RECOMENDACIONES y LITERATURA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
LAS LECTURAS QUE FORMARON A LOS AFICIONADOS TAURINOS MEXICANOS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX. (TERCERA PARTE).
A estos autores, se sumó un importante número de viajeros extranjeros que escribieron sus experiencias con lucidez e intensidad. Gabriel Ferry,[1] C. C. Becher,[2] Madame Calderón de la Barca,[3] Mathieu de Fossey,[4] Brantz Mayer[5] o José Zorrilla.[6]
No podemos olvidar lo que significó para la comunidad taurina de mitad del siglo XIX, el hecho de que en la importante y rica biblioteca del Conde de la Cortina, existiera un ejemplar de la Tauromaquia de Pepe Hillo,[7] ni tampoco que un personaje de enorme talla como Guillermo Prieto, escribiera y publicara sus experiencias en torno al toreo.
El Mosaico mexicano, que se publicó entre 1836 y 1842, tuvo entre sus más destacados colaboradores a don José Justo Gómez de la Cortina, quien entregó un material intitulado simple, y llanamente José Delgado. En él, se ocupa de manera por demás destacada, a hacer una reflexión por demás brillante sobre uno de los primeros tratados técnicos que llegaron a México, en momentos determinantes que sirvieron para orientar un espectáculo independiente, aunque independiente hasta cierto punto. En el escenario comenzaba a participar de manera más activa Bernardo Gaviño, diestro gaditano que encontró en nuestro país su segunda patria, imponiendo aquí un modo de torear bastante peculiar, que no por ello se alejaba de aquellos principios, aunque ajenos a los que la otra Tauromaquia, la de Francisco Montes ejercía con amplios poderes en España.
Veamos que visión tuvo del documento de José Delgado el propio Conde de la Cortina.
JOSE DELGADO
José Delgado, llamado vulgarmente Pepe Hillo, célebre torero, nació en Sevilla el 17 de marzo de 1754, y murió víctima de su arrojo en Madrid el año de 1801, a los cuarenta y siete de edad y treinta y dos de profesión. Desde sus más tiernos años manifestó una inclinación decidida al arte de torear, haciendo inútiles todos los esfuerzos de su padre, que era zapatero y deseaba que su hijo le sucediese en el oficio. El matadero de Sevilla fue su primera escuela, en donde se le vio sortear a los toros con sus propia camisa, por no tener la capa que para hacerlo usan los de su profesión; más adelante recorrió los pueblos inmediatos a Sevilla en que había funciones de toros, causando admiración desde entonces su destreza y habilidad en echar la capa, poner banderillas y matar, en cuyo ejercicio continuó hasta hacerse el mejor profesor que se ha conocido en este arte. El año de 1784 se presentó en la plaza de Burgos, con motivo de las funciones de toros que celebró la ciudad en obsequio del Conde Artois, haciendo brillar en ellas toda su habilidad y destreza, hasta matar varias veces llevando un reloj en la mano izquierda, en lugar de capa. En estas funciones recibió dos heridas bastante graves, y más adelante otras muchas hasta el número de veinte y ocho, de las cuales la más peligrosa fue la que recibió en el costado derecho, en la Plaza Mayor de Madrid, en las funciones que se celebraron en septiembre de 1789 por la coronación del señor don Carlos IV. Restablecido de todas ellas, continuó siendo el asombro de España, hasta que en la tarde del 11 de mayo del citado año de 1801, pereció desgraciadamente en las astas del toro, al ejecutar la suerte llamada el volapié. Según el testimonio de todos sus compañeros, José Delgado presagió su desastroso fin, en fuerza del estado de suma debilidad en que se hallaba aquel día, como lo manifestó a los que lo rodeaban al tiempo de tomar el estoque; pero añadió que debiendo cumplir con su obligación, no dejaría el circo hasta verse con las entrañas en las manos.

