Archivo mensual: junio 2019

 PRESENCIA ESPAÑOLA DE TOREROS QUE HOY, COMO AYER SE HA DADO EN MÉXICO.

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Plaza de toros del “Paseo Nuevo”. Anuncio para festejos celebrados entre el 27 de febrero; 6 y 13 de marzo de 1887. Col. del autor.

   La actual temporada española ha dejado, hasta el momento, un buen balance. Así puede entenderse luego de la última y polémica versión de la feria de San Isidro, en Madrid. Se afirman nombres ya conocidos y surgen otros con la fuerza de un vendaval que debe uno entender de donde vienen y hacia donde van.

Son ya un buen número de gestas que ponen en favorable “sostenuto” a fiesta tan española y tan universal también, y cuyo pulso no nos es ajeno a quienes desde México, seguimos paso a paso por esos ruedos donde ocurren o han ocurrido todas esas hazañas.

De pronto, casi como un acto milagroso, la tauromaquia recupera parte de un territorio que parecía perdido, o peor aún, arrebatado por fuerzas oscuras dispuestas a perjudicarlo todo.

Allí están pues –para el que quiera algo de ellos-, nombres como Diego Urdiales, Paco Ureña, Antonio Ferrera, David de Miranda, Román Collado, Roca Rey, Pablo Aguado… y tras estos puntos suspensivos, un largo y amargo silencio pues no hay por ahora, ningún mexicano que venga a ser en alguna medida, el contrapeso.

Como un manojo de flores lucido, atractivo, este asunto también ofrece sus riesgos, pues quien los haga suyos en una apuesta empresarial, sabrá que cuenta con valiosos elementos, capaces de garantizar carteles con el atractivo suficiente, de ahí que las empresas mexicanas en lo particular, tendrán muchas razones para armar combinaciones llenas de aire fresco, que se alejen del permanente riesgo que ofrecen carteles y resultados, que se parecen unos a otros en forma lamentable.

Para nuestro país, quedan pues puntos muy importantes que resolver, pues pronto estarán a la vista del “mundillo de los toros”, los anuncios de próximas temporadas y contrataciones, mismas que deberán ponerse en valor, en medio del equilibrio más conveniente para una justa batalla en los ruedos. En los pasillos y en las banquetas, ya se habla de un rumor a voces que tiene que ver con la igualdad de las combinaciones en carteles, y esto con objeto de que no surjan voces discordantes que puedan poner en un predicamento a quienes tienen esa obligación. Esperamos, en todo caso, buenos, muy buenos carteles y también, como en España, Francia o Portugal, un repunte tauromáquico que venga a poner mejor color y condiciones a un espectáculo que tanto necesita recuperar su presencia. Basta con ver plazas semivacías para entender que ese es el más contundente efecto que se produce cuando se esfuma el interés, se van los aficionados, se percibe el engaño y el desengaño también de muchos que creyeron en repuntes notables, y todo fue una simple quimera, una más de las muchas que nos han venido con el cuento de la recuperación del espectáculo.

Todo lo anterior, viene a colación para recordar algunos pasajes en los que, a partir del año 1887, comenzaron a verse en México diversos carteles taurinos integrados, en su mayoría por diestros españoles.

A finales de 1851 hubo presencia de diestros españoles en nuestro país, ello con motivo de que se inauguraba –el 23 de noviembre-, la plaza de toros del “Paseo Nuevo” por parte de Bernardo Gaviño quien firmó esa y tres festejos más. Luego, para el domingo 21 de diciembre siguiente, se presentaron Francisco Torregosa “El Chiclanero” y Antonio Duarte “Cúchares”, un par de improvisados que aparecieron quien sabe dónde, y que el empresario (que era a la sazón D. Vicente Pozo) tuvo a bien contratarlos bajo la notabilidad de dos sobrenombres que habían escamoteado con el objeto de tomarle el pelo a quien se les pusiese en el camino. Y así sucedió, ambas “figuras”, desaparecieron en un tris y no se supo nada más de ellos. Por su parte, Bernardo Gaviño, ya enterado de aquel intento de “golpe de estado”, tomó debidas precauciones, y endureció las medidas en su zona de control.

Años más tarde, el propio Gaviño se impuso en forma contundente, evitando que Antonio Díaz Labi, Lázaro Sánchez, Francisco Díaz “Tirabeque”, Manuel Hermosilla, Pedro Fernández Valdemoro o Francisco Gómez “El Chiclanero” hicieran presencia en el pulso taurino nacional, aprovechándose de sus atribuciones feudales, mismas que impuso al convertirse en figura; en el patriarca de la torería mexicana, desde 1835 y hasta 1886.

Luego, fue a partir de 1882 en que comenzó a darse una presencia cada vez más notoria de diestros hispanos, misma que alcanzó su primer gran escalada durante los días 27 de febrero, 6 y 13 de marzo de 1887, fechas en las cuales se presentó la cuadrilla de Luis Mazzantini en la muy conocida plaza de toros del Paseo Nuevo en Puebla.

El cartel para aquella ocasión, que es además pieza única, elaborada a partir de los modelos tipográficos más arraigados de la época, luce de verdad, con todos los elementos allí incluidos, pues se trata del uso de varias letras capitulares, y otros tantos grabados del eminente artista popular Manuel Manilla, quien hizo de cada una de esas composiciones, dignas piezas para una exposición.

El acontecimiento trajo consigo la debida conmoción y claro, en todo ello los chicos de la prensa no faltaron a su compromiso, escribiendo cosas como las que leeremos a continuación. En La Patria, edición del 13 de febrero de 1887, se apuntaba:

LA CORRIDA DE MAZZANTINI.

No somos partidarios de las corridas de toros. Se nos dirá que pertenecemos al número de los sentimentalistas. No, señores, no es eso; vamos a los toros porque tenemos obligación de dar cuenta a nuestros lectores de lo que pasa en las fiestas que se organizan en honor de la gente despreocupada.

El domingo inauguró Mazzantini su temporada taurina. Los precios no podían ser más moderados, cinco y seis pesos en sombra y dos en sol. Qué ganga! Nuestro buen público, que es celoso en extremo de las novedades acudió solícito al galante y bien premeditado llamamiento de la empresa. Un lleno completo, sí, señores, un lleno asombroso. Así son las cosas. Hambre y miseria por una parte y derroche y lujo por la otra. Lo malo en estas cosas es que Lázaro es el que pierde. Las familias se quedan con el Jesús en los labios y la empresa de Mazzantini con el dinero. Váyase lo uno por lo otro, tal es la ley de las compensaciones.

Si entendiéramos algo en achaques taurinos, diríamos algo que diera idea de los pases y estocadas del célebre diestro; pero no somos para el caso y sírvanos esta sincera declaración de disculpa.

A lo que principalmente vamos a referirnos es a la manera bruca e inconveniente que emplea para con el público un señor Murias.

Y las pruebas al canto. No sabemos si Dios o el diablo, aunque lo último es lo más probable, falsificaran los billetes de entrada. El hecho es que algunos incautos cayeron en el garlito, entre otros uno de nuestros empleados, que cuenta largos años de servir en las oficinas de esta Imprenta y que es un hombre honrada. Por consiguiente, no tiene necesidad de procurarse recursos indebidos. Es decir, no tiene que apelar a medios ilícitos para ganar el pan de cada día, puesto que en su trabajo se lo proporciona. Pues bien; nuestro empleado encontró a su paso para el santuario de Colón a un caballero que le dijo:

-Ya no hay boletos.

-Deveras?

-Deveras. Pero aquí tengo dos que vendo a usted porque necesito el dinero.

Nuestro empleado iba con su señora y entregó cuatro pesos al caballero de industria. Este debe haber visto, probablemente, abierto el cielo de puerta en puerta, tal como nuestro empleado vio las del infierno.

Fotografía estereoscópica donde puede apreciarse la plaza de toros “El Paseo Nuevo” de Puebla. Ca. 1895-1900.

Llegó Pruneda (que tal es el nombre del héroe de esta verídica historia) a la portería de la plaza, entregó sus billetes y ¡carpo di Baco! he aquí que resultan falsos. Asombro general! Gritos, confusión, desorden, gendarmes, aprovechamientos del género “rotuno”, lo que ustedes quieran, de todo hubo allí. Apercibido uno de nuestros redactores de la detención de Prunedita, como acá decimos, se apresuró a manifestar al Sr. Murias que era hombre honrado, incapaz de cometer el nefando crimen de falsificar ni a sus toros ni a sus boletos y que aunque pobre, como luego dicen, era persona decente. Indicó además a dicho estimable caballero que el detenido era empleado de “La Patria” y que en esta casa le encontraría siempre a su disposición.

