Rafael, el domingo 20 de Febrero de 1887.
Les juro a ustedes, lectores,
que ni en la hecatombe habida
en la famosa corrida
de los toros del Fortín,
Mostraron esos cornúpetos
tan furioso desenfreno
cual la gente en el estreno
de antier. Fue aquello un motín.
Para bosquejar siquiera
en tauromáquica charla
la fiesta, hay que compararla
con una tromba, un ciclón,
Con una riña de gatos,
de suegras y matrimonios,
con un festín de demonios,
con volcánica erupción.
Ni en los tiempos de Su Alteza
Serenísima Santa-Anna
se había visto tal jarana,
tan horroroso belén.
Todo el México taurófilo
concurrió a la magna fiesta
y ejecutó a toda orquesta
el taurino somatén.
Desde antes de medio día,
y como en son de paseo,
se dio comienzo al jaleo
de la plaza en derredor.
La gente llegaba en grupos
y después en pelotones
y más tarde en batallones
llenos de taurino ardor.
Los simones y tranvías
corrían henchidos de gente
festejosa, sonriente,
dispuesta a la diversión.
Las tabernas y figones
ambulantes se animaban,
y aspecto a la fiesta daban
de católica función.
Se almorzaba al aire libre,
se gritaba en tonos varios
y se hacían mil comentarios
sobre la próxima lid.
Se hablaba de Mazzantini,
del héroe del día, Ponciano,
y del toreo mexicano,
de Cúchares, y aún del Cid;
Parecía aquella la fiesta
de un centenario taurino;
y se hacía taurino el vino
y se hacía taurino el sol.
Y menudeaban los brindis
ricos de taurófilo estro
por un mexicano diestro
y por un diestro español.
En el centro del fandango,
ya con anuncios de fiesta,
veíase la plaza enhiesta,
izado su pabellón;
Y en las cajas del expendio
se oía la música grata
de los torrentes de plata
caer sin intermisión.
A la una era ya aquello
un tumulto, una Babel,
la gente acudía en tropel
queriendo en tropel entrar.
Comenzaron las carreras,
los gritos y las disputas,
y los bastones-batutas
de gendarme a solfear.
¡Cómo ama esa gente el palo,
la patada y el insulto!
¡cómo goza en el tumulto
¡cómo estropeada es feliz!
¡Qué ariete es el populacho!
No era de nieve la bola:
La taurina batahola
tenía un infernal caríz.
Lo más extraño y más chusco,
es mirar en tales cuitas
las chisteras y levitas
mezcladas en el belén,
Y como flores tronchadas
y arrastradas por un río,
algunas bellas ¡Dios mío!
gritar y reír también.
Muy pronto se armó la gorda;
muy pronto prendió la mecha,
y el pópulo abrió la brecha
y las puertas asaltó.
El grito, el sable, el garrote.
fueron vanos, impotentes,
y el populacho a torrentes
y ¡toro! Gritando entró.
Muy pronto llegó la guardia
y con su fiera actitud
rechazó a la multitud
y se apaciguó el motín;
Pero muy pronto también
volvió el pueblo soberano
gritando: ¡ahora, Ponciano!…
y aquello no tenía fin.
Mas entremos a la plaza
por entre las bayonetas
que inspiran todo el respeto
de la cólera y la fuerza.
Confieso que no sentí
al entrar y verla plena,
ni asombro por el gentío
ni por verme allí, vergüenza;
lo que sí sentí fue miedo
de ver convertirse en fieras
aquel pópulo taurófilo
que rabiaba de impaciencia.
Era una oleada de caras,
agitada, gigantesca,
todas con aspecto fiero,
todas con la boca abierta.
Era aquel inmenso circo
henchido hasta la azotea
como el cráter de un volcán
haciendo erupción de fieras.
Dos músicas militares
sin interrupción alternan
y sus bélicas sonatas
a las gentes ponen bélicas.
No hay un claro, sólo el claro
despejado de la arena
que espera a los lidiadores
y las taurinas tragedias.
Y es tan grande el entusiasmo,
y es tan grande la impaciencia,
que todo el mundo está espiando
las aún cerradas puertas
del palco presidencial,
y cuando se abren, y entra
el regidor con su corte
y dando órdenes se sienta,
es la grita tan feroche,
Y tan feroche la gresca,
que los toros han de creer
que a echarlos van a las fieras.
Pero esto es nada: se da
la señal con la trompeta,
que parece la del Juicio
según el efecto de ella,
y sale al fin la cuadrilla
con el rey a la cabeza,
es decir, Ponciano Díaz,
luciendo todos la seda,
y el raso y el terciopelo
en los que al sol centellean
los bordados de oro y plata
sobre las flamantes telas.
Y saludan, y sonríen,
y en el ruedo se dispersan
y resuenan las charangas
y cien mil gritos resuenan,
y como si del infierno
el mismo Judas saliera
sale el toro y acomete,
y corre, y salta, y babea,
y los charritos de raso
bordado con lentejuelas
que lucen en el sombrero
nacional escarapela,
corren garrochas en alto
al encuentro de la fiera,
y al encuentro del caballo
salta el toro si lo encuentra,
y todo se desbarata
y se confunde y revuelca,
caballo, jinete y pica,
silla, cueros y correas,
y el vientre de los Troya
sus frutos al sol enseña,
y se rasgan los capotes
y la sangre al fin chorrea,
y el pópulo grita como
si quisiera ir a beberla.
No se yo como se llaman
ni los diestros ni las fieras,
ni los lances ni las suertes;
sólo sé que aquella guerra
fue reñida, que a los toros
se hizo fieros a la fuerza,
y que Mota dio soberbios
costalazos en la tierra,
y que Carlos Sánchez puso
sus tres pares de manera
que se vino abajo el circo
aplaudiendo su guapeza;
y que cuando al fin Ponciano
brindó la muerte primera,
y se fue risueño al toro
con la espada y la muleta,
todo el mundo quedó mudo,
todo el mundo fue de piedra,
y cuando al segundo embroque
rodó sin vida la fiera,
todo el mundo quedó sordo
y se estremeció la tierra.
Y así fue el segundo toro
y el tercero; en la faena
de parear, los otros diestros
no lucieron; mas las fieras
a la segunda también
recibieron muerte cierta
de Ponciano. Al cuarto toro
aplicóle la sentencia
Carlos Sánchez, a la quinta,
de rayo, en las agujetas.
El quinto tuvo reemplazo
por cobardón y maleta,
y el reemplazo recibió
muerte de mano maestra,
y fue Guadalupe Sánchez
quien lo mató, de una buena
en la cruz hasta la mano
y un descabello; a la sexta
víctima o toro, Ponciano
lo banderilló en su yegua,
con ese traje de charro
que luce el rey de la arena,
y quedando como nunca
en esa suerte. Pie a tierra,
tomó los trágicos trastos
y de una estocada espléndida
de las suyas, murió el toro
sin puntilla en la cabeza,
y el público hizo a Ponciano
una ovación gigantesca.
Con un furioso embolado
dio fin la famosa fiesta,
que sólo fue regular
por no ser las reses buenas;
la cuadrilla es de lo fino,
y si hoy son mejor las fieras,
se lucirá mucho más
que en la corrida primera.
Entrada no habrá mejor:
¡fue antier de veinte talegas!
Pintamonas.[2]
[1] Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots., T. I., p. 188.
[2] El Diario del Hogar, D.F., del 22 de febrero de 1887, p. 2.