EDITORIAL.
Carta dirigida al Sr. Fabrizio Mejía Madrid.
Ciudad de México, 27 de septiembre de 2019
Sr. Mejía Madrid:
I
Me permito dirigirle este escrito, con objeto de hacer algunos comentarios relacionados con la publicación de un reciente artículo suyo, mismo que formó parte de la edición de proceso, en su número 2237, del 15 de septiembre pasado.[1]
“Desde la barrera” es el título de la colaboración, misma que aparece en páginas centrales, lo cual es indicativo de que los editores de tal revista le hayan concedido uno de los espacios más deseados en cualquier publicación de reconocido prestigio, que tal es el caso de este semanario de información y análisis con 43 años de amplio recorrido donde el ejercicio periodístico y de análisis, sobresalen notablemente.
Sin embargo, al dar lectura a su escrito, diversos aspectos en el contenido del mismo, son motivo de una detenida revisión y reflexión, de ahí que confiese el hecho de que disiento de sus planteamientos, mismos que provienen de una posición decididamente antitaurina, y cuyo sustento documental o teórico da a su trabajo la nada extraña inestabilidad de argumentos planteados desde el territorio por el que usted muestra o tiene empatía.
De entrada, y en su primera frase argumenta: “Ahora que se realizará una consulta sobre la prohibición de las corridas de toros en México…” Nada nos dice hasta hoy que eso vaya a ocurrir. Sabemos de antemano, que el Lic. Andrés Manuel López Obrador, Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, es un convencido del legado que la figura pública y política de Benito Juárez, y que la sola frase por el pronunciada, de que “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”, es paradigma fundamental en su gobierno.
A pregunta expresa hecha el pasado 5 de septiembre, en su acostumbrada conferencia en Palacio Nacional, se le planteaba la posibilidad sobre si los toros deben prohibirse o no. Su respuesta fue plantear que el punto se someta a una “consulta” popular, lo que significa también, poner en riesgo, en caso de suceder una votación adversa, que la tauromaquia quede sujeta a desaparecer.
De ese modo, debo decirle que nosotros taurinos, fundados en el derecho de la libertad, manifestamos que el patrimonio cultural de la tauromaquia, es una expresión que se integró a la vida cotidiana de nuestro país, alcanzando cerca de 500 años de convivir entre nosotros.
A lo largo de casi cinco siglos, es y ha sido parte de la cultura popular, y de que siendo resultado de un evidente mestizaje entre dos culturas –europea y precolombina-, ha conseguido integrarse en diversas poblaciones de nuestro territorio, maridaje que está vivo hasta nuestros días.
Su presencia ha permitido crear entornos naturales, como la ganadería cuyo sustento hoy día es la ecología y la biodiversidad. Que solo en ese rubro, es fuente de trabajo para unas 60 mil personas, entre otros aspectos que redundan en una derrama económica favorable, sin dejar de mencionar otro sinnúmero de asuntos que favorecen la dinámica en este patrimonio.
De someter al espectáculo taurino en todas sus representaciones a una consulta popular, ello vulnera en principio, lo establecido por la Convención para la salvaguarda del patrimonio cultural, documento que emitió la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas), el 17 de octubre de 2003, mismo que plantea lo siguiente:
- a) la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial;
- b) el respeto del patrimonio cultural inmaterial de las comunidades, grupos e individuos de que se trate;
- c) la sensibilización en el plano local, nacional e internacional a la importancia del patrimonio cultural inmaterial y de su reconocimiento recíproco;
- d) la cooperación y asistencia internacionales.
Por otro lado, e igual de importante es:
-Que el alma de los pueblos que es su cultura, no se prohíbe, se defiende, se conserva y se protege.
-Que ninguna autoridad puede prohibirla válidamente, y mucho menos invocando una legitimidad basada en dudosas consultas.
Y aún más. Un elemento cultural, incluso por ser minoritario, no puede ser descalificado como tal, ni sometido a voto alguno, pues en ese caso se utilizaría un supuesto proceso democrático como instrumento de censura cultural.
