RECOMENDACIONES y LITERATURA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
En mis incursiones librescas o de archivos, encontré un interesante material en la Biblioteca “Lerdo de Tejada”. Se trata de Revista de Revistas. El Semanario Nacional del año 1923. En el número correspondiente a diciembre 16 de aquel año, se incluye una colaboración del eminente escritor Rubén M. Campos (Doblado, Guanajuato 1876, Ciudad de México, 1945), dedicado a indagar asuntos del flolklore nacional, con temas como la danza indígena, temas de la vida cotidiana, música popular, artesanía, diversas fiestas profanas y sagradas, mexicanismos, biografías, poesía, y otros asuntos de nuestra cultura. “Las Corridas de Toros de Antaño” es un delicioso texto en el que rememora una vivencia infantil, que quedó firme en su memoria, dada la forma en que describe con puntual exactitud los detalles mayores y menores de aquel festejo, celebrado en San Pedro Piedra Gorda en el curso del mes de enero de 1878, faltando dos para que ocurriera la penosa muerte de Lino Zamora a manos de su celoso “matador”, Braulio Díaz.
En esta narración que incluyo completa a continuación, se detalla la forma en que se celebró una tarde de toros donde además, tuvo la suerte de ver alternar al propio Lino Zamora junto a Bernardo Gaviño y junto a ellos toda una “fauna” de elementos complementarios como el “loco”, los “hombres gordos”, “la Mónica, ágil banderillera”. Describe los curiosos pares de banderillas y la forma en que se adornaban, y luego algunas suertes, o la aparición de Lino Zamora poniendo banderillas a caballo y la no menos notable actuación de Refugio Sánchez “El Verde”, al “Borrego” (quizá se refiera a Abraham Parra, notable diestro de aquellos sitios provincianos), sin faltar la de los charros y jinetes que lucieron todas sus habilidades. No falta aquí el momento en que se desarrolló el “toro embolado” y otros aspectos de una tarde que resultó incomparable dado el buen juego de los toros, a pesar de que se tuvo que utilizar el “lazo” como forma para retirar a alguno de los allí lidiados.
Para no entorpecer la sabrosa crónica del autor invitado en esta ocasión, vayamos a la lectura de
Las Corridas de Toros de Antaño.[1]
Por: Rubén M. Campos.
Ninguno de los jóvenes concurrentes de hoy a una corrida de toros, podría imaginarse lo que eran las corridas de antaño. Es preciso haber vivido un poco para llevar catalogado algo, y poder desglosar de vez en cuando una página pintoresca del libro de la vida.
Cuando se ve hoy al gladiador (Rodolfo) Gaona en una actitud praxitélea[2] que haría retemblar el inmenso Colosseum[3] colmado de espectadores venidos de todo el Imperio, ante la esmeralda escrutadora de César que lo proclamaría quirite,[4] lo que era algo más que un dios, no pueden concebirse las corridas de toros sin la parsimoniosa etiqueta de un espectáculo en el que, si bien la plebe intemperante es la misma, los rituales de la arena son tan ceremoniosos como en la recepción de una corte.
Pero en los tiempos que yo alcancé con el albor de aurora de los diez años (que ya vimos, nació muy probablemente entre 1865 y 1870; murió en 1945),[5] la fiesta de sangre era un torneo de júbilo por el que a veces pasaba un estremecimiento de muerte. El valor brutal de (Juan) Silveti tuvo sus raíces en aquellos toreros guanajuatenses que infundían el desprecio a la vida. Era la primera vez que yo iba a ver lidiar toros, y era Lino Zamora quien toreaba.[6] Cada capitán tenía entonces su cuadrilla de toreros, y la de Lino era la más famosa. Las plazas de onzas de oro y de pesos de antiguo cuño, que cubrían las mesas de las partidas de juego en la feria de San Pedro Piedragorda (Zacatecas), respondían de que podía ser pagado el más insigne torero de entonces. Iba a alternar con Bernardo Gaviño,[7] y disputábales a ambos el rango de primero banderillero Refugio Sánchez, “El Verde”, llamado así por su terno de luces lentejueleado de plata.