-Sí, decente, contestó el amable empresario; aquí en México todos son decentes…

Había mucho público, mucha policía y sobre todo mucho desorden. El Sr. Murias pasó tal vez de ligero, y nuestro compañero de prudente; pero sea lo que sea, el hecho cierto es que se detuvo a Pruneda, que se le llevó a la Comisaría y que se le ha impuesto la obligación de presentar al que le vendió los boletos. Vaya usted a dar con Judas.

No queremos extendernos sobre este asunto que está sujeto a la autoridad competente. Nosotros sostenemos y afirmamos que Prunedita sobre ser inocente perdió sus cuatro pesos y que ahora está entre las llamas de un señor nuestro y amigo que así se apellida.

Esperamos, confiados, no en la amistad sino en la justicia el desenlace de este drama taurófilo que será, no lo dudamos, satisfactorio para nuestro empleado.

Volviendo ahora a la corrida de Mazzantini diremos que fue bastante aplaudido, que el público se manifestó galante como siempre y que en la plaza no hubo desorden ninguno que lamentar.

Al terminar la corrida varios léperos, esta es la palabra, arrojaron algunas piedras al célebre diestro. Nosotros reprobamos enérgicamente esas demostraciones salvajes. No se entiende el patriotismo por medio de Ponciano o Mazzantini. El arte tiene sus apóstoles y sus mártires. Y puesto que dice que es arte el que enseña a matar a las bestias feroces démosle a cada cual lo suyo.

La cuadrilla de Mazzantini es buena podemos decir, hablando con estricta justicia, que el público mexicano no ha dado una nueva prueba de su sensatez y cordura respetando y aplaudiendo lo que juzga bueno.

Nada importan las nacionalidades en estos asuntos. Bien dijo Mazzantini al brindar uno de sus toros. por la unión de México y España.

Por ella, lectores.

Al público.-Venciendo obstáculos que parecían insuperable y no deteniéndose en el gasto de una suma de dinero que habría espantado a no pocos empresarios, los de la plaza del Paseo Nuevo de Puebla han tenido la inmensa satisfacción de asegurar la venida del Rey de los diestros españoles, de la primera figura de la época moderna en el arte del toreo, del incomparable y universalmente aclamado Luis Mazzantini y no solo han obtenido traer al famoso espada, sino que, pagando a precio de oro la exclusividad han conseguido que ni él ni su soberbia cuadrilla acepten contrata alguna para ninguna otra plaza de la República.

En Puebla, pues, y solo en Puebla, los aficionados al grande y viril espectáculo nacional, es en donde tienen la primera y única oportunidad de presenciarlo en toda su pureza, en toda su extensión y ejecutado con todas las reglas que enseña el arte y ha sancionado la experiencia en las plazas más afamadas de la Península española.

A la par que a Mazzantini, los aficionados van a ver, no a una cuadrilla de adocenados toreros o de medianías, no un cuadro como no lo han visto mejor ni en Madrid ni en Sevilla en sus afamados redondeles. En esa cuadrilla figuran el intrépido sobresaliente de espada Luis Mazzantini, alternándose con su hermano D. Tomás, Barbi, Galea, Bienvenida, el Primito, Fernández, Badila, Ramón López, Francisco Fernández, Agujetas, Enrique Sánchez, el Ronco y Manuel Rodríguez que todos son reputados maestros y de los cuales se puede decir que, el que menos, tiene un envidiable lugar entre los más aplaudidos.

Para hacer lucir todo el mérito de una cuadrilla como la contratada comprenderá muy bien el público que todo gasto ha parecido aceptable con tal de obtener toros bravos y de fama que garanticen el éxito de las corridas. A este efecto, y pagándolos sin regatear, se han comprado 20 fieras de la ganadería sin rival de San Diego de los Padres.

Con esos toros, que los públicos más exigentes del país han reconocido como los mejores, y con las afamadas notabilidades que van a lidiarlos, la empresa tiene la seguridad de que el público de todas las ciudades de la República que la honre con su asistencia, proclamará eternamente que las lides presenciadas en Puebla, han sido el gran suceso taurino de la época.

PROGRAMA

Primero. A la diez y media de la mañana de los días de corrida se verificará en la estación del Ferrocarril Mexicano la solemne recepción de los trenes de recreo que vengan de la capital y los pasajeros serán conducidos en medio de músicas y cohetes al centro de la ciudad.

Segundo. A las doce en punto recorrerá las calles de la histórica Puebla, en medio del alboroto universal, la grande y afamada cuadrilla de Luis Mazzantini en el convite de costumbre, al cual se procurará dar el mayor lucimiento.

Tercero. A las dos de la tarde se abrirán las puertas de la plaza para facilitar el acomodo del público en todas las localidades.

Cuarto. A las tres en punto será conducido solemnemente el cartel de la plaza de la Constitución a la de Toros del Paseo Nuevo.

Quinto. A las tres y media en punto la numerosa cuadrilla Mazzantini, previa la presencia de la autoridad, se presentará a saludar a esta y a la concurrencia.

Sexto. Inmediatamente comenzará la lidia a muerte de 5 soberbios toros de la inmejorable ganadería de San Diego de los Padres, los cuales serán jugados, picados, rejonados (sic) y matados al estilo clásico de España.

    ¿Nos acompañan?

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FIESTA PÚBLICA y ESCENIFICACIÓN DEL PODER. (Evocando una conferencia de la Dra. Dolores Bravo, impartida en marzo de 2004).

EFEMÉRIDES TAURINAS NOVOHISPANAS.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

“El diablo”, fue una más de las representaciones, en las que diversos personajes, que asumían este tipo de participación, daban al espectáculo un sabor muy especial a las funciones novohispanas. Óleo de Antonio Navarrete.

 I

   El sentido de entretenimiento o diversión, adquirió imagen especial durante el virreinato, pues fue en ese periodo donde se manifestó la consolidación no solo de la fiesta oficial. También la de carácter religioso, e incluso civil. Lo pagano y lo profano al servicio de dos poderes fundamentales: la corona y la iglesia. Además, y fuera del contexto novohispano, muchas de ellas continuaron efectuándose quizá bajo otra mentalidad, diferentes tiempos y otras razones, permitiéndoles a otro buen número pervivir hasta nuestros días, inclusive. Al hacer un recuento de todas aquellas celebraciones que afirmaron no solo el sentido de un pueblo con derecho a divertirse, sino que además legitimaron y garantizaron el afianzamiento de la autoridad fuese esta política, eclesiástica e incluso universitaria (ya veremos su participación concreta). Pues bien, el citado recuento alcanza una cantidad muy importante de celebraciones de diversa índole y cada una de ellas encuentra su detonante en el calendario litúrgico, fiestas de tablas y otras. Del mismo modo, la corona y sus representantes en América también fueron causa para otras celebraciones cuyo impacto alcanzó diversas magnitudes, traducidas en conmemoraciones, muchas de ellas testimoniadas en multitud de relaciones de fiestas, sermones y otros, factor por escrito donde los cronistas dispusieron de suficientes motivos para describir esos acontecimientos con lujo de detalle, ya en prosa, ya en verso.

De igual forma, la Universidad como institución, también se posicionó privilegiadamente para efecto de sumarse a las conmemoraciones, agregando al catálogo sus propios elementos, de los que se platicará con amplitud más adelante.

Bien, ya contamos con el sustento institucional generador y estimulador de las múltiples versiones de fiesta y otras puestas en escena, como túmulos funerarios o fábricas, que recordaban la reciente muerte del monarca o algún miembro de la casa reinante, así como los autos de fe, donde el tribunal de la Inquisición, tras el grave aparato que imponía, terminaba dictando sentencias a diversa escala.

Ahora es preciso hacer un repaso a ese enorme catálogo que en su momento, debe haber rebasado a un pueblo siempre cautivo en fiestas. De ahí que considere la siguiente nómina a partir de dos obras fundamentales: “El Diario de sucesos notables”, cuyos autores fueron Gregorio Martín de Guijo y Antonio de Robles, esto entre 1648 y 1703. De las mismas, tomaré algunos ejemplos al azar, por razones de que existen casi 300 referencias que sólo recogen noticias relacionadas con festejos taurinos.

