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ENTRE “PACO” APARICIO y PONCIANO DÍAZ UN HILO CONDUCTOR.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Ponciano Díaz y “Paco” Aparicio, maestro y alumno. Col. del autor.

El libro de “Paco” Aparicio, Recuerdos de mi vida charro taurina se lee en un suspiro. Es un manojo de evocaciones en aquella vida “charro-taurina”. Nuestro personaje proviene de una familia ligada a labores del ámbito rural primero. De la charrería después. De niño, aprendió muy rápido a lazar, colear y pialar, de ahí que, para 1922 se presentara con muy buen éxito, lo cual pone a aquel niño frente al que sería su destino en dichos quehaceres hasta 1960, fecha en que se vio obligado a retirarse por motivo de un serio accidente a caballo.

   “Paco” Aparicio (20 de diciembre de 1908-9 de septiembre de 1978), como es de sobra conocido, fue padre además de la célebre amazona “Juanita” Aparicio y tío del no menos conocido torero Mariano Ramos. Francisco, desde muy niño, justo a los 9 años, se presenta y con bastante éxito el 16 de abril de 1922, en Orizaba, Ver. Como resultado de tan grato debut, y luego ya pasados algunos años, consigue aprovechar diversas experiencias surgidas de maestros tales como Eugenio Hernández, Magdaleno y José Ramos, José Becerril, José Velázquez, Roberto Cruz y desde luego, de su señor padre, Juan Antonio Aparicio. Así, “Paco” logró convertirse en charro consumado.

En uno de los breves capítulos menciona la fuerte influencia que en esos años –primer tercio del siglo XX- seguía ejerciendo Ponciano Díaz, a quien vio como paradigma y modelo en aquello de torear a pie y a caballo.

Ponciano llevó tal expresión hasta el punto de ser referente, al poner en práctica un conjunto de manifestaciones que asimiló e hizo suyas, debido a que se practicaban de manera natural, como fruto del paso en el tiempo, y porque era algo común en el ámbito urbano y rural.

El de Atenco recogía una experiencia, que logra entender gracias a su arrojo, resignificando nombres como los de Ignacio Gadea o Luis G. Inclán. De lo anterior debe entenderse que Díaz Salinas potenció esas maravillas que fortalecieron el significado que toreo y charrería tuvieron mientras estuvo vigente.

Pero algo extraño pasó cuando Ponciano toma la decisión de irse a España y revalidar por allá lo que para él significaba haber “sido elevado al difícil rango de primer espada” (hecho que ocurrió en Puebla el 13 de abril de 1879 de manos de Bernardo Gaviño), como consta en un cartel de un festejo que se celebró el 1° de junio siguiente. De ese modo, llegó el 17 de octubre de 1889 cuando en la antigua plaza de la carretera de Aragón, le es “confirmada” su asunción de manos de Salvador Sánchez “Frascuelo” y Rafael Guerra “Guerrita” como testigo.

Al volver a nuestro país, los públicos que le adoraban, percibieron que el “torero con bigotes” se había españolizado, aceptando el traje de luces de los hispanos, o dando el volapié y no el metisaca que era en él costumbre arraigada. Y para colmo de males, años después se dedicó a labores de empresario yendo de fracaso en fracaso.

Al verse rodeado de un serio desprestigio ya no era el mismo y la afición lo fue dejando solo. Y si a eso sumamos la muerte de su madre en 1898 junto a una marcada tendencia a las bebidas espirituosas, ello aceleró su muerte en abril de 1899.

Ponciano por tanto, era el último reducto de tan fabulosas puestas en escena, y ante aquel ambiente, esta era suficiente razón para producir una ruptura natural en el maridaje entre toreo y charrería hasta el punto de que “el y ella” siguieron cada quien su camino, lo que se percibe bien a las claras cuando ambos mantienen una sana distancia que parece no tendrá una completa reconciliación. Existen en todo caso, coqueteos y encuentros amistosos, pero no la deseable unión, justo ahora que tanto se necesita para reivindicar un historial que ya acumula 500 años cohabitando en el complejo proceso del mestizaje, el que es sin lugar a dudas el mecanismo que logró concertar formas de ser y de pensar en este profundo y complejo; pero a la vez sencillo concepto cuyo significado principal es esa forma en que la fiesta se expresa tan abierta como valerosamente.

Sin embargo, tampoco podemos ignorar otras causas que pudieron determinar aquella inevitable forma de separarse. Existen un conjunto de circunstancias eminentemente surgidas por otras causas que ahora mismo menciono para entender que todos esos componentes pudieron producir no el divorcio. Aunque sí una separación, sin más.

Por ejemplo, en los años de la guerra entre México y Estados Unidos se conformó la Guardia Nacional, la idea acorde al “espíritu republicano”, fue armar a la ciudadanía para compensar las fallas del ejército regular; sin embargo, ésta, como las milicias cívicas, fueron tema de preocupación para las autoridades porque significó en los hechos dar armas a un pueblo al que consideraban ignorante. En Carlos Barreto, Rebeldes y bandoleros en el Morelos del siglo XIX (1856-1876)., p. 81.

Hechas algunas correcciones, esa condición pasó a ser detentada por los caballerangos y hombres de confianza –en el caso de los hacendados-, con lo que se tenía la doble opción de que se trataba, por un lado, de charros consumados. Y por otro, de personal de absoluta confianza en la salvaguarda de las propiedades de aquel sector de elite constituido en el grupo de propietarios y terratenientes.

Ejemplo claro de esta circunstancia, es el caso de Emiliano Zapata, caballerango de todas las confianzas del polémico Ignacio de la Torre y Mier, dueño, entre otras propiedades, de la célebre hacienda de san Nicolás Peralta. Como sabemos, Zapata encontró en el movimiento revolucionario, profundas razones para defender una causa central: la tierra es de quien la trabaja, y devolverla a sus antiguos propietarios fue consigna que no pudo ver materializada, pues en medio de aquel propósito, fue asesinado.

Al paso de los años, se configuró también la famosa guardia de los “Rurales”, misma que adquirió tal relevancia durante el porfiriato, por lo que fueron empleadas como grupos de represión y repliegue. En buena medida, debió seguir allí la presencia de quienes eran consumados y hábiles hombres de a caballo, ahora utilizados con aquel propósito.

Cuando los charros pretendieron regresar a sus viejas prácticas, la Revolución mexicana se presentó en forma contundente, lo que ocasiona severos reacomodos en sus intenciones por preservar los que para entonces seguían siendo “usos y costumbres”. Quizá por todas esas razones, y no necesariamente la provocada por la que, en términos de supuesto planteaba párrafos atrás con la presencia e influencia de Ponciano Díaz, tengamos al final de un cierto camino, la ya anotada separación de aquellas dos formas que enaltecieron, dentro y fuera de la plaza sin fin de significados que afianzaban o afirmaban un nacionalismo que alcanzó sus mejores expresiones en aquella segunda mitad del siglo XIX.

Hoy, en pleno avance del XXI, vemos con curiosidad, cómo esos intentos no cuajan del todo, y de que charrería y tauromaquia no terminan por recuperar viejos esplendores. Queda claro entonces, que al cabo de poco más de un siglo de diferencia, ambas manifestaciones terminaron evolucionando y que, para su puesta en escena, hoy día se deben a códigos muy bien identificados que no contemplan la presencia o intervención de la otra parte. En todo caso, lo anterior se convierte en un gesto de apoyo, sobre todo de la charrería hacia a la tauromaquia. El más evidente de ellos es aquel ocurrido el 12 de diciembre de 2017, fecha en la que, con motivo de la celebración de un festejo a beneficio de los damnificados por el temblor del 19 de septiembre anterior, la ceremonia inicial del paseíllo se vio aderezada por varias escaramuzas, en las cuales sobresalía la figura de diversas mujeres montando a caballo. Y luego, la otra parte en que buen número de charros encabezó el desfile, mismo que llevaba por delante, el lábaro patrio. Este solo detalle permitió que aquello cobrara un significado muy especial, que nos conmovió de veras. Se entonó el himno nacional –cosa que en lo personal representaba la primera ocasión en que ocurría ese hecho en una plaza de toros-, y créanme, aquello fue conmovedor.

OBRAS DE CONSULTA

Francisco Aparicio, Recuerdos de mi vida charro taurina. México, Impresora “Atepehuacan”, 1966. 219 p. Ils, retrs., fots.

Carlos Barreto, Rebeldes y bandoleros en el Morelos del siglo XIX (1856-1876). Un estudio histórico regional, Cuernavaca, Gobierno del estado de Morelos, 2012. 258 p.

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LO EXCEPCIONAL EN LA OBRA DEL “CHANGO” GARCÍA CABRAL.

FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

¡Chango!, genial de toda genialidad.

Revista de Revistas. El Semanario Nacional. Año XIII. México, 26 de marzo de 1922, N° 620.

Ernesto García Cabral fue un artista que hoy debo evocar, pues debe haber un justo reconocimiento al dibujante, al pintor que nació en Huatusco, Veracruz en 1890 y muere en la ciudad de México en agosto de 1968. La mejor ventana posible a su fecunda creación la encontró en el afortunado espacio de Revista de Revistas, donde desde fechas muy tempranas a la salida de tan emblemática publicación (la cual circuló desde 1910), este artista parece ser un continuador natural de aquel otro, también intenso y creativo como lo fue José Guadalupe Posada, quien había muerto en febrero de 1913, así como de José Clemente Orozco, con quien fue de la mano en aquellos años iniciales del siglo XX.

Alumno consagrado de Germán Gedovius, comenzó su andar en publicaciones como La Tarántula y Frivolidades, Caras y Caretas, Fantoche y cuantas dieran espacio a su ilimitada creación.

Sus coloridas ilustraciones se ocupan de los temas de actualidad en aquellas épocas y lo mismo caricaturiza al personaje de moda, que pone en valor la esencia de otros temas como el religioso, o aquellos que tienen que ver con festividades como la semana santa o los días decembrinos, por ejemplo.

Para entenderlo a profundidad, basta con dar lectura a un evocador escrito que redactara a su memoria un contemporáneo suyo. Me refiero al gran periodista Roque Armando Sosa Ferreyro[1] a quien cedo la palabra:

México y el arte están de luto por la muerte de un pintor, dibujante y caricaturista extraordinario, de un hombre cabal en su carácter y en el desbordamiento de su afecto, de un humorista espontáneo que derrochó las luces pirotécnicas de la gracia y la sátira en las tinieblas de la vida diaria.