La plaza, construida de vigas y cubierta y techada con petates, era por dentro una mancha radiosa de colores vivos en que dominaban el azul de los rebozos y el rojo de los zagalejos de las mujeres. El payaso[8] divirtió al pueblo con coplas comentadas por la música de viento, a la que interrumpía el farsante con la mano para versificar otra relación que terminaba glosando la misma copla, entre la jacaranda del público. La hora de abrir la corrida fue anunciada por el clarín, abrióse una puerta, ampliamente, y apareció a partir plaza un charro a caballo, espléndidamente enjaezado a la mexicana; saludó caballeresco, descubriéndose para pedir la venia y recogió la llave del toril que le entregó el juez de plaza. Apareció luego el zarzo de las banderillas, que eran un primor de labor en papel picado: cornucopias que volaban flores del trópico; palomas que abrían las alas al ser clavado el par; redes repletas que al romperse cubrían al toro con una gualdrapa regio de rosas enhebradas de listones de oro y plata; canastillas de agasajos que al ser sacudidas con los reparos de la bestia daban al viento una lluvia de mariposillas de oro volador; floripondios y granadas abiertas, macetas floridas, liras enhiestas, estípites volcadas. En seguida venía Lino Zamora en su caballo blanco, pequeñito y fino, de pura raza árabe, haciendo cabriolas, y detrás del capitán sus toreros coruscantes de oro y plata en lentejuelas de luz sobre alamares irisados con los reflejos de las sedas violeta, anaranjada, rosa, verde, morada, azul. Lino Zamora, en terno guinda, era un hombrecillo de espaldas cuadradas, tez de bronce, bigote y cabello aún negros y ojos de pájaro de presa. Tendría entonces cincuenta años[9] y debería morir de una puñalada[10] por causa de una mujer, dos meses más tarde, en Zacatecas, a manos de Braulio Díaz.
Después de la cuadrilla que capitaneaba Bernardo (Gaviño), gualda y oro, venían los picadores a caballo, a pecho descubierto las bestias y con simples polainas los hombres, la lanza en la cuja[11] y calado el barboquejo de los sombreros galoneados. Tras los picadores venían los lazadores en excelentes caballos enjaezados con silla vaquera. Después seguían los charros coleadores y los jineteadores montados en pelo, sin silla y sin freno las cabalgaduras. Y a continuación la Mónica, una amazona que banderillaba a caballo o subida en un barril,[12] vestida de china poblana, con las trenzas sueltas a la espalda y fumando un veguero, el rebozo de bolita terciado en los hombros provocativos. Su aparición fue saludada con un estruendoso aplauso como el que saludó a Lino Zamora, y ella sonreía echando atrás el rico sombrero galoneado y dejando ver, al quitarse el puro de la boca, un diente chimuelo en su faz caricortada. Y luego los jorobantes,[13] que fueron recibidos con risas estrepitosas y silbidos que coreaban el son que ellos bailaban; y con ellos los hombres gordos, empajados, esféricos, con un vientre enorme del que salía apenas la cabeza enharinada, los cuales dejábanse rodar por el suelo, batiendo las piernas en el aire; los gigantones, enormes peleles con la cara vuelta al cielo y los brazos colgantes, envueltos en trajes talares con dos agujeros en el vientre para los ojos de los portadores; los bocabajos, que simulaban sacar la cabeza volcada y enmascarada por entre las piernas; los enanos acurrucados, que saltaban ágilmente en cuclillas como los sapos; las chimoleras con sus grandes cazuelas para representar la pantomima de la boda de indios; y por último, Juan Panadero, danzando, con su pala empuñada para sacar de un hornito portátil el pan caliente.

Todos estos mimos desaparecieron como por tramoya una vez que dieron la vuelta al redondel, entre el estruendo de la muchedumbre que les arrojaba cáscaras de naranja y de lima; y despejada la arena quedaron en ella los capitanes y sus cuadrillas, y cedió galantemente el mexicano al español el honor de abrir la corrida.
