PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Ajustándome a los requerimientos que toda esta actividad supone, y para comprender mejor el recorrido de una manifestación milenaria como es la de la corrida de toros, es preciso entender cuáles han sido sus respectivas composiciones a lo largo del tiempo en que como espectáculo público se ha planteado de manera explícita. Por tanto, vayamos a ver, a partir de una rigurosa selección iconográfica –apenas suficiente para ir del ayer más remoto al presente más inmediato-, el tránsito de significados entre dos discursos que, aquí y ahora nos atañen: Modas y modos del toreo.
Se dice, y más claramente, decimos los taurinos que el toreo es una manifestación del espíritu, ese extraño síntoma que se declara en el ángel, pellizco, el aquel, el duende; o como dijera José Bergamín: Es música callada del toreo, y todo con objeto de descifrar esos misterios con que juega el destino en esta profesión que quiere hacer el arte al filo del peligro, tal y como lo manifestara en su momento el entrañable Alfonso Ramírez “Calesero”.
Pero no es solo la estética. Es, o se ha convertido en una condición de la creatividad o viceversa, según los patrones establecidos por sociedades que tienden a un pleno confort como resultado de esa mutante alteración de vida que se detiene un momento y logra seguir, al desatarse por solo unos momentos del capricho colectivo pero ya con nuevos ropajes, nuevas influencias como también suele ocurrir en la tauromaquia que justo hoy está reportando en su siguiente paso, algo como lo que le viene ocurriendo a la música, con la presencia de las vanguardias sonoras sin complicaciones. En la música es el minimalismo. Pero ese minimalismo ya metido en la entraña del toreo, va asociado con la reducción al mínimo indispensable en cuanto al limitado uso de un amplio repertorio en los tres tercios de la lidia. Es, por ejemplo, el cero que no comprendieron como tal nuestros antepasados, pues en ese sentido los mayas fueron extraordinarios. El descubrimiento de un concepto de carencia de valor es fundamental en las matemáticas. Sabemos que ese concepto entró en Europa, a España, en el siglo XII o XIII, a través de los árabes, y de éstos había derivado de la India. Y vamos más allá: en Estados Unidos Ferry Riley y Steve Reich escriben obras minimalistas, cuyo principio estructural se basa en la repetición y transformación constante de unos cuantos elementos, como apunta Mario Lavista, eminente compositor mexicano de nuestro tiempo.
Pero aún más: el progreso del arte y la técnica han llegado a su más acabada expresión, que parece ya no habrá más que hacer sino depurar, pulir, refinar para que, en 20 o 50 años se conciba como otro capítulo que por ahora ignoramos la forma en que habrá de desempeñarse. Sin embargo, opera el principio minimalista al que ha sido reducida una rica, riquísima expresión del arte y la técnica tauromáquicas, acordes con los tiempos que van corriendo. El minimalismo más claro es esa síntesis de dos o tres lances con el capote, y otro más o menos variado pero limitado repertorio muleteril, como si con eso se consagrara la versión más moderna del toreo, aproximación legítima, resultado concreto y hasta lógico que los toreros han pretendido dar –por ahora- a su oficio.
En música, la tonalidad reinó durante 300 años, pero se hizo necesaria la llegada de aires renovadores con lenguajes como la atonalidad, el dodecafonismo y el serialismo, la bitonalidad y la bimodalidad. El ya conocido minimalismo y hasta la electroacústica, medios todos ellos que están al servicio del sonido.
En los toros, puede decirse que las tauromaquias de José Delgado y Francisco Montes (1796 y 1836 respectivamente) han quedado superadas. Ya lo dijo José Carlos Arévalo en recientes apreciaciones editoriales. El actual director de la revista 6TOROS6, quien ha abrevado y ha hecho suya la obra de José Alameda, reconociéndola ya como fuente indispensable, se sustenta en ella para afirmar:
Las corridas de toros siempre respetaron celosamente el rito. Pero el toreo es una de las artes más evolutivas. La lidia ya codificada en tres tercios absolutamente definidos, la de los tiempos de Paquiro, nada tiene que ver con la lidia actual. Es posible que ni los aficionados más conocedores supieran seguirla, comprenderla, sentirla, si pudieran verla hoy tal como era ayer. Pero no la cambió el rito, que permanece inalterable, ni los reglamentos posteriores, que la sometieron a ley, sino el arte del toreo. Es decir, las historias que el hombre es capaz de contar con un toro: su actitud ante el peligro, su capacidad para trocar la violencia del animal en una cadencia estética impuesta por su sabiduría y por su sentimiento.