Su portentoso ingenio, su admirable destreza, su dominio de la técnica –que en él era el dominio de todas las técnicas-, realzaron el talento que a través de sesenta años de perseverante labor señalan una época sin paralelo en el periodismo nacional.

Revista de Revistas. El Semanario Nacional. Año XII. México, 4 de diciembre de 1921, N° 340. Así ilustró a Juan Belmonte, cuando regresó a nuestro país.

Si en su vida tuvo una juventud de alegre desorden, en que navegó sin brújula y al garete, ávido de aventuras, horizontes y placeres, en el ejercicio del lápiz, la pluma y el pincel tuvo una celosa disciplina, una renovada inquietud de saber siempre más, hasta alcanzar el conocimiento minucioso de la anatomía humana, para llegar hasta la difícil expresión del desdibujo por el amplio camino del dibujo. ¡Y esto con una certera exploración subjetiva de los hombres, con la percepción de caracteres en sus rasgos propios y en su personalidad anímica y con el más fino y sano sentido del humor que hacía aflorar la sonrisa, no la carcajada!…

El arte de García Cabral se expresó en múltiples formas y la que más cultivó fue la caricatura, lo mismo en máscaras que hacían la disección de sus modelos que en temas políticos y costumbristas, representando con unas cuantas líneas los tipos populares, las féminas seductoras, las matronas opulentas, los elegantes de barriada, los pulqueros y cargadores, las secretarias y las fámulas, los burócratas y los banqueros, los payos dispersos en la metrópoli, y los policías y los peladitos, toda la fauna social.

Sin embargo, García Cabral fue no sólo un caricaturista de excepción, sino un ilustrador magnífico, desbordante de fantasía; un retratista que aprisionaba en sus trazos y medios tonos la recóndita sicología de un personaje: un dibujante de línea segura y suave, que copiaba del natural escenas palpitantes de vida, como en las corridas de toros; y un pintor de exuberante colorido, que valorizaba y armonizaba el gouache como la acuarela y el óleo, y que excursionó con el mejor éxito en algunos murales dignos de los más amplios elogios.

En laudanza de su genio digamos que fue un conocedor de todos los secretos del oficio, y que sabía manejar como pocos los múltiples recursos de la técnica para encauzar las corrientes creativas de su espíritu. Al contrario de muchos improvisados que han hecho de la farsa su modus vivendi, García Cabral fue un verdadero maestro en la composición, el dibujo, la perspectiva y la gama cromática. Toda su obra confirma la sapiencia plástica que atesoró en academias y museos, y que le sirvió de pedestal para decir su mensaje de belleza y de arte, de buen humor y de constructiva crítica en el panorama de México y del mundo…

Revista de Revistas. El Semanario Nacional. Año XII. México, 19 de noviembre de 1921, N° 654. La incógnita de la temporada taurina: el “divino calvo” Rafael Gómez “Gallito” creador de las “espantás”.

Desde niño dio muestras de sus aptitudes en el manejo del lápiz y la pluma, y estas disposiciones le valieron que el gobernador del Estado de Veracruz, don Teodoro A. Dehesa, lo pensionara en 1907 –cuando tenía 17 años de edad-, para venir a estudiar en la Academia de San Carlos. Vivía con el mínimo ingreso de veinticinco pesos mensuales -¡los pesos monumentales de aquellos tiempos!- y ganó sus primeras extras con las caricaturas que le encargó Fortunato Herrerías –de la dinastía que formaron él y sus hermanos Ignacio, Gonzalo y Ernesto-, para la revista política y festiva “La Tarántula”.

En la ruta caricaturesca, ascendió a las páginas de “Frivolidades” y de “Multicolor”, donde hizo armas combativas contra los prohombres de la época juntamente con los famosos dibujantes Santiago R. de la Vega y Atenodoro Pérez y Soto.

La fuerza de su personalidad mereció que el Presidente don Francisco I. Madero le otorgara una beca para estudiar en París, y en la Lutecia de la bella época vivió intensamente, embriagándose, conforme a la exhortación de Baudelaire, de amor, de vino y de poesía. La caída del régimen maderista dejó en el aire a García Cabral, quien tuvo que esforzarse para vender sus caricaturas y apuntes a las revistas más famosas de entonces: “Le Rire”, “La Vie Parissiene”, “La Bayonette”, compitiendo en concursos semanales con los mejores y más famosos artistas radicados en la capital de Francia.

Revista de Revistas. El Semanario Nacional. México, 14 de enero de 1923. Gaona recibiendo una ovación.

Después, el huracán de la Primera Guerra Mundial lo llevó a España y más tarde a la Argentina. En todas partes impuso la calidad de su espíritu, la garra de su ingenio, el aguijón de su sátira, la maestría y el dominio de su dibujo. Y acumuló un caudal de experiencias, en el vértigo de su desbocada juventud, para retornar a México e incorporarse a la prensa nacional y dejar el testimonio de su genio en portadas de revistas y en apuntes de excepcional valor por su intención y por la difícil facilidad de sus líneas y matices cromáticos.

Admirador suyo de siempre, desde sus primeros pasos en el laberinto del periodismo, lo conocí en 1922, recién llegado yo a México, y desde entonces cultivé con él una amistad sin reservas, disfrutando el privilegio de su cordial afecto y de su simpatía fraterna. En el tapanco de lo que era el archivo de “Revista de Revistas”, en la vetusta casona de Nuevo México, a cargo del humanísimo Marcos A. Jiménez –el inspirado compositor que después se consagró con la bella melodía “Adiós, Mariquita linda”-, veía todas las tardes a Ernesto García Cabral llegar nervioso y jovial, recostarse en una banca de madera, dormir una breve siesta teniendo por cabecera un diccionario, y luego levantarse para dibujar su caricatura diaria…

Lo absorbió implacablemente el periodismo, que reclamaba sin cesar las astillas deslumbrantes de su genio creador. Fue un trabajador infatigable… y murió pobre, pudiendo haber atesorado una fortuna; pero capitalizó cariño, admiración y un prestigio internacional. Vivió una época en que se concedía menos importancia al dinero y fue un gozador de todos los placeres, hasta que en la madurez de su existencia formó un hogar modelo, un hogar en que el amor de la esposa y de los hijos correspondieron en plenitud al gran corazón de Ernesto García Cabral.

Revista de Revistas. El Semanario Nacional. Año XIV. México, 2 de diciembre de 1923, N° 708. Juan Anlló “Nacional II”.

De él podríamos escribir muchas páginas. No es la ocasión y dejamos para otra vez el rico anecdotario de este artista que acaba de morir, a los 77 años de edad, pues nació en Huatusco de Chicuéllar el 13 de noviembre de 1890. Ahora se le rendirán honores y homenajes, se exaltarán sus virtudes, su calidad extraordinaria de hombre y de artista. Y en testimonio de ello rubricamos estas líneas reproduciendo el juicio que Rodrigo de Llano, el inolvidable amigo y maestro del periodismo mexicano, escribió en 1957, cuando en la Galería de Artes Plásticas de la Ciudad de México se presentó una exposición retrospectiva de sus obras: “Su labor, dispersa en diarios y revista le ha valido fama universal, una merecida admiración que se agiganta con la perspectiva de los años. Como dibujante, como caricaturista, como pintor, Ernesto García Cabral es un positivo valor contemporáneo, digno de todos los elogios. Sin embargo –como es costumbre entre nosotros, y propio de la mezquindad humana-, la consagración y el reconocimiento de su enorme dimensión artística sólo habrán de enmarcar su nombre cuando García Cabral no pueda brindarnos ya sus obras inmortales”.

El Sol de México, 9 de agosto de 1968. Apunte de Rafael Freyre.

Y como habrán podido apreciar al cabo de este imprescindible perfil, fueron apareciendo algunas de esas creaciones y recreaciones suyas, además de algún retrato y hasta el honroso homenaje que hiciera otro artista, para un gran artista. Allí está la notable caricatura, más bien excepcional dibujo a lápiz que logró Freyre por aquellos días en que se registró la pérdida irreparable del enorme creador que hoy es motivo de reconocimiento.


[1] El Sol de México, edición del 9 de agosto de 1968. Roque Armando Sosa Ferreyro, García Cabral.

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DE CUANDO RUANO LLOPIS LLEGÓ A MÉXICO.

FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Revista de Revistas. El semanario nacional. Año XXVII, Núm. 1394 del 7 de febrero de 1937. Número monográfico dedicado al tema taurino.

   Cada vez que hojeamos un libro, o se mira un cartel taurino, la presencia de Carlos Ruano Llopis (Orba, España, 10 de abril de 1878-Ciudad de México, 2 de septiembre de 1950), se hace evidente.

El trazo del célebre pintor se decantó por la tauromaquia, expresión que pintó tan naturalmente que es difícil precisar la corriente estética o la escuela a que pertenecen esos trazos elaborados de magnífica manera. Considero que fue un artista con suerte pues a pesar de cierta etapa de su vida donde tuvo que sacar adelante a su familia (dado que había muerto el padre), también se dieron condiciones para que estudiara en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en Valencia, España, y se especializara en Italia, gracias a una beca.

Conocido como un pintor eminentemente taurino, al que se le dio la gracia de pintar también algunos temas colaterales a dicha expresión (me refiero a rodeos, jaripeos o el baile gitano, por ejemplo), tales asuntos no permitieron la correcta trascendencia para tornarse un artista universal en consecuencia, algo muy semejante que ocurrió en la persona –o personalidad- de José Alameda-. Aunque el ímpetu y los notorios alcances de este último, lo pusieron en condiciones más privilegiadas.

El artista valenciano ya había dado serias muestras de su quehacer y su firmeza creativa en oleos que, de 1912, y de ahí en adelante, fueron convertidos en carteles por la célebre “Litografía Ortega”.

Es curioso que, ante la enorme influencia del impresionismo o cubismo y otras tendencias, Carlos Ruano Llopis mantuviera; y aún más, afirmara aquella escuela clásica que, junto a Zuloaga o Romero de Torres, fueron como el Joaquín Turina, el Enrique Granados o el Isaac Albeniz en el territorio musical.

Hoy, por fortuna, existe un buen número de publicaciones que rememoran al artista, le dan su lugar y reconocen a plenitud todo el ejercicio que legó para la posteridad.

Cuando Carlos Ruano arribó a México, la fama ya le había concedido lugar de privilegio.

Aunque bien a bien aún es un misterio del cómo vino a México, cómo se quedó en este cálido país y… hasta su muerte.

