A TORO PASADO.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Largo título para ensimismarse en las actitudes del público en la plaza durante la celebración de un festejo taurino. Estas ideas las escribí hace 14 años y ahora las pongo a consideración de los lectores.
Luego de la lectura y análisis hechos al artículo de la Ilustración mexicana y publicado en 1851,[1] que nos describe perfiles de la sociedad que asiste a una cambiante fiesta taurina como patrón de comportamiento, esta circunstancia se mantiene a través del tiempo, adecuándose –no puede ser la excepción- al momento presente, sin ignorar que existen escondidos, soterrados otros muchos valores que, conforme a la costumbre dicen cómo debe comportarse uno en la plaza. Tal es el caso de lo establecidos por algunos manuales de buenas costumbres o de urbanidad. Allí está el famoso Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana. Por el P. Mtro. Jerónimo de Ripalda, publicado en Puebla en 1808, el cual dictó normas muy precisas de conducta que hicieron suyas varias generaciones, asumiéndolas a pie juntillas, sirviendo como un soporte para escudarse de los prejuicios de una infaltable sociedad menos sometida y que se nutre del rumor para esparcirlo en las alas del escándalo.
El público que se reúne en una plaza de toros integra una masa inquieta, la cual se exalta y se emociona en los momentos del surgimiento efímero de arte, o estalla cuando algo es alterado, cuando algo lastima los cartabones inexistentes, o el supuesto guión de la corrida no sigue ciertos principios.
Me parece que el público primero; el aficionado después, ha sido el mismo siempre, adecuados cada quien a su tiempo y su circunstancia.
Si la corrida es memorable, se le recuerda en términos históricos o anecdóticos. Si la corrida es mala, la memoria que queda de ella puede ser mínima, y solo los registros hemerográficos, o algún libro ocupado de ciertos datos curiosos podrían recordarnos cierto detalle. Pero si el espectáculo incluyó una bronca sin precedentes o hubo en su desarrollo incidentes fuera de control, he ahí entonces que la dimensión de su resonancia percute y repercute de manera por demás intensa.
Fotografía obtenida por Eduardo Melhado aquel 12 de abril de 1925. Col. del autor.
Hoy es posible recordar fechas tan entrañables como la del 12 de abril de 1925, el 3 de febrero de 1935; la del 5 de febrero de 1946 o el 28 de noviembre de 1982.
En 1925, se despidió Rodolfo Gaona.
En 1935, Lorenzo Garza se encumbra como el gran torero, favorito de muchos aficionados.
En 1936, se inaugura la plaza de toros “México”.
En 1982, ocurre una memorable novillada en la que participaron Valente Arellano, Ernesto Belmont y Manolo Mejía.
Es difícil que en estas fechas viva alguien que recuerde la despedida del “indio grande”, sin embargo mencionamos tal fecha como paradigma, como si cada uno de quienes la rememoramos presenciamos aquel acontecimiento. Han transcurrido 77 años cabales. El aficionado a los toros es así, es dado a citar hechos del pasado afirmados por lecturas, por testimonios orales y eso, en buena medida afianza su saber, un saber en tanto utópico por hechos no presenciados, que reflejan ante los demás una sapiencia que, si se encuentra por las lecturas que le den certeza, he ahí que somos continuadores de un testimonio al que solo nos acercamos gracias a la existencia documental.
Varias plazas desaparecieron con motivo de la agitación popular que estalló ante los pésimos resultados en el juego del ganado, o por la indiferencia de los toreros programados.
El Mundo, N° 25, del 1° de diciembre de 1895.
