ANUARIO DE AVISOS, CARTELES y NOTICIAS TAURINOS MEXICANOS. 1887. (1 de 2).

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 

Cabecera de un cartel anunciador de la plaza de toros de Colón. (Ca. 1887). Incluye un grabado de Manuel Manilla. Col. digital del autor.

    ¿Quiere usted saber por qué fue tan importante en lo taurino el año 1887?

Los siguientes apuntes, provienen de mi “Anuario de avisos, carteles y noticias taurinos mexicanos. 1887” (Aportaciones Histórico Taurinas Mexicanas N° 109). 350 p. Ils., retrs., facs. (Inédito).

El toreo, debemos entenderlo como un sentido compatible con las razones que van camino de definir nuestro ser. Los toros como manifestación técnica y estética, también expresan carácter de identidad. México como nación es una historia con un impacto dramático muy especial, por cuanto existe en la múltiple ambición reducida a una de las partes de «Fuente Ovejuna» de Lope de Vega; al respecto de aquello que dice: «Todos a una». Fueron muchos años de intensa exploración muy costosa, pero algo satisfactorio había de llegar. Como sentido pasajero arribó en 1867, año de la Restauración de la República. La fiesta, se comportaba justamente como respuesta mimética -si es válido etiquetar así tal síntoma- del orden de cosas existentes plaza afuera.

Es el siglo XIX una veta riquísima donde ocurren a poco de sus comienzos las jornadas bélicas de independencia. Tras ese hecho histórico se generan los normales deseos de cambio en todas las estructuras de la sociedad. Y no podía faltar la taurina. Sin ser notorio un lineamiento para dar continuidad a la tauromaquia peninsular -como resultado de esa liberación-, se ponen de moda géneros de diversión sui géneris, como las «jamaicas», «montes parnasos», «toros embolados», y un «toreo campirano», conceptos todos ellos practicados en los escenarios dispuestos para su puesta en escena: la plaza de toros. Allí mismo se dieron a la tarea de recuperar la noción del toreo algunos de los espadas mexicanos como Luis, Sóstenes y José María Ávila, Pablo Mendoza, y otra pléyade, los cuales compartían las palmas con Bernardo Gaviño y Rueda quien trajo de España el contexto más vigente del arte de torear para entonces.

Esta mezcolanza fue de la mano hasta el arribo del año 1867, momento en que bajo el régimen de Benito Juárez -de gesto proliberal y administrativo para con el asunto en tratamiento-, ponen en entredicho la «anarquía» entonces prevaleciente en las corridas de toros; por lo que no se concede licencia para la lidia de toros en el Distrito Federal. Tal prohibición se prolongó largos 19 años y meses. En tanto, plazas provincianas permitieron la extensión de aquellos festivos deleites y Cuautitlán, Tlalnepantla, El Huisachal, Toluca, Pachuca, Puebla y otras eran escenario perfecto para tan significativos goces populares.

Manuel Manilla. Lance de capa con una rodilla en tierra. Grabado. EN ¡VER PARA CREER! El circo en México. Museo Nacional de Culturas Populares, 1986, p. 29.

   Fue a finales de 1886 en que se derogó el decreto antedicho, lo cual permitió que se produjera un auge sin precedentes en la historia taurina de México. Se construyeron plazas de toros, se inició un reencuentro del periodismo con el aficionado, haciéndose notorio el lado didáctico de ese empeño. La llegada de los toreros españoles marca un punto de partida para lograr, además de una competencia con nuestros toreros, el enraizamiento de por vida del toreo de a pie, a la usanza española y en versión moderna.

De ese modo vinieron a erradicarse viejos vicios y comenzó una nueva etapa donde se hizo notoria una asimilación y un deseo por encauzar la fiesta brava en el derrotero definitivo. Para ello, sirvió la labor constante, activa y combatiente de los periodistas, verdaderos conocedores del arte de «Cúchares» y que para mayor beneficio de la afición, abrevaron de obras fundamentales venidas de la península ibérica. La creación de grupos como el «Centro Taurino espada Pedro Romero» marcó otro triunfo más poniendo de manifiesto el ideal de una tauromaquia largamente esperada en México. En oposición a ello, hay tribunas y existen públicos que son afectos a los valores mexicanos, cuya situación perderá terreno conforme vaya dominando la nueva arquitectura en el panorama nacional.