Ese testimonio nos lo cuenta de viva voz, Rafael Solana “Verduguillo”, como sigue:

   Fue el martes 10 de enero de 1933 cuando arribó a México, el gran pintor taurino español Carlos Ruano Llopis, que había pintado a (Victoriano de) la Serna en uno de sus momentos de inspiración. Ruano Llopis venía de visita… y aquí se quedó, aquí se casó y aquí murió y fue sepultado. Se enamoró del paisaje de México desde que lo conoció en Veracruz y en Maltrata.

   Y todavía existe otra razón más que contar…

   El gran pintor valenciano vino a México directamente recomendado a mí por nuestros comunes amigos de España, y lo primero que hizo fue buscarnos a mí en mi escritorio de El Universal y al periodista vasco Valentín Luzárraga, que fue la persona que en forma más determinante influyó para que Ruano hiciera este viaje al país en el que había de fijar su residencia por el resto de su vida [como se sabe, también influyeron Juan Silveti y hasta Fermín Espinosa “Armillita”]. Le hicimos verdaderas fiestas reales: banquetes, celebraciones de todas naturalezas, visitas a los periodistas más importantes; una comelitona en el Centro Vasco resultó brillante, y la más animada de todas, una que le dimo en la cantina El Lazo Mercantil que atendía Juanito Luqué de Serrallonga.

   No fue la luz de nuestro cielo, ni el azul de nuestras montañas, ni la transparencia de nuestra atmósfera, ni el brillo especial que en la meseta mexicana tienen los colores, lo que en realidad ató a Ruano para siempre a nuestra ciudad; fue, más que todo, la cordialidad que encontró en toda la gran familia taurina, los brazos abierto que por donde quiera veía, la acogida no sólo amistosa, sino entusiasta, que entonces se le brindó. Más tarde, en tiempos del general (Lázaro) Cárdenas, íbamos a ver llegar a Veracruz barcos enteros cargados de artistas e intelectuales españoles; pero en 1933 eso no sucedía, y la llegada de Ruano era un acontecimiento tanto para la colonia española como para los mexicanos, que se portaron a la altura de su fama de campechanos y hospitalarios, y que hicieron ver al gran pintor que cuando le decía “está usted en su casa” no estaban empleando una mera fórmula de cortesía.

Hasta aquí con lo anotado por Solana padre en Tres décadas del toreo en México. 1900-1934.

Un sufrido final, cargando con notoria enfermedad lo conduce a la muerte.

El amplio legado creativo de este artista aún no es visible en su totalidad. Varios coleccionistas, nacionales y extranjeros, así como diversas instituciones resguardan su obra, la que otros pretendieron hacer suya hasta en el poco creativo y deshonesto copismo, pensando que poseían auténticas joyas de las pinturas cuando no pasaban de ser –y muy a las claras-, réplicas, viles réplicas.

¿Qué hizo escuela?

Sí.

¿Qué tuvo alumnos reconocidos?

También.

Antonio Navarrete o Luis Solleiro parecen los más adelantados, o quienes le bebieron los alientos al artista. No faltaron otros que solo alcanzaron estatura de aprendiz y algunos más que solo se aprovecharon de las circunstancias…

En nuestros días, es de agradecer el enorme esfuerzo que supone la intervención del Dr. Marco Antonio Ramírez, impulsor del “Centro Cultural y de Convenciones Tres Marías”, en Morelia, Michoacán, donde la enorme colección allí reunida, rinde culto al artista que hoy es motivo de evocación.

OBRA DE CONSULTA

Rafael Solana Verduguillo, Tres décadas del toreo en México. 1900-1934. México, Bibliófilos Taurinos de México, A.C., 1990. 228 p. Ils., retrs., fots.

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“JOSELILLO” EN MOCEDAD.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Joselillo en mocedad. Col. digital del autor.

    Cuando Laurentino José Rodríguez (1922-1947) acudió a la calle de Bolívar 87, sitio en el que se encontraba el gabinete fotográfico de Carlos Ysunza –el “Fotógrafo de los toreros”-, es porque este joven novillero hispano, avecindado en nuestro país años atrás, estaba convencido de que lo suyo era triunfar.

Pronto, cambió la ropa de civil que llevaba puesta para colocarse un modesto traje de torero, no de luces, sino de pasamanería -¡eso que importaba!-. Debe haberse alisado el cabello, y luego liarse, no tan bien, pero así lo hizo, el capote de paseo que lleva en su lado izquierdo, de donde hay que contener un corazón a punto de desbordarse de ese pecho toda ilusión. Y su sonrisa es sincera, ingenua acaso, de una espontaneidad pasmosa.

Ysunza lo conmina a relajarse, a abrir un poco el compás y mostrarse torero, lo que seguramente no le costaba ningún trabajo al futuro “Joselillo”, figura entre las figuras de la novillería hispano-mexicana que puso en marcha sus ilusiones desde aquellos primeros días de 1945. Y entre las sombras que se proyectan como resultado de las lámparas que utilizan los buenos fotógrafos, o más bien, como ahora debemos comprenderlo, los fotógrafos “a lo clásico”, a la antigua”, queda para la posteridad este interesante retrato.

Y hete aquí que, cuando José debió esperar algunos días y recoger aquel trabajo, en el que por fin se veía retratado, esta imagen de cuerpo entero parece haberse convertido de buenas a primeras, en el gancho publicitario con el que ese joven genial salió a conquistar el mundo, a la afición de diversas regiones del país, antes de llegar a la plaza “México”, precedido de una fama que ninguno otro alcanzó –como novillero, insisto-, en el siglo pasado.

No tengo claro si en alguna ocasión, logró torear, quizá en uno de esos “Jueves Taurinos” que organizaba Joaquín Guerra en “El Toreo” de la Condesa. Pero su presentación capitalina, la que tanto anheló y que fue el trampolín para ponerlo en lugar de privilegio ocurrió el 25 de agosto de 1946, cuando al enfrentarse al novillo “Campero” de “Chinampas”, y armar la tremolina, con un toreo de escándalo, despacioso, bajando las manos y volviendo locos a quienes asistieron aquella tarde, es porque terminó siendo llevado en hombros por los “capitalistas”, luego del corte de orejas y rabo de aquel ejemplar, mientras que a su segundo no pudo conseguir gran cosa, pues al caer la noche, la luz artificial no ayudó en nada y la gente, entusiasta ya invadía el ruedo para llevárselo en andas.

Recientemente se han ido otras dos figuras –me refiero a Amado Ramírez “El Loco”, y Alfonso Lomelí-, y que ocupaban lugar como “decanos”; eso sí, cada quien con un estilo propio, en el que destacan las genialidades o “barbaridades” que habría hecho en diversas tardes el “Loco” Amado.

Ya en nuestro país, desde varios lustros antes, se habían forjado algunos claros ejemplos de esos jóvenes que desbordan afición y son capaces de comerse al mundo. Eso sucedió en casos como los de “Carmelo” Pérez, Agustín García Barrera, José “El Negro” Muñoz, Alberto Balderas, Lorenzo Garza, Luis Castro, Silverio Pérez, el infortunado Miguel Gutiérrez y otra larga y caudalosa lista de aspirantes que se entregaron a ese disfrute de presentarse como novilleros y luego replicar sus actuaciones rodeados de una aureola especial, en donde lo único que hacía falta era verlos torear, y que en esas nuevas tardes revalidaran y confirmaran lo que el rumor venía manejando.

En muchos casos, no fue casualidad, y la afición tuvo por esas épocas una auténtica barajas de posibilidades que luego, cada quien se encargó de consolidar ya como matadores de toros, y vaya que los hubo.

Sin embargo, en el caso de “Joselillo”, el caso escala varios niveles que eran una especie de excepción, y por los que no habían transitado otros, refiriéndome a la estatura alcanzada por “Carmelo” Pérez que parece ser pudo llegar a sitios y cotas que nadie había logrado.

Entre la fecha del 25 de agosto y la del 28 de septiembre de ese mismo 1947, año que ya empezaba a mostrar un trágico balance luego de dos lamentables muertes: la de Manuel Rodríguez “Manolete” y José González “Carnicerito de México”, y que causaron conmoción en la sociedad de aquel entonces.

Así de entregado toreaba este genial novillero…

   “Joselillo” que seguía impactando con su toreo de arrojo, de ponerse ya no solo a milímetros de los pitones, sino ofrendarse como carne de cañón y verse más en los aires que en lo que era lo suyo –es decir, torear-, tuvo que someterse no sé si a sí mismo o a las desproporcionadas demandas de una afición que pudo haberlo orillado al sacrificio. Pero José, a pesar de todo, y así lo creo, quería aprender a torear, tener una técnica que fuera impidiendo los duros golpes y hacer más gozoso su ejercicio… Sin embargo, no contaba con que “Ovaciones”, novillo de Santín se le atravesaría en su camino, y en mala hora. Sin embargo, la cornada, aunque grave (fue en la ingle derecha, con sección total de la arteria femoral (…); y cuando parecía haberse salvado, falleció de una embolia pulmonar el 14 de octubre siguiente, como lo manifiesta Heriberto Lanfranchi en su célebre y ya clásico libro La fiesta brava en México y en España. 1519-1969 (T. II., 523).

En plena locura, enfundado en vendajes que impedían se escapara ya más sangre…

   Aquella inesperada embolia pulmonar puso fin a la joven promesa de un torero que, habiendo nacido en suelo español, acabó siendo tan mexicano, y que Gloria Noriega, desde el territorio de la poesía, así lo “retrató” también:

Triunfo y apoteosis de “Joselillo”.

 A José Rodríguez “Joselillo” en el

día de su presentación.

 

Nervios de plata caliente

de Federico García.

Nervios de plata que bordan

lances de milagrería.

 

¡Qué poema extraordinario

el gran gitano le haría

al capote desmayado

de tu ardiente fantasía!

Fiebre de crispadas ansias

a la tarde estremecía.

Y el lucero de la noche,

asombrado, descendía.

 

El viento frandulero

de estupor enmudecía,

y quieto quedó, tan quieto,

que un sepulcro parecía.

 

Silencio de adoraciones

a las almas recogía.

Y en tu ser alucinado,

un astro resplandecía.

 

Derechazos, naturales

sedientos de eternidad.

Lentejuelas que palpitan

sin prisa en la obscuridad.

 

Enloquecido, el tendido

la muerte pídete ya

de aquel toro, que embrujado

en tu capote se va.

 

Pero en tu frente hay promesas

y anhelos de inmensidad.

Y en tus labios hay frescura

ardiente de manantial.