Pero viene aún algo muy importante:
Ni Joselito, ni Belmonte, ni Manolete tuvieron que cambiar una coma de los reglamentos a los que sucesivamente se sometieron para que las corridas, siempre iguales, fueran distintas. ¿Quién le impuso a José la regeneración, por él ordenada, de la suerte de varas para que abriera el camino hacia un mayor repertorio del toreo de capa? ¿Le protestaron las cuadrillas cuando les ordenó abandonar el ruedo durante la faena de muleta? ¿Qué reglas rituales contradijo Belmonte para hacer del toreo un acto dramático más estético? ¿Qué ley hubiera tenido potestad para impedir el toreo versificado en series de Manolete, ese hallazgo que transformó y amplió hasta en su misma esencia la faena de muleta?[1]
¿Qué destino, qué futuro, qué fin se pronostican para el toreo? ¿Meras paradojas o realidades nuevamente tangibles a la luz de los tiempos que, de aquí en adelante correrán augurando lo hoy imprevisible?
Recordemos que el protagonismo en la tauromaquia se encuentra detentado por los españoles y un puñado de mexicanos, latinoamericanos y franceses. Pero México, en ese sentido, no se ha adherido con justicia al concierto de las naciones. La marginación no es gratuita, pero se ha dado por otras razones. Servilismo, malinchismo y ninguna capacidad para compartir con esa avasalladora maquinaria que mantiene o sostiene una auténtica industria, y no el simple negocio o “changarro”, esa triste y peyorativa realidad que predomina en nuestro país, en uno de los sexenios más mediocres que hemos padecido. A ese fenómeno –por desgracia- nos hemos acostumbrado como parte de las pocas expectativas ofrecidas por apenas dos o tres figuras nacionales pero no internacionales.
En la ópera, Ramón Vargas triunfa fuera de nuestras fronteras, a la sombra incluso de la trilogía Carreras-Pavarotti-Domingo. Cada presentación suya en el extranjero es aureolada y exaltada por melómanos y prensa. Su nombre se suma al de otras grandes luminarias del bel canto. Y Ramón es mexicano, e insisto triunfa allende el mar. ¿Por qué? En esto, claro que funciona muy bien el aparato publicitario, pero también las ganas de promoverse y promoverlo. Entonces porqué el México taurino depende desde hace algunos años de un solo torero: Eulalio López que no ha alcanzado los máximos rangos de figura internacional o la escala de “mandón”. El “Zotoluco” se ha quedado solo “como los muertos”, tal cual lo escribiera Gustavo Adolfo Bécquer en su rima Nº LXXIII:
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
—¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
Y en esa soledad, sin aliados poco puede hacer. La maquinaria industrial de la tauromaquia en España no se va a andar molestando por un extranjero más. Lo que interesa es garantizar la celebración de espectáculo en sus tres modalidades (corrida de toros, novillada o corrida de rejones), siempre alentada por el estado, que es otro factor capaz de garantizar la buena marcha de tan próspero negocio.
Quien manda en México, al parecer no es “El Zotoluco”. Son los empresarios ambiciosos, los que piensan no solo en Eulalio (que eso no tenemos porqué reprocharlo). Pero piensan en función de cómo organizar carteles con la presencia de diestros hispanos como si Eulalio fuera uno más en el cartel. Pero con “El Zotoluco” y su administración no conseguiremos que el mesianismo se cumpla tal y como ocurrió con su último exponente: Manolo Martínez. He ahí las contradicciones que son más frente a la poca iniciativa por atenuarlas, por erradicarlas pues, a lo que parece, el toreo seguirá siendo suma de complejas realidades y así habrá que entenderlo, como lo que es: un eterno misterio, una misteriosa paradoja.
Recapitulando, antes de comparecer ante ustedes, procuré seleccionar las imágenes más representativas con objeto de que puedan percibir algunos cambios no sólo en el vestir. También en el actuar. Modificaciones en los usos y costumbres e incluso, los estilos, líneas o escuelas como la “rondeña”, “sevillana”, “castellana”, o “mexicana” de expresar el toreo.
Toreo, como manifestación de espíritu: “es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…” ya lo dijo Lope de Vega, se ha visto enriquecido por todo ese bagaje que explica a la luz de modas y modos, estilos y tendencias que lo han configurado a lo largo de los siglos pasando por épocas de en que lo mismo se registra la aceptación que el rechazo.
Orígenes del toreo, tenemos que verlos desde esa antigüedad donde quedan registrados diversos testimonios de ritual, de acto sacrificial, donde la figura del toro guarda un papel de profundos simbolismos. Ya lo vemos en cuevas, ora protagonizando escenas mitológicas como la del laberinto donde la astucia del Minotauro quedó finalmente derrotada por Teseo y el hilo que Ariadna proporcionó para engañar a aquella extraña representación, mitad hombre y mitad toro. Pero sobre todo en el ejercicio que poco a poco se vino integrando desde el siglo XII.