Por lo tanto, invocando el sentido de madurez que recae en los destinos que, como Presidente de México nos plantea, conduciendo al país por los senderos de la prosperidad, conviene una reflexión donde se imponga un razonable sentido para proteger esta manifestación cultural, en el entendido de que no es, ni por asomo, cuanto se argumenta en su contra, sino que se constituye y representa como un profundo proceso ritual, de honda tradición milenaria, suma de aportaciones legadas por diversas culturas, las de oriente y occidente. Y que luego, a partir de 1526 se materializan aquí, se integran y se enriquecen con valores y elementos que provienen de una compleja consecuencia, derivada del proceso de conquista, hace ya 500 años.
Superado el trauma, pero sobre todo asimilada e integrada aquella experiencia, el mestizaje surtió efecto y el toreo, entre otros aspectos fue integrado y hecho suyo por el espíritu de nuestros pueblos que hasta hoy lo conservan y mantienen como propio.
Apelamos respetuosamente, con objeto de que, sin necesidad de esa alternativa en la que una simple votación elimine o pueda eliminar una tradición; por el simple hecho de respetar la opinión de las mayorías, esto podría sentar un claro precedente donde también otros aspectos de la vida cultural en este país, queden condenados al mismo racero.
Creemos firmemente que el poder no existe. Se crea.
II
A continuación, dispone usted de la lectura de un libro que, entre los historiadores consideramos como “clásico”. Me refiero, y no podía ser de otra manera a ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el siglo de las luces, de Juan Pedro Viqueira Albán, obra que ha merecido varias ediciones, desde su aparición en 1987, por el Fondo de Cultura Económica.
En efecto, lo que plantea el autor, es del todo creíble, partiendo de la base donde precisamente aquel siglo representó el espacio temporal de cambios radicales en las formas de pensar o de gobernar incluso. Lo que plantea tiene como fondo el reordenamiento administrativo que la corona impuso sobre el virreinato de la Nueva España, a partir de diversos episodios de desorden político, administrativo o social que se dieron al relajarse precisamente aquellos aspectos, bajo la premisa de un “acátese, pero no se cumpla”. Entre los asuntos que fueron motivo de revisión por su parte, son aquellos referidos a las notorias jerarquías al interior de la plaza de toros, lo cual es resultado de un complejo proceso de integración que aceptaron o permitieron las autoridades a lo largo del tiempo. Disponer de una “lumbrera”, era suficiente razón para que los representantes políticos o religiosos entraran en profundas discusiones, y en eso, los “diputados de fiestas”, tendrían que haber resuelto de la mejor manera cada caso.
Un dato más que pone en entredicho sus apuntes, es el hecho de que “La primera corrida novohispana se realiza hace casi 500 años, el 13 de agosto de 1529…”. En tal fecha se conmemoraba la caída del imperio azteca. Así fue como en Cabildo, decidieron tan importante ocasión, aunque se sabe que Hernán Cortés, en la quinta “Carta-Relación” enviada al Rey Carlos V en septiembre de 1526, afirmaba que, el 24 de junio de aquel año se había celebrado un festejo donde “se corrieron ciertos toros” y luego entre 1527 y 1528 también hubo ocasión de que se efectuaran algunos espectáculos. El de 1529 cobró notoria importancia pues pudo afirmarse entre otras razones, con la presencia del “pendón real”, pieza que adquirió un símbolo especial.
Y es curioso enterarnos que el pendón no era un objeto emblemático más. Con su sola referencia, y encabezando el desfile que ocurrió poco más de 250 años, cada 13 de agosto se llegó a llamar el día del Paseo del Pendón, el del patrón San Hipólito. A esta efeméride se une otra, en igual jornada y lugar, justo cuando sucede la capitulación del imperio encabezado por Cuauhtémoc, convirtiéndose así en el último día de Tenochtitlan.
Párrafos adelante, usted refiere que “las corridas comenzaron a ser practicadas por caporales de las haciendas, briagos entusiasmados por la repentina pérdida del miedo y que se despojaron del glamour aristocrático, por lo que la “nobleza” novohispana decidió practicar la lidia escondiendo su rostro con un antifaz. De ahí el primer término, no priista, del “tapado”.
