GALERÍA DE TOROS FAMOSOS y TOROS INDULTADOS EN MÉXICO. SIGLOS XVI a 1946. (III).

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Portada de la edición que aparece en Bolonia en 1782 y retrato del autor.

   Uno de los mejores relatos sobre el papel de los “toreros” anónimos en la Nueva España, lo escribió fielmente Rafael Landívar S.J. (1731-1793) en su obra Por los campos de México, o Rusticatio mexcana en 1782. Allí quedaron plasmadas las formas de ser y de vivir del criollo, quien se identifica plenamente en el teatro de la vida cotidiana pasados los años centrales del siglo XVIII.

   Por los campos de México,[1] publicada en Bolonia en 1782 está compuesta en bellos hexámetros, que es el verso épico por excelencia. Además, el padre Landivar se prodigó especialmente en esta obra ya que fue uno de los poetas mayores de la latinidad moderna, puesto a la altura de Poliziano, Frascatorio o Pontano, en opinión de Menéndez y Pelayo.

De entrada nos dice: «Nada, sin embargo, más ardientemente ama la juventud de las tierras occidentales como la lidia de toros feroces en el circo». Son las primeras visiones de Landivar -hechas probablemente antes de la expulsión de los jesuitas en 1767-, donde «sale al redondel solamente el adiestrado a esta diversión, ya sea que sepa burlar al toro saltando, o sea que sepa gobernar el hocico del fogoso caballo con el duro cabestro».

La formación de Landivar como jesuita permite contemplar un amplio espectro de la sociedad novohispana en general, y del espectáculo en particular, por lo que en otra parte de sus apuntes anota: «Preparadas las cosas conforme a la vieja costumbre nacional…» encontrarnos que el toreo en México, en aquel entonces, cuenta ya con las bases que le dieron carácter al espectáculo, mismo que presenció en alguna provincia, puesto que no vemos en su descripción ninguna referencia a plaza «formal».

El autor describió la salida al ruedo de un novillo «indómito, corpulento, erguida y amenazadora la cabeza» y ante él, el lidiador «presenta la capa repetidas veces a las persistentes arremetidas [donde] hurta el cuerpo, desviándose prontamente, con rápido brinco [que] esquiva las cornadas mortales». Estamos ante el origen mismo del toreo de a pie en su forma definitiva.

La fiesta que presenció Rafael Landivar tiene sorpresas reveladoras. Luego de admirarse de la bravura de aquel toro «más enardecido de envenenado coraje», salió el lidiador «provisto de una banderilla, mientras el torete con la cabeza revuelve el lienzo, [y] rápido le clava en el morrillo el penetrante hierro…», y ya que el astado tiene clavada una banderilla, «el lidiador, enristrando una corta lanza con los robustos brazos, le pone delante el caballo que echa fuego por todos sus poros, y con sus ímpetus para la lucha. El astado, habiendo, mientras, sufrido la férrea pica, avieso acosa por largo rato al cuadrúpedo, esparce la arena rascándola con la pezuña tanteando las posibles maneras de embestir».

Toda esta escena es representativa del modo inverso en que se efectuaba la lidia: es decir, banderillaban primero y después lo picaban, e incluso, deben haberse mezclado las suertes aprovechando una ciega bravura del toro, dato que sorprende pues revela un tipo de embestida hasta entonces desconocida, en virtud de que la crianza y selección como se conocen hoy en día, no eran métodos comunes entre los señores hacendados. O lo que es lo mismo, no había evidencia clara en la búsqueda de bravura en el toro, desde un punto de vista profesional.

   «La fiera, entonces, más veloz que una ráfaga mueve las patas, acomete al caballo, a la pica y al jinete. Pero éste, desviando la rienda urge con los talones los anchos ijares de su cabalgadura, y parando con la punta metálica el morrillo de la fiera, se sustrae mientras cuidadosamente a la feroz embestida». Fascinante descripción de la suerte de varas, misma que se efectuaba seguramente de forma parecida a la actual, con el pequeño detalle de que los caballos no llevaban peto.

Se intentó darle orden al espectáculo, pues es posible que se encontrara una autoridad, la cual mandaba «que el toro ya quebrantado por las varias heridas, sea muerto en la última suerte» seña de la formalidad que se pretendió imprimirle a la fiesta, que a pasos agigantados se alejaba de una improvisación muy marcada.

   «…el vigoroso lidiador armado de una espada fulminante, o lo mismo el jinete con su aguda lanza, desafían intrépidos el peligro, provocando a gritos al astado amenazador y encaminándose a él con el hierro». Momento de encontradas situaciones donde el matador y el jinete decidían por un mismo fin: la muerte del toro. Parece como si todavía permanecieran grabadas las sentencias que impuso la nobleza al atravesar con la lanza al toro y así, dar fin a un pasaje más de la diversión. Landivar marca un lindero entre el torero de a pie y el de a caballo:

   «El toro, (…) arremete contra el lidiador que incita con las armas y la voz. Este entonces, le hunde la espada hasta la empuñadura, o el jinete lo hiere con el rejón de acero al acometer, dándole el golpe entre los cuernos, a medio testuz, y el toro temblándole las patas, rueda al suelo. Siguen los aplausos de la gente y el clamor del triunfo y todos se esfuerzan por celebrar la victoria del matador».