Desde aquellos pasajes que se pierden en la noche de los tiempos, el toreo como un ejercicio de la técnica y el espíritu se fue integrando para adquirir preponderancia en territorio y enclave comercial tan importante como fue la Hispania, ese cruce de caminos entre un medio oriente intenso, y un centro ambicioso de la actual Europa, en que quedaron trazadas infinidad de rutas comerciales e incluso militares que detonaron en pleno siglo octavo con uno de los acontecimientos históricos de mayor relevancia universal: la guerra de los ocho siglos, misma que se desata en el 726 y concluye, con la expulsión de los moros, en 1492, mismo año en que el genovés Cristóbal Colón logra una de las conquistas más destacadas de la humanidad.
El imperio español estaba por aquel entonces dispuesto a extender sus dominios en territorios hasta entonces desconocidos, y lo logró en octubre de aquel año emblemático.
Para que caballeros de otras épocas terminaran protagonizando en la forma que lo hicieron, es porque forjaron un código de valores y de honores capaces de imponer un discurso con significados que adquirieron preponderancia sobre todo durante el Medievo, que abarca el fin del Imperio Romano, o la constitución del imperio carolingio y alcanza hasta el año 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos y el Renacimiento, período cuyo esplendor alcanza los siglos XIV y XVI. Esos códigos a que me refiero, estaban fundados en la formación del caballero cristiano medieval, que recogía los principios fundamentales y la misión de la Caballería, es decir, la defensa de la fe cristiana, la conservación de la tierra del señor y el amparo de personas desvalidas. Por tanto, estos principios, fueron comunes en todas las obras medievales sobre esta materia. La rica forma en el vestir y las complejas evoluciones en la plaza pública consolidaron estamentos que se convirtieron en elemento de privilegio, en favoritos de casas reinantes y de nobles. Mientras tanto, los libros de caballería fueron estandarte y modelo a seguir de todos aquellos que aspiraban colocarse en lugar envidiable, incluso cuando eran merecedores de unos atentos y enamorados ojos de mujer. Pero entre que se desgastaba esa leyenda, hubo necesidad de nutrir con reglas precisas, ya a la brida, ya a la jineta cuando los torneos, juegos de cañas, pero sobre todo el alanceo de toros se convirtieron en el nuevo lenguaje que se potenció fundamentalmente entre los siglos XV y XVIII.
De Europa se extendió a América tan luego ocurrieron toda una serie de comportamientos tales como: asimilación, sincretismo o mestizaje, hijos de aquel difícil encuentro, desencuentro, descubrimiento, encontronazo o invención que devino, más tarde, conquista.
América hizo suya aquella experiencia en lo general, y la Nueva España en particular, superando necesariamente el trauma para convivir en un nuevo y forzoso maridaje con España. Entre múltiples aspectos, la vida cotidiana jugó un papel muy importante, ya que tuvo que llegar el momento de poner en la balanza todos los significados de una amalgama que se depositó, entre otros factores o medios de convivencias en las diversiones públicas para lo cual: torneos, escaramuzas y otros alardes a caballo primero; toreo de a pie en sus diversas etapas de constitución e integración después fueron consolidando la tauromaquia en México.
Y toros, en tanto registro histórico los hay desde 1526, no como los conocemos hoy día. El propio Hernán Cortés, que se convierte en fuente de información, nos dice que el 24 de junio
que fue de San Juan…, estando corriendo ciertos toros y en regocijo de cañas y otras fiestas…»[2]
No me detendré en detallar ese sólo acontecimiento. Mi tarea frente a ustedes es mostrarles una más o menos articulada idea de la evolución que, eso sí, ha definido al espectáculo en sus ya 480 años de permanencia.
Durante casi todo el virreinato privó un toreo a caballo, detentando por nobles que se esforzaban en las múltiples ocasiones de fiesta a representar una tauromaquia ecuestre, como fiel espejo de la española, aunque con sus peculiares sabores mestizos, por lo que podemos entender que en estas tierras surgió un híbrido del toreo, que no se separó de sus raíces más profundas, pero que logró ser otro concepto con vida propia.
Torneos y justas son las primeras demostraciones deportivas de los españoles en tierras nuevas. Para ello fue necesario el doble elemento material, convertidos en suprema condición: toro y caballo. La moda caballeresca de los siglos XV y XVI estaba aquí. El español buscó defender la tradición medieval. Toros y cañas iban juntos, como espectáculos suntuosos y brillantes en la conmemoración de toda solemnidad.