¿Pero cómo hacer una reseña moderna sin la venia de Don Verdades, Verduguillo,[14] Latiguillo,[15] Mono Sabio[16] y demás muchachos revisteros de hoy, que saben más que el propio Cúchares?[17] La puerta del toril se abrió vomitando un toro endemoniado, y dio principio el más pintoresco herradero que se haya visto. Lino y Bernardo espiaban recelosos el momento de parar los pies a aquella fiera, pues evidentemente las ganaderías de Parangueo[18] y de Atenco[19] han degenerado. Alertas, avizores, palpitantes de rabia, como embrujados, aquellos toros raudos íbanse al bulto. Cada pica era un caballo muerto. Levantaban por los aires caballo y picador y era un triunfo salvar al hombre. Los cuernos de las fieras habían sido limados para aguzarles más la punta,[20] y las cornadas eran mortales. Un clamor de angustia levantóse cuando un picador atravesado por el pecho cayó moribundo al otro lado de la valla, y el espanto lívido puso su rictus en los rostros y secó las bocas cuando “El Borrego”[21] cayó debajo del toro con una cornada en una ingle, mortal. Habíase resbalado con una cáscara de plátano al poner un par bien puesto, y quedó a la merced del toro. Todos acudieron a salvarlo de quedar muerto allí mismo, y se apoderaron del toro por los cuernos, el cuello, la cola, y mientras Refugio Sánchez sacaba al compañero por las axilas, el toro revolvióse y lanzó lejos aquella gente, que cayó de bruces o de espaldas, y entonces toda la plaza puesta en pie aullaba de terror y una puerta dio paso a los lazadores para llevar aquel demonio a viva fuerza. Pero una bronca formidable hizo explosión atronando el circo. No debía ser lazado el toro. Debía ser lidiado hasta el fin tan magnífico ejemplar, y Lino Zamora puso fin a la disputa apareciendo en su caballo blanco.
Como por encanto quedó despejada la plaza al ser saludado el caballero, a quien fue dado un par de banderillas. El toro, en cuyo testuz brillaban las escarlatas de una rosa que llevaba en la frente, puesta al salir del toril, presintió un poder superior y aprestóse a la lucha; y al verse citado a banderillas, reculó y lanzóse sobre su adversario. Pero el centauro quebró sus cuatro pies con una gracia que recordaba la elegancia de las actitudes de los centauros sagitarios esculpidos por Scopas[22] en el friso del Parthenón, y la lucha fue un rapto de admiración trémula. El caballo escurrióse ágil como una anguila, y el caballero en escorzo[23] logró poner su par tan bien puesto cual si las puyas hubiesen estado imantadas. El caballo, espoleado, irguióse libre del apersogamiento[24] que refrenaba sus bríos, y el caballero, descubierto, fue recogiendo entre la delirante ovación, pesos y onzas de oro al dar vuelta al galope por el redondel. Refugio Sánchez, celoso de su rival, citó a su vez y partió hacia el toro raudo, girando siempre como un trompo, y puso otro par magnífico que enloqueció al público. Bernardo aprestóse a matar, suerte que debía verificar en un metisaca, pues dejar el estoque era rechifla segura. Mató bien el español tras breve faena y fue ovacionado cumplidamente.
En el segundo toro, que no fue condenado a muerte sino a lazo, vi a los charros de mi tierra escupirse la mano, sin hipérbole, al echar sus crinolinas despedidas hacia atrás, que giraban en el viento e iban a caer en los dos cuernos, y sus piales pintados que daban en tierra con el vencido. Y vi también un hombrecillo a quien le faltaban los dos brazos,[25] jinetear adherido solamente por sus piernas de acero, sacudido como si estuviese deshuesado, pero sin caer del toro. La Mónica vino después a banderillear subida en un barril, peligroso trance del que salió ilesa.
Tocóle matar a Lino Zamora, y demostró una bravura salvaje, que era la atracción de aquellos tiempos, pues la faena era un verdadero duelo a muerte; y como las pragmáticas de ancas, y se lo llevaron en triunfo tras el brillante juego que había dado.
