PLAZAS DE TOROS: ESCENARIOS PARA LOS GRANDES ACONTECIMIENTOS EN EL ÁMBITO DE LAS CIUDADES. (ÚLTIMA DE LA SERIE).

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO. 

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

El TOREO de la colonia CONDESA, construcción de mampostería, la primera en esta ciudad, que se mantuvo de 1907 a 1946.

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Imagen de “El Toreo” en el año de 1946. Anuario Taurino 1945-1946, que resume los hechos más salientes de la última temporada. Manuel Ratner, editor. José Alameda, dirección técnica y autor de todos los textos. Freyre, caricaturista.

   Pero en 1907 comenzó lo que puede considerarse la era definitiva para las plazas de toros. El 22 de septiembre es inaugurado el «Toreo» de la colonia Condesa, cuyo diseño incluyó por vez primera la mampostería, haciendo permanente dicha construcción que, por azares del destino nunca quedó terminada, luciendo una fisonomía espectral pero que, al fin y al cabo almacenó infinidad de recuerdos y evocaciones que concluyeron en 1946, año de su desaparición y traslado de toda la estructura metálica a terrenos de Cuatro Caminos, en el estado de México donde se le dio una nueva y distinta presencia que hoy se pierde entre la voracidad de una urbe extendida sin orden ni concierto.

   El TOREO, plaza que vivió esplendores sin precedentes, surge apenas unos años antes de comenzar el movimiento revolucionario y con él va marchando hasta su culminación. La ciudad de México se debate entre la “decena trágica” de 1913 y la entrada de los diferentes ejércitos que pretenden el control de un poder fuera de sí. Fueron tiempos difíciles. El propio Venustiano Carranza prohibe las corridas, en el lapso de 1916 a 1920. Luego de su muerte, los capitalinos vuelven a gozar de la época de un Gaona que ha llegado a la cúspide de su grandeza, hasta que el 12 de abril de 1925, las campanas de León dejaron de tocar a gloria…

   La ciudad, a pesar de todo seguía teniendo un sello provinciano. Fueron épocas que nuestros abuelos o bisabuelos gozaron plenamente antes de los grandes cambios radicales, los cuales comenzaron a desarrollarse durante el régimen del Gral. Lázaro Cárdenas y más tarde con el del Lic. Miguel Alemán, en el cual, la ciudad encuentra por primera vez una escenografía cosmopolita.

 LA PLAZA DE TOROS «MEXICO» A 52 AÑOS DE SU INAUGURACIÓN. LOS REGISTROS DE LA HISTORIA.

   Una ciudad como la de México, renovada y lista a crecer luego del difícil periodo revolucionario y sus consecuencias posteriores, incluye en su paisaje urbano la obra de un visionario llamada Neguib Simón quien se declaró convencido de poner en pie el majestuoso proyecto de la «Ciudad de los Deportes» que en principio incluía estadio de fútbol, plaza de toros, canchas de tenis y hasta una playa artificial. Solo plaza y estadio se materializaron conforme al proyecto.

   La plaza, que originalmente llevaría el nombre «General Maximino Avila Camacho» fue bautizada después con el nombre de «Plaza de toros México».

   Fue inaugurada como ya todos sabemos, el 5 de febrero de 1946 ¡hace 52 años!, con un cartel de polendas: 6 de san Mateo, propiedad de Antonio Llaguno. Los diestros: Luis Castro «El Soldado», Luis Procuna y Manuel Rodríguez «Manolete», todos ellos desaparecidos.

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Imagen que corresponde a la inauguración de la plaza “México” en 1946. Anuario Taurino 1945-1946, que resume los hechos más salientes de la última temporada. Manuel Ratner, editor. José Alameda, dirección técnica y autor de todos los textos. Freyre, caricaturista.

   Plaza que, para 1946 permitió el acomodo a casi 50 mil aficionados, 52 años después sigue dando cabida a alrededor de 42 mil espectadores, con la enorme diferencia de que hace medio siglo la ciudad contaba con 3 millones de habitantes y hoy, 1998, rebasa los 20. Es decir, casi un 700% de diferencia. Esto es, su aforo fue calculado pensando siempre en una asistencia masiva, que queda garantizada.