No solo eso. También se debe hacer notar un sentido de independencia radical manifestado por Filomeno Mata, Eduardo Noriega Trespicos, Wenceslao Negrete o por Manuel Gutiérrez Nájera,[1] principales representantes del entorno de una actividad periodístico-político-taurina, donde se encuentran dos vertientes opuestas cuya labor se cimenta en ideologías de un nacionalismo exacerbado con ejemplos como El Monosabio, El Arte de la lidia, El arte de Ponciano, La verdad del toreo, contra la visión del prohispanismo donde La Muleta, y El Toreo Ilustrado fueron los exponentes más claros y en donde se encuentra un empeño en consolidar sus propósitos. Tales corrientes del pensamiento periodístico constituyen a la larga, un baluarte para definir estructuras pedagógicas inapreciables. Y si en un principio no fueron estables, al final ganaron en calidad con una prensa reforzada total e ideológicamente, pero que luego fué perdiendo valores por la incapacidad moral de muchos llamados «periodistas», cuyo descaro provoca deformación en las ideas colectivas pues no utilizan su fuerza sino para todo, menos para sancionar con justicia las cosas habidas en el toreo.

Fondo “Díaz de León”. Dublán y Cía. Toreros, S. XIX. Se trata de Ponciano Díaz y Luis Mazzantini. Ambos tuvieron notable presencia el año de 1887.

   José Machío y Luis Mazzantini, españoles ambos, son la motivación adecuada para definir eternamente una expresión de torear tal y como hoy la conocemos. Desde luego, hace un siglo vinieron a sembrarse esas raíces que, junto a las de Ponciano Díaz, máximo representante de la torería mexicana, fueron adquiriendo forma, expresión y belleza, al paso de los años. El arte y la técnica concurren a poner el toque distintivo y permanente de la razón con que se inicia y desemboca todo este gran movimiento del toreo moderno en México.

Y sin saberlo, Benito Juárez o las autoridades administrativas responsables del momento, en vez de perjudicar a la fiesta propició en gran medida -o al menos, influyó- en los cambios radicales de la fiesta de los toros al final del siglo XIX. Aunque de hecho, la derogación fue motivada por la urgencia de costear las obras del desagüe del Valle de México.

Esto seguía siendo una cuestión normal, luego de que en el siglo XVIII, las fiestas taurinas fueron utilizadas como apoyo económico, y servir de esa manera a mejorar muchas obras públicas, razón que una vez más, vuelve a presentarse en los momentos de la recuperación del espectáculo en la capital del país.

Con la reanudación casi 20 años después al decreto autorizado por Juárez, sucede lo que puede considerarse como un «acto de conciencia histórica», intuido por aquellos que lejos de la política intervinieron en la nueva circulación taurina en la capital del país. Se preocuparon por rehabilitar lo más pronto posible aquel cuadro lleno de desorden, un desorden si se quiere, legítimo, válido bajo épocas donde las modificaciones fueron mínimas. Uno de esos participantes fue el entonces popularísimo diestro Ponciano Díaz que si bien, pronto se alejó de esos principios y los traicionó, dejó sentadas las bases que luego gentes como Eduardo Noriega -dentro del periodismo-; los miembros del centro Espada Pedro Romero y el Dr. Carlos Cuesta Baquero, serán los representantes natos de aquella reforma que superó felizmente el crepúsculo del siglo XIX. Y Ramón López se suma a este movimiento.

Por otro lado, el aprendizaje de las tareas charras adquirido por Ponciano es el producto de una herencia y una vivencia profundamente ligadas a la actividad cotidiana ejercida en el campo bravo de Atenco. Allí se formó con profundo apego a las normas y cuando «rompe» al mundo exterior no se divorcia de todo un aparato formativo; al contrario, sigue practicándolo pero combina las formas de torear entonces en boga, con su auténtica expresión de charrería. Logra gustar en buena parte de su trayectoria, aunque más tarde cae en vicios que no puede dominar, siendo víctima de su propia ceguera, trampa de la que ya no podrá salir. Estos «vicios» fueron en Ponciano formas de aceptar lo impuesto por España y después negarlas; o en su defecto, insinuar que ya era posible verle torear como los hispanos, cuando no se trataba más que de un consumado charro metido a torero. Un charro de fuerte arraigo social al que le toca enfrentar el más radical de los cambios para el toreo en México durante el siglo XIX.