GREGORIO MARTÍN DE GUIJO: 1648 – 1664.[1]

1652

-Fiesta de nuestra Señora de la Concepción. Gran celebración. Procesión, misas, toros y máscaras (23 de enero).

-Iglesia de la Piedad, día de la Purificación de nuestra Señora, apertura de la iglesia, casa y convento a nuestra Señora de la Piedad (acudió a ella todo el reino) (2 de febrero).

1662

-Años de la virreina (25 de mayo).

-Comedia (11 de junio).

-Procesión de la bula de la Concepción (16 de julio).

-Procesión de Nuestra Señora Santa María la Redonda (14 de agosto).

-Procesión de la Concepción en la catedral (2 de septiembre).

-Fiesta de la Concepción en el convento de Santo Domingo (10 de septiembre).

-Fiesta de la Compañía en la Profesa (14 de septiembre)

-Fiesta de la Concepción (17 de septiembre).

-Fiesta en San Jerónimo (8 de octubre).

-Fiesta en el Carmen (5 de noviembre).

-Fiesta en Jesús María (5 de noviembre).

-Fiestas reales con toros (7 de noviembre).

-Fiesta de la Merced (19 de noviembre).

-Fiesta de Balvanera (19 de noviembre).

-Fiesta en Santa María la Redonda y fiestas en Santa Catarina Mártir (25 de noviembre).

-Fiesta en el Hospital real de Indios y fiesta de la platería, esta última con toros (8 de diciembre).

-Fiesta en San Bernardo (10 de diciembre).

Santa Catarina, reedificación y apertura (22 de enero, sic.).

1664

-Pendón asistido del señor obispo virrey (12-13 de agosto).

-Entrada del virrey en Chapultepec. Hubo toros. (7 de octubre).

-Entrada del de Mancera en el gobierno. Hubo toros (15 de octubre).

-Primera asistencia del virrey en la iglesia de San Lucas (18 de octubre).

-Segunda asistencia, en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen (19 de octubre).

-Edad del príncipe (16 de noviembre).

-Asistencia del virrey a Catedral. Fiesta del Patrocinio de Nuestra Señora (9 de noviembre).

-Entrada del señor arzobispo Cuevas (10 de noviembre). Hasta aquí Gregorio Martín de Guijo.

ANTONIO DE ROBLES (1665 – 1703).[2]

1675

-Dedicación de San Cosme (13 de enero).

-La Universidad celebra la fiesta a la Purísima Concepción de nuestra Señora con comedias y torneo a lo “faceto” (27 de enero).

-Máscara ridícula (6 de febrero).

-Torneo y toros por fiesta de la Universidad (8 de febrero).

-Día de Corpus (13 de junio).

-Entrada del visitador de San Agustín (10 de octubre).

-Años del rey con comedia en palacio (6 de noviembre).

-Toros a los años del rey (11, 19 y 20 de noviembre).

1700

-Luminarias y fuegos (20 de octubre).

-Canonización de San Juan de Dios en la ciudad de México (16-30 octubre).

-Toros que hubo en aquellos días de la canonización.

-Máscara (6 de noviembre).

-Máscara de niños (7 de noviembre).

-Toros por las fiestas de San Juan de Dios, en la plaza de San Diego (15 de noviembre).

-Toros a mañana y tarde (16 de noviembre).

-Mulata sentada como hombre, toreó a caballo (17 de noviembre).

-Toro de once (24 de noviembre).

-Toros (13-15 de diciembre).

1703

-Vuelta de los virreyes a la ciudad. Toros (4-6 de junio).

-Toros de los virreyes a la ciudad. Toros. (4-6 de junio).

-Toros que se jugaron en Chapultepec a los años de la señora virreina (25 de junio).

-Fiesta de San Ignacio de Loyola en la casa Profesa con gran solemnidad (21 de julio).

-Toros en Chapultepec, en honor de los años dela hija de los señores virreyes (30 de julio-1° de agosto).

-Toros en Chapultepec a los años del señor virrey. Carreras de los de Toluca, que vinieron a celebrarle los años con dichos toros y juegos de cañas y alcancías. (9 de noviembre).

-Toros en Chapultepec (10 de noviembre).

II

La presencia de los “dominguejos” o figuras que representaban diversos elementos que no solo distraían, sino que eran blanco de embestida de los toros, era una más de las incorporaciones a la función novohispana, y que se extendió hasta bien entrado el XIX. Óleo de Antonio Navarrete.

Lo anterior viene a confirmar las puntuales apreciaciones hechas por la Doctora Dolores Bravo Arriaga, quien dictó la conferencia “Fiesta pública y escenificación del poder”, dentro del marco del ciclo denominado ARTE Y CULTURA COLONIAL: EL APARATO FESTIVO.

El tema, que cuenta con importante sustancia, dio motivo a las presentes notas.

Fiesta que depende del poder o la autoridad: fiesta oficial. No hubiera sido posible el mundo hispano de no haberlo heredado por el sentido de las fiestas oficiales que organizó el poder. La celebración barroca está ligada al poder. La fiesta se ubica en un ámbito urbano, detenta y proyecta a los ciudadanos los símbolos del poder. Arzobispo y virrey en la Nueva España eran la máxima potestad. Al poder le interesa por lo tanto que sus grandes símbolos estén representados ante el gran público, el pueblo. Participan representantes de los diversos estamentos. Fiestas civiles y religiosas, en estos el poder encuentra su afianzamiento. Las fiestas tienen un tiempo que se debe –entre otras razones-, al calendario litúrgico que con su contexto se establecía un orden para la celebración de la fiesta misma, rompiendo la “tranquilidad” del devenir de la capital novohispana. En templos, parroquias se celebraban las fiestas de sus patronos (con novenarios, procesiones o luminarias). Si había dedicación del templo, la dimensión de fiestas era similar.

Fiestas civiles, paseos del pendón, mascaradas. Los espacios: atrios de las iglesias, plazas públicas, la plaza mayor como centro simbólico, escenario primordial de las acciones festivas. Las fiestas entonces celebradas eran catárticas en medio de liberación, emociones, donde coincidían las clases sociales, estratégicamente repartidas a lo largo y ancho del espacio de celebración.

Al poder novohispano, ¿qué le interesa poner en escena?

Con las relaciones de fiestas tenemos constancia de aquellas celebraciones donde se podían conocer la doble cara, tanto en sucesos alegres como desafortunados. Ante dos máscaras -Demócrito y Heráclito- se admiraba la población novohispana. En la Universidad, al doctorarse algún estudiante de teología –por ejemplo-, esto daba motivo para organizar una fiesta, como afianzamiento también de su poder. Canonizaciones de santos, dedicaciones de templos (obras terminadas), la más importante de ellas fue, desde luego, la de la Catedral Metropolitana en 1667.

La beatificación de Santa Rosa de Lima, es una de las fiestas majestuosas celebradas donde los indios y criollos la hicieron y la tomaron como suya.

Suntuosidad, riqueza de procesiones, con que se adornaban las imágenes. Fiestas presididas por los altos representantes de la autoridad civil y religiosa. Canonización de San Juan de Dios –en 1700-, que incluye paseo del pendón, lo que significaba el nacimiento de la Nueva España, fiesta la mayor que se hacía en México, según opinión de Gemelli Carreri.

El esplendor de la fiesta barroca le debe mucho la pugna con las sectas luteranas, debido a que son las que establecen la diferencia entre reforma y contrarreforma. Autos sacramentales, procesiones, carros alegóricos, tarascas, máscaras o mascaradas (a lo grave o serio, o a lo “faceto”). Todas ellas eran en consecuencia, una profunda emoción que penetraba por los sentidos.

Las mascaradas encarnaban la realidad, como mundo, como escenario del tiempo. El barroco, como arte, va a permitir todos los contrastes posibles.

También es de tomarse en cuenta las despedidas que se dieron a determinados personajes de la vida política o religiosa, como fue el caso de la de Fray Payo Enríquez de Rivera, en la cual se hicieron fiestas para evocar su alejamiento de la ciudad.

El balance hecho a las obras de dos diaristas fundamentales como Gregorio Martín de Guijo y Antonio de Robles, nos dan una idea más que precisa sobre el comportamiento de las diversas actividades citadinas que no se reducen a la sola fiesta o celebración. También están presentes una importante cantidad de acontecimientos de índole variada, capaces todas ellas de poseer un poder de convocatoria suficiente para reunir de manera colectiva o multitudinaria a los habitantes de una ciudad como la capital del reino de la Nueva España.

