AMADO NERVO y JOSÉ JUAN TABLADA ESCRIBIERON EN TORNO AL TEMA TAURINO.

RECOMENDACIONES y LITERATURA.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

He aquí a dos grandes creadores mexicanos: Amado Nervo y José Juan Tablada. Col. del autor.

Encuentro tres poemas dedicados –cada quien en su momento-, al tema taurino en este país. El primer caso se ubica en la creativa obra de José Juan Tablada (1871-1945). Con él, se anuncian las primeras señales del modernismo en México, de ahí que se aventurara a escribir los difíciles hai kus o hasta adoptar literariamente la metáfora y sugerir el ultraísmo, del que luego los estridentistas mostraron sus mejores virtudes. En ANTOÑICA estamos frente a un poema temprano de nuestro autor. escrito en 1890. Refleja la que luego será, en la escritura de Federico Gamboa, aquella SANTA sufrida, que las diversas versiones cinematográficas establecieron como un estereotipo de quien es conducida, por la pobreza, a los senderos de una vida falsa, ligera y fácil.

 ¡Antoñica, si hubieras sido

como yo te imaginaba!

Yo había puesto en tu alma

todo lo bello de mi alma

de colegial intacto

donde aún perduraban

bajo las arideces aritméticas

fulgores de Cuentos de Hadas.

Antoñica, rubia ramera

desde el parque frente a tu casa

te veía en el crepúsculo

palidecer y luego iluminarte

para el vivir nocturno…

En tus cabellos brillaban

las onzas de oro

de la “partida” de Tacubaya

y en tus ojos violeta un alcohol

de veloces y azules flámulas.

Hoy, ya muerta te identifico

con las princesas

de las miniaturas persas,

por sensual y por fina y rubia

con la Madona del Gran Duca.

De tus amantes nadie te amó como ese niño.

¡Ni el general, ni el banquero,

ni el banderillero

de Bernardo Gaviño!

Como aquel niño ya poeta

que divinizó tus pupilas

como estrellas lejanas,

suaves como violetas,

y en su deliquio, cuando tú pasabas,

extraño al sortileño de tu sexo cruel

temblaba sin saber por qué.

Y te veía alejarte, poniente en tus espaldas

las alas de su Ángel de la Guarda…

    Por su parte, Amado Nervo (1870-1919), pasa por el romanticismo del que todavía existía un velo impuesto por Juan Díaz Covarrubias, Manuel Acuña, Manuel M. Flores o Juan de Dios Peza, para aposentarse en el modernismo más temprano. Fue embajador de México en Uruguay, donde le sorprende la muerte y luego, sus restos ya en México, se depositaron en la entonces “Rotonda de los hombres ilustres” del panteón de Dolores. El siguiente soneto de trece versos, se publicó en 1900:

 EN EL COSO

(De Lápidas)

 Pasean coruscantes las chaquetillas,

la luz sobre las ropas tiembla y resbala

y fingen grandes flores las banderillas

y llamas las bermejas capas de gala.

El sol arde en los gajos de las sombrillas,

el clarín su alarido de muerte exhala

y el diestro ante los charros y las mantillas.

En tanto, yo contemplo –toda nerviosa

cubierta con las manos la faz hermosa-,

a una blanca damita de rizos de oro,

abrir como abanico los leves dedos

para ver, tras aquella reja, sin miedos

como brota la noble sangre del toro.

    Del mismo modo, la siguiente obra aparecida en 1900:

 Guadalupe la Chinaca.

 Por el puente viejo de Pula,

viejo y polvoso,

rebosante de amores

y ansias inmensas,

va la gentil ranchera

ebria de gozo,

como símbolo rustico

y glorioso de la patria,

que lleva en sus dos trenzas

en la fascinación de su reboso,

apasionada flor

que se destaca en los campos

como alegórica visión.

 Es Guadalupe «La Chinaca»,

que con su escolta de rancheros,
diez fornidos guerrilleros

y en su cuaco retozón
que la rienda mal aplaca,

de la fábrica de Aguirre

a los ranchos de Menchaca
Guadalupe la chinaca

va a buscar a Pantaleón.

 

Pantaleón es su marido,
el gañán más atrevido

con las bestias y en la lid.
Faz trigueña, ojos de moro
y unos músculos de toro

y unos ímpetus de Cid.

 

Cuando mozo fue vaquero,
y en el monte y el potrero

la fatiga le templó.
para todos los reveses,
y es terror de los franceses

y cien veces lo probó.

 

Con su silla plateada,
su chaqueta alamarada,

su vistoso cachirul
y su lanza de cañotos,
cabalgando pencos brutos

¡qué gentil se ve el gandul!

 

Guadalupe está orgullosa
de su prieto; ser su esposa

le parece una ilusión,
y al mirar que en la pelea
Pantaleón no se pandea,

grita: ¡viva Pantaleón!

 

Ella cura los heridos
con remedios aprendidos

en el rancho en que nació,
y los venda en los combates
con los rojos paliacates

que la pólvora impregnó.

En aquella madrugada

todo halaga su mirada
finge pórfido el nopal
y los órganos parecen
candelabros que se mecen

con la brisa matinal.