Frente a aquel estado de cosas, vale la pena una revisión crítica que parte de la razón con que Ponciano Díaz se desenvuelve de 1876 a 1887 -en provincia, desde luego- con el afecto popular de su lado, hasta que empieza a desarrollarse ese periodismo que no se sustenta en florituras ni en aguerridas estampas de la charrería o el jaripeo. Ese nuevo periodismo incorpora los valores de una noción moderna que en España daba grandes frutos y en México se perfilaba a inicios bien sólidos. Pero también se da el periodismo que favorece el quehacer de Ponciano, figura principalísima de ese momento.

Dejemos un momento la situación netamente torera y vayamos al aspecto que se sumerge en los aspectos de carácter social, propios del porfiriato. Para ello, cuento con una fuente importante, la de William Beezley, investigador de la North Carolina State University, y su artículo: «El estilo porfiriano: Deportes y diversiones de fin de siglo».[2]

En ese trabajo no sólo se encuentra la envolvente de las diversiones, sino que también no deja de repasar las condiciones políticas y sociales del momento. Veremos más adelante el espacio dedicado a los toros y las imprecisiones en las que incurre.

Acierta Beezley al decir del régimen y sus engranes, que

Los porfiristas unían todo con una laxa ideología a base de positivismo compteano con toques de catolicismo o anticlericalismo, de indianismo o anti-indianismo y con dosis más o menos grandes, más o menos pequeñas de la fe liberal en la eficacia de la propiedad.[3]

Justo es precisar que si bien, el autor se dejar llevar por el lado de los juegos, es de persuadirnos con anticipación del análisis que hace sobre el régimen para así evitarnos caer en situación semejante.

Dice que en 1895 se resuelve un gran problema habido entre iglesia y estado (que no es más que el de la política de conciliación). Por tanto la feliz solución a todo esto fue la coronación de la Virgen de Guadalupe -el 12 de octubre de 1895- que no hubiera tenido lugar sin el permiso del Papa y sin la aquiescencia de don Porfirio.

Por esa y otras razones se piensa que se dio paso a un optimismo no solo reflejado en política o economía sino que como persuasión cultivase con los entretenimientos, «porque los mexicanos escogían claramente y sin ambigüedades su diversión» dice Beezley. El citado optimismo parte también de una llamada «tranquilidad política» y del «éxito económico», no por la ideología política o la filosofía económica en cuanto tales. Ello daba o apuntaba en el sentimiento popular de que el mexicano común pensara en el porvenir lo cual significa la ya citada «persuasión».

En cierta forma, esa reacción popular era apenas algo más que una manía, que se extendió por la nación hacia 1888. Se desvaneció con la depresión de 1905, y desapareció con el estallido de la revolución en 1910.[4]

Llama la atención la cita de 1888. Justo es recordar que ubicado el asunto temporal en el toreo, ha corrido un año aproximadamente después de la recuperación de la fiesta en la capital del país.

Cabecera de la revista de toros La Muleta. Noviembre de 1887. Col. digital del autor.

Nuestro autor presenta según su perspectiva asimilada al concepto taurómaco. El mismo confiesa que «los anglosajones veían todo con horror». Cita con alto grado de superficialidad e incluso hasta de cierta desinformación el proceso de las formas que constituían al toreo en el siglo XIX en un tono próximo al de guía de turistas.

Es importante -antes de abordar el punto central- su opinión sobre los valores que resaltan del espectáculo decimonónico.

Durante el siglo XIX, la corrida fue metáfora de la sociedad mexicana. El «presidente» representaba al caudillo, cacique o patrón que regía las actividades de todos y señalaba el ritmo del quehacer diario. Solo en una sociedad paternalista podía tener sentido un ritual semejante. Los «actores» señalaban jerarquías sociales en las que cada hombre desempeñaba su papel y dejaba que la sociedad como un todo llevara a cabo la tarea. Aunque había cooperación entre banderilleros, picadores y toreros, no formaban un verdadero equipo. El matador dependía de los demás, pero sin duda pertenecía a una jerarquía más alta y recibía todos los honores.