José Justo Gómez, el Conde de la Cortina. Disponible en internet,junio 17, 2015 en:
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Mantuvo siempre sus obligaciones con ostentación; socorrió constantemente a sus padres, hermanos y parientes; vivió en buena armonía con su esposa, tuvo muchos amigos que no pocas veces experimentaron su caridad y franqueza. Llegó a tal grado de perfección su destreza y acierto en el arte de torear, que nadie pudo igualarle en ninguna de las muchas suertes que exige tan peligroso ejercicio, sin embargo de ejecutarlas al lado de los famosos Pedro Romero y Joaquín Costillares, y de no hallarse tan favorecido de la naturaleza como éstos, pues además de su pequeña estatura, estaba relajado de ambos lados desde que empezó a ejercer su profesión. En la plaza siempre se colocaba al lado de los picadores para darles auxilio con la capa o muleta, instrumento a quien debió Pepe Hillo su principal celebridad, pues llegó a ejecutar con él suertes que nadie había visto hasta entonces ni después ha reproducido; pudiendo decirse que con la capa en la mano dominaba al toro. Finalmente, llevado de su natural generosidad, o bien de su entusiasmo por aquella carrera, quiso dejar a sus sucesores una instrucción teórica del modo de torear, reduciendo a reglas aquel arte en su Tauromaquia. No ha faltado quien dispute a José Delgado la invención de esta obra; pero consta que la compuso él mismo, aunque la dio a luz corregida por un amigo suyo. Posteriormente se publicó nueva edición de ella en Madrid en 1804, imprenta de Vega y Compañía, corregida y aumentada; pero a pesar de estos retoques, siempre se advierte en ella la originalidad de su primitivo estilo, propio de un torero. Puede servir de ejemplo el trozo siguiente:
“Este arte que a primera vista presenta un cúmulo de dificultades y riesgos, es por sí sumamente sencillo y practicable, con tal que así como en todos los demás es indispensable para lograr el acierto y perfección, que el artífice se imponga necesariamente en los principios que verdaderamente le facilitan la consecución de sus ideas, haga la misma diligencia en el de que tratamos, que por ser tan graves las consecuencias que resultan del desprecio con que se mira su ejecución y práctica, se hace el más formal y digno de atención”.
Pero si, prescindiendo del estilo, se atiende solamente al asunto y al espíritu del autor, no faltan trozos que puedan citarse como prueba de su carácter.
“Asimismo será muy conveniente (dice el capítulo 1°) que los toreros se profesen un amor recíproco y exento de toda envidia, particularmente en el acto de sus ejercicios, celando todos sobre la seguridad común, y auxiliándose con la mayor eficacia en los lances que se expongan a peligros. Semejante prevención parecerá acaso ridícula e importuna a algunas personas que, poco informadas de lo que puede la emulación entre los profesores de este arte, ni aun imaginan posible la menor discordia o diferencia; pero, por desgracia, la experiencia nos ha hecho ver patentemente lo contrario”.
Al frente de la edición de 1804, que hemos citado, se halla una noticia histórica sobre el origen de las fiestas de toros en España, y en ella asegura su autor que Carlos V alanceó toros públicamente y dio muerte a uno de ellos de una lanzada en la plaza de Valladolid, en las fiestas que se hicieron para celebrar el nacimiento de Felipe II.
(De El Mosaico Mexicano)[8]
A lo que se ve, don José Justo Gómez debe haber poseído la edición de 1804 que, analizada en el periodo que va de 1836 a 1842 se convierte -quizá-, en el primer apunte crítico de tema taurino que se haya publicado en nuestro país. Ya hemos hecho referencia al conjunto notable de obras publicadas en el virreinato. También nos ocupamos del juicio que sobrevino de otros autores tocados o influidos por la Ilustración o de aquellos cuya postura liberal no encontró sintonía con un espectáculo hijo de la dominación española. Es decir que aquellos convencidos de la emancipación con lo que el riesgo de esa condición implicaba, lanzaron su crítica punzante a través de varias publicaciones que ya han sido citadas.
No sé en qué medida una opinión tan reconocida como la del Conde de la Cortina se haya infiltrado en la conciencia de aquellos aficionados que se divirtieron y gozaron de multitud de corridas de toros celebradas en ese periodo, en escenarios como la plaza de San Pablo o Necatitlán, con el concurso de los hermanos Ávila y probablemente de Bernardo Gaviño, Andrés Chávez y otros que se pierden en la noche de los tiempos a falta de datos fehacientes.
El hecho es que estamos frente al que pudiera ser el primer análisis, la primera lectura orientada de lleno al quehacer taurino, sin el espíritu perturbador de aquellos que deseaban el exterminio de uno de los resquicios coloniales, reflejo además, de barbarie y retroceso. Por otro lado, y en opinión de viajeros extranjeros, tenemos otra serie de visiones, algunas de ellas reprueban el espectáculo; otras -luego de asimilarlo y entenderlo-, lo aprueban. Otros se admiran y sorprenden ante el cúmulo de maravillas que ocurren y transcurren en apenas unas cuantas horas. Veamos algunas opiniones al respecto.