Los patrones de comportamiento que hemos visto a lo largo de 55 años son suficiente materia de estudio para comprender la patología citadina que se enteraba entre repiques de campana, pregones, desfiles, arcos triunfales, recepciones de virreyes y otras autoridades, nupcias reales, nacimientos de infantes, fallecimiento de monarcas, autos de fe y otros, de situaciones extraordinarias las cuales se convertían en concentraciones populares que atestiguaban “con sus propios ojos” la diversa situación a la que fueron convocados. De ahí que la vida cotidiana en la Nueva España no estaba reducida al solo influjo de la fiesta. También se unieron a este catálogo otras tantas conmemoraciones como las ya revisadas en las obras de Guijo y Robles. En algunos años los índices aumentaban o disminuían en función del acontecimiento ocurrido. Pero por ningún motivo fueron épocas en reposo o perdidas en el oscurantismo de la ausencia de datos. Estos existen por fortuna, y sólo hay que tenerlos como referencia para efectuar un balance desde diversas perspectivas.

Como se ve, la Nueva España entre los años de 1648 a 1703. Y luego, como ocurrirá bajo el registro de otras fuentes documentales como la “Gaceta de México”, nos dan un rico panorama de posibilidades sobre los diversos detonantes que inquietaron a una ciudad siempre dinámica. No podemos olvidar toda la gama de motivos de carácter religioso como las movilizaciones de imágenes: la virgen de los Remedios, la virgen de Santa María la Redonda, las procesiones de sangre y otros que sirvieron como paliativo a sequías o inundaciones. Incluso, para encontrar una pronta solución a las epidemias o enfermedades constantes que azotaban este gran centro urbano que, una vez más, nos vuelve a declarar la intensidad en que vivía.

Entre aquellos tiempos y los nuestros han cambiado muchas cosas, es cierto. Sin embargo, todavía existen un buen conjunto de elementos que funcionan en franca continuidad de lo que eran en el periodo virreinal. Es cierto, no existen la inquisición ni los virreyes. Tampoco se acostumbran ya los arcos triunfales, pero en asuntos religiosos o taurinos, por ejemplo, todavía se perciben muchas semejanzas donde ha cambiado la forma, el fondo permanece casi intacto. El calendario religioso marca pautas, eso sí, cada vez en menor medida, pero se conservan fiestas consideras como “claves”. Allí están la de la Candelaria, la del Corpus, la del 12 de diciembre, la fiesta de la cruz, celebrada con todo boato hoy día por albañiles y personas de la construcción en su conjunto, entre otras.

El velo de un pasado como el virreinal en términos de fiestas como las aquí conocidas, fue intenso. Así que Fiesta pública y escenificación del poder planteada en su conferencia por la Dra. Dolores Bravo (referente en este tipo de temáticas) nos ha permitido conocer algunos aspectos de aquella actividad, cuyos registros son múltiples, y con los cuales ha sido posible entender parte de su majestuosidad.


[1] Gregorio Martín de Guijo: DIARIO. 1648-1664. Edición y prólogo de Manuel Romero de Terreros. México, Editorial Porrúa, S.A., 1953. 2 V. (Colección de escritores mexicanos, 64-65).

[2] Antonio de Robles: DIARIO DE SUCESOS NOTABLES (1665-1703). Edición y prólogo de Antonio Castro Leal. México, Editorial Porrúa, S.A., 1946. 3 V. (Colección de escritores mexicanos, 30-32).

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HISTORIAS: TAUROMAQUIA MEXICANA EN EL SIGLO XIX (SEGUNDA PARTE).

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Composición iconográfica, a partir de elementos integrados a carteles mexicanos en los comienzos del siglo XIX. Edición elaborada por el autor.

Mientras todavía es de admirar la forma en que días atrás (1° de junio), Antonio Ferrera, citaba a matar a uno de Zalduendo en Madrid, lo cual ocurría a varios metros de distancia…, el diestro buñolés lo espero…, lo esperó y así lo remató, recibiendo. Esa hazaña sirve ahora para entender otro detalle más de la tauromaquia y su evolución, por lo que tal me lleva a pensar las ocurrencias dos siglos atrás, donde apenas teniendo idea de las prácticas, esta habría sido una de tantas y que hoy recobran su sabor y su valor.

He aquí el preciso momento a que me refiero en las notas previas.

Imagen recogida del portal https://www.las-ventas.com/

https://www.las-ventas.com/la-tarde-tras-el-objetivo/las-ventas-1-de-junio-de-2019

   Pues bien, hasta el momento, no tenemos una idea clara sobre la forma en que los toreros mexicanos de a pie, y esto al comenzar el siglo XIX, practicaban las distintas suertes establecidas por la que fue consecuencia natural, detentada en lo general –como ya vimos-, por Tomás Venegas “El Gachupín toreador”, a finales del siglo XVIII.

Pero unos años después, aún con el desconocimiento o no de la presencia concreta de aquellas reglas de torear, concebidas por José Delgado “Pepe Hillo” desde 1796, y publicadas ese mismo año, ello no nos permite más que la posibilidad de imaginar un proceso técnico en el cual ya era frecuente el uso de capas, la más o menos coherente suerte de picar, combinada con la de banderillas; y luego el desempeño con la muleta; para culminar con la siempre recomendable suerte suprema.

Aquí lo indicado: capean los de a pie, en un intento que luego se tornó “quite”. El picador realiza la suerte, mientras el toro ya lleva colocados, al menos dos pares de banderillas y como a la “media vuelta”, el rehiletero se encuentra a punto de colocar uno más. Corrida de toros en la Plaza de San Pablo, John Moritz Rugendas, 1833. Óleo sobre cartón. Fuente: Colección del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, México.

Algunas imágenes así permiten adivinarlo. Por su parte, algunos textos y opiniones elaborados por autores de la época no nos otorgan mayor posibilidad de apreciación, pues fijan su mirada más en el hecho de la violenta acción (Carlos María de Bustamante o José Joaquín Fernández de Lizardi, F.P.R.P., iniciales de un desconocido opositor a los toros o algún viajero extranjero), que en lo reflexionado aquí. Recordemos que fueron años de reacomodo social, político, económico, ideológico o religioso. Sin embargo, en lo taurino se conservaron formas, estructuras que no variaron; y aún más, se enriquecieron.

En ese sentido, gravitaba por entonces el peso que el teatro y los toros habrían tenido en una convivencia que si bien no prosperó a finales del XVIII (y esto por las constantes prohibiciones a que quedó sujeto), pero que comenzado el XIX, retomó la tauromaquia para incorporarlo a la función misma, con excelentes resultados.

Si ya en el siglo de las luces la mojiganga era pieza importante, en el XIX recuperó su presencia, e incluso se enriqueció con otro elemento más, ya presente de mucho tiempo atrás, pero que no se había declarado tan notoriamente como hasta entonces. Me refiero al jaripeo, a los coleaderos y a todas aquellas formas en que el toreo rural se manifestaba en su propio espacio, pero que por razones naturales, poco a poco se deslizó a las plazas, a los escenarios urbanos hasta encontrar lugar de privilegio y convertirse en otra parte protagónica del entretenimiento durante el festejo.

Y, si nos atenemos a lo establecido –pero poco conocido como quizá habría sido el caso-, sobre el nuevo referente impuesto por “Pepe Hillo”, es probable entonces que el desarrollo de la lidia se acercara a aquellos dictados, como el conjunto inicial de la que iba a ser por mucho tiempo la forma en que se lidiaban los toros en lo general.

Lo poco escrito al respecto, y también las escasas imágenes no nos dan, hasta ahora, la idea exacta de aquellos acontecimientos, como tampoco en el caso del comportamiento del ganado. Escasos carteles proporcionan un panorama limitado de esto, cuando apenas es posible entender en qué medida se lidiaba, y cuál su calidad en términos de bravura o nobleza de lo que poco sabemos también.

En esos tiempos, fue frecuente la presencia de ganado proveniente de Atenco, El Astillero, Sajay (o Shajay), la Cañada y hasta “escogidos toros de la aplaudida raza de Nueva Vizcaya”. Hacia 1815, se anunciaba un toro conocido como “Chicharrón”, y que la publicidad hizo célebre. Los deseos porque demostrara semejantes virtudes no se cumplieron a cabalidad y hasta el fracaso se tomó como referente para sacarlo a colación en asuntos de la política, tal como lo hiciera con frecuencia el “Pensador Mexicano”, involucrándole en jocosos diálogos presentes sobre todo, en sus muy conocidas “Alacenas de frioleras”.