Tanto como que fueran simples “briagos entusiasmados por la repentina pérdida del miedo”, más bien lo que debe analizarse de manera más centrada, es el hecho de cómo aquellos caporales, muchas veces sin nombre y apellido, asimilaron la experiencia de la representación taurina urbana, para afirmarla y dotarla de toques muy peculiares en el ámbito rural, llevando de nuevo este discurso a las grandes plazas donde finalmente –y así puede percibirse-, se mantuvo un natural y espontáneo diálogo entre esas dos expresiones y esos dos espacios. En ese sentido, tal propósito, enriqueció al que fue auténtico esplendor de un espectáculo detentando por la nobleza, aunque con fuertes posibilidades de que fuese retocado por la participación creativa de lo que usted llegó a decir de aquel sector de caporales de las haciendas, ya no tanto en forma peyorativa. Aceptemos –y no nos pongamos tan puristas- que bien pudieron emborracharse, lo cual sería común comportamiento, o lo es incluso en nuestros días. Pero lo que aquí conviene resaltar es que ese toreo, y como ya se dijo párrafos atrás, iba día a día mestizándose de manera contundente, hasta llegar a ser un espectáculo del que se sirvieron las mismas autoridades, entre otras cosas, para obtener fondos en obras públicas o para beneficio de diversas instituciones. Por eso, y eso lo afirma también usted, es que surgieron o se insertaron elementos que pueden considerarse como “parataurinos”: “mujeres toreras, cómicos que se dejaban embestir en un tonel de metal, peleas de gallos, de perros de presa, y hasta carreras de liebres”, que efectivamente sucedieron en abierta combinación con la puesta en escena de la principal representación del festejo taurino en cuanto tal.
“Para los ilustrados del siglo XVIII y XIX mexicanos aquello representaba una vergüenza, por el maltrato animal y por la idea de circo romano que invocaba, con gladiadores que eran los pobres de la ciudad, pulqueros, vendedores de fruta y teporochos de esquina”.
Con la anterior expresión dicha por usted, nos alejamos de un discurso más claro que planteaban los “ilustrados”, como fue el caso de Jovellanos, y que luego hicieron suyo Carlos María de Bustamante o José Joaquín Fernández de Lizardi. En efecto, estamos frente a tres declarados antitaurinos de aquella época ilustrada que no solo terminó aplicando el rigor de su administración, sobre todo la que se impuso a partir de la presencia de Carlos III o Carlos IV, sino la que era necesaria para poner orden en una colonia que en esos momentos, estaba sirviendo como nutriente principal en el apoyo económico a una corona española en declive. Ese apoyo, surgió gracias a la inyección de la riqueza minera, por lo cual era importante que se administrara en mejor medida todo aspecto político, económico o social. Se acabó con la celebración, entre otras cosas, de festejos donde se dilapidaba el dinero en forma por demás incontrolable, tomando en cuenta que el calendario de fiestas y celebraciones tendría en México un peso importante a lo largo de todo un año. Para eso entonces, y entre otras cosas, fue necesario el rigor, de ahí el intento –fallido por cierto-, de la aplicación de una “Pragmática sanción” impuesta por Carlos IV en 1805, bajo la premisa de que con dicha orden se prohibían “absolutamente en todo el Reyno, sin excepción de la Corte, las Fiestas de Toros y Novillos de muerte…” Lo anterior, se fortaleció entre otras cosas, con la aparición en 1812 de “Pan y Toros”, oración apologética que en defensa del estado floreciente de España en el reinado de Carlos IV dijo en la plaza de toros de Madrid D. Gaspar Melchor de Jovellanos (de la cual ya se había dado conocimiento y en iguales circunstancias, durante el año de 1794). Dicha obra, fue reeditada en México en 1820 en la imprenta de Ontiveros.
