ILUSTRADOR TAURINO MEXICANO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
IMPORTANTES OPINIONES VERTIDAS POR ENRIQUE CHÁVARRI “JUVENAL” EN TORNO A LA FIESTA DE LOS TOROS DURANTE EL AÑO DE 1887.
Carlos Cuesta Baquero siempre tuvo la opinión de que Enrique Chávarri era un declarado antitaurino. Conforme voy leyendo y encontrando nuevos textos suyos, que además fueron una constante, por lo menos durante el año que ahora es motivo de análisis, puedo concluir que en efecto lo fue, pero mantuvo una actitud congruente, en la que se nota, además del conocimiento general sobre la vida cotidiana, y los problemas que todo país podría tener, un desparpajo para escribir las extensas columnas que aparecían en la plana principal de El Monitor Republicano, que no era poca cosa, sabiendo que habría en ese entonces una auténtica legión de ávidos lectores por conocer lo que pensaba y decía ni más ni menos que Juvenal.
Por tanto, creo que Chávarri sabía manejar muy bien sus posturas, y en buena medida usar un lenguaje coloquial, sabroso y placentero a la hora de que uno viene enterándose no solo de aquello que apenas ha sucedido en los toros, sino también en otros asuntos de los espectáculos públicos, o simplemente de la vida en una ciudad, como la de México, que para ese entonces mantenía una especie de encanto provinciano, donde todo mundo se enteraba de las cosas en forma mucho más próxima e inmediata, dadas las dimensiones de la ciudad misma.
Pues bien, aquí están otra serie de apreciaciones de nuestro autor, las que nos remiten a la que fue una constante tan luego se reanudaron las corridas de toros: los escándalos en las plazas de toros. El furor que ocasionó aquel nuevo capítulo en la historia de las diversiones públicas, significaba no otra cosa que todo aquel comportamiento puesto en práctica en plazas como el Huisachal, Tlalnepantla, Cuautitlán, Texcoco y otras a donde la afición acudía permanentemente, y desde años atrás, mientras estuvieron prohibidos los festejos taurinos en el Distrito Federal. Por tanto, no es casual que aquellos patrones de comportamiento se viesen en forma por demás extraña. Lo que sucedía, probablemente es que si ese fenómeno se estaba desbocando en la mismísima ciudad de México, tal circunstancia de seguro no iba acorde a los principios que alcanzaba cualquier ciudad que se preciara, y en ese sentido la de México contaba ya con una serie de imágenes que la ponían tan cerca de un cosmopolitismo, síntoma y patología de las grandes capitales del mundo.
Ahora bien, es de explicarse también que el registro de la inconformidad o el reclamo subiese de tono o este fuese exponencial en la medida en que hubo más de una plaza en la capital. Llegó a haber momento en que funcionaran al mismo tiempo hasta tres de ellas… llegó a haber momento en que la ciudad misma contaba hasta con seis plazas, y todas reunidas en apenas un espacio reducido en términos de lo que significaba la más adelantada urbanización de aquel entonces.
Es momento de que Juvenal nos platique sus impresiones.
LA PRENSA OPINA… CHARLA DE LOS DOMINGOS por Juvenal.
El Monitor Republicano, del 23 de marzo de 1887, p. 1:
RESUMEN.-LAS CORRIDAS DE TOROS.-LOS ESCÁNDALOS DE ESTOS DÍAS.-EL CARÁCTER DEL MEXICANO.-POR QUÉ NO PODRÁ ARRAIGARSE ESA DIVERSIÓN.-EL AUMENTO DE LA CRIMINALIDAD.-ASPECTO DE LA PLAZA EN DÍA DE CORRIDA.-RENCORES ENTRE ESPAÑOLES Y MEXICANOS.-LA PLAZA EN ESTADO DE SITIO.-EL RESPETO A LA AUTORIDAD.