Pero una vez terminada la corrida de cinco toros, de la que guardo confusos otros detalles, vino el toro embolado. Antes que los empajados y los bocabajos, hicieron irrupción estrambóticos personajes subidos en zancos, y les siguieron los jorobantes, los enanos, los gigantones, las chimoleras y los indios coronados de zempaxóchiles[26] y vestidos de blanco para celebrar la pantomima de la boda. El colonche corría en abundancia y las libaciones sucedíanse cuando abrieron la puerta del toril. Entonces los concurrentes, por racimos, descendieron a la arena, y aquello fue un jaleo nunca imaginado. Los empajados desafiaban impunemente a la fiera, hincados o montados en asnos, embrazando un carrizo a guisa de pica, y eran botados como gigantescas pelotas de foot ball que tuviesen tarsos rudimentarios de palmípedo[27] para huir; y los hombres de los zancos abríanse en compás para que pasara burlado el toro, en tanto que las cazuelas volaban por los aires y el colonche empurpuraba los vestidos almidonados de los indios.
La turba henchía la arena hasta atropellarse y dar en tierra por montones, en medio a la desbandada de la muchedumbre en fuga y entre una rechifla ensordecedora. Y las dos muertes que hubo en aquella tarde memorable[28] fueron olvidadas por el pueblo, hijo de Aztlán, que ahogaba en una pasquinada la orgía sangrienta de dos sacrificios humanos.
Rubén M: CAMPOS.
México, diciembre de 1923.
De mi “Galería de toreros mexicanos de a pie y de a caballo. Siglos XVI al XIX”[29] traigo hasta aquí los datos de
GARZA, Alejo: personaje que, por sus características especiales, realizaba suertes parataurinas, que así lo permitieran pues presentaba una limitación corporal, misma que consistió en no poseer los dos brazos.

De ahí que se le conociera en los carteles como el “Hombre Fenómeno”. Un cartel de mediados del siglo XIX así lo retrata:
TOROS / EN LA / PLAZA PRINCIPAL / DE S. PABLO, / El jueves 11 de junio de 1857 / FUNCIÓN SORPRENDENTE, / DESEMPEÑADA POR LA CUADRILLA QUE DIRIGEN / D. SOSTENES / Y / D. LUIS ÁVILA.
Animado el empresario por sus amigos y por infinitos aficionados a esta diversión para que en esta hermosa plaza se den corridas de toros, no ha omitido gastos ni diligencia alguna para vencer las dificultades que se le han presentado: en tal concepto, arregladas estas, tiene la satisfacción de anunciar al respetable público, que la tarde de este día tendrá lugar la primera corrida de la presente temporada.
Siendo Don Sostenes Ávila el capitán de dicha cuadrilla, y presentándose por la vez primera en esta plaza, tiene el honor de ofrecer al bondadoso público mexicano, sus débiles servicios, suplicándole al mismo tiempo se digne disimular sus faltas; en el bien entendido, de que tanto él como sus compañeros, no aspiran más que a complacer a sus indulgentes favorecedores.
A la referida cuadrilla está unido el arrojado y hábil lidiador FRANCISCO SORIA, conocido por / EL MORELIANO.
Que tan justamente se ha granjeado el afecto de sus compatriotas, y el de todos los dignos concurrentes: viniendo también agregado a la cuadrilla
EL HOMBRE FENÓMENO (se trata en este caso de Alejo Garza. N. del A.),
Que faltándole los brazos desde su nacimiento, ejecuta con los pies unas cosas tan sorprendentes y admirables, que solo viéndolas se pueden creer: en cuya inteligencia, y tan luego como se haya dado muerte al tercer toro de la corrida, ofrece desempeñar las suertes siguientes:
1ª Hará bailar a un trompo y a tres perinolitas.
2ª Jugará diestramente el florete, con el loco de la cuadrilla.
3ª Cargará y disparará una escopeta.
4ª Barajará con destreza un naipe.
5ª y última. Escribirá su nombre, el cual será manifestado al respetable público.
