TAURINOS, ANTITAURINOS y CAMBIO CLIMÁTICO.

EDITORIAL.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    ¿Qué el espectáculo de los toros es grandioso?

   Lo es, en efecto, y lo es para una comunidad que, a lo largo de los siglos ha entendido esto y desde los cimientos del imaginario colectivo, como la expresión en la que, la suma de sus componentes genera y ha generado ciclos históricos, síntomas de pasión como pocas expresiones donde le va la vida a quienes intervienen directa e indirectamente. Y también ocurre, lo que es aún más notable: la contundente representación del sacrificio y muerte del toro, esa especie animal destinada en particular a dicha puesta en escena. Esto como resultado de un proceso selectivo minucioso, cuyos cuidados son especialmente aplicados por sus propietarios.

   Sin embargo hoy día, así como se enfrentan condiciones vulnerables causadas por efectos internos y externos provenientes del mismo espectáculo, las hay incluso creadas por circunstancias cuyo origen proviene en forma directa causada por el cambio climático.

   Internamente los agentes que han causado debilidad son múltiples, como la presencia de la iniciativa privada o de particulares que la administran. En la mayoría de los casos no llegan por vía de un proceso, licitación o concurso que los obligue a cumplir con propuestas sólidas y luego a entregar buenos resultados, ganancias, pero sobre todo compromisos que garanticen preservar una tradición que, sin entenderlo, se trata no de un negocio; no de una aventura más. Es, para su conocimiento un patrimonio, sin más.

   Lo hacen en medio de estructuras improvisadas, sin vigilancia alguna por parte de la autoridad, imponiendo sus propios criterios, su propia “ley”. Por desgracia, el resultado queda a la vista y pueden hacer y deshacer indiscriminadamente sin que medie ningún reglamento, ley de espectáculos públicos, juez de plaza, sanción correspondiente o la opinión de la prensa; e incluso de aquello en como piense o actúe el público más en contra que a favor. De manera natural, espontánea, pero con un malestar de fondo, una plaza semivacía –incluso, bajo la condicionante de un “buen cartel”-, es el mejor reflejo de inconformidad.

   La última temporada en la plaza “México” es el caso más evidente donde fueron públicos y notorios diversos casos en los que ciertos ejemplares se aprobaron o lidiaron sin haber cumplido los requisitos establecidos por el reglamento. Aunque si eso es grave, fue más aún el hecho de que los jueces de plaza, sin respaldo alguno (por parte de la jefatura de gobierno o la delegación política correspondiente) se vieron atados de pies y manos pues no se supo de rechazo alguno o de suspensión del festejo respectivo porque en lo ambiguo de la ley y el peso de la razón que impone la empresa, su presencia es meramente decorativa. Con lo anterior, la autoridad de la autoridad simple y sencillamente no existe.

   Otro caso fue el exceso de vendedores quienes ante la ausencia de inspectores obligados por el reglamento se mueven a sus anchas, ignorando que esa dinámica es fuente constante de riesgo, pues distraen o “tocan” al toro, con lo que ello representa peligro para quienes realizan su labor en el ruedo. Y si lo es de riesgo, también es de malestar por su ir y venir en los tendidos

   No se diga sobre la presencia tentadora de bares al aire libre, que ocupan 3 de los 7 balcones, donde existen asientos, los que en forma sospechosa se atribuye la empresa pues se trata de sitios que no fueron renovados o que deliberadamente destino para ese propósito. A esa administración parecen preocuparle más las prebendas, beneficios o canonjías que son también los de todos aquellos comerciantes colocados fuera y dentro de la plaza que, a ciencia y paciencia han invadido incluso sitios señalados por normas de seguridad.

   Esto es apenas parte de lo visible, un todo que ha quedado impune, sin sanciones ejemplares, con escasa y débil presencia por parte de la prensa, sector del que siempre esperamos una postura imparcial, no percibida salvo casos excepcionales.