C.C. Becher, originario de Hamburgo dejó en sus Cartas sobre México –obra ya mencionada- su visión sobre las corridas de toros, presenciadas seguramente a principios de 1832 y en la cual sin mostrar señales de desaprobación va siguiendo y apuntando con detalle de buen centroeuropeo la lidia del toro.[9]
W.H. Hardy visita México en 1825. Justo el 10 de diciembre llega a Maravatío Grande. Celebraba la población el «aniversario de su constitución», y llamado por la curiosidad llega hasta la plaza de toros
justo a tiempo de ver el último toro aguijoneado a muerte por los patriotas pueblerinos, armados de lanzas en la Plaza Grande; el recinto estaba rodeado de grandes bancos donde se sentaban señoras bien vestidas, de todas las edades para ver ese espectáculo y aplaudir todo acto de crueldad cometido por los combatientes. Me alejo rápidamente de ese desagradable espectáculo, lamentando que madres e hijas se embotaran con él, ya que tiende a apartarles del cumplimiento de los oficios humanitarios que son el atributo de su sexo.[10]
No cabe en Hardy la menor duda de desagrado, de rechazo, recriminando de pasada el hecho de mujeres asistentes que deterioran sus mentes en vez del «cumplimiento humanitario» que manda en su sexo.
Poinsett, C.C. Becher., W.H. Hardy nos han demostrado hasta ahora una visión en la que
El viajero anglosajón, por ejemplo, que escribe sobre México está definiéndose; está expresando su ser por su contrario, por el no-ser. Es decir, el viajero describe lo que ve, lo que él no es; lo que él ni su país jamás podrán ser ya sea para bien o para mal, por exceso, o por identificación.[11]
Y es que la realidad hace que impere en ellos un espíritu de profundo rechazo con las conformaciones americano-españolas. No es lo que México muestra, es toda aquella herencia hispana resultante la que en el fondo se recrimina pero que no se desaprovecha la acción para atacar lo retenido por los propios mexicanos.
Continuando con estos personajes que son para el trabajo un aporte significativo, traigo ahora a Gabriel Ferry, seudónimo de Luis de Bellamare, quien visitó nuestro país allá por 1825, dejando impreso en La vida civil en México un sello heroico que retrata la vida intensa de nuestra sociedad, lo que produjo entre los franceses un concepto fabuloso, casi legendario de México con intensidad fresca del sentido costumbrista. Tal es el caso del «monte parnaso» y la «jamaica», de las cuales hace un retrato muy interesante.
En «Perico el Zaragata» que es la parte de sus «Escenas de la vida mejicana» que ahora me detienen para su análisis, abre dándonos un retrato fiel en cuanto al carácter del pueblo; pueblo bajo que vemos palpitar en uno de esos barrios con el peso de la delincuencia, que define muy bien su perfil y su raigambre. Con sus apuntes nos lleva de la mano por las calles y todos sus sabores, olores, ruidos y razones que podemos admirar, sin faltar el «lépero» hasta que de pronto, estamos ya en la plaza.
Nunca había sabido resistirme al atractivo de una corrida de toros -dice Ferry-; y además, bajo la tutela de fray Serapio tenía la ventaja de cruzar con seguridad los arrabales que forman en torno de Méjico una barrera formidable. De todos estos arrabales, el que está contiguo a la plaza de Necatitlán es sin disputa el más peligroso para el que viste traje europeo; así es que experimentaba cierta intranquilidad siempre lo atravesaba solo. El capuchón del religioso iba, pues, a servir de escudo al frac parisiense: acepté sin vacilar el ofrecimiento de fray Serapio y salimos sin perder momento. Por primera vez contemplaba con mirada tranquila aquellas calles sucias sin acercas y sin empedrar, aquellas moradas negruzcas y agrietas, cuna y guarida de los bandidos que infestan los caminos y que roban con tanta frecuencia las casas de la ciudad.[12]
Y tras la descripción de la plaza de Necatitlán, el «monte parnaso» y la «jamaica»,[13] la verdad que poco es el comentario por hacer. Ferry se encargó de proporcionarnos todo prácticamente, aunque sí es de destacar la actitud tomada por el pueblo quien de hecho pierde los estribos y se compenetra en una colectividad incontrolable bajo un ambiente único.