Y ahora que ya se ha sabido todo lo que ha pasado en las corridas de toros, ahora que prácticamente se ha visto cuál es el resultado, el desenlace preciso, inevitable de esa culta diversión, podemos decir a los diputados que tal plaga desataron sobre esta infeliz sociedad:
-¡Buena la hicísteis, señores!…
Ahora podemos felicitarlos y repetirles y probarles que los argumentos de sus adversarios no eran sensiblerías ni escrúpulos de monja, sino resultado del conocimiento perfecto que tenían del carácter de nuestro pueblo.
En efecto, que las corridas de toros estén aclimatadas en España, que ya comience la culta Francia, comience tan solo a contagiarse con el apego a las sangrientas lides, esto no quiere decir nada, cada pueblo tiene sus caracteres especiales, típicos y los del nuestro, la verdad, no son nada a propósito para una diversión tan propicia a las riñas, a los escándalos, al jaleo.
Ahora no discutimos de memoria, ahora argüimos con hechos, con hechos palpitantes, y no se dirá que no salimos del terreno de las vanas declamaciones.
En España, en la Habana, en donde quiera que las corridas de toros son el espectáculo favorito, no hay desórdenes, no hay el belen que estamos presenciando día a día en nuestras plazas. Es cierto, esto proviene de una razón que por mucha pena que nos cause debemos exponer; casi nos quema los labios lo que vamos a decir, pero ello es preciso para fundar nuestra franca y leal oposición al espectáculo que está trastornando el seso de esta sociedad.
Nuestro pueblo es menos culto, está menos civilizado que el de aquellos países, que saben detenerse aun en sus raptos de entusiasmo, allí donde está el límite de lo justo y de lo conveniente.
Por eso ruge delante del circo ensangrentado, y ebrio por el pulque y la sangre se abandona a demasías, tan lamentables como las que acabamos de ver en Tlalnepantla y en México.
Grave y trascendental imprudencia ha cometido el Congreso al autorizar las lides de toros, ha obligado a nuestra sociedad a dar un paso hacia atrás, ha matado al arte en su senda de gloria, ha revivido rencores que deben no existir ya, que es ridículo que surjan entre dos naciones, entre México y España, hoy hermanas en el seno de la cultura social; no es esto todo, ese Congreso que no pensó en la trascendencia de su idea, ha aumentado la criminalidad dando, sin quererlo él por supuesto, incentivo a la vagancia.
Se nos dirá que la representación nacional ni previó ni pudo prever que el delirio taurino fuese tan contagioso, tan temible, y que tan rápido cundiese en medio de un pueblo casi aletargado por el infortunio y la miseria.
Está bien, aceptemos la disculpa, pero ahora que los resultados están ahí, ¿no debe la Cámara de Diputados derogar su inconveniente ley?… ¿no debe declarar que como homenaje a la cultura y a la civilización se prohíben las lides taurinas, al menos en el Distrito Federal, que es como el cerebro de la República?…
Ya nos parece que los muchos partidarios que tiene esa diversión nos gritan que atacamos la libertad, que cada cual está en su derecho de divertirse como se le dé la gana, así sea destrozando toros o descuartizando caballos, y haciendo picadillo las plazas.
Nosotros contestaremos que la libertad de un individuo, concluye allí donde comienza la de otro. Además no vamos a llorar sobre el toro agonizante, no vamos a derramar lágrimas al ver al caballo que arrastra sus intestinos palpitantes, no se trata de eso en el actual momento, nosotros, en nombre del orden público, pedimos la abolición de las corridas.
Discutimos apoyados en los hechos: entre nosotros no hay remedio, si se trata de una buena, de una gran corrida de toros en que las fieras y los lidiadores han cumplido como buenos, el público ebrio de entusiasmo sale a reñir, a demoler casas, a atacar a los wagones del ferrocarril como acaba de suceder en Tlalnepantla; si los toros están malos, entonces ya hemos visto el casi motín que produjo el fiasco de Mazzantini.
El domingo antepasado, el aumento de la criminalidad a causa de las corridas ascendió a ciento cuarenta y cuatro casos, y poco más o menos a la misma cifra asciende el aumento de la criminalidad cada día que las plazas abren sus puertas.
No cabe duda, pues, el orden público se trastorna de una manera más o menos sensible, más o menos grave a causa del bárbaro espectáculo.