Por su parte Gaspar Melchor de Jovellanos propone luego de concienzudo análisis, que la estatura del conocimiento permite ver en los pensadores un concepto del toreo entendido como diversión sangrienta y bárbara. Ya Gonzalo Fernández de Oviedo
pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no se si en Medina del Campo [escribe Jovellanos]. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarla sugirió a algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronle que envainadas las astas de los toros en otras más grandes, para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podría resultar herida penetrante. El medio fue aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero pues ningún testimonio nos asegura la continuación de su uso, de creer en que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversión, volvieron a disfrutarla con toda su fiereza.[2]
Jovellanos plantea en su obra PAN Y TOROS el estado de la sociedad española en el arranque del siglo XIX. Es una imagen de descomposición y relajamiento al mismo tiempo y al verter sus opiniones sobre los toros es para satirizarlos diciendo que estas fiestas «ilustran nuestros entendimientos delicados, dulcifican nuestra inclinación a la humanidad, divierten nuestra aplicación laboriosa, y nos prepara a las acciones guerreras y magnánimas». Pero por otro lado su posición es subrayar el fomento hacia las malas costumbres cotejando para ello a culturas como la griega con el mundo español que hace suyo el espectáculo, llevándolo por terrenos de la anarquía y la barbarie, sin educación también que no tienen los españoles -a su juicio- frente a ingleses o franceses ilustrados. Y así se distingue para Jovellanos España de todas las naciones del mundo. Pero: «Haya pan y toros y más que no haya otra cosa. Gobierno ilustrado, pan y toros pide el pueblo, y pan y toros es la comidilla de España y pan y toros debe proporcionársele para hacer en los demás cuanto se te antoje».
Hago aquí reflexión del papel monárquico frente a las propuestas de Jovellanos. Cuanto ocurrió bajo los reinados de Felipe V, Fernando VI y Carlos III se puede definir como etapa esplendorosa, que facilitó la transición del toreo, de a caballo al de a pie, permitiendo asimismo que la fiesta pasara de un estado primitivo, a otro que alcanzó aspectos de orden a partir de la redacción de tauromaquias como Noche fantástica, ideático divertimento (…) y la de José Delgado que sigue siendo un sustento por las muchas implicaciones que emanan de ella y aun son vigentes. La llegada al poder de Carlos IV significó la llegada también de los ideales ilustrados ocasionando esta coincidencia un férreo objetivo por desestabilizar al pueblo y su fiesta. Y concluyo, en alguna medida los ilustrados lo lograron, pero ello no fue en detrimento del curso del espectáculo.
III
A continuación, cita usted a una serie de autores españoles que podrían manifestar o manifestaron rechazo al espectáculo taurino en cuanto tal. Allí están Quevedo, Clarín, Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Azorín, Antonio Machado, Unamuno. En Francisco de Quevedo y Villegas, además de su cita de “Pretende el alentado joven gloria”, encontramos en El Parnaso español o las nueve musas (1648), una brillante exposición poética de su pensamiento como integrante del siglo de oro de las letras españolas. De Leopoldo Alas “Clarín”, tendríamos, al igual que con el legado de Eugenio Noel, a los más declarados antitaurinos, así como Antonio Machado que no siendo favorable a la tauromaquia,tuvo en Manuel su antípoda, y siempre en favor del espectáculo, que no todos son perfectos. No desconocemos que Miguel de Unamuno también mostró dicho comportamiento, aunque legó un importante documento “Escritos de toros”, obra publicada en 1964 en Madrid. De Juan Ramón Jiménez, basta con tenerle ubicado en su obra más célebre, “Platero y yo”, así como el fino y gran poeta. De Baroja, contamos con su novela “El Capitán mala sombra”, en la que el tema de los toros está presente. Y a José Martínez Ruiz “Azorín”, que mostrándose no afín a los toros, su obra literaria es clara y contundente con muestras como “Castilla”, “Cavilar y contar”, “Los pueblos (Ensayos sobre la vida provinciana”, “Los valores literarios” o “Un pueblecito. Riofrío de Ávila”), en los cuales su apunte con toque taurino son clara muestra de ser autor de origen español reconociendo –hasta en esas pequeñas poblaciones-, lo ancestral que el toreo puede tener en tales sitios.
El muestrario que usted redactó, tiene como siempre, en el caso de hacer notar una oposición, la misma tendencia de incluir textos donde el rechazo, la oscuridad y hasta un intento por demostrar que son ellos los que tienen la razón, es entre quienes trabajan desde la oposición un lugar común. “Esto es lo que dicen los intelectuales en contra de los toros” y por eso hay que respetarlos, venerarlos.
Qué pena, y esto ocurre al final de su escrito, usted afirma que “En la tradición intelectual antitaurina la matanza no se relaciona con supuestos rituales de la prehistoria griega, sino con el orden jerárquico, las castas, la barbarie y la desigualdad entre hombre armado y animal asustado, campesino pobre y terrateniente ganadero” Y llego hasta aquí para replicar esto, antes de terminar.