SEIS / FAMOSOS TOROS
Están escogidos a toda prueba para la lid anunciada; y si bien solo ellos con su ARROGANTE BRAVURA, serán bastantes a llenar el espectáculo complaciendo a los dignos asistentes. También contribuirá mucho al mimo objeto la buena reposición que se le ha hecho a la plaza, hermoseándola con una brillante pintura que le ha dado un artista mexicano.
Antes del / TORO EMBOLADO / de costumbre, saldrán de intermedio / DOS PARA EL COLEADERO, / que tanto agrada a los aficionados.
TIP. DE M. MURGUÍA.
PARRA, Abraham: Espada mexicano de segundo orden, que no dejaba de trabajar con aceptación, por los años de 1887 en adelante. (L. V., 109).
El Borrego era el alias con que se conocía a Abraham Parra en sus correrías como otro tanto de los “gladiadores” que actuaban en las plazas de toros mexicanas, ya muy avanzado el siglo XIX. No es ninguna figura apolínea. En sus mejores tiempos hasta fue banderillero de Lino Zamora. En LA LIDIA. REVISTA GRÁFICA TAURINA Nº. 3, del 11 de diciembre de 1942.
…PARA EL QUE QUIERA ALGO DE EL BORREGO, AQUÍ LO TIENEN.

Abraham Parra El Borrego, con esa figura ¡vaya que se ganó el seudónimo de marras!
Tan evocadora imagen nos transporta de inmediato a una época en que el toreo con toda su expresión a la mexicana estaba causando conmoción, sobre todo en la provincia, porque debieron ser los años en que la fiesta estaba prohibida en la capital de la república; esto entre 1867 y 1886. Todo es auténtico, desde su original continente, pasando por el ajustadísimo traje que apenas puede sujetar tanto volumen corporal, hasta la desproporción de un diseño ausente. Faja de dos palmos, capa de amplios vuelos, con una esclavina casi imperceptible, hombreras descomunales y una montera ridícula a cual más, semejando un molcajete, eso sí, perfectamente asida a la barba por un hilillo aún más grotesco. ¡Claro!, no podía faltar el impresionante mostacho rematando el serio semblante del guanajuatense.
Los golpes de una taleguilla tampoco guardan ningún equilibrio y son meras adherencias a un traje que toreros como Abraham Parra no sólo idearon, sino que mandaron hacer recreando en ellos la imagen que, como modelo, seguía dejando en el panorama Bernardo Gaviño, quien todavía se daba el lujo de cosechar alguna hazaña o causar lástima, debido a su avanzada edad (es bueno recordar que muere a los 73 años, víctima de una cornada, pero aún más de una mala atención. Esto ocurre entre el 31 de enero y el 11 de febrero de 1886).
Pues bien, para el que quiera algo de El Borrego, aquí lo tienen. Procuren no tardarse en contratarle. Si esto ocurre no les extrañe que se tome un descanso en la mullida y descansada silla de al lado.
[1] Revista de Revistas. El semanario nacional. Año XIV, México, D.F., diciembre 16 de 1923, N° 710, p. 37-8.
[2] Es decir, relacionada con la escultura clásica que viene de los más importantes artistas griegos, que fue del clasicismo más notorio al manierismo anticipado que ya insinuaba también el sensualismo.
[3] Coliseo o Anfiteatro Flavio, obra majestuosa construida en el siglo I de nuestra era por el poderoso imperio romano, la cual sigue siendo pieza emblemática y representativa de aquella época.
[4] Quirite, Caballero o ciudadano de la antigua Roma.
[5] Si nos atenemos a lo anotado por Rubén M. Campos, afirma que vio aquel espectáculo cuando contaba con diez años. Es decir, el célebre autor debe haber nacido entre 1865 y 1870, tomando en cuenta que Lino Zamora, estando por los rumbos de Zacatecas, habría actuado, antes que en Jerez, en San Pedro Piedragorda, esto, en enero de 1878.