El matador era epítome de la fiesta; debía mostrar aquellos atributos que, dentro de ese orden masculino, se consideraban más valiosos. Tenía que enfrentar a la naturaleza despiadada en su expresión más feroz: el toro enfurecido. El torero debía ser más valiente, inconsciente en su desconsideración, firme ante la caída del toro; debía olvidar riesgos, ignorar heridas y temores y arriesgar por el honor aun su vida. Pero sobre todo debía actuar con gran cortesía y refinado decoro. Campesinos, peones, léperos, trabajadores -la sociedad entera (los comentaristas señalaban a menudo que el público era una muestra de la sociedad)- admiraban la cortesía mexicana, la impavidez ante el peligro y la necesidad de hacer frente a cualquier riesgo. La corrida reunía crueldad, sangre y muerte, pero también la vida.[5]

Lo anterior resume el concepto de estabilización que obtuvo el toreo luego de superar además de la prohibición de 1867, las condiciones mismas de búsqueda y ubicación debido ello al natural curso de una fiesta sin tutoría específica; más que la del libre albedrío.

Llegamos a lo que puede ser un serio problema de apreciación y ubicación temporal por falta de conocimientos sobre el tema. No es negado que bajo el porfirismo y por razones que se han de explicar en su momento, se prohibieron las corridas de toros de 1890 a 1894 y no como lo dice Beezley, que

En el primer gobierno de Porfirio Díaz se prohibieron las corridas en el Distrito Federal y otros estados importantes, incluso Zacatecas y Veracruz. Esta restricción duró hasta 1888, año en que se permitieron otra vez en la capital, los estados mencionados y el resto del país.[6]

Donde de plano las cosas desquician -y es de lamentar el esfuerzo del estudioso norteamericano- es al justificar las causas de aquel bloqueo, causas que bien podían encajar dentro de las condiciones propias de 1867 y dentro de la personalidad no del dictador sino del presidente liberal que lo fue Benito Juárez. O por el otro lado, pensar en Díaz, pero en el Díaz de 1890-1894, periodo de la ya citada futura prohibición. Así, la primera causa es que se haya debido a

la ambición política y nacionalista de Díaz (¿progresista y de avanzada por parte de Juárez?). Quería este el reconocimiento diplomático y político de Estados Unidos y Gran Bretaña, países que criticaban duramente el atraso de la sociedad mexicana, y describían al país como una tierra de bandidos que tenía un gobierno inestable, no pagaba sus deudas y que además se complacía en la crueldad con los animales. Se referían a las corridas como simple hostigamiento del toro, en las que se atormentaba al animal para distracción del público, y se le mataba solo cuando la multitud caía en el aburrimiento. Al prohibir las corridas en la capital, en un puerto tan grande como Veracruz y en Zacatecas, la principal zona minera, pocos extranjeros verían el espectáculo, con lo que el dictador afianzaría su imagen de reformador que sacaba a México de la barbarie para colocarlo en la comunidad de las naciones occidentales.[7]

Posiblemente se hayan generado los ataques por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos pero no por la mera intención de orientarlos a la «barbarie» arrojada por el espectáculo taurino. Es posible sí, que los viajeros norteamericanos o europeos se hayan expresado en oposición o con repudio hacia la fiesta torera (v.gr. W. H. Hardy, Latrobe y otros). Vemos en la literatura consultada para la confirmación de aquel progreso o retraso de las economías que sí, efectivamente hubo avance aunque se soslaya el problema social -entonces muy intenso entre las capas inferiores- para darle a las altas esferas todo favorecimiento en diversas ramas de la economía. También ocurre dentro de este cuadro de economías un impacto de las inversiones extranjeras que permitió desarrollos que no pudieron frenar aun así la explotación.

Pensamos finalmente que siendo los Estados Unidos de Norteamérica y la Gran Bretaña dos potencias de donde se apoyaba México con los grandes préstamos, ese reclamo se haya hecho notar en plena época del dominio juarista.

Nuestro país, fue en un momento «tierra de bandidos». La resaca de guerras internas, motivo este de definición por muchos años de nuestro destino y nuestra razón de ser, arrojó un constante «desempleo» de la parte castrense porque

La república restaurada va a ser de tipo civil, lo castrense está supeditado al civilismo. Se busca la pacificación y se licencia la tropa, aumentando por eso el bandolerismo.[8]

Que conste la «tierra de bandidos» sigue dando cosecha. La prohibición tuvo reflejo en los siguientes puntos del país: Puebla, Chihuahua, Jalisco, Oaxaca, San Luis Potosí, Hidalgo y Coahuila (y nunca Veracruz y Zacatecas. Incluso en Zacatecas toreó mucho Lino Zamora allá por los años setenta). Otra contradicción.