 

La Virgen gitana llora

azucenas de cristal.

Y San Gabriel te protege

con el nardo de su afán.

 

Córdoba peina sus crenchas

y ya la Giralda está

aromando la corona

que tu frente ceñirá.

 

Mas no olvides que en la arena

de esta fiel Tenoxtitlán (sic)

cien mil corazones locos

tu retorno aguardarán.

En pleno martirologio.

   De otros toreros, y otras épocas, recuerden que mañana jueves platicaré sobre ello. La cita, en el auditorio “Silverio Pérez” a las 20 horas. Atlanta 133, a un lado de la plaza “México”.

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ATENCO Y DON MANUEL.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Manuel Barbabosa Saldaña. A la derecha, fierro quemador y divisa de la hacienda de Atenco. Col. del autor.

   El nombre que da título a la presente colaboración es el que lleva un libro inédito, escrito por el Arq. Luis Barbabosa Olascoaga en 1988, hijo a su vez de don Manuel Barbabosa Saldaña, quien hace 60 años dejó este mundo.

El señor Don Manuel nació en la “Casa de los Pavos”, Carmen Nº 13, Toluca el 16 de octubre de 1879, mismo año en el que su padre, Rafael Barbabosa Arzate adquiere la célebre hacienda de Atenco.

La obra mecanuscrita y que por sí misma merece su transcripción y posterior publicación, es un bello homenaje que recrea diversas vivencias protagonizadas por quien fuera responsable de la famosa ganadería mexiquense, una de las más importantes en el valle de Toluca y cuya administración cubrió el periodo primero como “Sucesores de D. Rafael Barbabosa” de 1887 a 1945 y posteriormente de 1945 a 1958.

Es bueno recordar que la historia de este espacio comenzó desde 1526, cuando Hernán Cortés estableció ganados mayores y menores con objeto de fortalecer la crianza, reproducción y el crecimiento de aquellas especies, garantizando así continuidad en el sentido de vida cotidiana, tal cual la mantuvieron en España, antes de aquella aventura colonizadora. Mucho de esto funcionó también gracias al mismo propósito que puso en práctica Cristóbal Colón, a partir de su segundo viaje, siendo “La Española” (hoy Haití y Santo Domingo) el primer espacio americano aprovechado en dichas tareas que incluía no solo esta domesticación en particular, sino también la del cultivo y otros menesteres.

En 1528, y por conflictos que encaró el extremeño, este cede en encomienda aquellas tierras a su primo hermano el Lic. Juan Gutiérrez Altamirano, hecho ocurrido el 19 de noviembre de aquel año. Así que haciendo cuentas, Atenco llegará muy pronto a sus 490 años de existencia, y aunque ya es un espacio reducido a la expresión de un ex – ejido –con menos de 100 hectáreas-, aún es posible observar la presencia de cabezas de ganado, sobresaliendo de entre las mismas, ejemplares con todas las características del fenotipo predominante en la casta navarra.

Por cierto, conviene aclarar que la encomienda es una institución de origen castellano que pronto adquirió en las Indias caracteres peculiares que la hicieron diferenciarse plenamente de su precedente peninsular.

Por la encomienda, un grupo de familias de indios mayor o menor según los casos, con sus propios caciques quedaba sometido a la autoridad de un español encomendero. Se obligaba éste jurídicamente a proteger a los indios que así le habían sido encomendados y a cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios del cura doctrinero. Adquiría el derecho de beneficiarse con los servicios personales de los indios para las distintas necesidades del trabajo y de exigir de los mismos el pago de diversas prestaciones económicas.

Vino después un largo periodo en el que la descendencia de Gutiérrez Altamirano detentó el control entre otras muchas propiedades de esta célebre unidad de producción agrícola y ganadera. Esto fue a partir de 1616, momento en que se consolida el linaje que como Condado Santiago Calimaya ostentó aquella familia, integrante de la élite más poderosa del virreinato. Tal circunstancia se extendió hasta 1879 cuando de la opulencia se pasó a la decadencia, de ahí que el Sr. Ignacio Cervantes Ayestarán pusiera en venta la propiedad de Atenco, misma que por diversas circunstancias se encontraba mermada por entonces. Rafael y Jesús María Barbabosa Arzate fueron los nuevos propietarios, cuando ya estos dos señores tenían como de su propiedad tanto Santín como San Diego de los Padres, otras dos haciendas que cobrarían importancia en el ámbito del espectáculo de los toros, entre mediados del siglo XIX y hasta las primeras cinco décadas del XX.

Atenco, que significa en nahuatl “cerca del río”, ha representado en lo personal un foco de atención que se convirtió en tema de investigación desde hace poco más de 30 años, tiempo en el que he acumulado una valiosa información, misma que servirá para integrar el que será un ambicioso trabajo y donde “Atenco y don Manuel” tiene lugar muy especial. Baste mencionar dos detalles al respecto. Uno tiene que ver con la tesis doctoral (tesis con deliberación pendiente de aprobación) que terminada en 2006 lleva el título: “Atenco: La ganadería de toros bravos más importante del siglo XIX. Esplendor y permanencia”, presentada ante la División de Estudios de Posgrado y el Colegio de Historia pertenecientes a la Facultad de Filosofía y Letras de la U.N.A.M. El otro asunto es que entre sus anexos se encuentra concentrada la información sobre los registros de todos los encierros de toros bravos lidiados entre 1815 y 1915. El resultado fue sorprendente. Para ello traigo hasta aquí las notas finales de aquella labor:

Al concluir este extenso trabajo, la sensación que queda al respecto, es la de considerar a la hacienda de Atenco como una de las unidades de producción, agrícolas y ganaderas más importantes en el curso del siglo XIX (junto con la deliberada extensión que el presente trabajo le da hasta 1915) en este país. Tal cantidad de encierros que corresponde al número de 1172 deja claro el nivel de importancia, pero sobre todo de capacidad en cuanto al hecho de que, al margen de los tiempos que corrieron, y de las diversas circunstancias que se desarrollaron a lo largo de esa centuria, sea porque se hayan presentado tiempos favorables o desfavorables; ese espacio fue capaz de enfrentar condiciones previstas o imprevistas también.

No puedo dejar de mencionar que entre lo mucho escrito en este valioso trabajo, se encuentra una sencilla semblanza de la familia Barbabosa, forjadora de la entrañable hacienda atenqueña, donde destacan otros tantos personajes, los que integraron una comunidad trabajadora, y las anécdotas sabrosísimas que aparecen constantemente, o los pasajes que constituyeron el día a día al interior de aquella casa ganadera. No falta la explicación del apartado y arreo, el enchiqueramiento, la tienta, el herradero y finalmente la preparación de una corrida para su envío a las plazas así como el desembarque. Inevitable fue no escribir sobre Ponciano Díaz y sobre las fiestas y mojigangas con que celebraban a los patronos del lugar. Me refiero, tanto el día del Sagrado Corazón de Jesús así como el que dedicaban a la Purísima Concepción.

Por tanto, y aquí concluyo, es bueno destacar lo significativo del asunto. No estamos ante una casualidad. En todo caso, Atenco se convirtió en una realidad y con el recuento logrado de manera puntual y a detalle, queda más que comprobada su hegemonía y trascendencia que hoy, a poco más de cien años vista, se reconoce en su auténtica dimensión.

Recuperando el hilo de la conversación, y del que don Manuel Barbabosa Saldaña es su fundamento, solo me queda evocarlo como un personaje que como todo ser humano tuvo claroscuros en su vida, que por otro lado dedicó y entregó a la crianza de toros bravos, dejando en todo lo alto y por muchas ocasiones los colores de la divisa azul y blanco.

Espero que con un motivo como este, represente otra razón más para entender que la fiesta de los toros se metió en la entraña de nuestro pueblo. Que ocurrió un proceso bélico, efectivamente. Y ya concluido, ambas sociedades, la europea y la americana se amalgamaron en ese valioso mestizaje del que seguimos permeados. Ello ha de servir como elemento justificador para que los contrarios sepan que el pasado nos constituye y que gracias a ese complejo principio, el espectáculo de los toros representa un profundo arraigo asociado a diversos mecanismos festivos, pero sobre todo a una compleja infraestructura de la que se valen muchas personas para el diario sustento; así como al hecho de que respetando el principio de organización en una ganadería, se magnifica la justificación con la que muchos criadores dedican día a día todo su empeño en la crianza de una especie excepcional: el toro bravo.

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VICENTE OROPEZA: EL MEJOR CHARRO DEL MUNDO.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 

Antonio Navarrete Tejero: Trazos de vida y muerte. Por (…). Textos: Manuel Navarrete T., Prólogo del Dr. Juan Ramón de la Fuente y un “Paseíllo” de Rafael Loret de Mola. México, Prisma Editorial, S.A. de C.V., 2005. 330 p. ils., retrs.

De entre las diversas biografías que he venido trabajando, incluyo una de ellas que aún sin terminar, ya va dando idea sobre quién fue en la realidad Vicente Oropeza, charro y picador de toros.

Nació y murió en la ciudad de Puebla (1858-1923).

Gracias a la generosa aportación del Sr. Carlos Rafael Campos Martínez, descendiente del personaje del que se intenta dar un perfil, es como se ha logrado encontrar una nueva visión sobre el mismo.

Ya desde los 23 años de su edad figura como personaje destacado, pues en 1881 un grupo de amigos suyos, lo reconoce con el obsequio de una pistola en la que, en la “cacha”, y en su parte inferior quedó grabado el siguiente testimonio: “Para el mejor charro DON VICENTE OROPEZA. De sus amigos LOS CHARROS. MÉXICO, 1881”.

Por otro lado, los primeros datos como varilarguero se remontan a noviembre de 1885, aunque también podría ser algunos años antes, de acuerdo al hecho de que habiendo nacido en 1858, y como veremos a continuación, hubo cierto acontecimiento ocurrido en Tlalnepantla, en 1876, teniendo él 18 años y pudiendo ser ya un charro consumado, asunto que se reconoció como ya vimos, por sus amigos cercanos cinco años después.

Por las imágenes que se incluyen en este intento biográfico, se percibe a un individuo de mediana estatura, de buena salud, robusto e incluso corpulento, lo que deja ver que tales atributos físicos los explotaba perfectamente en labores cotidianas relacionadas con la práctica del toreo, el jaripeo, el coleo y un constante desempeño en actividades rurales, factor predominante que distinguió a muchos picadores de aquellas épocas, los cuales se vincularon como vaqueros, caballerangos y hasta como administradores de ciertos encargos directamente ordenados por el propietario de aquellas tierras, por extensión, el hacendado.