[6] Debe uno reconocer que lo inestable de ciertos datos nos llevan a creer a “pie juntillas” lo que viene corriendo de boca en boca; es decir el testimonio oral que pasa de generación en generación y que, peor aún, se da por un hecho. Se creía que Lino Zamora habría muerto, víctima del despecho y los celos de su banderillero Braulio Díaz, a raíz del triángulo amoroso que surgió entre estos dos personajes y Prisciliana Granado, en 1884. Pero con el dato que La Voz de México, reporta en su número 50 del viernes 1º de marzo de 1878, se puede colegir que dicho asesinato ocurrió en Zacatecas el 7 de febrero de ese mismo 1878. Los “Legítimos versos de Lino Zamora, traídos del Real de Zacatecas” que corren todavía lamentando su penosa muerte, debe reconocerse, dan una fecha equivocada, la del catorce de agosto. Quizá por eso, al convertirse aquel acontecimiento en un asunto que dispersó vox populi, es que haya llegado hasta nuestros días arrastrando ese peso de equivocación, diluido en su originalidad por el tiempo, pero más aún porque transmitido entre el pueblo, se encontró rápidamente con una afirmación que es difícil de extirpar en algunos casos.
[7] José Francisco Coello Ugalde, Bernardo Gaviño y Rueda: Español que en México hizo del toreo una expresión mestiza durante el siglo XIX. Prólogo: Jorge Gaviño Ambríz. Nuevo León, Universidad Autónoma de Nuevo León, Peña Taurina “El Toreo” y el Centro de Estudios Taurinos de México, A.C. 2012. 453 p. Ils., fots., grabs., grafs., cuadros.
De acuerdo a una tabla incluida en esta biografía, y donde pude reunir todos los registros localizados sobre actuaciones del personaje, no hay dato que lo ubique en Zacatecas, lo cual no quiere decir que esto no haya ocurrido. Simple y sencillamente se podría tratar de una omisión por parte de la prensa, cuyo comportamiento por aquellos años reflejaba su abierto rechazo a la actividad taurina registrada en las provincias de nuestro país, y sólo algunas notas al respecto, son las que pasaron a formar parte de aquella relación de actuaciones. La presente, viene a enriquecer, en consecuencia, tal compendio de información.
[8] Este personaje fue uno más en la “troupe” que actuaba en diversos espectáculos taurinos, sobre todos los que se dieron desde comienzos del siglo XIX y hasta finales del mismo.
[9] Es decir, que Rubén M. Campos al calcular la edad de Zamora, nos refiere la posibilidad de que su nacimiento se registrara aproximadamente entre 1828 y 1830.
[10] De hecho no fue una cuchillada, sino la descarga completa de una pistola que empuñaba Braulio Díaz, su “matador”.
[11] Cuja o cujote, bolsa en la que se introducía la bandera a la lanza.
[12] Como una constante, el conjunto de manifestaciones festivas, producto de la imaginaria popular, o de la incorporación del teatro a la plaza, comúnmente llamadas “mojigangas” (que en un principio fueron una forma de protesta social), despertaron intensas con el movimiento de emancipación de 1810. Si bien, desde los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX ya constituían en sí mismas un reflejo de la sociedad y búsqueda por algo que no fuera necesariamente lo cotidiano, se consolidan en el desarrollo del nuevo país, aumentando paulatinamente hasta llegar a formar un abigarrado conjunto de invenciones o recreaciones, que no alcanzaba una tarde para conocerlos. Eran necesarias muchas, como fue el caso durante el siglo antepasado, y cada ocasión representaba la oportunidad de ver un programa diferente, variado, enriquecido por “sorprendentes novedades” que de tan extraordinarias, se acercaban a la expresión del circo lo cual desequilibraba en cierta forma el desarrollo de la corrida de toros misma; pues los carteles nos indican, a veces, una balanceada presencia taurina junto al entretenimiento que la empresa, o la compañía en cuestión se comprometían ofrecer. Aunque la plaza de toros se destinara para el espectáculo taurino, este de pronto, pasaba a un segundo término por la razón de que era tan basto el catálogo de mojigangas y de manifestaciones complementarias al toreo, -lo cual ocurría durante muchas tardes-, lo que para la propia tauromaquia no significaba peligro alguno de verse en cierta media relegada. O para mejor entenderlo, los toros lidiados bajo circunstancias normales se reducían a veces a dos como mínimo, en tanto que el resto de la función corría a cargo de quienes se proponían divertir al respetable.