Mathieu de Fosey, otro de nuestros visitantes distinguidos no deja pasar la oportunidad de retratar -literalmente hablando- los acontecimientos de carácter taurino que presencia en 1833 pero que aparecen hasta 1854 en su obra Le Mexique. El capítulo IV se ocupa ampliamente del asunto y recogemos de él los pasajes aquí pertinentes. Durante su tiempo de permanencia -que fue de 1831 a 1834- no dejaron de darse corridas, (especialmente en una plaza cercana a la Alameda) pero no había en él esa tentación por acudir a uno de tantos festejos hasta que
Acabé por dejarme convencer; pero la primera vez no pude soportar esta escena terrible más de media hora… [Algún tiempo después volvío…] y acabé por acostumbrarme bastante a las impresiones fuertes que tenía que resistir hasta el final del espectáculo…[14]
En esa visión se encierra todo un sentido por superar la incómoda reacción que opera en Fosey quien, al ver esos juegos bárbaros, tiene que pasar al convencimiento forzado por «acostumbrarme bastante a las impresiones fuertes» propias del espectáculo que presencia en momentos de intensa actividad «demoníaca» (el adjetivo es nuestro) pues es buen momento para apuntar justo el tono bárbaro, sangriento de la fiesta, mismo que se pierde en una intensidad de festivos placeres donde afloran unos sentidos que propone Pieper así:
Dondequiera que la fiesta derrame incontenible todas sus posibilidades, allí se produce un acontecimiento que no deja zona de la vida sin afectar, sea mundana o religiosa.[15]
No nos priva de un retrato que por breve es sustancioso en la medida en que podemos entender la forma de comportamiento entre protagonistas.
A veces actúan toreros españoles, pero no son superiores a los mexicanos, ni en habilidad ni en agilidad. Estos están acostumbrados desde la infancia a los ejercicios tauromáquicos, en los campos de México, igual que los pastores de Andalucía en las praderas bañadas por el Guadalquivir, y saben descubrir como ellos en los ojos del toro el momento del ataque y el de la huida. A caballo lo persiguen, le agarran la cola y lo derriban con gran facilidad; a pie, lo irritan, logran la embestida y lo esquivan con vueltas y recortes. Este juego casi no tiene peligro para ellos…[16]
De esto emana el propósito con el que la fiesta torera mexicana asume una propia identidad, nacida de actividades que si bien se desarrollan con amplitud de modalidades cotidianas en el campo, será la plaza de toros una extensión perfecta que incluso permitirá la elegancia, el lucimiento hasta el fin de siglo con el atenqueño Ponciano Díaz, sin olvidar a Ignacio Gadea, Antonio Cerrilla, Lino Zamora y Pedro Nolasco Acosta, fundamentalmente.
Los prejuicios van de la mano con nuestros personajes quienes no ocultan -unos-, su desaprobación total; y otros diríase que a regañadientes aceptan con la mordaza debida el festivo divertimento, porque una «nefasta herencia española» lastima el ambiente por lo que fue y significó la presencia colonial «desarraigada» pues, como dice Ortega y Medina:
los sedimentos hispánicos son sacados a la superficie (por esta suma de viajeros y otros que cuestionan las condiciones del México recién liberado), expuestos a la luz crítica de la razón liberal protestante y extranjera para ser abierta o veladamente censurados como muestra de un pasado histórico y espiritual antediluvianos, antirracionales; es decir, de un pasado que mostraba huellas de animosidad, de oposición, de manifiesta tendencia a ir contra la corriente.[17]
El espíritu crítico seguirá siendo la manera de su propia reacción[18] y ya no se detendrá para seguir acusando una fobia que por progresista no se adecua a primitivos comportamientos de la sociedad mexicana que aún no se deslinda de toda una estructura, consecuencia del rechazo o, para decirlo en otros términos es esa visión de pugna entre lo liberal y lo conservador, terreno este que se somete a profundas discusiones puesto que entenderlo a la luz de una razón y de una perspectiva concreta, es llegar al punto no de la pugna como tal; sí de una yuxtaposición, de esa mezcla ideológica que se detiene en cada frente para proporcionarse recíprocamente fundamentos, principios, metas que ya no reflejan ese absoluto perfecto pretendido por cada grupo aquí mencionado desde su génesis misma.