Finalmente, el protagonista de todo este relato fue el torero que echó pie a tierra, quien expuso su vida en esos difíciles momentos de cambio: la transición del siglo XVIII al XIX. Este último recibió un toreo cuyo valor alcanzó momentos de verdadera grandeza.[2]

De 1783 es la Descripción de las Fiestas que hicieron los diputados de la ciudad de Tehuacan, en celebridad de la dedicación del templo de Nuestra Señora del Carmen. Su autor. D. Francisco Joseph de Soria, nos obsequia el

 Rasgo Épico

Bella escuadra de Moros, y Cristianos

al general concurso iba rigiendo

con las lenguas, los ojos, y las manos,

y el desazón pasado previniendo

del desafío arrogante

ningún oyente se quedó ignorante.

 

Mas que mucho si entonces ya se veía

un pequeño vestigio, un leve rastro

de cómo aquella celestial Poesía,

producción era del insigne Castro,

que de Ángel, mas que de hombre

sobre mil vivas elevaba el nombre.

 

Entretanto el Señor don Joseph Prieto

para las Fiestas Reales, que procura,

examina sujeto por sujeto,

y el acierto entre todos asegura,

ya la noche fallece,

y el concurso con ella desaparece.

 

Pero qué importa si otro nuevo día

en los brazos nació del rubio Apolo,

a dar a Tehuacan más alegría,

que a infelices arenas dio el Pactólo

imágenes funestas,

si bien doradas; vamos a las Fiestas.

 

Se presentó la Plaza guarnecida,

y de nobles Tapices adornada,

sobre un cuadro perfecto constituida,

y a curioso nivel perfeccionada,

tan alegre, tan bella,

que apenas podrá hallarse otra como ella.

 

No por sus galas, no por su grandeza,

ni porque fuese en costos peregrina,

no por su adorno, no por su riqueza;

sino es porque le dio mano divina

por divisa española

gracia especial de ser como ella sola.

 

El Castillo en el medio se miraba

asunto digno de inmortal Poesía,

que en tres cuerpos formales descollaba

dispuestos en perfecta simetría,

de cuyo Arte, y Figura

se hicieron cargo la Poesía, y Pintura.

 

El primer día de Fiestas en media hora

se vió la Plaza tan de gente llena,

que aquel esmero mismo, que la explora

es inquietud, que mas la desordena,

cuyo remedio inicia

valida de las Armas la Justicia.

 

A este tiempo pobladas las Lumbreras

de varias gentes observó el cuidado:

De voces racionales, y parleras

un jardín era, sí, cada Tablado,

que al Cielo comparaba

si no lo que lucía, lo que brillaba.

 

La Nobleza primera no se excusa

de señalar aquel festivo anhelo

con varias galas; mas espera Musa,

que arrastrando tu acento por el suelo,

ya con sonora pompa

viene el Violín, el Pífano, y la Trompa.

 

Abriéronse las Puertas principales

de la Plaza, y a un tiempo entrar en ellas

se vieron en dos Niños especiales

sobre dos Brutos fijas dos Estrellas,

que en el punto que entraron

de Géminis el Signo figuraron.

 

Uno era Pliego Príncipe Cristiano,

adalid de la Noble comitiva,

que venía conduciendo a Don Mariano

de la Vega, en acción la más festiva,

de Músicos, y Criados

igualmente vestidos, y adornados.

 

El otro Prieto fue Príncipe Moro

de Don Joseph Mateos también seguido

para el efecto mismo, que un Tesoro

(sin ponderarlo) traía en el Vestido,

honrando a sus Blasones

criados cautivos, Músicos Ariones.[3]

 

Con un vestido verde se presenta

de Terciopelo guarnecido de Oro

el partidor Cristiano, a quien intenta

en Arte y Galas exceder el Moro;

pero no lo consigue,

que la conducta igual en los dos sigue.

 

En los cuatro Caballos mil primores

todos admiran de una y otra parte,

y a no diferenciarse en los colores,

decir pudieran que eran los de Marte:

Tal era su viveza,

su hermosura, su gala, su destreza.

 

Tomó cada uno el puesto señalado,

y en esta forma se ordenó el paseo,

pareciendo que hacía uno, y otro lado

iba marchando el Délfico Muséo,

el que siendo concluido

nuevos asuntos emprendió el sentido.

 

Con diestro impulso de sagrada Mano,

llevándose tras si los corazones,

parten la Plaza el Moro, y el Cristiano,

mejor dijera, dos exhalaciones,

que al uno, y otro Bando

no partiendo iban ya, sino volando.

 

Bellas tropas de Moros, y Cristianos

se presentaron en las cuatro esquinas,

que de manera mil corriendo ufanos

las ideas practicaron peregrinas,

que al estruendo de Marte

había curioso prevenido el Arte.