Desde el siglo XVIII este síntoma se deja ver, producto del relajamiento social, pero producto también de un estado de cosas que avizora el destino de libertad que comenzaron pretendiendo los novohispanos y consolidaron los nuevos mexicanos con la cuota de un cúmulo de muertes que terminaron, de alguna manera, al consumarse aquel propósito.
El fin de esta investigación estriba en recoger el mayor número de evidencias de este tipo que se hicieron presentes en el toreo decimonónico enriqueciéndolo de forma por demás evidente. A cada uno de los datos, de las representaciones, creaciones y recreaciones se dedicará un análisis que nos acerque a entender sus propósitos para que estos nos expliquen la inquietud en que se sumergieron aquellas fascinantes invenciones.
Durante el siglo XIX, y en las plazas de San Pablo o el Paseo Nuevo hubo festejos taurinos que se complementaban con representaciones de corte teatral y efímero al mismo tiempo. También puede decirse: en ambas plazas hubo toda una representación teatral que se redondeaba con la corrida de toros, sin faltar “el embolado”, expresión de menores rangos, pero desenlace de todo el entramado que se orquestaba durante la multitud de tardes en que se mostraron estos panoramas. Ambos escenarios permitían que las mencionadas representaciones se complementaran felizmente, logrando así un conjunto total que demandaba su repetición, cosa que los empresarios Mariano Tagle, Manuel de la Barrera, Javier de las Heras, Vicente del Pozo y Jorge Arellano garantizaron permanentemente, con la salvedad de que entre un espectáculo y otro se representaran cosas distintas. Y aunque pudiera parecer que lo único que no cambiaba notablemente era el quehacer taurino, esto no fue así.
El siglo XIX mexicano en especial, reúne un conjunto de situaciones que experimentaron cambios agresivos para el destino que pretende alcanzar la nueva nación. Ya sabemos que al liberarse el pueblo del dominio colonial de tres siglos, tuvo como costo la independencia, tan necesaria ya en 1810. Lograda esta iniciativa y consumada en 1821 pone a México en una condición difícil e incierta a la vez. ¿Qué quieren los mexicanos: ser independientes en absoluto poniendo los ojos en Estados Unidos que alcanza progresos de forma ascendente; o pretenden aferrarse a un pasado de influencia española, que les dejó hondas huellas en su manera de ser y de pensar?
Este gran conflicto se desata principalmente en las esferas del poder, el cual todos pretenden. Así: liberales y conservadores, militares y hasta los centralistas pelean y lo poseen, aunque esto fuera temporal, efímeramente. Otra circunstancia fue la guerra del 47´, movimiento que enfrentó en gran medida el contrastante general Santa Anna, figura discutible que no sólo acumuló medallas y el cargo de presidente de la república varias veces, sino que en nuestros días es y sigue siendo tema de encontrados comentarios.
Esa lucha por el poder y la presencia de personajes como el de Manga de Clavo fue un reflejo directo en los toros, porque a la hora en que se desarrollaba el espectáculo, las cosas se asumían si afán de ganar partido, y no se tomaban en serio lo que pasara plaza afuera, pero lo reflejaban -traducido- plaza adentro, haciendo del espectáculo un cúmulo de creaciones y recreaciones, como ya se dijo.
[13] Jorobantes o jorobados, figuras estrambóticas incluidas en la mojiganga.
[14] Se refiere a Rafael Solana Cinta, Verduguillo.
[15] Se refiere a Miguel Necoechea, Latiguillo.
[16] Se refiere a Carlos Quiroz Monosabio.
[17] Francisco Arjona “Cúchares”, personaje y paradigma del toreo español en su etapa evolutiva más notoria durante el siglo XIX. Nació en Madrid el 20 de mayo de 1818 y murió en la Habana, Cuba –víctima del vómito negro-, el 4 de diciembre de 1868.