El Gral. Porfirio Díaz era afecto a las corridas de toros. Incluso se dice que en sus años mozos «echaba capa». Asistió en distintas ocasiones a corridas y eso de que «afianzaría su imagen de reformador que sacaba a México de la barbarie para colocarlo en la comunidad de las naciones occidentales» no es directamente un reflejo brotado de aquellos grupos asistentes a las fiestas toreras. Sí

del panorama social (del que) fueron desapareciendo los agresivos y ásperos perfiles de mochos y chinacos al ser sustituidos por el comedimiento enchisterado de esos hombres y mujeres que ahora, al modo de una especie zoológica desaparecida, se clasifican como de «tiempos de don Porfirio».[9]

Es ahí entonces, cuando se da el auténtico acercamiento a la comunidad de las naciones occidentales.

Aquí otra cita de Beezley.

Después de 1888, los bonos de Díaz y especialmente del país se habían elevado considerablemente a los ojos del mundo. Díaz no necesitaba ya preocuparse por la reputación de crueldad que tenía México, de modo que ignoró la petición de la Sociedad para prevenir la crueldad con los Animales (cuyo presidente honorario era su mujer), y del Club contra las Corridas de Toros. En vez, el gobierno se dedicó a exigir sombreros de fieltro y pantalones a los indios que llegaban a la ciudad, para que en la apariencia por lo menos, tuvieran un aire europeo. Hacia 1890 el éxito de Díaz hizo crecer el sentimiento de orgullo en México, y el nacionalismo en ciernes revivió las que se consideraban tradiciones genuinas. Ese nacionalismo se alimentaba de un sentimiento romántico hacia los aztecas y hacia la cultura colonial. La sociedad capitalina celebró una «guerra florida», farsa que recreaba el ritual azteca, con un desfile de carros alegóricos, desde los que los pasajeros se arrojaban flores. Díaz descubrió el monumento a Cuauhtémoc en una de las glorietas más importantes de la ciudad y permitió que se reanudaran las corridas en la capital.[10]

El pueblo, por Coacalco o la Viga, se trasladaba hacia el centro de la ciudad hasta en trajineras con tal de asistir a los diversos festejos taurinos de aquel entonces. Casimiro Castro. Puente de Iztacalco, 1855.

   Posible es que en 1888 haya existido una «Sociedad para prevenir la crueldad con los Animales» pero un Club contra las corridas de toros, solo pudo estar formado de aquella parte de la prensa opositora, liberal y radical amen de contar con los inconfundibles aliados del progreso. Y junto a la exhumación de «guerras floridas» y el descubrimiento de la figura de Cuauhtémoc, como una revalorización de nuestras culturas ancestras, Díaz -o su régimen- permiten la circulación de nueva cuenta a las corridas de toros que, como ya sabemos se da en el Congreso a partir de diciembre de 1886. En la práctica, justo el 20 de febrero de 1887. Quizás se refiera Beezley a la prohibición de 1890 a 1894, cuando el gobernador del Distrito Federal el general Pedro Rincón Gallardo concedió el permiso correspondiente para que el 20 de mayo de 1894 y en la plaza de Mixcoac actuaran: Juan Moreno El Americano, José Centeno y Leopoldo Camaleño (quien recibió la alternativa) con toros de Atenco.

Otra explicación para que se prohibieran las corridas se encuentra en las hipótesis antropológicas de juego profundo (deep play) de Clifford Gertz, y de exhibición ritual (ritual display) de Susan Burrell. Con estos elementos Beezley dice que

La corrida significaba sumisión al caudillo en una sociedad piramidal, que pedía al individuo ignorar todos los riesgos, para que llenara la función tradicional que se le había asignado. La corrida era antítesis de la plataforma política a la que Díaz aspiraba, que pedía cambios en el gobierno, elecciones genuinas y el final del caudillismo. Desde 1876 hasta 1888 Díaz y Manuel González consolidaron el poder arrasando con caudillos locales y regionales, rompiendo las alianzas en el ejército y destruyendo los lazos personales en los negocios. Díaz alentó el centralismo en el gobierno y la economía capitalista como ideales impersonales e institucionales. La consolidación del poder no admitía individualismo exagerado o resistencia desordenada. Hacia 1888, el sistema se hallaba donde Díaz quería tenerlo. Había reordenado el poder político, casi no necesitaba hacer uso de la fuerza, había conseguido reconocimiento nacional e internacional, y estaba listo para que se le reconociera como padre de la patria, y, como tal, podría mediar, orquestar, recompensar y castigar. El nuevo patriarca estaba listo para volver a los despliegues rituales del paternalismo. Asolearse en una corrida ante la presencia del patriarca, aunque solo fuera en sentido metafísico era una cualidad del estilo porfiriano de persuadir.[11]