En la continuación de nuestros apuntes, Brantz Mayer, es el que en México as it was and as it is (México lo que fue y lo que es) deja fiel retrato de este panorama, comprendiendo en sus pasajes descriptivos el comportamiento popular y lo propiamente taurino. El que fuera secretario de la legación norteamericana en México entre 1841 y 1842, afirma que las corridas de toros, «al lado del de los terremotos y el de las revoluciones, formaba la principal diversión de los mexicanos de la época».[19]
Al llegar a la plaza nos refiere una asistencia de ocho mil espectadores aproximadamente.
La parte del edificio expuesta a los rayos del sol se dejaba a la plebe; la otra mitad se reservaba para los patricios, es decir, para los que pagasen medio dólar, con lo cual adquirían el derecho al lujo de la sombra(…)
Siento gran repulsión por estas exhibiciones brutales; pero creo que es deber del hombre del ver un ejemplar de cada cosa durante su vida. En Europa presencié disecciones, y ejecuciones mediante la guillotina; y, fundando en este mismo principio, asistí en México a una corrida de toros.
Y a la corrida, donde por cierto llega tarde Brantz, pues ya
los picadores los estaban aguijoneando [a los toros] con sus lanzas, mientras los seis matadores, ágiles y ligeros, vestidos con trajes de vivos colores, lo provocaban con sus capas rojas, que hacían ondear a pocos pasos de los cuernos de la bestia; y cuando esta embestía contra el trapo, podían ellos lucir su habilidad, evitando los golpes mortales de los cuernos. Después de hostigar al animal durante diez minutos con capas y lanzas, sonó una trompeta; al punto le clavaron en el cuello doce banderillas, o lancetas adornadas de papel dorado y de flores, haciendo que el animal se precipitase con furia contra su agresor, al sentir cada nuevo pinchazo del arma cruel.
Hecho esto, la cuadrilla se puso en círculo, y el toro quedó en medio bufando, escarbando la tierra, moviendo la cabeza a uno y otro lado, viendo por doquiera un enemigo armado que apuntaba hacia él su lanza y bramando para que no se atreviesen a atacarlo. Pero a la verdad ya estaba domado.
Otro toque de clarín, y dos matadores, apartándose del grupo, se adelantan con cautela y clavan en la piel del cuello del animal dos lanzas rodeadas de fuegos artificiales. Bufando, bramando, llameando y crepitando se puso el toro a dar brincos por la arena, azotándose con la cola y embistiendo a ciegas a cuanto se le ponía por delante.
Al tercer toque de trompeta, salió a la plaza el matador principal, que ahora se presentaba por primera vez, y se adelantó hacia el palco del juez para recibir la espada con que acabaría con el animal. Entretanto se habían consumido los fuegos de artificio, y el animal estaba acorralado contra la barrera sur del teatro. Allí se le veía jadeando de cansancio, de rabia y desesperación. El matador, un andaluz vestido de gala, con medias de seda y traje ajustado, color de púrpura con bordados de abalorios, era hombre de contextura hercúlea; y su figura varonil, en la plenitud de la perfección del vigor y la belleza humana, formaba hermoso contraste con la enorme masa de huesos y músculos de la bestia.
Enrolló su capa en la vara corta que llevaba en la mano izquierda, y se acercó al toro, empuñando en la diestra el afilado estoque. El toro, enfurecido a la vista de la capa roja, se precipitó hacia él. En el punto en que el animal se detuvo para embestirlo, el matador, saltando hacia la izquierda con brinco de ciervo y recibiendo en la punta de su espada todo el choque del peso y del impulso del animal, se la enterró en el corazón, y sin ninguna convulsión lo dejó muerto a sus plantas. Ante el éxito del golpe, el público estalló en aplausos. El matador sacó del cuerpo del animal su espada ensangrentada, la envolvió en su capa y, haciendo un saludo a la multitud, la devolvió al juez.[20]
CONTINUARÁ.
[1] FERRY, Gabriel (Seud. Luis de Bellamare): La vida civil en México por (…). Presentación de Germán List Arzubide. México, Talleres Gráficos de la Nación, 1974. 111 pp. (Colección popular CIUDAD DE MÉXICO, 23).
[2] BECHER, C.C.: Cartas sobre México. Traducción del alemán, notas y prólogo por Juan A. Ortega y Medina. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 1959. 240 pp., ils., maps. (Nueva Biblioteca Mexicana, 3).
[3] Madame Calderón de la Barca, (Frances Eskirne Inglis): La vida en México, durante una residencia de dos años en ese país. 6a. edición. Traducción y prólogo de Felipe Teixidor. México, Editorial Porrúa, S.A., 1981. LXVII-426 pp. («Sepan Cuántos…», 74).