Recordando el asunto en Tlalnepantla, es la Dra. Clementina Díaz y de Ovando, quien en su libro Carlos VII EL PRIMER BORBÓN EN MÉXICO, relata el siguiente acontecimiento.

   El domingo 11 (de junio de 1876) don Carlos asistió en Tlalnepantla a una corrida de toros. Muy príncipe, pero llegó a su palco como cualquier plebeyo, entre pisotones y empujones. La gente de sol lo ovacionó a su manera gritándole indistintamente; ¡don Carlos! O ¡don Borbón! Los bichos resultaron bravos, un picador y un banderillero se lucieron, y “un chulillo hábil y valiente manejó la capa como el barón Gostkowski el claque”.

   Don Carlos estuvo muy cordial con los que le ofrecieron la fiesta, llamó a su palco al banderillero y al picador (y al propio Bernardo Gaviño, primer espada en aquel cartel), y los premió con esplendidez. El picador bien lo merecía ya que realizó toda una proeza, según reseñó La Revista Universal el 13 de junio:

   La hazaña del picador merece contarse: embistió el toro y resistió el de a caballo bravamente; ni él se cansaba de arremeter; ni el hombre de resistir; al fin, desmontándose hábilmente sin separar la pica de la testuz, el picador se deslizó del caballo, se precipitó entre las astas del toro, soltó la púa, se aferró con los brazos y las piernas de la cabeza del animal, y mantuvo todavía algunos minutos completamente dominado y sujeto contra el suelo por un asta. El de la hazaña fue objeto de grandes ovaciones: ¡si al menos el mérito de la lucha hubiera salvado al mísero animal!

 Y es que Vicente era quizá el único en hacer este tipo de locuras, lo cual hizo crecer su fama rápidamente.

Entre los picadores de toros que se conocían por aquellos años, y gracias a la información ubicada en El Arte de la Lidia (particularmente entre 1884 y 1887), aparecen los nombres de toreros, banderilleros, picadores y ganaderías que por entonces estaban vigentes, y con quienes se podían realizar contrataciones. En dicha relación, no aparece el nombre de Vicente Oropeza, aunque sí el de varios de sus compañeros en dichas lides. Me refiero a Vicente Conde, “El Güerito Conde”, el “Negrito Conde”, Antonio Mercado “Santín”, José María Mota “El hombre que ríe”, Rea, José María Merodio y Anastasio Hernández. Además de estos personajes, también figuraban: Ireneo García, Francisco Anguiano, José María Mesa, Cándido Reyes, anterior a Arcadio Reyes “El Zarco”, moreliano que aprendió a la perfección el “estilo español” y acompañó a Diego Prieto “Cuatrodedos” en una gira a la ciudad de Lima y demás poblaciones peruanas. Ramón Mercado “Cantaritos”, Gerardo Meza “El Gorrión”, José María Ramírez “La Monita”, Eutimio Martín, Eulogio Figueroa, Jesús y José Acosta, Salomé Reyes, natural de la hacienda de Atenco. José Coyro “Coyrito” y José o Francisco Lazalde “El Flamenco”, Juan Vargas “Varguitas”, Anastasio Guerrero, Anastasio Hernández, y Celso González.

Todos los picadores mexicanos tenían la excelente cualidad de ser consumados caballistas. Provenían del campo, de las fincas rurales nombradas “Haciendas”. Allí tenían la ocupación de las faenas campiranas, consistentes en domar potros y arrendarlos, conducir ganado de un sitio a otro, llevándolo a “potreros” adecuados. En estas ocupaciones se hicieron caballistas y perdieron el temor a los toros bravos.

Traían las “corridas” a las plazas de toros y por ello les nació el deseo de ser picadores. Teniendo las dotes requeridas de valor habilidad de caballistas prontamente lograban su propósito, hallando sitio en la cuadrilla de algún espada. Entonces aprendían lo restante del oficio de picador o sea la parte tauromáquica. Los consejos y ejemplo de los compañeros ya veteranos, servían al neófito en mucho. Pero las “haciendas” eran el almácigo de “picadores”. Lo anterior, de acuerdo a lo escrito por Carlos Cuesta Baquero, célebre periodista de la época.

Como se sabe, Vicente Oropeza, junto con Celso González, acompañaron a Ponciano Díaz en su aventura por España y Portugal, entre julio y octubre de 1889.

   Precisamente un día como hoy, 17 de octubre pero hace 129 años, Vicente Oropeza, al igual que Ponciano Díaz, recibió la «alternativa», junto con el también picador Eduardo Blanco “Riñones”, español de origen. Era una ceremonia que se realizaba en forma ya establecida y que se perdió con los años.

   En aquella ocasión, los españoles tuvieron oportunidad de conocer las habilidades que hombres del campo extendían en la plaza de toros misma, lo que permite constatar el diálogo permanente habido en los ámbitos rural y urbano como forma de un ejercicio que consistía en su contacto con el ganado mayor, el cual era importante manejar desde el caballo, lo mismo para arrearlo, que para lazarlo en circunstancias que así lo obligaran. De esto y más Vicente debe haber sido un hábil vaquero capaz de poner control a las que serían grandes manadas de toros y otros animales, acompañado desde luego de otro buen número de jinetes.

En aquella gira, la cuadrilla encabezada por Ponciano Díaz, fue contratada para actuar en Portugal y ya, de retorno a América en la Habana, Cuba.

De regreso a México esta compañía tuvo oportunidad de presentarse en diversas plazas, sobre todo del centro y norte del país. Es posible por tanto que estando cerca en algún momento con la frontera con los Estados Unidos, algún veedor de la compañía de Búfalo Bill diese cuenta al famoso personaje que, habiendo visto actuar a Ponciano, Celso y Vicente Oropeza, este último representara una pieza importante para los objetivos que perseguían las exhibiciones de aquella famosa “troupe”. El hecho es que Vicente y quizá el propio Celso González hayan sido motivo de una interesante propuesta, lo cual obligó a separarse de Ponciano para emprender un nuevo capítulo: ser integrantes de la compañía de Búfalo Bill. En ese sentido, Claudia Serrano Bello apunta:

En 1894 se reunió en Monterrey un grupo de 12 charros capitaneados por Vicente Oropeza que salieron por primera vez a Nueva York y recorrieron varios lugares de aquel país con grandes éxitos. A Vicente Oropeza los norteamericanos le dieron el calificativo de Campeón de Lazo en el mundo, sorprendidos de la maestría y destreza con que floreaba y lazaba.

   Por su parte, María Alejandra Gómez Camacho nos permite entender ciertas características que rodeaban al propio Búfalo Bill como sigue:

La figura del cowboy, fue idealizada por su habilidad para controlar a los caballos salvajes, así como toda suerte de peripecias que se convirtieron en espectáculo gracias a la comercialización que de ellos hizo Búfalo Bill. Con su espectáculo del Oeste que llevó a varios lugares de México y del mundo, se concretó como símbolo masculino, con su contraparte femenino, la cowgirl.

   Búfalo Bill, quien apareció como héroe del “Salvaje Oeste” en las Dime Novels de fines de 1880, se convirtió en referencia fundamental del héroe del oeste ya que fue el modelo de la leyenda viviente, pues su “original” era un hombre llamado William F. Cody, quien aprovechó el encuentro con Edward Z. C. Judson, cuyo seudónimo de Ned Buntline firmó infinidad de historias de Buffalo Bill, a quien elevó a la altura de “cazador de búfalos, héroe invencible entre hidalgos arrogantes, bandidos y sacerdotes corruptos”.

Les comparto esta imagen, en la que Vicente Oropeza, sonriente y con un sombrero blanco, aparece a la izquierda, mientras que a la derecha, y sentado nos encontramos con el mismísimo “Búfalo Bill”. (Ca. 1900).

   Pasados los años, Vicente regresó a nuestro país y continuó realizando labores en el campo. Parece ser que su experiencia lo convirtió en todo un maestro y así se mantuvo, hasta que le sorprende la muerte en 1923.

FUENTES DE CONSULTA

Claudia Serrano Bello: “Prototipo del caballo cuarto de milla de rienda para reproductor”. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán, 2013. Tesis que para obtener el título de Médica Veterinaria Zootecnista presenta (…). 49 p. Ils., fots., grafcs., p. 28-9.

Clementina Díaz y de Ovando: Carlos VII. EL PRIMER BORBÓN EN MÉXICO. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978. 138 p. Ils., p. 64.

María Alejandra Gómez Camacho: “A Spanish romance of the american southwest: Un rompecabezas alegórico”. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, División de Estudios de Posgrado, 2009. Tesis que para obtener el grado de Doctora en Historia del arte presenta (…). 352 p. Ils., fots., grabs., p. 292-3.

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MARÍA AGUIRRE “LA CHARRITA” MEXICANA, FUE EN EL SIGLO XIX UN “GARBANZO DE A LIBRA”.

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 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Durante el siglo XIX varias mujeres toreros se hicieron presentes en los ruedos mexicanos. Entre otras, se encuentran: Victoriana Sánchez, Dolores Baños, Soledad Gómez, Pilar Cruz, Refugio Macías, Ángeles Amaya, Mariana Gil, María Guadalupe Padilla, Carolina Perea, Antonia Trejo, Victoriana Gil, Ignacia Ruíz «La Barragana», Antonia Gutiérrez, María Aguirre «La Charrita Mexicana» y también la española Ignacia Fernández “La Guerrita”.

   La Charrita Mexicana nace en Zamora, Michoacán el 3 de marzo de 1865. Muere el 30 de diciembre de 1963 en la ciudad de México. Su solo paso por la vida, bien merece la siguiente semblanza.

María Aguirre decidió seguir una línea poco común en cuanto a la presencia que la mujer tuvo en México a finales del siglo XIX, asumiendo y haciendo suyo por tanto un papel protagónico donde la podemos ver participando activamente en quehaceres al parecer solo privativos del sexo masculino en eso de montar a caballo y realizar suertes arriesgadas.

Había estupendas actrices, cantantes, autoras, pero una que se distinguiera manejando las riendas, sentada al estilo de las amazonas, y colocando un par de banderillas a dos manos, como lo muestra el impecable grabado de José Guadalupe Posada, francamente era un “garbanzo de a libra”. De ahí que la “Charrita mexicana” escalara rápidamente hacia una cima, en la que, si no se mantuvo por mucho tiempo, lo hizo en cambio con bastante consistencia.