El torneo y la fiesta caballeresca primero se los apropiaron conquistadores y después señores de rancio abolengo. Personajes de otra escala social, españoles nacidos en América, mestizos, criollos o indios, estaban limitados a participar en la fiesta taurina novohispana; pero ellos también deseaban intervenir. Esas primeras manifestaciones estuvieron abanderadas por la rebeldía. Dicha experiencia tomará forma durante buena parte del siglo XVI, pero alcanzará su dimensión profesional durante el XVIII.
Lo anterior no fue impedimento para que naturales y criollos saciaran su curiosidad. Así enfrentaron la hostilidad básicamente en las ciudades, pero en el campo aprendieron a esquivar embestidas de todo tipo, obteniendo con tal experiencia, la posibilidad de una preparación que se depuró al cabo de los años. Esto debe haber ocurrido gracias a que comenzó a darse un inusual crecimiento del ganado vacuno en gran parte de nuestro territorio, el cual necesitaba del control no sólo del propietario, sino de sus empleados, entre los cuales había gente de a pie y de a caballo.
Durante los siglos XVII y XVIII se dieron las condiciones para que el toreo de a pie apareciera con todo su vigor y fuerza. Un rey como Felipe V (1700-1746) de origen y formación francesa, comenzó a gobernar apenas despierto el también llamado «siglo de las luces». El borbón fue contrario al espectáculo que detentaba la nobleza española y se extendía en la novohispana. En la transición, el pueblo se benefició directamente del desprecio aristocrático, incorporándose al espectáculo desde un punto de vista primitivo, sin las reglas con que hoy cuenta la fiesta. Un ejemplo de lo anterior se encuentra ilustrado en el biombo que relata la recepción del duque de Alburquerque (don Francisco Fernández de la Cueva Enríquez) en 1702, cuya escena central es precisamente una fiesta taurina.
Para ese año el toreo todavía sigue siendo a caballo pero con la presencia de pajes o plebeyos atentos a cualquier señal de peligro, quienes se aprestaban a cuidar la vida de sus señores, ostentosa y ricamente vestidos.
En la Nueva España todas las condiciones estaban dadas para obtener la preciada libertad. Aquí las cosas estaban agitadas, por lo que en medio de aquel caos, comienzan a darse cambios significativos los cuales nos hablan de lo relajado del toreo independiente, que buscando identidad la fue encontrando conforme se dieron los espacios para el desarrollo de la fiesta “a la mexicana”.
“La variedad alegra la fiesta, parafraseando un conocido lema, y en aquel entonces, mientras el Deseado (que no es otro que Fernando VII) actuaba a su antojo y capricho, con tiranía cierta, el público mandaba en la fiesta y se permitía dirigir, si no la nación, si los destinos de su diversión preferida”. Este vistazo de Rafael Cabrera Bonet sobre acontecimientos ocurridos en España, parece réplica de lo que acontece a las puertas de la independencia en México.
La reciente lectura a un libro que refiere aspectos de la moda imperante en el siglo XVIII,[3] da razones suficientes para comprobar que en dicha centuria se manifestó un cambio total no sólo en la manera de pensar, sino de comportarse y aun de vestirse los españoles, en cuyo espejo se miraron los novohispanos. De la casa de los Austria con golillas, herrruelos y crenchas, se pasa a la de los borbones, con chupas, casacas y pelucas empolvadas. Se tiene la creencia que para que esto sucediera es porque hubo algunos aristócratas y algunos intelectuales que admitieron la derrota del pensamiento español, no solo desde el reinado de Carlos II, “el de las hondas miserias y las constantes derrotas”; como justa consecuencia de la superioridad de lo extranjero sobre lo castizo.