Entre los toreros que actuaban por entonces, encontramos nombres como los que siguen:

Francisco Álvarez, José María Castillo, Mariano Castro, José de Jesús Colín, Onofre Fragoso, Ramón Gándara, Guadalupe Granados, Gumersindo Gutiérrez, José Manuel Luna –“El torero Luna”-, Agustín Marroquín, Rafael Monroy, José Pichardo, Basilio Quijón, Guadalupe Rea, Nepomuceno Romo, Vicente Soria, Xavier Tenorio, Juan Antonio Vargas, Cristobal Velázquez y Miguel Xirón. Esto sin contar, de que en tiempo muy breve, se incorporarían los célebres hermanos Ávila que, como los Romero en España, fortalecieron la primera etapa de la tauromaquia decimonónica en nuestro país.

En 1814, nuestro ya conocido Fernández de Lizardi, escribía “La conferencia entre un toro y un caballo”, al respecto de lo que para ellos, en esa intención literaria de dar voz a los animales, significaba participar en una representación como la corrida de toros misma. Veamos.

Alacena de Frioleras, Número 14. Publicada por la imprenta de doña María Fernández de Jáuregui:

   Poco antes de las corridas de toros, en uno de estos plausibles días, por la mañana, estaban fuera de la plaza varios picadores, cuando uno se ofreció a ir por las once,[1] esto es por un poco de aguardiente con qué animarse, a pesar de la prevención que sobre esto se hace en el Bando de la materia. No faltó de los mismos compañeros quien lo advirtiera, pero como no hay ley que no esté sujeta a interpretaciones, dijeron otros que el Bando lo que prohibía no era tomar un trago sino emborracharse; y así, puesto que no habían de excederse entre cuatro con un par de cuartillos del tosco, bien podía ir por ellos y obsequiarlos sin el menor escrúpulo. Con esta gran absolución fue el cortejante por el aguardiente, dejando suelto su caballo sin ronzal ni custodia alguna, fiado, desde luego, en su genio naturalmente quieto y sosegado.

Retrato del también autor del célebre “Periquillo sarniento”

   No se equivocó en su juicio, pues aunque luego que volvió con el refresco se pusieron a beber alegremente, formando cuadro, sin acordarse ninguno del bueno del rocín, éste lo más que hizo fue ir a buscar sombra junto a un toril, que por suerte tenía algo separadas las vigas.

Yo, como siempre he sido amigo de observar aun aquellas cosas que parecen frívolas y, a más de esta recomendable cualidad, tengo la gracia de entender el idioma de los brutos, al modo de Esopo, Fedro, Iriarte, Samaniego, etcétera (aunque no de explicar sus conversaciones con la dulzura de estos respetables ingenios), me fui tras el caballo y luego que éste llegó al toril, vio al toro encerrado y exhaló un tierno suspiro, a cuyo suave ruido volvió el toro la cabeza, y acercándose a la rendija conoció al caballo y le dijo: «¿Qué haces aquí, buena bestia? ¿Dónde está tu amo?» «Yo —dijo el caballo—, estoy esperándolo, y vine a buscar sombra mientras él toma su traguito; pero tú, ¿qué has hecho, que pareces loco enjaulado?» «¿Qué he de hacer? —respondió el toro—, esperando a ver lo que quieren hacer conmigo los hombres, que me tienen aquí sin comer y con una flor encarnada en el lomo; sin duda que debo de estar de boda, pues me engalanan tanto, y, según esto, se me espera un buen rato.» «¡Lindo! —dijo el caballo—, pero no te lo codicio.» «Sí —replicó el toro—, yo escucho desde aquí mucha bulla y algazara, y de cuando en cuando su música militar, lo que me hace creer que hay alguna fiesta prevenida.» «Y como que la hay —dijo el caballo—, y no cualquier cosa, sino fiesta real, aunque por las escaseces del día la falta de toda la magnificencia que ha visto esta ciudad en otras iguales, como los juegos de cañas,[2] los torneos, la carrera de la sortija,[3] el don Pedro de palo[4] y otras semejantes, en cuyas travesuras han lucido su habilidad y gastado su dinero con profusión los caballeros de esta ciudad.» «Pero por fin, ¿aunque haya faltado todo eso en estas fiestas por las actuales ocurrencias, se llaman reales, y la noble ciudad ha hecho cuanto ha podido por solemnizar la restitución del señor don Fernando VII al trono de las Españas?» «Así es —dijo el caballo—.»

Ilustración ubicada en una de las célebres “fábulas” del “Pensador mexicano”. La presente imagen corresponde a la titulada: “El novillo y el toro viejo”.