José Guadalupe Posada. Un par de banderillas a caballo colocado por “La Charrita mexicana”. Grabado en relieve de plomo. Fuente: Carlos Haces y Marco Antonio Pulido. LOS TOROS de JOSÉ GUADALUPE POSADA. México, SEP-CULTURA, Ediciones del Ermitaño, 1985.

Esposa en primeras nupcias con Timoteo Rodríguez. (María actuaba como amazona en el circo Toribio Rea, donde conoció a Timoteo Rodríguez, casándose con él hacia 1885. Montaba de amazona y ponía los dos palos a la vez, con una mano, a la media vuelta). El “acreditado artista” Timoteo Rodríguez era un consumado gimnasta, que para eso de los “trapecios leotard, el bolteo en zancos o los grupos piramidales” en que participaba no tenía igual, pues era de los que arrancaban las palmas en circos como el de la INDEPENDENCIA, ubicado en la calle de la Cruz Verde Nº 2. Precisamente, el admirable vuelo conocido con el célebre nombre LEOTARD, fue la última invención del acróbata, suerte ejecutada por un solo individuo en dos trapecios, lo cual “causa admiración y sobresalto ver al artista salvar tan largas distancias cual lo puede hacer solo un ave”. A la muerte de este, ocurrida luego de padecer una cornada el 10 de marzo de 1895 y en la plaza de Durango, festejo a beneficio de su esposa, cornada que le causó un toro de Guatimapé. Por alguna razón, que llamaría descuido, se declaró la gangrena con tal rapidez que 4 días después falleció el que fue acróbata y torero al mismo tiempo. Curada la herida de la primera viudez, María casó una vez más, ahora con el cubano José Marrero, quien ostentaba el remoquete de Cheché. Este era otro torero de la legua, por lo que pronto se entendieron. Ambos continuaron sus andanzas, sobre todo al norte del país, sin dejar de hacerlo también en más de alguna plaza del centro del país.

La vigorosa ejecución de tan arriesgada suerte, el buril firme y seguro de Posada hacen que el resultado de la colocación de ese par a dos manos desde el caballo que hoy adorna las presentes notas, siga levantando carretadas de ovaciones, a más de un siglo de haber ocurrido. Cuarenta años después, una guapa peruana recuperó –con otro estilo- la presencia femenina en los ruedos. Me refiero a Conchita Cintrón, de la cual se guardan gratos recuerdos.

Una calavera le fue dedicada a María Aguirre en 1894 así:

 La Charrita.

 La cojió un toro de Atenco

al poner las banderillas

y al caerse del caballo

se deshizo la Charrita.

María Aguirre La Charrita Mexicana en una de tantas imágenes ya en plena época madura. La Lidia. Revista gráfica taurina. México, D.F., 26 de febrero de 1943, Año I., Nº 14.

   Un año más tarde, la prensa trataba su caso en los siguientes términos:

Con motivo de un posible viaje por parte de María Aguirre a España, el Suplemento a El Enano, Madrid, del 18 de julio de 1895, p. 4, expresaba lo siguiente:

De El Arte de la Lidia, de México:

“Es un hecho que en este año, emprenderá viaje a España con el objeto de trabajar en las principales plazas de la Península, la popular y aplaudida Charrita mexicana, María Aguirre de Marrero.

En su viaje le acompañará su esposo el valiente matador de toros José Marrero Cheché, quien piensa tomar la alternativa en Madrid para después regresar al país”.

Ya verá la Charrita

y ya verá Cheché

que aquí los cornúpetos

no son de Guanamé.

    En una gira que María y José Marrero realizaron por los Estados Unidos, los llevó hasta un sitio conocido como Cripple Creek, Columbia, allá por el mes de agosto de 1895. La prensa daba cuenta de aquel suceso anotando que su presencia había resultado todo un éxito, pues el programa “ha sido cumplido en todas partes, incluso la corrida de toros como había sido anunciado.

“Esa corrida de toros ha sido enteramente al estilo mexicano.

“Ha llamado mucho la atención el capitán Cheché y la simpática Charrita, que tan justa fama gozan en México.

“Ha sido la primera corrida de toros en un redondel de los Estados Unidos”. (En La Patria, del 28 de agosto de 1895).

De hecho, Ponciano Díaz se había presentado años antes, justo en Nueva Orleans, entre el 7 y el 26 de diciembre de 1884, con la consiguiente nota exaltadora que se ubica en El siglo XIX que apuntaba:

“UN TORERO MEXICANO. Sabemos que Ponciano Díaz, bien conocido por diestro y arrojado en las plazas de toros de la República, está causando un verdadero furor entre nuestros primos de Orleans. Y eso que los bichos que lidia en la ciudad americana no deben ser como los bravos de Atenco.

Ponciano Díaz fue obsequiado en una de las últimas corridas con una corona de oro”.

Todavía, a principios de siglo XX, María Aguirre seguía actuando con cierta frecuencia, hasta que su nombre poco a poco fue perdiéndose… Con los años, algunas publicaciones periódicas, como Revista de Revistas la “desempolvaron” del olvido, trayendo desde aquel territorio, y en varias entrevistas de nuevo a la “palestra” a quien fuera famosa amazona, esposa de dos toreros, Timoteo Rodríguez y José Marrero, a quienes vio morir con motivo de percances en el ruedo con muy pocos años de diferencia. Así, la valiente “charra” fue soportando la vida, hasta que, llegado el año de 1963 y casi con un siglo de vida, terminaron sus días, rodeados de recuerdos y amarguras…

Este quizá se convierta en uno de los últimos carteles (año de 1917) donde aparece su nombre para una más de esas notables actuaciones suyas. Col. del autor.

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EVOCACIÓN POR FÉLIX GUZMÁN, A 75 AÑOS DE SU MUERTE.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Félix Guzmán en su época de novillero. En La Fiesta. Semanario Gráfico Taurino. N° 10, 29 de noviembre de 1944.

En un viejo escrito, que he redescubierto hace poco, encuentro razones para evocar la figura de Félix Guzmán, que hoy hace 75 años murió a consecuencia de la cornada que le asestó Reventón, de Heriberto Rodríguez en la plaza de toros “El Toreo” de la Condesa, precisamente la tarde del 30 de mayo de 1943. El deceso sobrevino tres días después.

Uno de los médicos que lo atendió, el Dr. Javiér Rojo de la Vega, declaraba tiempo después que Félix Guzmán murió de una complicación. “¡Cuando el organismo no solo se niega a reaccionar, sino que además presenta cuatro cilindros de complicaciones o taras fisiológicas… no hay nada que hacer sino esperar el milagro! Este Félix Guzmán dio dos vueltas al ruedo estando herido. Esos movimientos musculares pudieron haber influido en la complicación que sobrevino…”

Por todos estos motivos, comparto a continuación las siguientes notas.

El toreo en sí mismo, como expresión artística, debe ser entendido también como un ejercicio espiritual sometido a lo efímero, sujeto al dogma que Lope de Vega afirmó y Pepe Luis Vázquez reafirmó: “El toreo es algo que se aposenta en el aire, y luego desaparece”.

Estamos pues ante la esencia y el significado de un arte perecedero en su presente; imperecedero desde que lo aborda el pasado. Dos magias rotundas y fascinantes desplazadas solamente por el tiempo, rango espacial que convoca a la emoción y al recuerdo. Dos condiciones, al menos que causan agitaciones colectivas en la plaza y conmoción de neuronas cuando es preciso rememorar la jornada gloriosa a través del tiempo.

El tiempo, de nuevo el tiempo, fue lo que finalmente no les alcanzó a cuatro columnas del toreo que cayeron inesperadamente…, antes de tiempo. Su vida fue demasiado para un tiempo que les cobró la factura por adelantado. Y se fueron, uno a uno apenas dieron seña de su paso contundente, arrojado y arrebatado también, porque fueron capaces de tener en un grito a la afición.

¿Inconformes por la vida?

Yo no lo creo.

¿Predestinados a morir así, antes de esperar la muerte en otras circunstancias?

Probablemente sí.

El hecho es que Félix, apenas tuvo tiempo, el suficiente tiempo para demostrar sus enormes cualidades, alteradas por ese profundo deseo de trascender, lejos de cualquier condición que no fuera la impuesta por él mismo.

Sin embargo, para la historia, los “hubieras” no existen. Están fuera de todo contexto. ¿Qué hubiera pasado si Félix no muere? Caemos en el absurdo. Es mejor hacer un análisis dentro de su heroica tragedia que nos obliga a ser cuidadosos para no empañar su trayectoria, como la de alguna estrella fugaz en el firmamento taurino.

De cualquier forma, y aunque parece demasiado sentencioso, Félix Guzmán estaba condenado a morir. Las tardes en que se le llegó a ver en la plaza capitalina, era un auténtico martirologio, debido a su ciega e incondicional posición, convirtiéndose en auténtica “carne de cañón”, toreando a su leal saber y entender diversos enemigos a los que, de tanta entrega, andaba atropellado y constantemente por los aires, sin plantear reposo y mucho menos aplomo en sus faenas. Desde luego que hay momentos donde afortunadamente tuvo la fortuna de ver pasar a este o aquel novillo por delante, sin los apuros del resto de sus actuaciones. Félix, fue un novillero que asimiló el toreo a fuerza de la violencia, retribuida por aquellos instantes en que su incipiente tauromaquia se colmaba de gloria, una gloria celebrada por multitudes que creyeron y vieron en él a la nueva figura en cierne, cuando el toreo mexicano no atravesaba por ninguna crisis de valores. Antes al contrario. En la medida en que se incrementara el número de grandes diestros, tanto mejor. Aquellos primeros años de la cuarta década del siglo XX representaban una capitalización poderosa, un rico patrimonio como pocas veces se ha visto.

Conocedor de la arquitectura de la tauromaquia, aún no estaba capacitado para las grandes obras, ni las grandes construcciones, a pesar de su desmedido empeño en lograrlas. Algo de Carmelo Pérez se depositó en él, (seguramente ni siquiera lo haya visto, como también nosotros), pero intuía ese valor espartano e ilimitado que caracterizó a Armando Pérez “El Loco”, aquel que llegó a conocerse como el “novillero que asusta” y que luego, en su hermano Silverio fue notable la antítesis, discrepancia que exige una detenida contemplación para entender dos estilos totalmente opuestos, pero que maravillaron a la afición mexicana, gracias a la difícil condición en la que ambos fueron dueños de recias personalidades, ese maravilloso don que no a todos les es dado.