En cuanto al atavío y el atuendo, los trajes populares son algo muerto, que puede y debe conservarse, pero que carece de la vitalidad necesaria para evolucionar. Sin embargo, como dice el Marqués de Lozoya:
Es en el siglo XVIII cuando se forma, sin casi precedentes, la estampa de lo popular español que había de prevalecer por espacio de dos siglos en la mentalidad europea: las costumbres, los tipos y las modas en torno de las fiestas de toros. En los siglos anteriores, el toreo era hazaña de caballeros y el torero de a pie, el chulo, no tenía sino un papel subalterno y desvanecido, pero ahora se convierte en el protagonista del drama; en el héroe que puede adquirir una inmensa popularidad. Un romanticismo madrugador se apodera del tipo y lo difunde, en estampas, por toda Europa, como la más genuina representación de España. Es, en la Historia de la Tauromaquia una revolución trascendental, preludio de la revolución social y política, y cuyas consecuencias repercuten en toda la sociedad española.[4]
Pero un conflicto de gran resonancia en España, el motín de Esquilache devino revuelta social debido al hecho de imponerle a los hispanos vestir el atavío “internacional”: sombrero de tres picos y capa corta. Los madrileños querían conservar su castizo atuendo: gran sombrero cuyas alas se dejaban caer sobre los ojos y amplia capa, que envolvía el cuerpo con sus pliegues como el manto de un patricio romano. Todo esto se desbordó el 23 de marzo de 1766, bajo la sombra del “despotismo ilustrado”. Ya con Carlos IV se verifica un fenómeno singular:
La irrupción de la majeza y de la chulería en las clases más elevadas; la pasión de los grandes señores por los trajes y los bailes del pueblo y por todo lo que refiere a la Fiesta de toros. (…) De ahí que este prestigio de la manolería puede causar una depresión en la sociedad española, pero tuvo la ventaja de proporcionar a los artistas un repertorio de riqueza y variedad inigualables, al cual hubieron de acudir por espacio de más de un siglo. Fue el veneciano Tiépolo reflejó en sus cuadros la desenfadada alegría del pueblo de Madrid. Y en ese reflejo queda retratada la actitud popular con sus fiestas, sus juegos y sus atavíos, aunque era un pueblo disfrazado con brillantes galas, que no desentonaban con las casacas cortesanas.[5]
Esta reacción popular, produjo el cambio radical de un protagonismo detentado por los de a caballo, hasta por lo menos 1730, en que, como dijo Nicolás Fernández de Moratín, se dio con ellos la última gran fiesta articulada por nobles, pasando el papel principal a los de a pie quienes, con una vestimenta ad hoc, provista de galones, cintas, y metales permitieron diferenciar la escala social que ya impera en la configuración de las cuadrillas. De ese modo, la resultante es esa marcada estratificación tal y como la vemos hoy día, desde el paseíllo, en la cual, sólo avanzan como figuras decorativas los alguaciles, y siguen los primeros espadas, llevando trajes de principesca manufactura. Detrás de ellas, las cuadrillas, también de a pie, vestido de forma más austera, y sin llevar en sus bordados ningún metal, sólo pasamanería, quedando en un tercer término los que una vez fueron los primeros: los de a caballo; sólo que ahora con un nuevo papel que busca inútilmente reivindicarse, asumiendo un papel que la puya cumple, restando fuerza al toro, pero sin consumar el viejo principio de la lanzada. Claro, de la estampa arcaica de toreros pedestres y primitivos entre los siglos XVIII y XIX, se ha logrado una marcada evolución que llega, incluso bastante afectada en su sentido estético hasta nuestros días.
Al avanzar el siglo XIX, y en México, destacan evidentemente los hermanos Luis, Mariano y Sóstenes Ávila quienes, de 1808 a 1858 se mantuvieron vigentes en la tauromaquia nacional. Hay otros personajes como Manuel Bravo, Andrés Chávez o José María Vázquez los cuales son consecuencia generacional inmediata de aquella etapa.
Ahora bien, al tiempo en que se activó la independencia de nuestro país, el toreo se comportó de igual forma y se hizo nacional, perdiendo cierto rumbo que sólo recuperaba al llamado de las raíces que lo forjaron. Caben aquí un par de reflexiones antes de ingresar a la magia proyectada desde la plaza de toros.
Un análisis clásico ya, para entender el profundo dilema por el que navegó México como nación en el siglo XIX, es México. El trauma de su historia del recién desaparecido Edmundo O’ Gorman. Es genial su planteamiento sobre la confrontación ideológica entre la tesis conservadora y la liberal. Resumiendo: los conservadores quieren mantener la tradición, pero sin rechazar la modernidad. Los liberales quieren adoptar la modernidad, pero sin rechazar la tradición.
Es decir, en ambos la tradición es común denominador, y para los dos, el sentido de la modernidad juega un papel muy interesante que no nos toca desarrollar. Sólo que en el toreo la modernidad llegó tarde, fue quedándose atrás.
La tauromaquia en nuestro país no perdió su esencia hispana. El planteamiento de Carlos Cuesta Baquero, importante periodista en aquella época dice al respecto, “nunca ha existido una tauromaquia positivamente mexicana, sino que siempre ha sido la española practicada por mexicanos” la escena taurina no perdió su esencia nacional, más bien se mezcló logrando una suma que representaba los dos orígenes. Las innovaciones e invenciones permiten verla como fuente interminable de creación; cada corrida tiene una estructura hasta cierto punto rígida, sigue un orden que se traduce en la secuencia de tercios, pero el espectáculo es una vivencia que refleja en algún grado el comportamiento humano y como tal, es cambiante y si a esto le agregamos no sólo la personalidad del torero, sino también la creatividad que enriqueció a la fiesta con aderezos como las mojigangas, los fuegos de artificio, la cucaña, el toro embolado, tenemos entonces una diversión completa. Y dos son las figuras más representativas en la segunda mitad de ese siglo: Bernardo Gaviño y Rueda, español, que en México hizo del toreo una expresión del ser mestizo y Ponciano Díaz, ídolo, genio y figura que fue elevado a estaturas inconcebibles, pero también rebajado al olvido más doloroso.
