EFEMÉRIDES TAURINAS DECIMONÓNICAS MEXICANAS.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Es inevitable no recordar estas dos fechas, ocurridas un mismo día, con diferencia de tres años, pero con circunstancias similares en su contenido. En ambas, el detonante fue el pésimo ganado que se lidió: Santa Ana la Presa y Santín respectivamente. De aquella, apenas se sabe que eran de procedencia desconocida, sin referencia que le identificara como dedicada en específico a la “crianza” de toros para la lidia. De Santín, hay toda una historia, pues por aquel entonces, cobraban fama por ser bravos, de buena presencia y hasta se les llegó a llamar “toros nacionales”, pues no estaban cruzados con ganado español (lo que comenzó a ser un hecho a partir del mismo 1887 en otras ganaderías). Por el contrario, conservaba mucho de la esencia criolla, aspecto que particularizó a los “santineños” hasta 1924, cuando su propietario, D. José Julio Barbabosa decidió adquirir ganado español para una cruza más efectiva.
PLAZA DE TOROS “SAN RAFAEL”, CIUDAD DE MÉXICO. Miércoles 16 de marzo de 1887. Luis Mazzantini y Diego Prieto “Cuatro Dedos”. Seis toros de muerte de la Hacienda de Santa Ana la Presa, propiedad del Sr. Manuel González, con divisas de colores naturales.
El 16 de marzo de 1887, se presentaba en la plaza de toros “San Rafael” Luis Mazzantini, acompañado de Diego Prieto “Cuatro Dedos”. Uno a uno, los toros de Santa Ana la Presa mostraron ser un conjunto de mansos ilidiables con lo que los españoles no pudieron hacer gran cosa. Precedido de una fama poco común por entonces, Mazzantini fue blanco de los ataques, sobre todo porque apenas habían pasado algunas semanas en que los festejos taurinos se habían reanudado en la ciudad de México bajo el influjo de Ponciano Díaz, lo que marcaba un fuerte ambiente de nacionalismo que creció tanto por aquellos días, al punto que se deformó la pasión a extremos de patrioterismo y chauvinismo. Ese por tanto no era un buen momento, pero el frente español decidió consumar paso a paso la que considero como “reconquista vestida de luces”. Sin embargo, para que esto sucediera, hubo de sortear una serie de circunstancias que, como la ocurrida el 16 de marzo de 1887, representaba un alto riesgo que se consumó en tamaña bronca, la cual terminó con la destrucción parcial de la plaza, así como con el hecho de que el diestro guipuzcoano tuviese que salir escoltado por la policía con rumbo hacia la estación del ferrocarril. En el camino, los denuestos, gritos, y objetos lanzados se convirtieron en agresión descontrolada, faltando poco para que las cosas llegaran a situación más desagradable. Ya en los andenes, don Luis, junto con los de su cuadrilla –y según lo cuenta curiosa anécdota-, se despojó de una de sus zapatillas, misma que sacudió violentamente al tiempo de sentenciar: “¡De esta tierra de salvajes, ni el polvo…!”
Esa sola frase se convirtió en una especie de leyenda urbana, y hubo incluso semanario taurino que la ilustró como verán a continuación:
La tarde del 16 de marzo de 1887 Luis Mazzantini tuvo la desgracia de apechugar con ganado muy manso. El público, airado, agredió al torero en su huida de la plaza “SAN RAFAEL” a la estación del ferrocarril. Allí, molesto declaró: ¡¡¡DE MÉXICO, NI EL POLVO…!!! (El Monosabio Nº. 1 del 26 de noviembre de 1887). Archivo General de la Nación, Hemeroteca.
Tal fue la notoriedad de aquellas palabras que la prensa respondió con contundencia: “¿De México, ni el polvo…, pero qué tal las talegas de oro?”
La otra jornada, protagonizada por Juan Ruiz Lagartija sucedió el mismo día del mes, sólo que de 1890. El escenario: plaza de toros “El Paseo”. La crónica, no sé si de “Carolus” (Carlos M. López) o de “Nemo” (Carlos Cuesta Baquero); quizá del mismo José Quijano “Joseíto”… Quien haya sido, fue severa crítica de aquel escándalo. La sola novedad de traerla hasta aquí bien vale un potosí.
UN LÍO INICUO.
Por la centésima, por la milésima vez los constantes y desgraciadísimos aficionados a toros en México, han presenciado el domingo último o sea 16 de marzo de 1890 (necesitamos fijar la fecha porque lo merece por lo aciaga) el lío más infame, la trampa más escandalosa, la burla más sangrienta que han visto ojos humanos, en lo que va del siglo.
¿En dónde? En la que será para siempre memorable Plaza del Paseo.
¿Por qué? Lo vamos a decir poniendo los puntos sobre las íes, con la ruda franqueza que acostumbramos y con la claridad que el caso demanda, en busca de dos cosas: o el castigo severo para los culpables, seguido de medidas oportunas para que los sucesos de que se trata no se vuelvan a repetir; o como simple protesta en representación de los aficionados en particular y del público en general.