«Pues con esto basta —contestó el toro—, para que estas fiestas sean insignes y yo logre unos ratos divertidos… Como no me vayan a dejar aquí y no vea nada.» «Seguro estás —dijo el rocín—, sobre que tú eres uno de los papeles principales de la fiesta. La has de ver toda, aunque no muy a gusto.» «No seas tan caballo —dijo el toro—, explícate con más claridad que no te entiendo.» «No hay duda que si yo soy un caballo —dijo éste— tú eres más bestia que yo, pues no entiendes que los hombres te tienen aquí para torearte dentro de poco rato…» «¿Cómo es eso de torearte?», preguntó el toro. «Para torearte —respondió el bucéfalo—, quiere decir, para mofarte y para divertirse contigo.» «Con la mofada no estoy muy bien —dijo el de Atengo—,[5] pero en esto de la diversión no hay para qué ciscarme, pues puede que sea una diversión tan honesta que no me traiga ninguna pesadumbre…» «¡Friolera! —dijo el penco—, honestísima es, pero te ha de pesar el modito.» «Pues no me tengas en duda —dijo el toro—, explícame qué cosa es ésta. » «Mira —dijo el caballo—, luego que salgas de aquí te recibirá mi amo y otro compañero en los gorguces[6] de las garrochas, cuya ceremonia harán contigo todos los de a caballo; ya verás que será éste un rato divertido. Después te dejarán los caballeros, y se te presentarán mil chulos de infantería muy guapos y escarchados, a modo de portalitos de Navidad; te harán muchas caravanas con sus capotillos, y aun se quitarán los sombreros a tu presencia; mas a poco rato te comenzarán a faltar al respeto y te clavarán más saetas que a un salteador de caminos y, no contentos con eso, te clavarán otras de fuego, otras con cueros hinchados, otras con gatos, pero todas con sus lancetas de acero, con las que te pondrán el cuero del pescuezo como una criba. Después de holgarse un buen rato contigo de este suerte, al son de un ronca trompeta se publicará en el circo la sentencia de tu muerte, la que te dará uno de aquellos mismos verdugos que te han mofado y maltratado de antemano; pero lo que te llenará de rabia será advertir la música y el palmoteo con que los espectadores festejarán a tu sacrificador al instante que éste te dé la estocada mortal…» «Cesa —dijo el toro fuera de sí—, cesa, que la cólera y el temor, la rabia y el sentimiento me combaten a un tiempo intolerablemente. ¿Conque no contentos los crueles con mofarme y atormentarme, no paran hasta quitarme la vida alevosamente? Ya que me burlan y martirizan ¿no pudieran después de hartos de holgarse, volverme a mi encierro, y de allí a los campos para beneficiar y cultivar las tierras, y para adobar con la verde grama mi carne, que sin duda comieran más sabrosa? ¿Es acaso preciso que consuman su iniquidad con mi muerte?» «Sí —dijo el caballo—, todo entra en la diversión.» «Pues en los pueblos —dijo el toro— no se divierten con nosotros sin [sic] matarnos, según mi padre me contaba?» «Sí —dijo el penco— pero eso es en los pueblos, donde también os torean con las astas aserradas para que no hagáis mayor mal a los hombres ni a nosotros.» «Pues ¿por qué no hacen aquí lo mismo? —dijo el toro—. ¿Son en los pueblos menos hombres que los de la ciudad, o nosotros somos en ella menos feroces?» «Nada de eso —respondió el cuaco—, pero no es estilo ese que se usa en las ciudades en semejantes funciones.» «Mal haya la usanza —repuso el toro—, no hay duda que hay usos que sólo la costumbre y no la razón los autoriza. Pero vamos al caso: ¿por qué causa nos mofan y nos matan? ¿Qué perjuicio les damos a los hombres? ¿Qué daño les hemos inferido? ¿Qué agravio, qué enojo les hemos causado para que nos traten con tal rigor? Lejos de eso, ¿no somos nosotros los que aramos la tierra para que fructifique? ¿No cubrimos las vacas para que tengan la rica ternera, la blanca leche, la suave mantequilla y el sabroso queso? Por último, ¿no servimos para la caza y para la mesa en los ejércitos, en la marina y en todas las casas de los pobres? ¿Pues por qué es este rigor y tan inaudita maldad?» «Porque sois toros —dijo el caballo—, esto es, porque sois animales bravos y con cuernos.» «¡Oh, amigo! —dijo el toro—, si a todos los que tienen cuernos los mofaran públicamente y los mataran, ¡qué pocos maridos pobres y con mujeres bonitas se escaparan!» «Eso fuera bien hecho —repuso el caballo—, si esos maridos fueran bravos; pero como son mansos, aunque los burlen en lo público y en lo privado no se hacen acreedores a la muerte, y lo que sufren son hartas capoteadas y muchas banderillas; mas vosotros, como sois feroces, tenéis que padecer hasta la muerte.» «¿Pero nosotros en estos casos —dijo el toro—, hacemos otra cosa que defendernos y acometer a los que nos insultan y provocan? Si matamos a algunos o los herimos, no los vamos a buscar seguramente; ellos son los que se nos presentan cara a cara, nos llaman, nos silban, nos gritan y hacen cuanto les sugiere su maldad para que les embistamos. Si un hombre matara a otro después de recibir las injurias que nosotros, la ley lo indemnizaría y no se estimara su homicidio merecedor del último suplicio; pues ¿por qué nosotros no hemos de gozar igual indulto cuando matamos a alguno que nos ha provocado injustamente?» «Porque no tenéis entendimiento», —respondió el cuaco—. «Pero es eso —replicó el toro—, pues si al hombre  que tiene entendimiento, que puede excusar la ocasión, que tiene una ley que lo obliga a perdonar sus agravios y puede hacer mérito del sufrimiento y lo disculpa la ley civil y no le priva de la vida, ¿por qué a nosotros, que carecemos de todo eso, se [nos] condena a muerte, aun sin hacer, tal vez, el homicidio?» «Porque ésas son las injusticias del mundo —dijo el caballo—, vosotros ¿por qué no matáis y no echáis fuera las asaduras cada rato? ¿Acaso os hacemos daño alguno? Nuestros amos con la espuela y el freno nos obligan a presentaros el cuerpo bien contra nuestra voluntad, pues entre los compañeros hay uno o dos que no le falta más que hablar para decir: no quiero ponerme al riesgo, porque sufre el martirio del acicate y no entra, y ha sido menester que los hombres lo apaleen, como lo ha visto Dios y todo el mundo en estos días. Conque mira, tú, cuán sin razón nos ofende tu casta.» «Nosotros no somos culpados —dijo el toro—, no tenemos entendimiento, obramos según nuestro ímpetus animales, tiramos al bulto que nos ofende, sin poder distinguir el ente que nos daña. ¿Sabes en qué consisten vuestros agravios y los nuestros?» «¿En qué?, —preguntó el rocín—. «En la barbaridad, ignorancia y ferocidad de los hombres.» «Cállate —dijo el caballo— ¿quién dice eso? ¡Los hombres bárbaros! ¡Los hombres ignorantes y feroces! ¡Qué herejía! En nada menos se tienen; antes dicen que son los animales más ilustrados y los más mansos y benignos por naturaleza.» «Así es en parte —dijo el toro—, pero no en el todo, después que por la soberbia de su progenitor fueron sujetos al ímpetu de sus pasiones… Mas en un toro no están bien estas cosas. Vamos al asunto. ¿Quieres mayor barbaridad que presentarse un muñeco de éstos delante de nosotros, después de irritados, y jugar su vida en un lance como pudiera un albur de a real y medio, fiados en la destreza de su caballo de baqueta o en la agilidad de su pies, sin tener cuenta con los accidentes que pueden sobrevenir, como un tropezón, un embarazo, la fracción de un fierro, la rotura de un cuero de la silla o de la garrocha, por la torpeza vuestra, etcétera? Míralos pálidos al llamarnos y más pálidos al acercarse a tomar la baya.[7] ¿Qué quiere decir esto, sino que reconocen sus fuerzas desiguales, nos temen, nos huyen y buscan asilo para resguardarse de nuestra furia? Y sin embargo, apenas se recobran de un susto cuando se exponen a nuevo precipicio; ¿quieres mayor barbaridad y mayor ignorancia? Nosotros siendo brutos, les damos ejemplos de consideración y recato. Nos duele la garrocha y la tememos; nos aflige la espada y rehusamos dar el bote sobre ella, porque conocemos el peligro y procuramos evitarlo. ¿No es esto, ciertamente, darles ejemplo a los hombre de la prudencia que les falta? Advierte ahora cuán feroces son, pues los toros aserrados[8] no se divierten ni concurren en tanto número como en los puntales. Dime ahora, ¿en qué consiste la diferencia? Un mismo número de toro aserrado los deleita mucho menos que armado con sus terribles puntas. ¿No es el mismo toro? ¿No juega igualmente? ¿No corre? ¿No embiste? ¿No estropea el toreador que se descuida? Pues ¿por qué se va a verlo con menos empeño y gusto si está puntal como lo parió su madre? ¡Ah!, porque aserrado no puede herir ni matar al hombre con tanta facilidad, y por eso también, luego que sale al circo un toro manso, un toro prudente y enemigo de dañar a los hombres, que no desea más que verse libre de ellos, al momento gritan los espectadores que no sirve, que lo aseguren de la cola y que lo maten. ¿Quieres mayor ferocidad en los hombres? ¿No ves cómo se complacen en el riesgo de sus semejantes? Y no como quiera, sino en el riesgo gravísimo de que pierdan la vida. ¿No has oído cómo desde las lumbreras y las gradas estimulan al pobre torero para que se precipite a la muerte en nuestras astas, diciéndole: entra, (Guadalupe) Rea; oblígalo, Guadalupe (Granados); anda, Felipe (Estrada), etcétera, etcétera, y si estos miserables yerran uno u otro lance al matarnos, los burlan y provocan con aquella vulgar sandez de gritarles: ¿A que no lo matas, eh? Por último, ¿no has visto alguna vez expirar un hombre ensartado en nuestras astas?» «Sí he visto», —respondió el caballo—. «¿Y qué ha sucedido?», —replicó el toro—. «¿Qué ha de haber sucedido?» —dijo el cuaco—, se han llevado a aquél al hospital o la sepultura, y los demás han seguido gustando de la diversión como si hubiera muerto un perro.» «Pues vé ahí hasta dónde llega el extremo de la barbaridad y ferocidad de los hombres, pues nada se les da de la desgracia de sus hermanos; al paso que nosotros, siendo unas bestias, les damos el mayor ejemplo de fraternidad, pues apenas vemos la tierra regada con la sangre de nuestros semejantes, rascamos la arena, mugimos, bramamos o lloramos, a nuestro modo, su muerte; y ellos ven expirar a los suyos sin compasión, y aun los incitan como he dicho para que se precipiten al riesgo. ¿Éstos son los hombres? ¿Ésta es su humanidad? ¿Éste es su talento…?» «Dejemos esta plática —dijo el caballo—, que se acerca la hora terrible de presentarnos en la palestra.» «Líbreme el creador de la fiereza de los hombres,» dijo el toro. «Y a mí de tus astas,» exclamó el caballo, y se apartaron.

FIN DE ESTE PERIÓDICO

Las colecciones de los tres tomos se hallarán en el Portal, en los puestos acostumbrados a cinco y medio pesos.[9]

Costillares, como Antonio Ferrera.

   Por cierto, ya que pudo recogerse el texto completo de ese diálogo, y habiendo tomado imagen de la fábula “El novillo y el toro viejo”, conviene incluir aquí esa cita en verso:

Fábula XXIII

EL NOVILLO Y EL TORO VIEJO

 

Hicieron unas fiestas en un pueblo,

en las que no faltaron sus toritos,

porque lidiar los hombres con los brutos

en la mejor función es muy preciso.

Pasadas ya las fiestas, se juntaron

en el corral de Antón un buen Novillo

y un Toro de seis años, que mil veces

al arado de su amo había servido.