[4] FOSSEY, Mathieu de: Viaje a México. Prólogo de José Ortiz Monasterio. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994. 226 pp., ils. (Mirada viajera).
[5] MAYER, Brantz: MEXICO lo que fue y lo que es, por (…). Con los grabados originales de Butler. Prólogo y notas de Juan A. Ortega y Medina. Traducción de Francisco A. Delpiane. 1a. ed. en español. México, Fondo de Cultura Económica, 1953. LI-518 pp. ils., retrs., grabs. (Biblioteca Americana, 23).
[6] ZORRILLA, José: MEMORIAS DEL TIEMPO MEXICANO. Edición y prólogo Pablo Mora. México, CONACULTA, 1998. 219 pp. (MEMORIAS MEXICANAS).
[7] Debe tratarse de la de 1804.
[8] José Justo Gómez de la Cortina y Gómez de la Cortina, Conde de la Cortina: Poliantea. Prólogo y selección de Manuel Romero de Terreros. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1944. XXV-182 pp. (Biblioteca del estudiante universitario, 46)., pp. 140-3.
[9] Becher. Cartas sobre México…, Op. cit., p. 86-7.
[10] Viajes en México. Crónicas extranjeras. Selección, traducción e introducción de Margo Glantz. Dibujos de Alberto Beltrán, p. 125-6.
[11] Juan A. Ortega y Medina. ORTEGA Y MEDINA, Juan Antonio: México en la conciencia anglosajona II, portada de Elvira Gascón. México, Antigua Librería Robredo, 1955. 160 pp. (México y lo mexicano, 22)., p. 43-4.
[12] Ferry. La vida civil en México… op. Cit., p. 22-3.
[13] Ibid., p. 24-5. (…)El populacho de los palcos de sol se contentaba con aspirar el olor nauseabundo de la manteca en tanto que otros más felices, sentados en este improvisado Elíseo, saboreaban la carne de pato silvestre de las lagunas. -He ahí- me dijo el franciscano señalándome con el dedo los numerosos convidados sentados en torno de las mesas de la plaza, lo que llamamos aquí una «jamaica».
[14] Lanfranchi, La fiesta brava en… op. Cit., p. 128.
[15] Josef Pieper: Una teoría de la fiesta. Madrid, Rialp, S.A., 1974 (Libros de Bolsillo Rialp, 69). 119 pp., p. 44.
[16] Lanfranchi, ibídem.
[17] Ortega y Medina, México en la conciencia…, p. 73.
[18] Benjamín Flores Hernández: La ciudad y la fiesta. Los primeros tres siglos y medio de tauromaquia en México, 1526-1867. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1976. 146 pp. (Colección Regiones de México)., p. 86. A cada paso se encuentran, pues, en las reseñas toreras de aquellos viajeros, expresiones de horror ante la barbarie de la fiesta y de suficiencia al pretender explicarla como lógica consecuencia de toda una manera de ser en absoluto desacuerdo con las reglas de comportamiento dictadas por la modernidad.
[19] Op. cit., p. 87.
[20] Brantz Mayer. MEXICO lo que fué y…, op. Cit., p. 88-91:
Sonó de nuevo la trompeta; ataron un cable a los cuernos del animal, hicieron entrar tres caballos con vistosos arneses, les engancharon los despojos, y, a otra señal de la trompeta, los hicieron partir a todo galope, arrastrando el cadáver fuera del coso. Sobre el charco de sangre desparramaron una paletada de tierra fresca; sonó de nuevo la trompeta; abrióse la barrera izquierda y el segundo toro saltó a la arena.
Casi cegado por su brusca salida de la profunda oscuridad de su antro al pleno sol, y aturdido con los gritos y clamores del público, se precipitó al centro de la arena y allí se quedó inmóvil. Movió la cabeza de un lado a otro,
como si buscase a donde ir. Escarbó la tierra con las pezuñas, se azotó los flancos con la cola y, en suma, se vio a las claras que era un fracaso.
Al instante se le echaron encima los picadores con sus largas lanzas; y un segundo después dos de ellos rodaban por el suelo, atropellados por la bestia bravía. Esto provocó en la muchedumbre una tempestad de aplausos; y un honrado irlandés que estaba cerca de mí gritó a todo pulmón: «¡Bravo, bull!»