 

En los planos y en las peñas,

el ganado entre las breñas,
rumia y trisca mugidor
azotándose los flancos,

y en los húmedos barrancos
busca tunas el pastor.

 

A lo lejos, en lo alto,

bajo un cielo de cobalto
que desgarra su capuz,
van tiñéndose las brumas,

como un piélago de plumas
irisadas en la luz.

 

Y en las fértiles llanadas,

entre milpas retostadas
de color, pringan el plan,
amapolas, maravillas,

zempoalxóchitls amarillas
y azucenas de san Juan.

Guadalupe va de prisa

de retorno de la misa,
que en las fiestas de guardar,
nunca faltan las rancheras,
como sus flores y sus ceras,

a la iglesia del lugar;
con su gorra galoneaba,

su camisa pespunteada,
su gran paño para el sol,
su rebozo de bolita,
y una saya suavecita

y unos bajos de charol;
con su faz encantadora,

más hermosa que la aurora
que colora la extensión,
con sus labios de carmines,

 que parecen colorines,
y su cutis de piñón,
se dirige al campamento,

donde reina el movimiento
y hay mitote y hay licor,
porque ayer fue bueno el día,

 pues cayó en la serranía
un convoy del invasor.

 

¡Que mañana tan hermosa!

¡Cuánto verde, cuanta rosa
y que linda la extensión!
rosa y verde se destaca,

con su escolta, la chinaca,
que va a ver a Pantaleón.

   Finalmente, unos versos publicados en El Eco Taurino. Año IV, México, D.F., 15 de enero de 1929, Nº 117, y bajo el seudónimo de “Un académico de la lengua”, nos permiten entender que la intención de su autor, fue exaltar virtudes literarias de otros tantos creadores como a continuación lo verán:

 Corrida académica.

 Las abejas gloriosas del Himero

se han echado al ruedo…

 

El ilustre Juan B. Delgado

ha cogido los trastos…

 

Los sesudos Arcades de Roma

por el “callejón” asoman

 

su noble y serena faz, pendientes

del “faenón” que se espera; solemnes,

 

en barreras de primera fila,

los académicos se alistan

 

a admirar al colega; (Rubén) Darío

(Carlos) González Peña, Artemio (de Valle-Arizpe), (Carlos Rincón Gallardo) San Francisco,

 

Don Ezequiel (A. Chávez), en fin, todos

se vuelven “todo ojos”.

 

Tras el brindis a la Presidencia,

Alicandro despliega la muleta

 

ante el belfo espumante

del bravo de San Diego de los Padres

 

con un donaire “belmontino”

“caganchesco” o “fuentístico”.

 

Un pase natural, uno de pecho

dos redondos por bajo, otro –soberbio-

 

afarolado, luego cuatro naturales

con la izquierda; uno, despampanante,

 

de pecho. (Aquí el espada

toma respiro; el toro también descansa).

 

Y sigue la faena: un estupendo

rodilla en tierra, luego

 

dos de la firma; cambiándose el engaño

a la derecha, dos pausados

 

molinete girando dentro de los propios

cuernos del animal; seis u ocho

 

de tirón, llevándolo a los medios,

y, por fin, uno inmenso

 

en redondo. Tras eso el toro cuadra,

y Epirótico se echa a la cara

 

el toledano alfanje,

recoge la muleta, y perfilándose

 

sobre el pitón izquierdo, da

el hombro –el izquierdo también- y se va

 

tras el estoque, hundiéndolo,

todo en la cruz, derecho,

 

saliendo por los costillares

con pausa y donaire,

 

mientras el toro se bambolea

y, patas arriba, cae en la arena…

 

Un clamor delirante,

una ovación unánime

 

premia la faena de Alicandro,

el insigne émulo de Cagancho,

 

y caen al ruedo sombreros,

bastones y puros; los pañuelos

 

piden flameantes, la oreja;

la Presidencia,

 

a cargo de Don Federico Gamboa,

accede, y la oreja y la cola

 

las recibe Don Juan, arrojándolas

al tendido, con gracia…

 

La ovación va en aumento:

Vueltas al ruedo salida a los medios,

 

el delirio. Todavía

cuando el otro espada, Luis G. Urbina,

 

alias “El Viejecito”, da una serie

de lances a su toro, el ingente

 

vocería llena la plaza…

Y, por fin, cuando arrastran

 

al último las mulillas,

un grupo de “capitalistas”

 

-(Antonio) Caso, Cordero, (Carlos) Díaz Dufóo, Canales,

(Luis) González Obregón, Genaro Fernández

 

Alfonso Reyes, y cien más –se lanza

al ruedo, sobre sus hombros, rápidos, levanta

 

al triunfador y lo lleva

a la calle, en donde una inmensa

 

multitud lo ovaciona

continuando, así en triunfo, hasta la fonda…

OBRA DE CONSULTA:

José Francisco Coello Ugalde, “Tratado de la poesía mexicana en los toros. siglos XVI-XXI” (1985 y hasta nuestros días. Es un trabajo en permanente actualización).

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