   Por sus arenas han desfilado generaciones de toreros, líneas y estilos de lo más diverso, convertida en una summa de experiencias que permite proyectar y amoldar el gusto y la sensibilidad de los miles, miles de aficionados que han ocupado los tendidos de la plaza. ¿Cuántos toros se habrán lidiado? No lo sabemos, pero el caso es que la ganadería mexicana en su conjunto se ha congregado para ofrecer todo su esfuerzo por lograr con la mayor exactitud posible, el que gusta a los toreros y a los públicos.

   De la variedad de espectáculos cómicos o aquellos llenos de curiosidad, que se han presentado en la “MÉXICO” recuerdo dos: Los Cuatro Siglos del Toreo en México del «Brujo» Zepeda, del año 1955 o la corrida completa que, a la usanza portuguesa se efectuó allá por enero de 1979 con rejoneadores, forcados y todos sus aderezos.

   Todo parece indicar que el coso de Insurgentes, o para mejor decirlo, de la colonia Nochebuena se convertirá en futura plaza centenaria que celebre, junto a inmediatas generaciones el fulgor de una fiesta varias veces secular. ¿Por qué lo decimos? Nuestra idea coincide con el optimismo de que el toreo es una expresión con garantías de la permanencia, que tiende no a la decadencia, sino que emerge a un nuevo estado de interpretación por lo que, con toda seguridad se celebrará en dicha plaza, por ejemplo el quinto centenario de la primer fiesta de toros en México, la del 24 de junio de 1526.

   Y lo harán otras generaciones recordando a Gaona, a «Armillita», a Manolo Martínez situados ya en la mitología clásica del toreo en México.

   A continuación deseo incluir dos apreciaciones (por cierto publicadas tiempo atrás, y que tienen la liga correspondiente para evitar cualquier confusión o sospecha) sobre el ambiente que predominó en la fiesta torera de mediados del siglo XIX en la ciudad de México, y también otro material que se refiere al uso indistinto que se le da al escenario de una plaza de toros, mismo que termina reuniendo diversas condiciones sobre el sentido utilitario de sus instalaciones.

ARTÍCULO INÉDITO DE LA “ILUSTRACIÓN MEXICANA” DE 1851 QUE NOS DESCRIBE PERFILES DE LA SOCIEDAD QUE ASISTE A UNA CAMBIANTE FIESTA TAURINA.

(Véase: https://ahtm.wordpress.com/2013/01/20/la-ilustracion-mexicana-1851/)

   El artículo que reseño: “Plazas de toros” fue publicado en “La Ilustración mexicana”, T. I., XV, del año 1851. Deduzco que salió a la luz en el primer semestre pues solo menciona la plaza de san Pablo. La del Paseo Nuevo se inauguró en noviembre de ese mismo año.

   Su contenido es un vivo retrato no solo del ambiente taurino sino de la vida cotidiana que se ve reflejada en ciertas actitudes, como esta de que “las familias de buen tono van por rareza, por excentricidad, ó porque el papá quiere ver hasta qué punto llega la sensibilidad de sus hijas”.

   Añora el articulista desde el comienzo de su colaboración aquellos “Felices tiempos los del toro de once, en que la plaza de toros solo veía toros, en que no había jamaicas, y en que todo lo permitido era el palo ensebado y el monte parnaso”. Dicha observación es interesante, en la medida en que durante los tiempos inmediatamente posteriores a la culminación de la independencia y hasta 1850 nada más se daban festejos que cumplían con esas condiciones, sin que se alterara con añadidos como el capricho de la moda y la exquisita sensibilidad del siglo XIX que devino en un carácter más relajado también para el espectáculo. Ya no asiste a la plaza más que un reducto de “familias de buen tono”, pero sí la colma un importante grupo de las otras que suelen andar en coche simón y comen cuanto encuentran… Se ve con frecuencia a meretrices de medio manto, pero sobre todo a jóvenes de a caballo que tutean al picador, gritan, chiflan, y “es aficionada a coleaderos, a encierros y á usar reatas, chaparreras, etc.” En otras palabras, habla nuestro desconocido autor de una gama emergente de nuevos elementos que condimentan un espectáculo cada vez más saturado de riqueza, en tanto ahogo que no deja admirar la esencia que a sus ojos se ha perdido, anhelo que se atenúa (sin ser mencionado; sólo insinuado) de “todo tiempo pasado fue mejor”, a decir de Jorge Manrique, en su verso recurrente que forma parte de las “Coplas a la muerte de su padre”.