A los dos torearon en las fiestas,

y por esta razón fueron amigos.

Conociéronse luego, y con espanto

el Novillo al Buey viejo así le dijo:

—Escucha, camarada, ¿por qué causa,

cuando los dos jugamos en un circo,

yo salí agujereado como criba

y tú sacaste tu pellejo limpio?

Entonces el Buey grave le responde:

—Porque ya yo soy viejo, buen amigo;

conozco la garrocha, me ha picado;

y así al que veo con ella nunca embisto.

Por el contrario, tú, sin experiencia,

como Toro novel y presumido,

sin conocer el daño que te amaga,

te arrojas a cualquiera precipicio,

y por esta razón como un arnero

sacaste tu pellejo y yo el mío limpio.

—Pues te agradezco mucho, amado hermano

—dijo el Torete—, tu oportuno aviso.

Desde hoy ser ya más cauto te prometo,

pues por lo que me dices, he entendido

que es gran ventaja conocer los riesgos,

y saberse excusar de los peligros.[10]

   Hasta aquí, con ese vívido retrato, el más aproximado a esa realidad que ha sido propósito desvelar en esta ocasión. Ojalá haya cumplido su propósito. Por ahora, queden están notas como las más coherentes aproximaciones al que fue ese toreo fascinante, previo a la llegada, en 1835 de Bernardo Gaviño.


[1] Que es también una referencia directa del célebre toro de “once”, el que, seguramente, se desarrollaba en medio del caos, caos alimentado por el delicioso y enganchador aguardiente.

[2] Juegos de cañas. Acañavear, es decir, herir con cañas cortadas en punta a modo de saetas. Suplicio taurino: usado en la antigüedad.

[3] Carrera de la sortija. Ejecutar el ejercicio de destreza que consiste en ensartar en la punta de la lanza o de una vara, y corriendo a caballo, una sortija pendiente de una cinta a cierta altura.

[4] Probablemente una suerte que se relaciona con los “dominguejos”

[5] De hecho, y por error tipográfico, así se anunciaron en muchas ocasiones, los toros de Atenco. (N. del A.).

[6] gorguces. Puyas de las garrochas. Cf. Santamaría, Dic. mej.

[7] Tal vez quisiera decir valla o barrera.

[8] Despuntados.

[9] Disponible en internet junio 11, 2019 en:

http://www.iifilologicas.unam.mx/obralizardi/index.php?page=numero-14-la-conferencia-entre-un-toro-y-un-caballo

[10] disponible en internet junio 11, 2019 en:

http://www.iifilologicas.unam.mx/obralizardi/index.php?page=el-novillo-y-el-toro-viejo

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LOS PRIMEROS APUNTES DE LA TAUROMAQUIA MEXICANA EN EL SIGLO XIX.

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE. 

Inauguración de la estatua de Carlos IV, en 1796. Lograda recreación que realizó Antonio Navarrete.

La presente colaboración, pretende acercarse, lo más que sea posible, a un auténtico estado de la cuestión que nos ayude a entender el porqué de la continuidad, ya en plena emancipación, de un aspecto que como el taurino procuró mantenerse y extenderse no solo el resto del siglo XIX, sino que siguió por todo el XX y lo que va del XXI.

Como sabemos muy bien, ya desde comienzos del siglo XIX, los propósitos independentistas eran más que notorios. Esto había comenzado desde aquella revuelta criollista encabezada ni más ni menos que por Martín Cortés, nieto del célebre conquistador, allá por 1566. Y parece decirnos junto con los otros levantados: ¡No somos españoles. Somos mexicanos!, lo cual equivale a una consigna, al estandarte de aquel anhelo que se consumó con el nuevo estado-nación, hasta 1821.

Entenderíamos que todo iba a ser un comenzar de nuevo, ya liberados de la presencia e influencia hispana “que tanto daño causó durante tres siglos de influencia y sometimiento”, de acuerdo a la forma en que lo entendían los responsables de aquel episodio particular.

Sin embargo, en muchas estructuras sociales, políticas, económicas o religiosas, el peso de aquella sombra, por más que desearan sacudirse de ella, había producido efectos contundentes en la articulación de sistemas cuyo peso, aún se percibe en nuestros días. En ese sentido, al menos tres factores contundentes de aquel “peso” perviven, casi intocados: la religión católica, el burocratismo (que viene desde el reinado de Felipe II) y las corridas de toros.

Los componentes que en aquel momento sostenían el andamiaje de la nueva tauromaquia mexicana, estaban supeditados de alguna manera, a la reciente experiencia e influencia que dejó en el ambiente Tomás Venegas “El Gachupín Toreador”. De él ha escrito nuestro buen amigo y colega, el Doctor en Historia Benjamín Flores Hernández: “Torero de a pie y “Capitán primera espada”. Alrededor de 30 años en 1770. Andaluz, nada menos que de Sevilla como sus contemporáneos “Pepe-Hillo” y “Costillares”. Puede considerársele el principal de los lidiadores de a pie que introdujeron en México, ya de una manera bien definida, la nueva forma de la faena taurina. Sin lugar a dudas, fue el más importante y popular de todos los toreros que actuaron en cosos mexicanos a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII. En la capital del virreinato se presentó como jefe de cuadrilla cuando menos durante las temporadas de 1769, 1770, 1785, 1787, 1789, 1790 y 1791; en alguna de ellas resultó gravemente herido. También se interesó en la organización de corridas, y en 1785 adquirió el derecho de hacer los ensayos previos a las bregas que iban a efectuarse entonces; tres años después figuró entre los postores a la plaza, aunque finalmente fue otro quien la ganó. La última noticia suya data del 24 de mayo de 1793 cuando firmó, en la hacienda de la Purísima Concepción [de Atenco], un interesante presupuesto de los gastos que habría de requerir la puesta anual de temporada de toros”. (BFH, 2017, 27).

En Benjamín Flores Hernández: «Sobre las plazas de toros en la Nueva España del siglo XVIII». México, ESTUDIOS DE HISTORIA NOVOHISPANA, vol. 7. (México, 1981). pp. 99-160, fots.

Además este célebre personaje, junto con Manuel Tolsá, el no menos famoso escultor valenciano Manuel Vicente Agustín Tolsá y Sarrión (1757-1816), propusieron un proyecto arquitectónico que tendía a dar festejos taurinos con un espacio ovalado como redondel. Dicho intento no prosperó, pero en él se veía el que iba a ser la tendencia definitiva en el uso de los ruedos, como terreno circular para celebrar ahí los festejos taurinos, dado que la tendencia entonces, era o el uso de plazas públicas –casi siempre cuadradas o rectangulares-, o el de alguna plaza ochavada, sitios donde los toros que se “corrían” para ser alanceados, en la mayoría de los casos, encontraban en los ángulos de aquellas disposiciones razón para aquerenciarse, lo cual significaba un problema en sí de gran notoriedad para el buen desarrollo de los festejos.

La presencia del “Gachupín Toreador” no fue casual, y si bien aún no circulaba en México la “Tauromaquia” de José Delgado “Pepe Hillo”, cuya primera edición de 1796, esto quiere decir también que Tomás no era ningún improvisado. Conviene aclarar que la primera evidencia en cuanto libro de dicha edición tauromáquica, nos la proporciona el Conde de la Cortina, en una interesante reseña bibliográfica, la cual podría tratarse de la edición pero de 1804, aparecida en El Mosaico Mexicano, en su edición de enero de 1837.

Entre la presencia de Tomás y la presencia de cuatro célebres toreros mexicanos en aquel comienzo del XIX, sólo hay un paso. Veamos.

El caso de los hermanos Ávila se parece mucho al de los Romero, en España. Sóstenes, Luis, José María y Joaquín Ávila (al parecer, oriundos de Texcoco) constituyeron una sólida fortaleza desde la cual impusieron su mando y control, por lo menos de 1808 a 1858 en que dejamos de saber de ellos. Medio siglo de influencia, básicamente concentrada en la capital del país, nos deja verlos como señores feudales de la tauromaquia, aunque por los escasos datos, su paso por el toreo se hunde en el misterio, no se sabe si las numerosas guerras que vivió nuestro país por aquellos años nublaron su presencia o si la prensa no prestó toda la atención a sus actuaciones.