Pero ya estaban los matadores junto al animal, con sus capas rojas, y apartando su atención a los picadores caídos, les dieron tiempo para levantarse y volver a montar; al menos a uno de ellos, ¡porque al caballo del otro le había metido el toro los cuernos en la barriga, y, al levantarse, las entrañas le arrastraban por el suelo!
Siguió adelante la rutina de costumbre con el animal, lo mismo que con el primero: y hasta que al cabo se dio la señal de trompeta para que el matador principal se presentase a recibir su espada.
Pero esta vez el toro no era cosa de juego; el valiente andaluz se le fué acercando con precaución. Al llegarse al toro, la bestia se hallaba cerca de la barrera, echando espumarajos de rabia. Todavía le estaba ardiendo el pelo con la explosión de los fuegos artificiales. El andaluz le pasó la capa por delante de los ojos, y volviéndose a la derecha para herir en el momento que el animal diese el salto de costumbre, desdichadamente erró la estocada, y se encontró preso entre la barrera y el animal, a una yarda de distancia así de este como de aquélla. Se salvó saltando la barrera, mientras los cuernos del animal embestían contra los tablones, haciendo estremecerse el redondel y el recio maderamen.
Mas ya estaba otra vez sobre la arena el intrépido luchador provocando a su enemigo. Otro salto, otro pase de capa por delante de los ojos de la bestia, y su espada penetró hasta la empuñadura en el cuello del animal, atravesando la piel y el pelo, para brillar al otro lado encima del hombro derecho. Pero la herida no era fatal, y la bestia se puso a brincar con más furia que nunca. Se le acercó un picador y lo revolcó en el polvo. Vino otro, y también arrojó al aire el caballo; más él, conservando el equilibrio, se mantuvo apoyado sobre los pies, y cuando se levantó el caballo, se alzó junto a él, sentado en la silla; al mismo tiempo, con pasmosa presencia de ánimo, arrojó su lazo, y logró coger por uno de los cuernos pero desdichadamente el alzo se escurrió. A pesar del malogro de su intento, el picador, por su sangre fría, su dominio del caballo y su donaire y pericia, recibió una salva de aplausos.
Entretanto, el matador había recobrado el aliento y estaba listo para atacar de nuevo a su indómito enemigo; pero esta vez atacó sin armas. A pesar de lo furioso del animal, aguijoneado por las banderillas que llevaba clavadas por en los lomos, destrozada la piel y el arma metida en las carnes, el matador se le acercó intrépidamente; otra vez más arrojó la capa a los ojos del animal, y, dando un salto por encima de los cuernos, en el momento en que éste se detuvo, asió la empuñadura de la espada y la sacó chorreando de sangre.
Hostigado y exhausto con la pérdida de sangre, ya las fuerzas del animal estaban casi por completo agotadas. Buscó la puerta de la barrera por donde había entrado en la arena. Allí se detuvo, manando sangre por la herida. A ojos vistas, se estaba muriendo; y al punto cesaron todos los ataques. Había luchado con tanta valentía, que los picadores, los matadores, los coleadores y toda la cuadrilla se pusieron en círculo en torno suyo, como para contemplar la agonía de un héroe. Todos parecían sobrecogidos de admiración; hasta los léperos de las galerías se callaron, sumidos en profundo silencio.
El toro se estuvo quieto un instante, como sin saber que hacer. Confieso que el infeliz me parecía tener entendimiento, un entendimiento lastimado por el sentimiento de la fuerza reducida a la impotencia por un enemigo inferior y despreciado.
Sintió que se le debilitaban las piernas. Trató de correr; pero las piernas se negaron a moverse. Levantó convulsivamente las patas, agitó la cola, abrió los ojos como sacudido por un súbito temor nervioso y los clavó con fijeza feroz en la sangre que se le salía a torrentes. De nuevo se empeñó en correr; tambaleóse dos veces, pero recobró el equilibrio. Entonces se le acercó nuevamente un matador con su capa y una daga corta en las mano para poner término a esta penosa escena; pero al llegársele, el animal se tambaleó hacia delante, con el hocico hacia arriba y los dientes bañados de espuma; se estiró, quedando quieto y rígido como una estatua, y luego, de repente, bajando la cabeza para hacer un supremo y mortal esfuerzo, se echó de un salto encima del matador, y cayó muerto, sin fuerzas, sin aliento, sangrando y furibundo, hasta el final (1).