 

Distintas veces en la Plaza entraron

los Cristianos así como los Moros,

y sus festivos juegos alternaron

con varios lances a valientes Toros,

los que ofrecidos fueron

a los mismos que allí muerte les dieron.

 

Querer significar la diferencia

de figuras, de juegos, de labores,

que en los tres días formó la concurrencia

de sus festivos diestros Corredores,

fuera intentar cogellas,

o numeras del Cielo las Estrellas.

 

Baste decir, que fueron repetidas

la Marcha, la Partura, la Carrera,

por tres veces en Galas distinguidas,

la última, si, mejor que la primera,

y que el Día del Combate

el Cristiano valor al Moro abate.

 

Baste decir que ya vencido el Moro,

de ardides muchos se valió este Día:

Como andaban la Pólvora, y el Oro,

publicando las Glorias de MARÍA,

cuya Imagen amante

a la cristiana Fe voló triunfante.

 

Se acabaron las Fiestas, mas no acaba,

ni acabará el Amor de describirlas:

La misma Fama, que las decoraba,

con las cien Trompas no sabrá decirlas;

pero ninguna de estas

fue la mayor ventura de estas Fiestas.

 

Todo lo anduvo disponiendo el modo;

mas quien no admira ver en su progreso,

suceder tanto, y acabarse todo

sin que se hubiera visto un mal suceso,

ni en los torpes ensayos,

ni en la Plaza corriendo los Caballos.

 

Ni en las Torres los bronces agitando,

ni en el Coso a los Toros ofendiendo,

ni en las Risas la Plebe comerciando,

ni en las calles la Pólvora encendiendo;

todo lo gobernaba

mano Divina, que entre todo andaba.

 

Siendo la copia de la gente inmensa,

ninguna cosa se notó perdida,

ni se vio que de Dios alguna ofensa,

públicamente fuese cometida,

ni una voz alterada,

ni una gota de sangre derramada.

 

¡Este si que es favor imponderable

pocas veces del Mundo merecido!

Blazonar puedes Tehuacan amable,

de que tu gozo fue gozo cumplido,

pero no, no blazones,

que MARÍA gobernaba tus acciones.

 

¡O Soberana Reina, y quien lograra,

significar tu Gracia! ¡Quién pudiera,

decir lo que eres Tú! Yo lo intentara,

si como Dios lo sabe, lo supiera,

y entonces sí diría

con toda perfección lo que es MARÍA.

 

Bien veo, Ilustre Conde,

del Mexicano suelo clara Lumbre,

que tu gloria se esconde

a mi talento oscuro,

y que si de ella a la sublime cumbre

por el sereno y puro

líquido el vuelo alzara,

suerte igual a la de Ícaro probara.

 

Mas tanto gano en esto,

y tal virtud en tu Persona admiro,

que el despeno funesto

que a mi arrojo cupiera,

no me atierra: ya en uno y otro giro

por la celeste esfera

lúcida me remonto,

y se aleja de mi el undoso Ponto.

 

En vibrantes fulgores

de blanca luz observo revestidos

a tus claros Mayores,

que con muerte gloriosa

por el Orbe dejaron esparcidos

sus nombres, y la honrosa

fama que se adquirieron,

a su Posteridad la transmitieron.[4]

   Hasta aquí con esa visión y revisión que, sobre el toro encontramos en diversos documentos que provienen del periodo virreinal. No son todos, pero sí aquellos donde están presentes aquellas notorias evidencias al respecto. Seguiré buscando lo más que sea posible para ir contando con una mayor interpretación respecto a tema tan interesante como es el de la manera en cómo aquellos pobladores, y más aún los diversos escritores apreciaron diversas características que nos explican la presencia del toro en los cientos, o quizá miles de espectáculos que se celebraron durante los tres siglos de aquella etapa. En próximas colaboraciones, retomaré el tema nada más aparezcan esas nuevas evidencias, pero el propósito es continuar, y ese hecho permite acceder al siglo XIX, espacio temporal de rica y abundante información que será muy importante conocer para contar con el contexto apropiado y así entender de mejor manera las diversas apreciaciones y otros tantos más que nos llevarán a entender cómo se fue configurando también, aquel sector de la ganadería que vinculó parte de sus procesos a los festejos taurinos. Gracias.


[1] Rafael Landívar, S.J.: Por los campos de México. Prólogo, versión y notas Octaviano Valdés. 2ª. Ed. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1973.XXVI-218 p. Ils. (Biblioteca del estudiante universitario, 34).

[2] José Francisco Coello Ugalde: Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana (Desde el siglo XVI hasta nuestros días). Madrid, Anex, S.A., España-México, Editorial “Campo Bravo”, 1999. 204 p. Ils, retrs., facs., p. 48-51.

[3] Garibay K.: Mitología griega…, op. cit., p. 52.

Arión: hijo de Poseidón y la ninfa Onea. Fue maravilloso tocador de lira y él invento el ditirambo en honor de Dioniso.

[4] Descripción de las Fiestas que hicieron los diputados de la ciudad de Tehuacan…, Op. Cit.

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