POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Acudo de nuevo a otro texto que da forma a mi Novísima Grandeza de la tauromaquia mexicana, obra en la que, para su elaboración y publicación a finales del siglo XX, se fijó la necesidad de poner al día ciertos aspectos que requerían de esta condición para entender, desde una mirada en el presente un conjunto de factores que constituyeron el pasado taurino mexicano.
LOS SEÑORES DE A CABALLO SE VAN TROTANDO, TROTANDO HASTA DESAPARECER. EN MEDIO DE UNA NUBE DE POLVO EL TOREO SE HACE PUEBLO.
Al comenzar el siglo XVIII, el agotamiento del toreo barroco en las dos Españas es evidente. El papel protagónico de la nobleza está amenazado con desaparecer luego de resentir el desdén con que trató a la fiesta de toros Felipe V, el primer rey español de la dinastía francesa de los Borbones. Dicho fenómeno ocasionó otro, el cual fue calificado por el reconocido investigador español Pedro Romero de Solís como el retorno del tumulto, esto es, cuando el pueblo se apoderó de las plazas para experimentar en ellas y trascender así su dominio. La aristocracia tuvo que bajarse muy pronto del caballo, a tal grado que con la gran fiesta del 30 de julio de 1725, afirma Moratín que se “acabó la raza de los caballeros”. El contraste fue el desarrollo de un movimiento popular con el que empiezan a tener éxito las corridas de a pie.
MUNDO HISPÁNICO Nº 269. Agosto 1970.
La caballería estaba en quiebra. Pueblo y toro van a hacer la fiesta nueva, por lo cual todo está preparado para darle realce a aquel cambio con el que la tauromaquia sumará un nuevo capítulo en su trayectoria.
Y ese pueblo comienza por estructurar la nueva forma de torear matando los toros de un modo rudimentario, con arpones y estoques de hoja ancha, y torean al animal con capas y manteos o con sombreros de enormes alas. Los de a pie ya no servirán a los jinetes, sino estos a aquellos.
Los nuevos actores, muchos de ellos personajes anónimos, desplazan con acelerada rapidez a quienes alguna vez fueron protagonistas, los caballeros, que deseando no perder colocación, se prestan a cambiar su papel por el de “señores de vara larga” o lo que es lo mismo: picadores, que hoy en día se mantienen vigentes.
Las variaciones experimentadas en nuestro territorio guardan una marcada diferencia respecto a las desarrolladas en España. Existe una preocupación por darle orden, misma que propició la publicación de la tauromaquia de José Delgado en 1796, nuestros antepasados solían divertirse, “inventando” formas de toreo acordes con el espíritu americano.
Aunque no éramos ajenos a España. Tomás Venegas «El Gachupín Toreador» llegó a México en 1766 y se quedó entre nosotros, influyendo seguramente en los quehaceres taurómacos de estas tierras. A su vez Ramón de Rosas Hernández «El Indiano», mulato veracruzano quien emprendió viaje a España, actuando por allá en los últimos años del siglo XVIII, demostró en ruedos ibéricos que acá también había buenos toreros, sobresaliendo en las suertes de montar los toros, templando “ya sobre él, una guitarra y [consumada la suerte] cantará con todo primor el sonsatillo”.

Exacta recreación que Antonio Navarrete hizo de Tomás Venegas, “El Gachupín Toreador”. Antonio Navarrete Tejero: Trazos de vida y muerte. Por (…). Textos: Manuel Navarrete T., Prólogo del Dr. Juan Ramón de la Fuente y un “Paseíllo” de Rafael Loret de Mola. México, Prisma Editorial, S.A. de C.V., 2005. 330 p. ils., retrs.
El «divertirse, inventando…» da lugar al anhelo de los novohispanos por definirse así mismos como individuos diferentes de quienes los condujeron política, religiosa, moral y socialmente, durante el largo periodo colonial. En algún momento deben haberse cuestionado sobre su papel, ¿quiénes somos?, ¿qué queremos? Se aproximaban con rapidez a lo que será para ellos la independencia.
Con este movimiento de liberación el mexicano aprendió a dirigirse por sí solo, en el toreo podemos encontrar esa evidencia, dándola a conocer cada tarde torera. Fue necesario incluir una riquísima gama de posibilidades que permitieron demostrar una capacidad creadora como nunca antes había ocurrido. Más adelante, podremos conocer parte de esas “locuras” o “frutos del ingenio” llevados a escena en las plazas de toros.
Un importante código de valores permiten distinguir las jerarquías con que aparecían en escena todos los protagonistas. De ese modo, al traje que portaron aquellos personajes poco a poco comenzaron a añadírsele bandas distintivas, y luego las aplicaciones en metal -oro o plata- que definitivamente diferenciaron a las cuadrillas, tal y como llegan hasta nuestros días.
MUNDO HISPÁNICO Nº 269. Agosto 1970.
Los primeros intentos que desplegaron los lidiadores americanos al acometer la nueva empresa, se dieron desde 1734, cuando Phelipe de Santiago, Capitan de los toreadores de a pie, intervinieron en las fiestas que se efectuaron aquel año, en “celebridad del ascenso al Virreynato de estta Nueva España del el Excmo. N. Sor. Dr. Don Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta”, quien gobernó de 1734 a 1740. Aquí, Phelipe de Santiago y su cuadrilla salieron con vestidos “adornados con listón de Napoles encarnado, de seda fina torcida, camisas de platilla, mitán amarillo, rasó de España amarillo también, para vueltas de los gabanes, y buches de los calzones elaborados con paño de Querétaro. Medias de capullo encarnadas y las toquillas de los sombreros finos con listón de China amarillo labrado, y corbatines adornados con encajes”.
Más tarde encontraremos a un conjunto de “toreros” anónimos que, a los ojos de Rafael Landivar S.J., imprimieron el verdadero sabor de la tauromaquia autóctona mexicana, precisamente a la mitad del siglo XVIII, asunto del que daremos cuenta en capítulo posterior.
Mientras tanto, toreros de la talla de Felipe Hernández “El Cuate”, Juan Sebastián “El Jerezano”, Alonso Gómez “El Zamorano”, Felipe “El Mexicano”, Cayetano Blanco, y José de Castro, se encargaron de avivar el fuego que iba en aumento conforme se acercaba la época en que el toreo en el nuevo país se colocó a la altura del practicado en España.