Si no entendemos el significado entre lo que algunos antropólogos han aportado al respecto (Marcel Mauss, Henri Hubert, incluso el propio Émile Durkheim, reconocido historiador, quienes junto a Pedro Romero de Solís, Julián Pitt-Rivers, Dominique Fournier y otros), respecto al sacrificio, como piedra de toque de mucho con lo que hasta hoy carga y sigue cargando la tauromaquia, me parece que discutir con un antitaurino es imposible. Si sus ideas sólo están sustentadas en razones muy claras, e incluso cargadas de patologías particulares, se entiende que nos referimos a quien o quienes en forma natural no acepta o no aceptan ese “maltrato animal”. Es decir, basta con que sepamos que “no me gusta, y punto”. Pero a quienes creen estar convencidos por lecturas disuasivas, tendenciosas y que reúnen en el decálogo indispensable para evangelizar. Y a ello se agrega un actuar duro, frontal, violento, realmente es imposible una conversación.
Sobre si la plaza de toros de San Pablo, “erigida para las corridas de toros, es consumida por las llamas”. (Y de que ese) Era el tiempo de abrir las puertas al viento fresco del pastizal”, difiero enormemente. Se sospecha que en aquellos tiempos a que usted se refiere, el empresario o asentista, que era el Coronel Manuel de la Barrera, jugaba un cargo político de enorme influencia. Dice Aimer Granados sobre el libro Las contratas en la ciudad de México. Redes sociales y negocios: el caso de Manuel Barrera (1800-1845), México, Instituto Mora que Ana Lau preparó sobre de la Barrera:
Sastre, agitador, concesionario de los servicios públicos, habilitador de vestuario para el ejército, prestamista, propietario y especulador inmobiliario, miembro del Cabildo metropolitano, contratista de espectáculos, fiador y agiotista, Manuel Barrera representa un actor social que, como muchos otros y en un período de transición, tuvo que adaptarse a las nuevas condiciones impuestas por la naciente forma de entender el Estado, la sociedad y los negocios. No obstante, como la autora insiste, no hay que perder la perspectiva de que el escenario en donde interactuó Barrera fue de transición y esta consideración tuvo sus implicaciones. Una de las más importantes es que si bien es cierto que los nuevos tiempos introdujeron innovaciones en la forma de acumular capital, por otra parte, la inercia de la sociedad colonial todavía imponía patrones culturales sin los cuales estas nuevas formas de gestionar el capital no habrían tenido éxito.
Pues bien, es muy probable que ya siendo empresario de la plaza de San Pablo, y con aquella carga de influencias a su vera, esto fuera suficiente motivo para entender que surgiera alguna desavenencia en la que incendiar una plaza de toros toda ella armada con madera, e inmueble bajo su administración, fuera suficiente motivo para satisfacer alguna venganza. Es tan oculto lo que sucedió en torno a ese caso, que ni el mismo Carlos María de Bustamante en su “Diario de México” alcanzó a comprender, y nos deja por consecuencia, con la duda.
Termino aquí, en espera de que estas aclaraciones sirvan como parte del equilibrio razonado que se necesita para entender una y otra postura. Nosotros, los taurinos también creemos estar seguros en manejar los argumentos más apropiados. Sobre lo que ustedes digan, respetamos pero no compartimos. Sin embargo, conviene una mejor y más clara lectura que realicen a los antiguos textos o de aquello que trabajen con sus propias ideas (como nosotros lo seguiremos haciendo), evitando así una deformación de la realidad. Hoy, el peso de las redes sociales está dejando notar lo que puede significar la cohesión social en términos muy serios. Allí hay un termómetro en la dinámica que las sociedades siguen a través de patrones que son absolutamente claros a la hora de tomar decisiones conjuntas. Unos y otros tienen y tenemos claro que lo deseable es el manejo de la razón, por encima de la pasión, e incluso de la confusión y la indignación misma.
Atentamente
José Francisco Coello Ugalde
Maestro en Historia
[1] Disponible en internet septiembre 25, 2019 en:
https://www.proceso.com.mx/600462/desde-la-barrera
[2] Gaspar Melchor de Jovellanos. Espectáculos y diversiones públicas. Informe sobre la ley agraria. Edición de José Lagé. 4a. edición. Madrid, Cátedra, S.A. 1983 (Letras Hispánicas, 61). 332 p, p. 95-6.