Por ejemplo, una actitud bronca, como parte de las reacciones populares en la plaza se percibió notoriamente durante los años 30 o 40 del siglo XX. Las constantes irregularidades que algunos diestros, y más de algún pésimo encierro proyectaron por aquellos años, dieron motivo a la reacción violenta de los aficionados que no conformes con lanzar proyectiles al ruedo, formar luminarias con montones de cojines en el tendido, también se dedicaron a destruir parcialmente ciertos sectores de la plaza, arrancando anuncios comerciales, e incluso derribando en cierta ocasión el propio reloj de la plaza, lo que indicaba sus altos grados de malestar. En ocasiones, los toreros tenían que salir de la plaza custodiados por la policía, o no salir hasta una hora en que era ya prudente. O también de la plaza salían con rumbo a la cárcel, como fue el caso concreto de Lorenzo Garza, aquella tarde de enero de 1947, tras haber protagonizado uno de los escándalos de mayor magnitud que se recuerden. De igual forma, hubo ocasión en que fue lidiado un encierro de la ganadería del “Rodeo”, propiedad del General Maximino Ávila Camacho, y resultando tan malo, fue en el último toro cuando buena parte de los aficionados bajaron al ruedo y quemaron vivo a aquel último toro, en señal de su desacuerdo, aunque seguramente llevaba esa respuesta un trasfondo de inconformidad manifestada al hermano del presidente de la república en turno, el también General de División, Manuel Ávila Camacho, cuyas actitudes despóticas se vieron reprobadas en aquel capítulo.
Pero, ¿en qué medida esos patrones de comportamiento pueden ser o convertirse en el “manual” de conducta que tenemos que cumplir en la plaza, si todo proviene de un enigma, donde desconocemos absolutamente cuál podría ser el balance del festejo?
En principio porque hay una condición establecida a lo largo de varios siglos de desarrollo, misma que nos introduce al ambiente peculiar que la corrida de toros posee, siguiendo un esquema adquirido gracias a la estructura, por un lado; y a la evolución por otro del espectáculo, el que ha ganado en una mejor organización, sin separarse del símbolo que la distingue: su carácter festivo, Además, se siguen ciertos ritos que le dan su auténtica esencia, distinguiéndolo de otros motivos de entretenimiento popular. Allí está por ejemplo la profunda relación que tiene con la fe y la religión, factores que per se le dan un valor puramente sintomático. Luego, el hecho de que la fiesta de toros esté íntimamente asociada con dos elementos de peso muy representativo como son la técnica y la estética, hacen que se distinga con especiales atributos. A ello se suma toda su representación, ocurrida en capítulos específicos y a la vez efímeros, de donde surge el misterio que terminan por matizarla de un halo de circunstancias desconocidas solo comprobables durante el desarrollo de la corrida. En un principio el público puede guardar la compostura, pero después perder los estribos si algún motivo o pretexto generan esa respuesta localizada entre el bien o el mal, en medio de ese símbolo maniqueo, o el enfrentamiento de lo apolíneo y lo dionisíaco que, entre sus dos extremos son capaces de causar lo inimaginable. Y eso, en buena medida solo ocurre en la plaza de toros.
Creo que el título con que se presenta esta visión puede ser enriquecido con esta otra idea: LOS PATRONES DE COMPORTAMIENTO, UN HILO INVISIBLE QUE SE CONVIERTE EN “MANUAL” DE CONDUCTA PARA CUMPLIR EN LA PLAZA. UN RITO SECULAR ENTRE PAGANOS Y PROFANOS, PERO TAMBIÉN ENTRE VERDADEROS CREYENTES.
A la plaza acude una masa informe de paganos, profanos, ateos y creyentes que, a la manera de Calderón de la Barca de un “todos a una”, terminan aceptando o rechazando los vaivenes de la fiesta en momentos muy precisos, ya que después de esto sobrevienen altibajos en que se dispersan lo más variopinto de las opiniones, libres y soberanas de ser expresadas abiertamente en los tendidos, donde da lo mismo que sea un personaje encumbrado que vemos en alguna barrera, o un ciudadano común y corriente que se deja ver en los generales. Uno y otro extremo son atrapados por esa imponente magia que despide el toreo, y esa forma o patrón de comportamiento fue, sigue y seguirá siendo el síntoma peculiar que le ha dado y le seguirá dando a la fiesta de los toros como uno entre muchos de los valores que la caracterizan.
RITO SECULAR ENTRE PAGANOS Y PROFANOS, PERO TAMBIÉN ENTRE VERDADEROS CREYENTES. 31 de enero de 2016. Fot. del autor.
[1] Véase: https://ahtm.wordpress.com/2013/01/20/la-ilustracion-mexicana-1851/