   El palo ensebado o el monte parnaso aunque entretenimientos profanos, convocaban multitudes que de seguro irrumpían y alteraban el ya de por sí ambiente festivo que imperaba en la plaza, convertida en acumulación de intensidades colectivas dispuestas a divertirse.

   La actitud emancipadora desde luego que se apoderó de la plaza. Lo que está viendo el autor ya no es comparable con lo que pasa en tiempos anteriores a la independencia (la plaza de San Pablo fue levantada primitivamente en 1788, algunas reformas tuvieron que hacerse al cabo de los años, pero en 1821 se quemó, siendo reinaugurada en 1833). Durante la invasión norteamericana fue desmantelada casi en su totalidad y su maderamen ocupado en las diversas trincheras que se cavaron en sitios estratégicos de aquella ciudad que vivió días amargos en 1847. Es en 1863 cuando desaparece.

   Su reseña sobre la corrida, desde la llegada del “juez” y el “partimiento” por algún batallón hasta que el toro muere nos presenta las condiciones que prevalecieron en el toreo mexicano, justo a la mitad del siglo XIX. Sin embargo, el drama, la tragedia son elementos que no pueden faltar, imprescindibles en todo acto sangriento como el taurino.

   Una apología taurómaca es la que vemos casi al final del trabajo, la cual justifica el contexto histórico que ha acumulado en siglos este espectáculo y le plantea que no es del todo sanguinario; antes al contrario, son otros mil vestigios de barbarie los que la sociedad conserva y deben eliminarse.

   Por lo visto, el escritor es un taurino en toda la extensión de la palabra, dispuesto a dar un curso de tauromaquia, o a escribir las impresiones de una corrida al estilo de Dumas…

   Pero lo sorprendente de esta experiencia es la concepción arquetípica de la sociedad en primer lugar, y luego de lo estrictamente taurino con que nos deslumbra… ¿quien? No lo sabemos.

   Demos paso a la lectura.

   Felices tiempos los del toro de once, en que la plaza de toros solo veía toros, en que no había todavía jamaicas, y en que todo lo permitido era el palo ensebado y el monte parnaso. Después, después, ir a los toros ha dejado de ser de buen tono; y en esto ha influido el capricho de la moda, el gusto por dar vueltas en el paseo, y la exquisita sensibilidad que caracteriza al siglo XIX. Los robustos filántropos de nuestra época, se horrorizan con la espantosa lid; las niñas sufren de los nervios; los viejos no tienen aliento para hacer tan larga jornada; los ilustrados no quieren ver espectáculos tan bárbaros; el gobierno apenas de cuando en cuando honra con su asistencia la plaza, cosa que con letras enormes anuncian los carteles, como si se tratara de algún monstruo non descrito, o de alguna farsa grotesca. Pero qué mas, si hasta los representantes del pueblo han querido proscribir las corridas de toros, como si fueran jesuitas o garantías individuales.

   Todo esto naturalmente influye en que la concurrencia a la plaza de San Pablo no sea tan espléndida, ni tan deslumbrante como lo era en los tiempos anteriores a la independencia. Las familias de buen tono solo van por rareza, por excentricidad, ó porque el papá quiere ver hasta qué punto llega la sensibilidad de sus hijas. El resto de la concurrencia, en la sombra, se reduce a familias que andan en coche simón y comen cuanto encuentran; a gente de fuera, que siempre tiene aire de colonia ambulante; a hembras de las que el mundo condena por poco honradas, como si en realidad hubiera diferencia sustancial entre… ¡chitón!… a la parte de la clase media, que venera las sublimes tradiciones de nuestros abuelos, y a esa juventud de a caballo, que tutea al picador, grita, chifla, y es aficionada a coleaderos, a encierros y a usar reatas, chaparreras, etc.

   En el lado del sol el elemento dominante es el lépero, propiamente dicho, de ambos sexos, vivo, contento, audaz, glotón, insolente, y enemigo natural del roto y del catrín. Allí está el soldado, el albañil, el sirviente, con la china, la cocinera y la estanquera.