Y vino el siglo XX.
Durante su desarrollo surgieron figuras emblemáticas de altos vuelos artísticos y técnicos que pudieron equipararse con lo mejor de España. Allí están Rodolfo Gaona, formado bajo los viejos principios que establecieron Rafael Molina “Lagartijo” y Salvador Sánchez “Frascuelo”. Gaona fue un diestro empeñado en poner en práctica una tauromaquia estética y esteticista, de cuidados y afectados toques y retoques que hoy, a poco más de 80 años de su despedida, misma que ocurrió el 12 de abril de 1925, sigue siendo parangón, modelo a seguir, sobre todo de las generaciones que lo sucedieron, pero que hoy, repartido en varias líneas de otros tantos maestros, se ha perpetuado en beneficio directo del toreo mexicano.
Rodolfo Gaona tuvo entre otros muchos privilegios ser considerado como el “indio grande” sin que hubiera de por medio alguna calificación peyorativa. Incluso, España misma con su afición de principios del siglo XX se caracterizó por cerrarle las puertas a todos aquellos toreros que no siendo del terruño, los obligaban a pasar las de Caín para poder ser aceptados sin obstáculos. Sin embargo, los hispanos se entregaron a aquel “milagro” americano.
El mexicano Rodolfo Gaona, al formarse bajo la égida de Saturnino Frutos “Ojitos”, banderillero de Salvador Sánchez “Frascuelo”, adquiere un estilo que lo hace español; por ende universal. Su caso es excepcional en medio de las condiciones en que se constituye. Por eso Rodolfo Gaona Jiménez (1888-1975) de un ciudadano común y corriente, pasa a la categoría de personaje público de altos vuelos pues fue el primer gran torero que llenó los parámetros que solo se destinan a los elegidos.
Gaona le da a la fiesta un carácter MAYOR (así, con mayúsculas) debido a su jerarquía como matador de toros que llena los requisitos que satisfacen la mayor exigencia impuesta por la afición. La fiesta le da a Rodolfo un sitio que luego de 81 años de su despedida -que ocurre el 12 de abril de 1925- lo sigue haciendo vigente junto con otros grandes diestros que comparten un lugar en la Rotonda de los Toreros Ilustres.
Su quehacer se convirtió en modelo a seguir. Todos querían ser como él. Las grandes faenas que acumuló en México y el extranjero son clara evidencia del poderío gaonista que ganó seguidores, pero también enemigos.
Más tarde, aparecieron José Pepe Ortiz, dueño de otra puesta en escena que causó furor entre sus “istas” más incondicionales. También se sumaron Jesús Solórzano, el rey del temple, Luis Castro “El Soldado”, pero sobre todo Silverio Pérez.
La sola mención de Silverio Pérez nos lleva a surcar un gran espacio donde encontramos junto con él, a un conjunto de exponentes que han puesto en lugar especial la interpretación del sentimiento mexicano del toreo, confundida con la de “una escuela mexicana del toreo”. La etiqueta escolar identifica a regiones o a toreros que, al paso de los años o de las generaciones consolidan una expresión que termina particularizando un estilo o una forma que entendemos como originarias de cierta corriente muy bien localizada en el amplio espectro del arte taurino.
Escuela “rondeña” o “sevillana” en España; “mexicana” entre nosotros, no son más que símbolos que interpretan a la tauromaquia, expresiones de sentimiento que conciben al toreo, fuente única que evoluciona al paso del tiempo, rodeada de una multitud de ejecutantes. Que en nuestro país se haya inventado ese sello que la identifica y la distingue de la española, acaba sólo por regionalizarla como expresión y sentimiento, sin darse cuenta de su dimensión universal que las rebasa, por lo que el toreo es uno aquí, como lo es en España, Francia, Colombia, Perú o Portugal. Cambian las interpretaciones que cada torero quiera darle y eso acaba por hacerlos diferentes, pero hasta ahí. En la tauromaquia en todo caso, interviene un sentido de entraña, de patria, de región y de raíces que muestran su discrepancia con la contraparte. Esto es, que para nuestra historia no es fácil entender todo aquello que se presentó en el proceso de conquista y de colonia, donde: dominador y dominado terminan asimilándose logrando un producto que podría alejarse de la forma pero no del fondo, cuyo contenido entendemos perfectamente.