Sóstenes, Luis y José María (Joaquín, mencionado por Carlos María de Bustamante en su Diario Histórico de México, cometió un homicidio que lo llevó a la cárcel y más tarde al patíbulo) establecieron un imperio, y lo hicieron a base de una interpretación, la más pura del nacionalismo que fermentó en esa búsqueda permanente de la razón de ser de los mexicanos.

Un periodo irregular es el que se vive a raíz del incendio en la Real Plaza de Toros de San Pablo en 1821 (reinaugurada en 1833) por lo que, un conjunto de plazas alternas, pero efímeras al fin y al cabo, permitieron garantías de continuidad.

Aún así, Necatitlán, El Boliche, la Plaza Nacional de Toros, La Lagunilla, Jamaica, don Toribio, sirvieron a los propósitos de la mencionada continuidad taurina, la que al distanciarse de la influencia española, demostró cuán autónoma podía ser la propia expresión. ¿Y cómo se dio a conocer? Fue en medio de una variada escenografía, no aventurada, y mucho menos improvisada al manipular el toreo hasta el extremo de la fascinación, matizándolo de invenciones, de los fuegos de artificio que admiran y hechizan a públicos cuyo deleite es semejante al de aquella turbulencia de lo diverso.

De seguro, algún viajero extranjero, al escribir sus experiencias de su paso por la Ciudad de México, lo hizo luego de presenciar esta o aquella corrida donde los Ávila hicieron las delicias de los asistentes en plazas como las mencionadas. De ese modo, Gabriel Ferry, seudónimo de Luis de Bellamare, quien visitó nuestro país allá por 1825, dejó impreso en La vida civil en México un sello heroico que retrata la vida intensa de nuestra sociedad, lo que produjo entre los franceses un concepto fabuloso, casi legendario de México con la intensidad fresca del sentido costumbrista. Tal es el caso del «monte parnaso» y la «jamaica», de las cuales hizo un retrato muy interesante.

En el capítulo «Escenas de la vida mejicana» hay una descripción que tituló “Perico el Zaragata”, el autor abre dándonos un retrato fiel en cuanto al carácter del pueblo; pueblo bajo que vemos palpitar en uno de esos barrios con el peso de la delincuencia, que define muy bien su perfil y su raigambre. Con sus apuntes nos lleva de la mano por las calles y todos sus sabores, olores, ruidos y razones que podemos admirar, para llegar finalmente a la plaza.

Nunca había sabido resistirme al atractivo de una corrida de toros -dice Ferry-; y además, bajo la tutela de fray Serapio tenía la ventaja de cruzar con seguridad los arrabales que forman en torno de Méjico una barrera formidable. De todos estos arrabales, el que está contiguo a la plaza de Necatitlán es sin disputa el más peligroso para el que viste traje europeo; así es que experimentaba cierta intranquilidad siempre lo atravesaba solo. El capuchón del religioso iba, pues, a servir de escudo al frac parisiense: acepté sin vacilar el ofrecimiento de fray Serapio y salimos sin perder momento. Por primera vez contemplaba con mirada tranquila aquellas calles sucias sin acercas y sin empedrar, aquellas moradas negruzcas y agrietas, cuna y guarida de los bandidos que infestan los caminos y que roban con tanta frecuencia las casas de la ciudad

Y tras la descripción de la plaza de Necatitlán, el «monte parnaso» y la «jamaica» (…)

(…)El populacho de los palcos de sol se contentaba con aspirar el olor nauseabundo de la manteca en tanto que otros más felices, sentados en este improvisado Elíseo, saboreaban la carne de pato silvestre de las lagunas. -He ahí- me dijo el franciscano señalándome con el dedo los numerosos convidados sentados en torno de las mesas de la plaza, lo que llamamos aquí una «jamaica».

   La verdad que poco es el comentario por hacer. Ferry se encargó de proporcionarnos un excelente retrato, aunque es de destacar la actitud tomada por el pueblo quien de hecho pierde los estribos y se compenetra en una colectividad incontrolable bajo un ambiente único.

De todos modos, lo poco que sabemos de ellos es gracias a los escasos carteles que se conservan hoy en día. Son apenas un manojo de “avisos”, suficientes para saber de su paso por la tauromaquia decimonónica. Veamos qué nos dicen tres documentos.

13 de agosto de 1808, plaza de toros “El Boliche”. “Capitán de cuadrilla, que matará toros con espada, por primera vez en esta Muy Noble y Leal Ciudad de México, Sóstenes Ávila.-Segundo matador, José María Ávila.-Si se inutilizare alguno de estos dos toreros, por causa de los toros, entonces matará Luis Ávila, hermano de los anteriores y no menos entendido que ellos. Toros de Puruagua”.

Domingo 21 de junio de 1857. Toros en la Plaza Principal de San Pablo. Sorprendente función, desempeñada por la cuadrilla que dirigen don Sóstenes y don Luis Ávila.

“Cuando los habitantes de esta hermosa capital, se han signado honrar á la cuadrilla que es de mi cuidado, la gratitud nos estimula á no perder ocasión de manifestar nuestro reconocimiento, aunque para corresponder dignamente sean insuficientes nuestros débiles esfuerzos; razón por lo que de nuevo vuelvo a suplicar á mis indulgentes favorecedores, se sirvan disimularnos las faltas que cometemos, y que á la vez, patrocinen con su agradable concurrencia la función que para el día indicado, he dispuesto dar de la manera siguiente:

Seis bravísimos toros, incluso el embolado (no precisan su procedencia) que tanto han agradado á los dignos espectadores, pues el empresario no se ha detenido en gastos (…)”.

Aquella tarde se hicieron acompañar de EL HOMBRE FENÓMENO, al que, faltándole los brazos, realizaba suertes por demás inverosímiles como aquella “de hacer bailar y resonar a una pionza, ó llámese chicharra”.

Al parecer, con la corrida del domingo 26 de julio de 1857 Sóstenes y Luis desaparecen del panorama, no sin antes haber dejado testimonio de que se enfrentaron aquella tarde a cinco o más toros, incluso el embolado de costumbre. Hicieron acto de presencia en graciosa pantomima los INDIOS APACHES, “montando á caballo en pelo, para picar al toro más brioso de la corrida”. Uno de los toros fue picado por María Guadalupe Padilla quien además banderilló a otro burel. Alejo Garza que así se llamaba EL HOMBRE FENÓMENO gineteó “el toro que le sea elegido por el respetable público”. Hubo tres toros para el coleadero.

“Amados compatriotas: si la función que os dedicamos fuere de vuestra aprobación, será mucha la dicha que logren vuestros más humildes y seguros servidores: Sóstenes y Luis Ávila”.

Todavía la tarde del 13 de junio de 1858 y en la plaza de toros del Paseo Nuevo participó la cuadrilla de Sóstenes Ávila en la lidia de toros de La Quemada.

Destacan algunos aspectos que obligan a una detenida reflexión. Uno de ellos es que de 1835 (año de la llegada de Bernardo Gaviño) a 1858, último de las actuaciones de los hermanos Ávila, no se encuentra ningún enfrentamiento entre estos personajes en la plaza. Tal circunstancia era por demás obligada, en virtud de que desde 1808 los toreros oriundos de Texcoco y hasta el de 58, pasando por 1835 adquirieron un cartel envidiable, fruto de la consolidación y el control que tuvieron en 50 años de presencia e influencia.

Cartel que se publicó en el libro de Armando de María y Campos: Los toros en México en el siglo XIX, 1810-1863. Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, Acción moderna mercantil, S.A., 1938. 112 p. ils.

Otro, que también nos parece interesante es el de su apertura a la diversidad, esto es, permitir la incorporación de elementos ajenos a la tauromaquia, pero que la enriquecieron de modo prodigioso durante casi todo el siglo XIX, de manera ascendente hasta encontrar años más tarde un repertorio completísimo que fue capaz de desplazar al toreo, de las mojigangas y otros divertimentos, asunto del cual me ocuparé en la siguiente entrega.


Fuentes de consulta:

José Francisco Coello Ugalde: Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana (Desde el siglo XVI hasta nuestros días). Madrid, Anex, S.A., Editorial “Campo Bravo”, 1999. 204 p. Ils, retrs., facs.

Benjamín Flores Hernández: Para la diversión y la utilidad pública, 24 días de corridas. Instantánea documental torera de la vida mexicana de hace dos siglos y medio. 1ª edición 2017.  Aguascalientes, Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2017. 156 p.

Disponible en internet, junio 4, 2019 en:

https://www.uaa.mx/direcciones/dgdv/editorial/docs/para_la_diversion.pdf

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