   Otro agente lo vemos en antitaurinos o poderosas corporaciones encargados todos en alentar un discurso que se confronta con el andamiaje logrado por la tauromaquia en siglos de evolución, en el que columnas vertebrales como lo ritual, la técnica, el arte, profesionalización y regulación de la misma, han sido razón constante de expresión y mejora.

   Dudaban ellos –los antitaurinos-, y nosotros también que el toreo llegara a nuestros días en clara condición de supervivencia. Queda por parte de los contrarios adecuar su postura, pues en todo caso desconocen o malinterpretan los métodos de crianza y selección aplicados por sus propietarios. A ello hay que sumar la acumulación de valores rituales, suma de culturas occidentales que se amalgamaron con la de nuestros antepasados y que en este aquí y ahora, sujeto al principio de que cambia la forma, no el fondo, sigue presente en la entraña de nuestro pueblo. En lo particular el concepto «pueblo» es utopía al no existir una razón que lo defina como tal. Las luchas civiles entre señores -durante el siglo XIX y el XX, e incluso el nuestro-, utilizan las masas humanas como instrumento para conseguir intereses personales, sustentados en el término pueblo, el mismo que funciona para satisfacer -sí y solo sí- los intereses. Cubierta esa necesidad, el pueblo vuelve a su estado utópico, en tanto que terrenable es o son masas (todo ello bajo el entorno latinoamericano).

   Junto con lo anterior, no podemos olvidar que ese “pueblo” también está permeado por otra razón de peso: la religión, donde según datos   actualizados que proporciona la página del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, por sus siglas), indica que el 89.3% de la población es católica.

   Si el giro que dan los opositores es favoreciendo el necesario impulso a un planeta afectado por el cambio climático en todas sus expresiones, lo que esperaríamos que hicieran es reorientar los esfuerzos a favor de una sustentabilidad así como rectificar su equivocada lectura que también nosotros, los taurinos deberemos corregir, en la teoría y la práctica. Adecuarnos a los tiempos que corren, sometiendo la regulación y representación mismas del espectáculo a las mejoras convenientes, será el mejor camino. Y no solo será. Sino que ya es una tarea, un imperativo de profunda responsabilidad, basado sobre todo en el uso apropiado de la puya, banderillas, estoque y puntilla, trebejos empleados en el curso de la lidia y que, en buena medida son motivo de discusión, pero también de corrección apropiada, basado lo anterior en el uso correcto de dichos instrumentos.

   Este legado, el que conservan ocho naciones en el mundo cuenta con suficientes motivos para justificarlo y defenderlo. Incluso, consolidando las debidas declaratorias de patrimonio cultural inmaterial impulsadas desde niveles como el municipal, estatal o nacional, de acuerdo al compromiso moral asumido por quienes consideran que su defensa, conservación y preservación es no solo necesaria, sino urgente.

   Los taurinos tenemos mucho que hacer. La lucha frontal, ante cualquier motivo extraño que altere la esencia misma de la tauromaquia, es motivo más que suficiente para enfrentar y eliminar ese mal.

   Ya lo decía un reciente empresario que dejó en condiciones críticas el espectáculo: “Para qué queremos antitaurinos. Con los taurinos tenemos”.

   Que esto no sea denominador común, ni etiqueta descalificadora para unos y otros. Cada quien tiene compromisos por cumplir. El telón de fondo es reconstruir una fiesta que alcance –aunque he ahí lo complicado-, niveles de calidad total. Y más aún, una digna supervivencia, e incluso también, una muerte apropiada.

   Por otro lado, el cambio climático podría contenerse o adecuarse si para ello existe conciencia, educación (en apego a realidades no a intereses), pero sobre todo voluntad de las sociedades que habitan el planeta Tierra. Los niveles alarmantes causados por el propio cambio aún no tocan fondo, de ahí la marcha despiadada con la que causa efectos irreversibles.

19 de febrero de 2018.

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