   Toda esta multitud se agita, grita, porque paga, regla de Boileau, que observan sin leerla todos los pueblos del mundo, y aplaude sin saber por qué, cuando llega el juez que preside la función. Los soldados parten la plaza, contribuyen a hacer vistoso el espectáculo, y sirven; en fin, para algo. Los toreros de a pie y de a caballo, los locos, y hasta las mulas que sirven de acompañamiento fúnebre al toro rendido en la lucha, se presentan a pasar revista ante el juez, y comienza la corrida. Una rosa en la frente al salir del toril, después lo capotean, lo pican, lo colean, lo banderillean, y al fin lo matan… y esto es todo con cada pobre animal que sale a la arena. Y comienzan esos lances de destreza, de valor y de temeridad que hacen del torero un ser excepcional, y que inspiran un interés irresistible, una fascinación completa, en que nuestra alma, como si sintiera un vértigo extraño, vacila en abrazar la causa del hombre ó de la fiera… Y la multitud está atenta, animosa, entretenida; pero una sola torpeza, por ligera que sea, la hace prorrumpir en silbidos y en amarga burla. El público más inexorable es el que la suerte depara al torero, este hombre es como el político, cualquier descuido le arranca toda su reputación.

   Y en los toros la generalidad de la concurrencia necesita, para quedar contenta, que ocurran accidentes desgraciados; muertes, heridas, caídas, golpes, etc.

   Las corridas de toros se deben a los árabes, y solo las adoptó la raza española. Ese continuo peligro, esa destreza, esa astucia, son propias de épocas en que el valor consistía en exponer la vida con temeridad. La tauromaquia es un arte completo, con sus preceptos, sus libros, sus escuelas, sus maestros y su gloria; y si bien no revela un gran adelanto de la civilización, nosotros, que no queremos ser declamadores, deseáramos que, antes que de los toros, se ocupara la sociedad de otros vil vestigios de barbarie que conserva.

   Y aquí terminamos este articulejo, porque para seguirlo, tendríamos que recurrir a dar un curso de tauromaquia, o a describir las impresiones de una corrida en estilo de Dumas, o a comparaciones con las costumbres y con la política, puntos demasiado delicados y comprometidos en los quebradizos tiempos que alcanzamos.

   Cuán interesante es hallar una evidencia, una interpretación más que nos descubre la fiesta y sus entornos. Más aún, cuando ese descubrimiento se trata de detalles sucedidos durante el siglo XIX mexicano, con el que su magia y su misterio cada vez se engrandecen, no por el difícil destino que se aleja de poderlo interpretar, sino porque con asuntos como el de la reseña, se descubren los encantos de que supo matizarse esta centuria toda ella llena de un generoso compendio de hechos que hoy hemos encontrado en medio de una fascinación maravillosa.

LA PLAZA DE TOROS: DEL ESCENARIO COTIDIANO A UNA SEMEJANZA CON LA “GUERRA DE LOS MUNDOS” DE H.G. WELLS, LA RESEÑA RADIOFÓNICA DE ORSON WELLS O DE LA OBRA “1984” DE ORWELL.

(Véase: https://ahtm.wordpress.com/2013/07/17/la-plaza-de-toros-del-escenario-cotidiano-a-la-guerra-de-los-mundos-que-nos-cuenta-h-g-wells/)

   Las plazas de toros no son escenarios exclusivos. Los domingos o días de corrida nos acercamos a disfrutar del espectáculo, pero esos otros días sin fiesta parecen abandonadas. Pero no, no es cierto. Resulta que las muchas lecturas que existen en torno a los toros nos revelan que en distintas épocas el escenario taurino se ha empleado como instalación para realizar funciones de ópera, peleas de box, conciertos de grupos musicales, cierres de campañas políticas. También, y en casos muy particulares como patíbulo, albergue o granero. Sin embargo, lo que vino a romper con todo posible aspecto de control fue algo que sucedió en la plaza de toros de Miramar, en Costa Rica.

   Habitantes de este país afectos a lo sobrenatural, convocaron al «Encuentro Mundial de Contactados Extraterrestres» ocurrido en los primeros días del mes de julio de 1995, donde uno de sus «guías» notificó que se presentaría un ovni para lo cual, supongo, la plaza de «Miramar» sería el sitio perfecto de aterrizaje. La foto que acompaña estos apuntes nos muestra el momento en que los «contactados» realizan uno de los ejercicios ceremoniales.