Silverio Pérez representó una fuerza que fue a unirse a aquella majestuosa expresión del nacionalismo cultural como medida de rescate, al recibir su generación todo lo que queda del movimiento armado que deviene movimiento cultural, en inquieta respuesta vulnerada entre el conflicto de quienes pretenden extenderla como signo violento o como signo demagógico. Pero en medio de aquel estado de cosas, Silverio Pérez al incorporarse al esquema de la otra revolución, la que enfrenta junto a un contingente de extraordinarios toreros y una tropa de subalternos eficaces, genera una de las marchas artísticas y generacionales de mayor trascendencia para el toreo de nuestro país. Presenciamos el desarrollo de la “edad de oro del toreo”.
Es el México “postrevolucionario”, un México donde el sentimiento por el toreo está encontrando en Silverio a un exponente distinto, dado que su quehacer se aleja de los demás, dándonos a entender que había llegado la hora de conocer a un torero de manufactura netamente nacionalista, en idéntica proporción a la etapa de “reconquista” que enfrentó Ponciano Díaz.
Y sin olvidar a figuras como Fermín Espinosa, Carlos Arruza, Luis Procuna y otros, pasemos al capítulo llamado Manolo Martínez.
El diestro neoleonés es hoy en día una fuente de inspiración. Lo es para muchos de los toreros que forman parte de la generación inmediata a la que perteneció el torero mexicano. Y no se trata sólo de los nacionales. También del extranjero. Esto es un fenómeno similar al que se dio inmediatamente después de la despedida de Rodolfo Gaona en 1925; muchos toreros mexicanos vieron en “el petronio de los ruedos” un modelo a seguir. Querían torear, querían ser como él. No estaban equivocados, era el prototipo ideal para continuar con la tendencia estética y técnica impuesta durante casi veinte años de imperio gaonista. Sin embargo estaban llamados a ser representantes de su propia generación, por lo que también tuvieron que forjarse a sí mismos, sin perder de vista el arquetipo clásico heredado por Gaona.
Pero el asunto no queda ahí. La tauromaquia tiende a renovarse, y aunque pudiera darse el fenómeno de la generación espontánea, en virtud de que algunos toreros importantes se formen bajo estilos propios, estos se definen a partir de cimientos sólidamente establecidos por diestros que han dejado una estela destacada que se mete en la entraña de aquellos quienes llegan posesionándose del control, para convertirse en nuevas figuras.
Manolo Martínez legó al toreo cosas buenas y malas también. Ese espejismo maniqueo posee un peso rotundo cuyos significados se revelan a cada tarde, como si durante cada corrida de toros se leyera una página del testamento DE LA DOBLE M donde quedaron escritas muchas sentencias por cumplir o excluir. Ese legado, entendido como una tauromaquia subliminal para muchos diestros, herederos universales de aquel testimonio sigue provocando controversias, polémicas como todo lo causado ahora con la influencia o no por parte de este último “mandón” del toreo mexicano, del que a continuación presento un perfil por demás, necesario.
Parco al hablar, dueño de un carácter enigmático, adusto, con capote y muleta solía hacer sus declaraciones más generosas, conmoviendo a las multitudes y provocando un ambiente de pasiones desarrolladas antes, durante y después de la corrida.
En poco tiempo Manolo asciende a lugares de privilegio y tras la alternativa que le concede Lorenzo Garza en Monterrey inicia el enfrentamiento con Huerta y con Capetillo en plan grande, hasta que Manolo termina por desplazarlos.
Su encumbramiento se da muy pronto hasta verse sólo, muy sólo allá arriba, sosteniendo su imperio a partir de la acumulación de corridas y de triunfos. Pronto llegan también a la escena Eloy Cavazos, «Curro» Rivera, Mariano Ramos y Antonio Lomelín con quienes cubrirá la etapa más importante del quehacer taurino contemporáneo.
En la plaza, el público, impaciente, comenzaba a molestarlo y a reclamarle. De repente, al sólo movimiento de su capote con el cual bordaba una chicuelina, aquel ambiente de irritación cambiaba a uno de reposo efímero, trastocado y transtornado en una plaza donde el estruendoso ¡olé! hacía retumbar los tendidos. Para muchos, el costo de su boleto estaba totalmente pagado. Con su carácter, era capaz de dominar a las masas, de guiarlas por donde el regiomontano quería, hasta terminar convenciéndolos de su grandeza. No se puede ser “mandón” sin ser figura. No es mandón el que manda a veces, el que lo hace en una o dos ocasiones, de vez en cuando, sino aquel que siempre puede imponer las condiciones, no importa con quién o dónde se presente. (Guillermo H. Cantú).