Se anunció beneficio de Lagartija, es decir, una función en que apelaba al favor del público para que éste no dejara de concurrir, contribuyendo así a premiar sus afanes, desvelos y su buena voluntad para dar gusto al que le paga. A raíz de una pésima corrida de la que los concurrentes salieron disgustadísimos, porque ni toros ni toreros cumplieron, era de suponerse que se buscaría el modo de borrar tan fatal impresión presentando toros de precio y por ende buenos y esmerando su trabajo los encargados de lidiarlos.
Juan Ruiz “Lagartija”. En El Enano, del 18 de noviembre de 1900.
En efecto, a media semana, ya se veían fijados los respectivos anuncios, ofreciendo seis toros de Santín por valor de mil veinte duros o sean cinco mil cien pesetas españolas, para contar como cuentan en la tierra de Lagartija: veinte mil cuatrocientos reales. Con más, un toro regalado, que por más que tenía un nombre burlesco, venía encomiado por su dueño el Sr. Barbabosa, verdadero Tata Severo con nosotros los que fuimos tan inocentes de creer en sus promesas.
La verdad es que los tales regalitos nos tienen ya escamados y que casi se puede sentar la regla de que habiendo generosidad de parte de un ganadero o de la empresa, se debe desconfiar del éxito y aun asegurar el camelo.
Como si lo hubiéramos visto! No sólo camelo, befa hubo.
Exceptuando el primer toro que era un animal flacucho, basto y mal forjado, que cumplió, y del segundo que no era más bonito que el anterior y medio cumplió, los restantes o sean cinco, fueron excesivamente malos, lo bastante para quitar en lo sucesivo toda tentación de comprar toros de Santín para las plazas del Distrito, pues eran blandos, burriciegos, reservones y marrajos; se quedaban en banderillas, desafiaban en todas las suertes, bufaban de lo lindo, por lo que se dolían al castigo y acababan aculados y desparramando la vista. En fin, desesperando al público en compañía de los toreros que no ataban ni desataban.
En cuanto a estos, mucho habría que decir y muy en su lugar si quisiéramos fastidiar al lector; pero no siendo esta nuestra intención, nos conformamos con dar el siguiente resumen, para escarmiento de cándidos y descargo de nuestra indignación.
Lagartija. De los siete toros que tenía obligación de matar, dos se los quitó de encima cediéndolos a Valladolid y el Pollo de Málaga, cuatro le fueron lanzados y uno mató, con el metisaca más injustificado e impudente de los que han dado los toreros en toda su vida, pues se lo propinó a un toro sencillo y bravo.
En la lidia dejó hacer horrores y no introdujo el orden que requerían toros tan difíciles. Peones, monosabios, mulilleros y hasta el torilero metían la pata y contribuían a acabar de descomponer el ganado. D. Juan Ruiz se encogía de hombros o se sentaba en el estribo enteramente aturdido. Salió volteado y pisoteado de su primer toro.
Los banderilleros. Corrieron, corrieron y corrieron… saliendo revolcados Ferrer, Aransaez y Valladolid.
El resto de la cuadrilla hizo lo que se le dio la gana y convirtió la corrida en herradero. Había momentos en que se confundían en un solo grupo, que apenas se distinguía por el polvo, lazadores, caballos, toros, espada, picadores, banderilleros y monosabios. Hacía falta la cuchara de la autoridad para que sacara aquella olla podrida y la esparciera por los vientos.[1]
Descrito aquello que todo fue menos corrida de toros, nos queda por asentar el siguiente dilema:
O los toros del domingo 16 de marzo de 1890, no costaban al beneficiado ciento setenta pesos, como aseguró, o si los pagó a ese precio, el ganadero abusó del beneficiado y del público. En el primer caso, la autoridad debe poner fuertísima multa al torero por sus malos toros y por su mal trabajo, más lo que fuese conveniente por su mala fe; en el segundo caso, se debe recoger el producto de la venta de los toros y entregarse a un establecimiento de beneficencia y no volverse a permitir la lidia de ganado tan caro y tan malo.
De otra manera, el público no tiene ya garantías y estará siempre a merced del primer hijo de vecino que se proponga medrar a su costa.
Hasta aquí la crónica que publicó, ya sabemos, El Zurriago Taurino. El Zurriago… o látigo para los malos taurinos pegaba auténticos “chicotazos” que hasta hoy siguen resonando. Gracias a este tipo de documentación, por cierto a la que es bastante difícil de acceder (y en este caso agradezco la generosa ayuda del Lic. Julio Téllez), es posible contemplar cuál era el estado de cosas que prevalecía en un espectáculo en pleno reacomodo, para el que las diversas jornadas violentas y sus respectivos escarmientos sirvieron de mucho, pues con ello se logró encauzar a aquellas puestas en escena que pasaron del caos al orden relativa y metafóricamente hablando. Tendría que arribar el siglo XX con el cual comenzó una nueva etapa, colmada de mejores posibilidades, misma que haría suya Rodolfo Gaona hasta el punto de llevarla por senderos más propicios, estableciendo los cimientos de la tauromaquia moderna que hasta hoy seguimos apreciando, corregida y aumentada.
[1] Verdaderamente hemos pasado un rato de mortificación la tarde del domingo, porque cerca de nosotros se hallaban unos españoles que repetidas veces gritaban a los toreros: “¡Hagan lo que quieran, que al fin están en América!” Y es la verdad: a México estaba reservado que sería el juguete de los toreros. Pero si esto no se puede remediar preferimos que desaparezcan las corridas de toros.