   Cuando no hay un toro en la arena, las cosas que pueden suceder son de lo más diverso y extraordinario. Ahora recuerdo que hacia el siglo pasado varios famosos aeronautas se elevaron a los cielos partiendo desde plazas como san Pablo o Paseo Nuevo. Robertson, Benito León Acosta o Joaquín de la Cantolla y Rico son célebres por sus ascensiones. En 1869 la del Paseo Nuevo funcionó como instalación para dar cabida al circo de los señores Albisu y Buislay. Evocadoras deben haber sido las imágenes de sinfín de espectáculos de varia invención celebrados en plazas que sirvieron además, como escenario de torneos monumentales, entre fuegos de artificio y combates ficticios. Pero lo ocurrido en Costa Rica no tiene precedentes. Todo un caso.

   Ya que se hizo un recuento de lo fabuloso que puede ocurrir en las plazas de toros pero sin toros (o no necesariamente sin ellos), voy a permitirme recrear el pasado a partir de los testimonios que tengo al alcance.

   Son extraordinarias estas historias. Como que de repente se suma a este largo pasaje el curioso recuento de invenciones a lo H. G. Wells, Orson Wells o como lo dejó dicho en su novela “1984” Orwell. Es un nuevo capítulo donde los viajeros extranjeros o las crónicas de hechos curiosos dan cabida a otro que es totalmente distinto y novedoso.

   Adolfo Theodore, que se llamó asimismo «físico» pudo haber sido el primer hombre que subiera en globo y viajara por los aires mexicanos, pero sus intentos se convirtieron en una auténtica “tomada de pelo”, a pesar de la fuerte carga de publicidad que hubo para promover sus arriesgadas maniobras. Este personaje anunciaba en 1833 que llegaba de Cuba para disponerse a ascender por los aires de la capital, pero pretextos de diversa índole no se lo permitieron. La plaza de san Pablo fué escenario al que acudieron miles de curiosos con el fin de presenciar la hazaña anunciada para el 1 de mayo. De la admiración se pasó a la decepción. Varias peticiones para armar el globo, aparatos y compra de ácidos le costaron al Sr. general D. Manuel Barrera -a la sazón, empresario de la plaza-, pero inteligentemente manejado por el aeronauta rubio como habilitador, la suma de 8,376, 6 reales 6 granos que sirvieron para desinflar los deseos de multitudes pues, como nos dice Guillermo Prieto

La inflazón del globo no llegó a verificarse por más que se hicieron prodigios. Los empresarios dieron orden de que nadie saliese, lo que puso en familia a la concurrencia; pero después asomó su cara el fastidio, se hizo sentir el hambre, y el sitio fue atroz. El contrabando aprovechó la ocasión: valía a una naranja un peso, y un peso un cucurucho de almendras.

   Los pollos insolventes como yo, pasaron increíbles agonías.

   Por fin el globo no subió, la gente se retiró mohina y Adolfo Theodore, después de bien silbado y de arrojar sobre su globo cáscaras y basuras, tuvo que esconderse para no ser víctima de la ira del pueblo contra el volador.

   Con todo y el ridículo, un nuevo intento. La fecha, el 22 de mayo. Y como tal, nuevo fracaso y a la cárcel. Con el tiempo se descubrió que el tal Theodore era un bandido bastante fino que se encargó de timar con elegancia a quienes, por desgracia, se le ponían por delante. El típico farsante y embaucador que prometiendo lo «nunca antes visto o realizado», huye sin dejar huella.

   En 1835 apareció otro francés, Eugenio Robertson quien salvó del desprestigio al empresario del coso, sr. Manuel de la Barrera y logró ascender el 12 de febrero de aquel año. Me parece que Barrera además del aeronauta en cuestión necesitaba en aquellos momentos presentar novedades de todo tipo. Fue por ello que el 19 de abril siguiente presentó en la capital al hasta entonces poco conocido diestro español Bernardo Gaviño y Rueda quien, con el tiempo va a convertirse en una de las figuras más importantes del toreo en nuestro país, dada la jerarquía en la que se asentó por 50 años, al monopolizar de alguna forma el toreo como expresión que supo proyectar en diversas partes de la nación.