Tiene pues, que suceder con los toros, lo que con los bailes de la gente de trueno. Esos bailes existen en todas las naciones aún en las más cultas, en México no ha podido establecerse, ha sido necesario prohibirlos porque nuestros apreciables compatriotas iban allí a romperse el bautismo, a pelear verdaderamente y armados de punta en blanco.
Entre nosotros, lo estamos mirando, a la entrada de los toros es necesario poner batallones y escuadrones en alta fuerza para cuidar el orden, el pueblo sin embargo, se arroja sobre la guardia, o sobre la caballería y casi siempre hay machetazos, fusilazos, golpeados, en fin. ¿Qué clase de diversión es ésta, preguntamos nosotros, en que para entrar es necesario librar un verdadero asalto?
Todo el mundo concurre armado al redondel, cualquiera diría que aquel recinto es una fortaleza o que se encuentra declarado en estado de sitio, en la sombra es de moda llevar el revólver, asomando bajo la chaqueta, en el sol nadie concurre sin su cuchillo bien afilado, más allá los centinelas con sus armas cargadas, los gendarmes con sus pistolas bien listas, más allá brillando las bayonetas y las espadas. Y todo esto es necesario, ¡guay de los taurófilos si no se les presentara frente a frente ese aparato de fuerza armada!
Mientras en un teatro media docena de gendarmes bastan para cuidar el orden en las funciones más concurridas, en una plaza de toros se necesita hasta artillería; ¿qué quiere decir esto? ¿depende de la calidad de la concurrencia o de la calidad del espectáculo?… De cualquier modo, una sociedad cuta, preguntamos nosotros desapasionadamente, ¿puede tolerar eso que se llama pasatiempo, pero que en el fondo no es más que el peligro constante para la perturbación del orden?…
El Monosabio. Periódico de toros. Ilustrado con caricaturas, jocoso e imparcial, pero bravo, claridoso y… la mar!. T. I., Ciudad de México, sábado 17 de noviembre de 1887, N° 4, p. 4-5. Col. del autor.
La caricatura fue identificada bajo la leyenda ¡¡¡Casa llena…!!!. El caso es que abunda más la gendarmería en los tendidos que el público mismo.
Otro lado incivil acabamos de ver en esa llamada diversión, la facilidad con que ha revivido necios rencores entre españoles y mexicanos, esos mueras a España, esas injurias a sus hijos, que son, que deben ser nuestros hermanos, esas exclamaciones estúpidas de parte del populacho, cuando ya mexicanos y españoles se daban el abrazo de fraternidad, todo esto, es otro beneficio que debemos a los toros.
¡Cuánto nos trastornará a los hombres ese pasatiempo inocente, cuando se vuelven locos al grado de olvidar que la culta y grande España nada tiene que ver con los cuernos de los toros y la capa de un torero!
Los españoles son aficionados a esa diversión y concurren a ella con ahinco, el día menos esperado hay un conflicto en cualquiera plaza de toros, entre españoles y mexicanos, porque, lo repetimos con pena, nosotros los excelentes hijos de este país, hacemos gala de dejar la cultura en la puerta de la plaza de toros.
De cualquier modo que se considere a las corridas es difícil que puedan arraigarse en el seno de nuestra sociedad. Ellas vienen a combatir al arte, al arte pacífico que morigera y endulza las costumbres, estamos mirando que la fiesta taurina hace aborrecer los teatros, que las empresas se arruinan y que a continuar así las cosas, no tendremos más diversión que los toros.
Hoy solo tenemos una plaza de toros; dentro de un mes tendremos cuatro; para entrar en competencia disminuirán los precios, pudiendo ir entonces a la corrida la ciudad entera.
¿Qué va a suceder, pues?… Que el jaleo aumentará de una manera espantosa, y la policía y aún la guarnición serán impotentes para contener el desorden.
Y no es exageración, la actitud del pueblo el otro día delante del fiasco de la corrida de Mazzantini, hacía temer que incendiaran la plaza. ¿Quién nos responde de que esto no suceda el día menos pensado, y entonces; ¡cuántas desgracias, cuánta sangre derramada inútilmente!