Justo en recientes notas tomadas de una obra preparada por el Dr. Juan A. Ortega y Medina, califica en tonos distintos al espectáculo de toros, ya como «vestigio vivo de la crueldad española» o aquel otro en donde dice «que las corridas son un rezago prehistórico y mítico; un críptico culto heliolátrico que por vías misteriosas se cultiva todavía en España y que aquí en México, como en otros lugares del mundo hispanoamericano, encontró acogida entusiasta, acaso por la oculta razón de la superposición del culto ibérico al Sol con los cultos prehispánicos solares».[12]

Las visiones de W. Beezley son interesantes, aunque no encajan cuando se habla de Díaz, mismo que inicia su quehacer político en 1876 (quehacer con el que llega al poder) luego de realizar las acciones que condujeron al Plan de Tuxtepec. Sí, todo cae en el eje de Porfirio Díaz, menos las cuestiones que ahora nos atañen, la conclusión es que encontramos aquí un desfasamiento de dos décadas, a partir de la prohibición impuesta en 1867. Lo posible aquí es que Díaz -en cuya dictadura se mantiene diez años ese decreto-, Beezley hace suyo para el general mismo ese decreto. Es cierto, aunque las corridas continuaron su curso normal en distintos puntos del país y tan cercanos a la capital -crasa provocación- como Tlalnepantla, Texcoco, Toluca y otros.

Que si el sistema y la sociedad marcan alguna dialéctica de beneficio, pienso que sí. En primera instancia lo dialéctico comprende ese carácter de correspondencia (o, en su defecto cuando tiene que entenderse la síntesis de los opuestos, por medio de la determinación recíproca). Pues bien, es existente en dos fuerzas que van nutriendo sus razones mismas de ser. El toreo seguía siendo una expresión que de modo más rotundo, hicieron suya los mexicanos, por lo cual no era difícil que se congregaran las multitudes, donde lo abigarrado de los tendidos permitía mezclas informes de gentes de la alta sociedad y del bajo pueblo como en símbolo propio de la proyección que el espectáculo garantizaba. (CONTINUARÁ).


[1] Manuel Gutiérrez Nájera. Espectáculos, p. 147-51: Una corrida de Ponciano Díaz (M. Can-Can, «Memorias de Madame Paola Marié», en El Cronista de México, año IV, T. IV, núm. 13 (3 de septiembre de 1882), p. 237.

[2] William Beezley: El estilo porfiriano: «El estilo porfiriano: Deportes y diversiones de fin de siglo», en Historia Mexicana, vol. XXXIII oct-dic. 1983 No. 2 p. 265-284. (Historia Mexicana, 130).

[3] Op. cit., p. 265.

[4] Ibidem., p. 266.

[5] Ibid., p. 275.

[6] Ib., p. 276. Muy importante es señalar que el primer gobierno de Porfirio Díaz no se da hasta el levantamiento de la Noria, en 1876, nueve años después de que Juárez ha autorizado prohibir la diversión popular. Por otro lado, la restricción no «duró hasta 1888» sino hacia fines de 1886, fecha en la cual se derogó el decreto de prohibición, dando pie a la recuperación a partir del 20 de febrero de 1887. (Nota: si Ponciano Díaz inicia su trayectoria en 1876, lo mismo hará Porfirio Díaz en otro terreno: el militar y político. Por ello, ambos Díaz, van de la mano).

[7] Ib.

[8] Historia de México. Un acercamiento, p. 39.

[9] Edmundo O’Gorman. México. El trauma de su historia, p. 87.

[10] Beezley, ib., p. 276-7.

[11] Ib., p. 277.

[12] Juan Antonio Ortega y Medina. Zaguán abierto al México republicano (1820-1830), p. 43-4.

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