   Otros personajes, héroes momentáneos fueron Benito León Acosta, Mr. Wilson, Cantolla y Rico. Acosta ascendió desde san Pablo el 3 de abril de 1842, dedicando su hazaña al señor general Presidente Benemérito de la Patria, don Antonio López de Santa Anna. Después lo hizo otras tantas veces en Querétaro, Guanajuato y Pátzcuaro.

   Samuel Wilson, norteamericano hizo lo mismo en 1857, justo el 14 de junio desde la plaza Paseo Nuevo en su globo «Moctezuma». Ese mismo año ascendió desde san Pablo D. Manuel M. de la Barrera y Valenzuela, ascensión que fue seguida de «una corrida de toros bajo la dirección del hábil tauromáquico Pablo Mendoza».

   Y Joaquín de la Cantolla logró su gesta el 26 de julio de 1863 partiendo desde la plaza Paseo Nuevo. Alternó, por lo menos en cartel con Pablo Mendoza. Otra hazaña, ahora descenso de este personaje interesantísimo, ocurrió el 15 de enero de 1888 cuando se inaugura la plaza de toros de «Bucareli», lidiando toros de Estancia Grande y Maravillas el gran torero mexicano Ponciano Díaz Salinas.

   Otro aspecto es el del circo. La plaza Paseo Nuevo sirvió el domingo 13 de junio de 1869 cuando ya no era plaza de toros, sino un simple escenario bajo el rigor de la prohibición impuesta desde 1867 con la Ley de Dotación de Fondos Municipales y hasta fines de 1886, como local para una gran función de circo. Se anunciaba como sigue:

Circo ecuestre, gimnástico, acrobático y aeronauta de los señores Albisu y Buislay con un programa variado e interesante: Gran sinfonía por la Banda; lucha de los gimnastas hermanos Buislay; parche, bola por Julio y Etienne; los hijos del aire por Montaño y niño Joaquín; los dos cómicos, Julio y Augusto y los juegos varios de Etienne y niño.

   El caso de la plaza de toros de Celaya, parece ser único. En distintos momentos sirve como granero (a fines del siglo pasado), como albergue (durante la gran inundación de 1904) o como patíbulo (el 16 de abril de 1915 el coronel Maximiliano Kloss ejecuta a doscientos oficiales villistas en la plaza de toros de Celaya, a causa de las batallas de Celaya y Trinidad). La modernidad se ha encargado de partir en dos al coso celayense para permitir el paso vehicular en nueva calle que atraviesa a la hoy conocida «ruina romana» de esta próspera ciudad del bajío mexicano. Aprovecharía la ocasión para mencionar que otra plaza como la de Atlixco, en Puebla, también fue escenario similar al que se prestó el de la plaza de Celaya. También, durante la Revolución fue arsenal, campamento, y paredón de fusilamiento. Justo en 1919 el General Fortino Ayaquica rindió sus tropas zapatistas quienes recibieron amnistía.

   Durante la prohibición que impuso el entonces presidente de la república, Venustiano Carranza (de 1916 a 1920) la plaza «El Toreo» sirvió como escenario a los más diversos espectáculos, tales como: peleas de box, funciones de ópera, conciertos. Por ejemplo en 1919 el entonces pugilista negro Jack Johnson se presentó en dos funciones de exhibición. En las representaciones operísticas fueron anunciados tenores de la talla de Hipólito Lázaro, Titta Ruffo, y desde luego el gran Enrico Caruso. Entre las voces femeninas aparecen las de Rosa Raisa, Gabriela Besanzoni. Asimismo se presentó el gran violonchelista Pablo Casals y la sin par Anna Pavlowa, figura de la danza que cautivó a un público totalmente ajeno al taurino. Desde luego, las funciones de la ópera CARMEN de G. Bizet el domingo 5 de octubre de 1919 fue célebre. En 1994 la plaza de toros «México» sirvió de escenario a una pésima representación de la misma obra del compositor francés.

   Desde luego las plazas han servido como lugar ideal para cierres de campañas políticas o congregación multitudinaria de eventos organizados por esos mismos partidos. Conciertos musicales de diversa índole también se han efectuado en muchas plazas, así como peleas de box en las que se disputan cetros de diversas categorías.