¡Qué clase de espectáculo es este en donde los hombres, no viste como en la culta sociedad, sino con la exageración del charro, en donde las señoras no pueden asistir, en donde todos gritan y nadie está seguro de no ser insultado? La misma autoridad es tratada por los concurrentes con una confianza que raya en desprecio, en injuria.
El otro día decía un regidor con mucho acierto, los toros es la única diversión en que se permite insultar a la autoridad…
No nos cansaremos de repetir que ahora no argüimos con teorías, sino con hechos, con hechos que acaban de pasar, que están pasando, a la vista de todos.
Los taurófilos van a rugir en contra nuestra, no importa, tratándose de cumplir el deber que nos hemos impuesto, somos toros toreados, hablado en el lenguaje ad hoc.
Abandonamos nuestra personalidad a los sectarios de la taurolatría, pero les aconsejamos que piensen, que reflexionen en lo que hemos dicho.
JUVENAL.
No cabe la menor duda de que lo dicho hasta aquí por Enrique Chávarri es, ni más ni menos que el vivo retrato de una sociedad que, como la mexicana, se comportaba bajo la clara y permisiva condición de ese “dejar hacer”, y donde la ya presente ausencia de la autoridad de la autoridad, a pesar de que se acusa al “porfiriato” de aplicar auténticas medidas de represión en condiciones de riesgo, parecen no verse en forma contundente. Debe reconocerse el serio atraso que habría entonces en términos de los altos índices de analfabetismo, lo cual era señal más que clara de un reflejo descarnado en buena parte de los sectores sociales. A su vez, quedaban fuertes rezagos de una antigua rencilla ocasionada, a decir de muchos, en lo que significó la “nefasta influencia” española, lo que significaba la construcción de un odio mental sobre los hispanos, a quienes había que combatir… y como en los toros encontraron el pretexto, se desató una auténtica campaña campal donde incitados por las hazañas de nuestras figuras, y las españolas, eso originó una apasionada confrontación que originó duras batallas, al grado de que se crearon frentes pro nacionalistas en ambos sentidos. Cuando la razón quedó rebasada, se llegó al extremo del patrioterismo o el chauvinismo como reacciones ya sólo impulsadas por resortes del absurdo. Y en buena medida, quienes impulsaron este fenómeno fueron precisamente personajes atrincherados en el sector de la prensa. Desde ese año de 1887 y en adelante, surgieron diversas publicaciones taurinas que abordaron el asunto con tal vehemencia que terminaron siendo estandarte de este o aquel toreo. Sin embargo, cumplieron una misión al predicar la enseñanza de la tauromaquia en cuanto tal, pues ello significó el cultivo de un conocimiento que representaba conocer a plenitud las suertes, las reglas que dicha representación había ganado al paso del tiempo como un espectáculo que llegó a alcanzar en esos años finales del siglo XIX un estado de evolución y madurez que lo puso al borde del profesionalismo.
El aporte que deja Juvenal en sus apreciaciones, tiene que ver también con el comportamiento de la “pax porfiriana”, pero también de toda esa escala de valores bajo la cual se movían los estratos sociales. Por supuesto que se ve a las claras el grado de pasión que adquirió la fiesta de los toros nada más se reanudaron en la capital del país. Ante lo que significaba un ambiente de tranquilidad en los teatros, en las plazas vox populi era el monstruo de mil cabezas, vertedero de opiniones no siempre gratas, fuesen estas verbales o físicas. Sin embargo, durante aquellos años duros (que van de 1887 y al menos hasta 1910), incómodos, que acumularon infinidad de acontecimientos bastante desagradables, hubo de darse en una siguiente etapa, ya comenzado el siglo XX donde se superó, en forma razonada tal nivel de primitivismo para ser sustituido por otro en el que nuevas generaciones de aficionados llegaron a las plazas con una conciencia distinta, quizá mejor preparada en términos del conocimiento que significaba, precisamente para aquellos entusiastas, saber de toros, sin más.