Félix Guzmán proponiéndoselo o no, se fue deslizando terrible y peligrosamente a la muerte, porque no pudo superar la inmadurez, remontada solo gracias a su loco empeño por ser alguien en la fiesta.

Ha dicho Fernando Vinyes en su libro México: Diez veces llanto: “Aunque parezca una paradoja la definición, Félix era un torero de valor, pero de valor endeble. Su base de apoyo para arrimarse era la desesperación de la necesidad, que le hace tomar más riesgos de los estrictamente racionales, y la falta de recursos técnicos, lo que le tenía a merced de los novillos y de sus pitones”[1].

Al morir Félix Guzmán, hubo un acto desagradable cometido por ciertos revisteros que, sin mengua de la sensibilidad, los escrúpulos y el sentido común, acudieron con la desconsolada madre de la víctima no a extenderle sus condolencias. No. A lo que iban era a cobrar el favor que en sus notas hicieron de los avances del recién desaparecido, quien ya no pudo resolver ni arreglarse con ellos. Pero ellos tenían que dejar satisfechos sus intereses. Seguramente no lo lograron, aunque lo único que sí provocaron fue que se pronunciara el dolor maternal. Poco a poco aquella mujer se convirtió en víctima de la tristeza y la nostalgia. Comenzó a tener serios trastornos que causaron la locura. Fuera de sí, salía a las calles invocando como la “llorona”·misma al hijo desaparecido.

De aquella mujer, de delgadas facciones, que conservaba en su madurez los encantos de la juventud, ya no se supo nada después.

Lamentablemente Félix no tuvo tiempo, el suficiente para aprender a torear como era su deseo. Aquellas tardes en “El Toreo” de la Condesa, quienes más sufrían seguramente eran los aficionados, que lo consintieron tanto, al grado de pasearlo en los mismos tendidos del coso capitalino. Guzmán, por más que apelaba a los principios de la tauromaquia en su más pura esencia, era despojado de esos propósitos por sus enemigos, que le castigaron severamente. Y es que era demasiado lo que arriesgaba en cada pase el malogrado novillero. Rebasaba los límites permitidos entre los terrenos propios del torero y los que pertenecen al toro, con lo cual este tenía mayores ventajas de embestir no al engaño, sino al cuerpo.

Son apenas unas cuantas crónicas, unas pocas fotografías, o algún escaso poema por ahí que lo recuerdan. Apenas un puñado de imágenes cinematográficas, que nos dan aproximada idea de esta columna fracturada en su parte más sensible, incapaz de resistir las batallas, a pesar de que en buena parte de ellas tuviera ánimos de mantenerse en pie, demostrando con olores de tragedia su paulatina merma que acabó asaltada por la muerte.

Incluyo, para terminar, con la que quizá sea la única evidencia poética dedicada a su paso. Los versos, fueron escritos por Josefina Ferreyra Mireles:

Recuerdo de Félix Guzmán.

 No tenía porte de majo,

de flamenco ni atrevido;

no era un mozuelo rumboso,

no tenía hechuras ni tipo;

no era morena su carne,

sino blanca, como el lirio.

¡Que no parecía torero,

sino arcángel de Murillo!

Así era Félix Guzmán,

delicado y exquisito,

con la bravura en el alma,

con el arrojo escondido;

el toro hablaba por él,

vocero de su heroísmo

y no los labios del mozo,

discreto, callado y tímido.

 

Mixcoac, ¡permite a mis ojos

llorar por tu torerillo!

Hace ya casi dos años,

en tarde que yo maldigo,

se vistió con arrogancia

un terno de plata y vino,

se colocó la montera,

ciñó el capote con brío

y marchó, rumbo a la plaza…

¡Desde entonces no ha venido!…

¡Mixcoac, no enlutes tus rejas

por uno más de tus hijos!

Mejor vístelas de blanco,

adorna tus edificios,

tus alamedas y parques

báñalos de oro amarillo.

Porque Félix no se ha muerto,

porque Félix no ha caído,

tan sólo a plaza más grande

se marcha, comprometido

a torear toros celestes,

a ser de otra parte el ídolo…

¡Mixcoac, nidal de aguiluchos,

fuente de valor taurino,

ya no enlutes más tus rejas

por uno más de tus hijos!

Sigue forjando en tu Rastro,

con carne de muchachitos,

estatuas de bronce duro

para la fiesta del brillo,

de la pasión, de la raza,

del orgullo y del machismo…

 

No era morena su carne

sino blanca, como el lirio.

¡Que no parecía torero,

sino arcángel de Murillo!

Con la bravura en el alma,

con el arrojo escondido…

¡Así era Félix Guzmán!

¡Así era el “torero niño”!

 (Se publicó en La Fiesta. Semanario Gráfico Taurino. N° 10, 29 de noviembre de 1944).


[1] México: Diez veces llanto. Presentación de Manuel F. Molés. Madrid, Espasa-Calpe, 1991. 305 p. Ils., retrs., fots. (LA TAUROMAQUIA, 36), p. 158.

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HOY RECORDAMOS A FRANCISCO OLVERA “BERRINCHES”, PICADOR DE TOROS.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots., T. I., p. 389. Fotografía: Daniel García Orduña.

    Hace muchos años, hubo entre las filas de subalternos, un picador de toros destacado, tanto por su eficacia como por sus detalles, que le caracterizaron desde el seudónimo mismo. Me refiero a Francisco Olvera “Berrinches” (Reynosa, Tamps., 13 de julio de 1874-18 de diciembre de 1963).

   Recordaba el casi nonagenario personaje que a sus 21 años se inició en la profesión en Cadereyta, yendo a las órdenes de José González “Fajerito” en la lidia de toros de “La Laguna”, esto en 1895.

   El origen de alias tan peculiar se debe a que “siendo pequeño era muy BERRINCHUDITO y entonces me pusieron de mote El Corajitos y a la larga degeneró por El Berrinches que me adjudicó el viejo aficionado Lázaro Lozano quien fue padre del célebre impresor taurino Rutilo Lozano”.

   También recordaba que el mejor momento que tuvo en su vida fue una tarde que se lo llevaron en hombros desde “El Toreo” de la Condesa hasta la casa que entonces habitaba Francisco Madrazo, propietario de “La Punta”.

   Y decía: “Mi mayor satisfacción ha sido el de ¡SER UN PICADOR DE TOROS! Los aplausos fueron el mejor premio a mis anhelos en el camino de la gloria taurina. Me retiré en el año de 1951 en la plaza de Cuatro Caminos donde un toro me derribó con todo y caballo, sufriendo la fractura de varias costillas… Viejo y castigado lo mejor es esperar la muerte y… ¡aquí estoy!”

   Precisamente sus últimos días los vivió al cobijo de la Cruz Roja de Nuevo Laredo, sitio en el que seguramente existía alguna zona destinada al asilo de personas hoy consideradas como de la tercera edad.

Francisco Olvera “Berrinches” acompañado por Alfonso Ramírez “Calesero” en el patio de cuadrillas de la plaza de toros de Nuevo Laredo, Tamaulipas. Fotografía: Vicente García.

   Durante los años que estuvo en activo, vio pasar la época en la que los caballos salían sin ninguna protección, salvo la buena habilidad de los piqueros. Hubo tiempos en los que incluso se les cubría con un ridículo cuero que llamaron despectivamente “baberos”, para luego, de 1930 en adelante, se enmendara la situación por la cual hubo orden de colocar un peto protector que luego, con los años se convertiría en auténtica muralla.

   Es bueno recordar, sobre todo en nuestros tiempos en los que el picador de toros ya es casi una pieza decorativa no solo en el paseíllo sino en sus apariciones en la escena, donde suelen realizar la suerte en forma por demás simbólica, que picadores como “Berrinches”, se caracterizaron por su especial forma de resaltar diversos estilos tanto en la forma de llevar la cabalgadura como de lanzar la garrocha y luego “amarrarse” a ella para culminar en una estampa como la que hoy adorna estas notas, y que corresponde a la tarde en que se enfrentó al toro (anunciado como novillo) de Zacatepec, con peso de 600 kg. Esto ocurrió la tarde del 17 de marzo de 1935, en la plaza de toros de Vista Alegre, por los rumbos de San Antonio Abad (ciudad de México) en que aguantó la embestida de “Bandolero”, toro que luego hirió de muerte al infortunado novillero Miguel Gutiérrez.

   Más en broma que en serio le dedicaron estos versos en 1943

AL VIEJO “BERRINCHES”

Aluego “Berrinches” llega

con un caballejo, al trote,

y toma parte en la brega.

Haz de cuenta Don Quijote

que hubiera resucitado

con bacinica y garrote

y re más encaprichado

se güelve toro el molino

y las aspas hoy son astas

y es aquello un torbellino,

un relajo ¡qué canastas!

A la verdá, no hay derecho.

Destripado el caballejo

y “Berrinches” muy maltrecho,

por poco pierde´l pellejo

si no le espantan al toro.

Y la gente, cómo grita.

le dice llena de azoro

una gringa a una currita:

-¡Qué bárbaros los latinos”

¿No hay saciedá protectora

de animales? ¡Asesinos!…[1]

 Anónimo.

Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots., T. I., p. 389. Fotografía: Daniel García Orduña.

   Y también estos otros, que corresponden a la autoría de José Fernández Mendizabal del mismo año:

 A FRANCISCO OLVERA,

“BERRINCHES”

 Eres parte esencial de la gran fiesta,

jinete en fiel rocín enflaquecido

a quien hiere la mofa del “tendido”

asaz cruel en su fuerza manifiesta.

 

Diríase que ignoras lo que cuesta

el tumbo doloroso cuando, erguido,

te ves por el burel acometido

en suerte que te puede ser funesta.

 

Valiente a no dudarlo tú lo eres

empuñando la lanza cuando alegra

al toro en el terreno que prefieres,

 

Y también si te engaña su perfidia…

erguida o en tumbo, tu figura íntegra

el cómico sentido de la lidia.

 

Cartel de la infortunada tarde… En Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots., T. I., p. 389. Fotografía: Daniel García Orduña.

 II

 Sin luz tus ojos ni vigor tu brazo,

hierro en la pierna y sobre el hierro, cuero;

firme en la silla se te mira entero

lucir al sol que rubricó tu ocaso.

 

¿Y qué será de ti cuando el abrazo

de la temida sombra ciña artero

su anilla cruel? Noble Lancero

de la fiesta, en el nervioso trazo.