Esta fué la mejor lucha (2) de la tarde. Sacaron a la plaza otros cinco toros; pero casi todos ellos resultaron cobardes. Y a pesar de eso, a ninguno dio muerte el matador a la primera estocada, lo que menoscabó la buena opinión que de sus habilidades tenía la chusma. A algunos animales los cogieron de la cola: los coleadores, inclinándose sobre el elevado arzón de la silla y deteniendo bruscamente sus caballos, hacían revolcarse en el suelo a los toros. Pero los así humillados eran los cobardes más consumados. A otros les enredaban el lazo en los cuernos o en las patas, lo que me dio ocasión de apreciar la pericia que alcanza la mayoría de los jinetes mexicanos en el manejo de tan útil instrumento. Uno de los toros saltó por encima de la empalizada para caer en medio de los espectadores, no lejos de donde yo estaba; pero el animal era tan para poco, que al parecer se sintió más contento de escapar de la muchedumbre que la muchedumbre de él. En vista de ello, lo sacrificaron de manera muy ignominiosa.
Al acabarse los deportes, y aun antes de que se pusiese el sol, salió la luna con majestuosa calma, vertiendo su luz apacible sobre la multitud que llenaba el sangriento anfiteatro. Las torres de una iglesia situada al este cobijaban los muros de la plaza, y las campanas repicaban llamando a la gente para que de este espectáculo de carnicería de una noche de sábado pasase al cercano retiro de religión y de paz. Al volver a casa, no pude menos de preguntarme si había sacado algún provecho de las horas gastadas; y me respondí que ese contraste entre la vida y la muerte, ese pasar de un ser vivo de la salud activa y robusta y la plenitud del goce de todas las facultades físicas, a la muerte y el completo olvido, era un sermón y una lección. Mas ¿para cuántos? ¿Había acaso allí un solo lépero que se retirase aleccionado, pensativo, moralizado?
Debo confesar que no puedo asistir a fiestas semejantes sin sentir indefinible repulsión, así a causa del espectáculo en sí mismo como al pensar en la paulatina destrucción de los sentimientos elevados que deben causar estos espectáculos, repetidos delante de toda clase de gente.
Cuando los romanos agotaron todos los recursos de los entendimientos naturales, inventaron los del circo; y, no contentos con la inmolación civilizada de los brutos, andando el tiempo, hicieron luchar a hombres contra bestias, y a hombres contra hombres. Era el supremo refinamiento, la cúspide de la prodigalidad lujuriosa, el límite de ese círculo vicioso de la sociedad, en que la civilización se hunde en la barbarie. Era también el prenuncio de la rápida caída de aquel poderoso imperio.
El presentar a modo de juego las escenas del matadero no tiende sino a fomentar la pasión brutal por la sangre. Las turbas se familiarizan con la muerte, como cosa de juego. Convierten en payaso al monstruo cruel. Lo hacen salir a la arena para los deportes dominicales, como si fuese un bufón; y al día que está destinado para descansar, y recordar, amar y dar gracias al Dios bendito, lo convierten en escuela de las peores pasiones que pueden afligir y excitar el corazón humano.
Justo es decir que no es esto verdad respecto de todas las clases sociales. Digo, y lo repito, que aunque acuden todas las clases al circo, la mayoría del público se compone ciertamente de las más bajas, de las que más necesitan instrucción moral y que menos amigas son de razonar. Con gente como los léperos de México (hombres que apenas si se distinguen de las bestias con cuya muerte se gozan), estas escenas de asesinato, en que a menudo perecen indistintamente toros, matadores y picadores, no pueden servir para otra cosa que para fomentar las pasiones más depravadas, y para animar a los ruines e ignorantes a llevar al cabo las hazañas de la más atrevida criminalidad.
Los mexicanos patriotas merecerán sinceros parabienes el día que desaparezca de su país este resto de barbarie, y los miles que cada año se gastan en corridas de toros en toda la República se inviertan en la educación o en el entretenimiento racional del pueblo.
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(1) El aficionado y entendido de toros tendrá que disimular la ignorancia que manifiesta naturalmente Mayer en el relato; y no nos referimos a la diferencia de lidia, sino al sentido de lucha, que fué lo que únicamente pudo captar nuestro autor: bull-fight.
(2) Preferimos poner «lucha» (fight), que es lo que escribe Mayer y que ejemplifica lo que queremos expresar con nuestra nota anterior; y entiéndase la palabra lidia en su acepción taurina típica.