   Así también, el día 26 de octubre -pero de 1996- ocurrió un caso -a mi parecer sin precedentes-. La jerarquía católica convocó a un acto religioso con que celebraron los 50 años de sacerdocio de Karol Wotyla, quien desde hace años ocupa el rango más elevado: el de Su Santidad, el Papa Juan Pablo II.

   Todo ello sucedió en la plaza de toros «México» con la asistencia de unos 30 mil feligreses. Actos de esta magnitud no los registra la historia, de ahí su importancia.

   Sin embargo, he de recordar que el 3 de febrero de 1946, su Ilustrísima, el doctor don Luis María Martínez, Arzobispo de México ofició una misa en el ruedo de la plaza que se inauguró dos días después. Y dice Carlos León:

…vino con su hisopo y su agua bendita a espantar a los malos espíritus, para que este negocio no se lo llevara el diablo. Y después del recorrido por todo el ruedo, salpicando de agua santificada la barrera y pronunciando los exorcismos de ritual que ahuyentaran a los malos mengues, se volvió hacia los presentes y dijo: «Conste que yo di la primera vuelta al ruedo».

   Luego, han venido otro tipo de ceremonias que en ciertos domingos -horas previas al inicio de la corrida- se celebran dichos rituales en el ruedo y otros tantos en la capilla del propio coso.

   Otra manifestación ha ocurrido recientemente. El lunes 19 de agosto de 1996 se oficia una misa de cuerpo presente para elevar plegarias por la muerte del gran diestro Manolo Martínez que ha fallecido unos días antes. Allí se reunió una multitud que se volcó para demostrar su dolor, pero también su idolatría por el torero recién desaparecido.

   Por si mismo el ruedo de cualquier plaza de toros puede servir para efectuar acontecimientos de semejante importancia, dado que el recinto se acerca a las proporciones del carácter que tiene la plaza para la corrida en sí. La corrida encierra un contexto de cultos diversos: el más remoto: el culto heliolátrico al sol, pero también el culto a la sangre unido por esas raíces de idolatría que se encontraron desde la conquista misma donde el indígena proyecta su intensidad hecha sacrificio, en ese otro sacrificio también con abundantes testimonios proyectados en el enfrentamiento belicoso y guerrero, con tendencia a lo estético que protagonizan en la arena el caballero en plaza y el toro, que resulta atravesado y herido de muerte, con la consiguiente presencia de la sangre aspecto este que da pie a la alianza de dos culturas hondamente arraigadas en su tradición secular de distinto origen, unidas en un hecho común.

   Quiero terminar con dos citas que por si solas dan el sello de cuanto encierra un pasaje de la corrida de toros para con el carácter religioso. Una es de  Juan A. Ortega y Medina refiriéndose a Brantz Mayer, viajero norteamericano en nuestro país a mediados del siglo pasado:

(quien) estuvo a punto de apresar algo del significado trágico del espectáculo cuando lo vió como un contraste entre la vida y la muerte; un «sermón» y una «lección» que para él cobró cierta inteligibilidad cuando oyó al par que los aplausos del público las campanas de una iglesia próxima que llamaba a los fieles al cercano retiro de la religión, de paz y de catarsis espiritual.

   Y si hermosa resulta la cita, fascinante lo es aquella apreciación con la que Edmundo O’Gorman se encarga de envolver este panorama:

Junto a las catedrales y sus misas, las plazas de toros y sus corridas. ¡Y luego nos sorprendemos que a España de este lado nos cueste tanto trabajo entrar por la senda del progreso y del liberalismo, del confort y de la seguridad! Muestra así España al entregarse de toda popularidad y sin reservas al culto de dos religiones de signo inverso, la de Dios y la de los matadores, el secreto más íntimo de su existencia, como quijotesco intento de realizar la síntesis de los dos abismos de la posibilidad humana: «el ser para la vida» y el «ser para la muerte», y todo en el mismo domingo.

   Nuestro vistazo por distintas épocas y con algunos ejemplos de actividades taurinas y extrataurinas en el gran escenario de la ciudad de México da como resultado la visión que aquí rematamos, esperando haya cumplido con el propósito que nos fijamos: ofrecer los distintos conceptos que han enriquecido su vida, desde que el espectáculo taurino se incorporó -como un latido más- al ritmo de esta impresionante metrópoli.

Ciudad de México, agosto de 1998.

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