 

De estas líneas mi emoción te ofrenda

-tal mano grácil que la luz alegra-,

el clavel reventón de la leyenda

 

A salvo del rencor y de la insidia

¡Qué en él tumbo final tu gesto integra

el trágico sentido de la lidia![2] 

José Fernández Mendizábal.

   Finalmente, hay que apuntar el hecho de que Francisco Olvera “Berrinches”, formó parte de aquella generación de picadores que ostentaban la coleta, tal cual la mostraban los matadores, y de que entre los suyos, era común la concesión de alternativa, con lo que seguramente, pero sin decirlo, este personaje la mereció sin duda alguna.


[1] La Lidia. Revista gráfica taurina. Año I, Nº 10. 29 de enero de 1943.

[2] Op. Cit.

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ANTONIO SABATER, “EL ZAR DEL BAJÍO”.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES. 

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 

Patio de cuadrillas en la provinciana plaza de toros de Celaya, Guanajuato. De izquierda a derecha: Carlos Vera “Cañitas”, Silverio Pérez, el empresario Antonio Sabater, David Liceaga y Jesús “El Güero” Merino. Es la tarde del 25 de diciembre de 1942. Col. del autor.

   De acuerdo al siempre bien informado libro Efemérides Taurinas Mexicanas de Luis Ruiz Quiroz, publicado por Bibliófilos Taurinos de México, A.C., en 2006 tenemos el dato de que el 1° de noviembre, pero de 1913, nace en Celaya, Guanajuato el futuro empresario taurino Antonio Sabater (su muerte ocurre el 8 de octubre de 1994). Por tal motivo, y con objeto de recordar hoy a este interesante personaje, a quien apodaban el “Zar del Bajío”, por aquello del absoluto control que llegó a tener en determinadas épocas en zona tan específica del país, me permito compartir con ustedes algunos de los testimonios que, de viva voz pude obtener de él, y que luego aparecieron en mi libro Celaya: Rincón de la provincia y su fiesta de toros durante cuatro siglos. Celaya, Gto., Instituto Tecnológico de Celaya, Centro Cultural “Casa del Diezmo”, y Bibliófilos Taurinos de México, A.C., 2002. 168 p. Ils., fots., retrs., maps., y del que ahora tengo ya muy avanzada la segunda edición.

CONFESIONES DE UN EMPRESARIO: ANTONIO SABATER, EL “ZAR DEL BAJÍO”.

    Antonio Sabater me llegó a platicar estos pequeños pero interesantes pasajes, muchos de los cuales no guardan necesariamente un orden. Era lo que recordaba en las varias conversaciones que llegué a tener con él. Veamos.

Rafael Molina fue propietario de la plaza, le daba por la charrería y rentaba la plaza al que la pedía.

En la plaza de Celaya se dieron muchos festejos. Antes de mí, como empresario estuvo Alberto Cossío “Patatero”. Él llevó a Marcial Lalanda con Heriberto García y toros de Xajay. Los toreros entonces entraban a la plaza por sombra. (Ese cartel se celebró el 25 de diciembre de 1930).

Saturio Torón fue con Heriberto García y “Cagancho” anunciados con 6 novillos (sic) de Xajay de aquella nueva cruza.

Juan Silveti hizo sus pininos en Celaya, ayudado por un eminente y conocido doctor. El propio Silveti le comentó a Sabater que cuando comenzaba a sonar era porque se armaban escandaleras en el rastro celayense. “Me compré un levitón en casa del señor Arguimiro Fernández que tenía un empeño. Luego llegó un empresario de por el rumbo que sentenció al futuro “as”: “¡Tú no puedes ser torero!”.

Y Juan Silveti fue a aquellos chiqueros y le demostró de lo que era capaz. Por supuesto que del levitón aquel sólo le quedaron las mangas puestas.

Juan toreó muchas veces en Celaya de pasamanería.

El día de corrida comenzaba a notarse todo movimiento desde que en la Presidencia Municipal y en alguno de los pilares de la misma colocaban en zarzo de banderillas. Se acostumbraba que los picadores iban vestidos en el mismo convite. Entonces, entre admirados y sorprendidos, los niños acompañaban a aquel grupo que convocaba a la corrida por las calles del poblado, sintiéndose tan toreros como los que iban en el “convite”.

“Chicuelo” toreó en Celaya el 25 de diciembre año de 1925 con toros de Parangueo, mataba él 3 toros y el 4º era para Emilio Mayor “Mayorito”, novillero español.

Un año llevé a Luis Briones quien alternó con Silverio Pérez, precisamente la tarde del 5 de diciembre de 1942.

El día 25 de diciembre era para Celaya una de las fechas más esperadas, puesto que se efectuaba la corrida de “navidad”. Una de esas tardes programé a “Armillita” y a Luis Procuna. (25 de diciembre de 1943, con ejemplares de Santacilia).

José Jiménez Latapí “Don Difi” era mi representante en la ciudad de México.

Luis Procuna también toreó varias veces en Celaya. Un día antes de su alternativa, aunque al parecer iba a ser sustituido por Gregorio García, finalmente toreó. Los afarolados que pegó aquella tarde fueron auténticamente fenomenales. Paco Malgesto estuvo aquella tarde.

Otra tarde el cartel quedó confeccionado así: Conchita Cintrón, rejoneadora; Jesús Guerra “Guerrita” y como sobresaliente, Luis Procuna. Obregón Santacilia (ganadero de Santacilia) me mandó una auténtica “escalera” (supongo que se refirió a alguno de los ejemplares que lucía tremenda cornamenta, esto pudo ocurrir el 25 de diciembre de 1947). Además, fueron 2 novillos y un becerro. Quería “Guerrita” que Conchita Cintrón torease el becerro y otro. Luego un novillo y el becerro le tocaron a Jesús Guerra, pero él no aceptó. Procuna no llevaba terno y consiguió el de un subalterno, se lió con una muleta y después armó la de Dios es Cristo.

(Rodolfo) Gaona jugaba cartas con Obregón y Calles. Entonces se organizó una corrida en honor de ellos y el de León toreo un ejemplar de Atenco.

Luego de que se reanudó el convenio entre los toreros mexicanos y españoles (en 1944), programé una corrida el 25 de diciembre de 1945 con el siguiente cartel: “Gitanillo de Triana”, Luis Procuna y Luis Briones con toros de San Juan Pan de Arriba, fracción de Santacilia. “Gitanillo” cortó una oreja.

El debut de “Curro” Ortega fue en 1945 (precisamente el 12 de abril), alternando con Rafael Morales “Clarinero”, mano a mano, anunciándolo como el pique entre Celaya y Querétaro.

“El Redondel” núm. 3041 del 16 de marzo de 1947 dice: “Curro” Ortega y Rosendo Vázquez, bien toreando y mal matando en Celaya.

“Joselillo” no toreó en Celaya.

En 1936 (25 de diciembre con toros de Xajay) se dio un mano a mano entre Lorenzo Garza y Luis Castro “El Soldado”. Uno de los bureles llamado “Sembrador” fue estupendamente lidiado por Garza quien recibió del tendido de sol el siguiente grito: “¡a que no se lo das con la derecha”, refiriéndose el aficionado a que si tenía tan grandes virtudes con la izquierda, debía tenerlas con la mano diestra.

Otra tarde –la del 24 de diciembre de 1932-, toreó Joaquín Rodríguez “Cagancho” en Celaya, alternando con el entonces novillero Luis Castro “El Soldado”, lidiando ganado de Xajay). Se hizo acompañar de “Chelo” Gómez, probablemente una de las integrantes de la familia que administraba el famoso hotel “Gómez” en la propia ciudad de las cajetas.. Él le brindó un toro y al entrar a matar, Mariano Mancera, dueño de la cantina “La Covacha” le lanzó un grito oportunísimo: “¡Joaquín: acuérdate que se lo brindaste a una dama!” a lo que contestó el gitano: “¡Qué bueno que me lo ha recordado!” e hizo la suerte maravillosamente.

Cierta ocasión torearon juntos Juan Silveti y Conchita Cintrón. El “tigre de Guanajuato” protesta y reniega porque Conchita toreaba también. Sin embargo, aquella tarde hubo cosas graciosas. Entre otras, es que apareció en el tendido un cartel pidiendo ayuda para un torero retirado que se apodaba “El choclos”, nativo de Empalme, Escobedo. Entonces, Juan Solicitó a Conchita el permiso para conseguir el óbolo respectivo, lo cual se consiguió. Esa tarde salió un toro llamado “Vividor” que de tan bravo arrancó la puerta de toriles.

Juan hacía la “media verónica” fabulosa. Con la muleta armó un “escandalazo”. Llevaba entonces una cuadrilla formada entre otros, por un picador de apellido Palafox. El toro derribó al caballo, yéndose peligrosamente sobre él. Recuerdo que Juan nos contaba que en aquel momento de peligro, Palafox le gritó:

“¡Quítamelo, Juanito! ¡Quítamelo, Juanito!

“¿Vas a cobrar?

“¡No Juanito, no!”

El segundo toro de Juan lo “empaló” de fea manera. Y Juan fue a dar al hospital. Hasta allá fueron a verlo Conchita Cintrón, acompañada de Fernando López y el “Yucateco”. El doctor que lo revisó dio el pronóstico de que tenía uno de los “carretitos safado en la columna… pero ya se lo puse en su lugar”. López y el “Yucateco” además de visitarlo, pretendieron convenir con Silveti la paga de aquella tarde, a lo que preguntó el torero:

“¿Cuántos capotazos dieron, cuantos pares de banderillas?

La respuesta fue un no.

“¡Pues ni medio centenario se les dá, y se me largan de aquí…!” fue la respuesta de Juan Silveti.

Con el tiempo, el señor Rafael Márques compró la plaza.

“Clarinero” toreó con Manolo Amate, hijo de Pepe Amate “Relampaguito”. Esto lo publiqué en “Fiesta Brava” que apareció en 1940.

Abraham Ortega dio una corrida de 8 toros con Paco Muñoz, Manolo dos Santos, Carlos Arruza y “Curro” Ortega en los años 50.

“Calesero”, Ricardo Torres y 8 toros de Santacilia, fue la primer corrida que programé en Celaya. Quizá se trate del festejo celebrado el 20 de diciembre de 1941, donde se lidiaron ejemplares de Xajay.

Hubo una más donde alterné a Paco Gorráez y Alfonso Ramírez “Calesero”.   También a Carlos Arruza y Ricardo Torres con toros de Santacilia.

En fin, que estos son algunos de los recuerdos que refirió a “vuela pluma” al personaje que hoy recordamos, Antonio Sabater.

Gracias por su atención.

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