[18] Tal degeneración debió ser ya notoria, en los tiempos en que nuestro autor escribió tal remembranza. Véase Heriberto Lanfranchi, Historia del toro bravo mexicano. México, Asociación Nacional de criadores de toros de lidia, 1983. 352 p. ils., grabs., p. 40. Parangueo. (Municipio de Valle de Santiago, Guanajuato). Fundada hacia 1536 por don Vasco de Quiroga con reses criollas de la región, que se vieron incrementadas en los siglos XVII y XVIII con toros de Navarra y Valladolid.
[19] Op. Cit., p. 43. Para octubre de 1910, los hermanos Barbabosa Saldaña, importaron de España 4 vacas y 2 sementales de Pablo Romero para Atenco y 6 vacas y 2 sementales del marqués del Saltillo para San Diego de los Padres. Y sí, en efecto, la hacienda de Atenco mostró, desde comienzos del siglo XX y hasta la segunda década del siglo anterior una fuerte pérdida de influencia en la dinámica del espectáculo, luego de que durante el XIX fue quizá la más notables en todo el país. Esta unidad de producción agrícola y ganadera, creada como encomienda el 19 de noviembre de 1528 y que se conserva hasta nuestros días, reducida a un ex ejido, con 98 hectáreas y alrededor de unas 200 o 250 cabezas de ganado, ha sido motivo de una profunda revisión e investigación de mi parte, la cual representó para José Francisco Coello Ugalde, contar con la candidatura al grado de Doctor en Historia (de México) por la Universidad Nacional Autónoma de México (2000-2006, constancia fechada el 21 de febrero de 2003), con el tema: “Atenco: La ganadería de toros bravos más importante del siglo XIX. Esplendor y permanencia”, tesis con deliberación pendiente de aprobación. Dicho trabajo cuenta además, con una serie de anexos que hacen del trabajo final una extensa obra que revisa ampliamente dicha hacienda ganadera.
[20] A lo que se ve, tal recurso era permitido y existe más de alguna autorización estatal que así lo considera. El dato más remoto que existe al respecto, es un aviso al público dado en Puebla, el 5 de diciembre de 1834. En tal documento, aparecen, al calce, los nombres de Guadalupe Victoria y José María Fernández, Srio. Int. Y que reproduzco para su mejor comprensión. Ello indica que no se trataba de alguna casualidad, sobre todo por aquello de que los toros “puntales” ocasionaban más daño y la cirugía taurina no mostraba por aquel entonces avance significativo alguno.
[21] Quizá se refiera a Abraham Parra “El Borrego”, personaje de quien me ocuparé más adelante.
[22] Célebre escultor y arquitecto griego del siglo IV a. C.
[23] Escorzo, cuerpo en posición oblicua o perpendicular a nivel visual.
[24] Apersogamiento, que se refiere a tortura o mal trato, pues la intención es con el fin de dar castigo, en este caso al caballo a través del fuete, las espuelas o la rienda, si es que el caballo no hubiese podido responder al desarrollo de la suerte, según está descrita.
[25] Debe tratarse, con toda seguridad de Alejo Garza, el hombre fenómeno de quien me ocupo más adelante.
[26] Cempoalxochtl, se refiere a la flor de veinte pétalos o flor de muertos, incorporada en nuestra cultura desde la noche de los tiempos y con la cual se rememoran a quienes ya no se encuentran entre nosotros. Por la circunstancia en que se encuentra descrita esta semblanza, la figura de los indios debe haber cobrado una particular representación, misma que podremos comprobar en la imagen aquí elegida.
[27] Ave que tiene las patas adaptadas a la natación por medio de unas membranas interdigitales, tales como el pato, la gaviota y el cisne.
[28] Esto significa que, a causa de algún percance, dos de los integrantes de aquel conjunto notable de personajes, se convirtieron en “víctimas de la barbarie”, tal y como lo denunciaban autores como Carlos María de Bustamente o José Joaquín Fernández de Lizardi, pero también Domingo Ibarra, Manuel Payno, Francisco Sosa o José López Portillo y Rojas, todos ellos antitaurinos declarados en el curso del siglo XIX.
[29] La que por cierto puede apreciarse ya en dos entregas –dado que es un trabajo alfabético y biográfico a la vez-, en la siguiente liga: http://www.fcth.mx/index.html