El diestro neoleonés acumuló muchas tardes de triunfo, así como fracasos, muchos de ellos escandalosos. Con un carácter así, se llega muy lejos. Nada más era verle salir del patio de cuadrillas para encabezar el paseo de cuadrillas, los aficionados e «istas» irredentos se transformaban y ansiosos esperaban el momento de inspiración, incluso el de indecisión para celebrar o reprobar su papel en la escena del ruedo.
Como figura fue capaz de crear también una serie de confrontaciones entre sus seguidores, que eran legión y los que no lo eran, también un grupo muy numeroso. Su quehacer evidentemente estaba basado en sensaciones y emociones, estados de ánimo que decidían el destino de una tarde. Así como podía sonreír en los primeros lances, afirmando que la tarde garantizaba un triunfo seguro, también un gesto de sequedad en su rostro podía insinuar una tarde tormentosa, tardes que, con un simple detalle se tornaban en apacibles, luego de la inquietud que se hacía sentir en los tendidos.
Ese tipo de fuerzas conmovedoras fue el género de facultades con que Manolo Martínez podía ejercer su influencia, convirtiéndose en eje fundamental donde giraban a placer y a capricho suyos las decisiones de una tarde de triunfo o de fracaso. Además, era un perfecto actor en escena, aunque no se le adivinara. De actitudes altivas e insolentes podía girar a las de un verdadero artista a pesar de no estar previstas en el guión de la tarde torera. Pesaba mucho en sus alternantes y estos tenían que sobreponerse a su imagen; apenas unos movimientos de manos y pies, conjugados con el sentimiento, y Manolo transformaba todo el ambiente de la plaza.
La tauromaquia de Manolo Martínez es una obra soberbiamente condensada de otras tantas tauromaquias que pretendieron perfeccionar este ejercicio. Sus virtudes se basan en apenas unos cuantos aspectos que son: el lance a la verónica, los mandiles a pies juntos y las chicuelinas del carácter más perfecto y arrollador, imitadas por otros tantos diestros que han sabido darle un sentido especial y personal, pero partiendo de la ejecución impuesta por Martínez. En el planteamiento de su faena con la muleta, todo estaba cimentado en algunos pases de tanteo para luego darse y entregarse a los naturales y derechazos que remataba con martinetes, pases de pecho o los del «desdén», todos ellos, únicos en su género. La plaza era un volcán de pasiones, cuyas explosiones se desbordaban en los tendidos, hasta que el estruendo irrepetible de cien o más pases dejaba a los aficionados sin ya más fuerzas para agitar las manos después de tanto gritar. Capote y muleta en mano eran los elementos con que Manolo Martínez se declaraba ante la afición. Lo corto de sus palabras quedaba borrado con lo amplio y extenso de su ejecución torera.
Finalmente, hoy no nos resultan ajenos los nombres de Eulalio López, Enrique Ponce, “Morante de la Puebla”, Julián López, José Luis Angelino o César Rincón, por mencionar a las cumbres de ese horizonte majestuoso. Ellos han logrado las más caras aspiraciones de otras tantas generaciones que lucharon por un propósito tan claro como el de los toreros que acabamos de mencionar: interpretar la tauromaquia como un sentido de la técnica y la estética al servicio de los gustos y modas imperantes en las épocas consideradas como claves en el curso, devenir y porvenir de un espectáculo que ya alcanzó, por lo menos hasta hoy, los límites de todas las aspiraciones. Para ello conviene hacer la siguiente consideración, preguntándonos, ¿qué es lo clásico en el toreo?
Uno de los dogmas que más inciden entre los aficionados a los toros es sobre todo aquello que entendemos como lo “clásico”; o en otros términos: “clasicismo”. ¿En realidad sabemos cuál es su significado para explicarlo a la luz de dos de sus principios fundamentales: la técnica y la estética?
Sin valernos de diccionarios, enciclopedias o libros que han hecho tratado de este término, me atrevería a apuntar que lo “clásico”, o el “clasicismo”, independientemente del período histórico que lo define, es un entorno que por su consistencia –estética, en este caso-, deja huella perenne, hasta entenderlo no solo en su momento sino en otros posteriores y más alejados.
Por ejemplo, no se sabe muy bien si la música “clásica” es simplemente música de concierto. Entonces, ¿por qué Beethoven sí y Penderecki no?
¿Por qué Miguel Ángel, ya no tanto renacentista, “clásico”, incluso universal, y no Sebastián, escultor mexicano?
¿Por qué Belmonte más que Ordóñez o viceversa?
Se les suele llamar “clásicas” a la Tauromaquia de Pepe-Hillo y a la de Paquiro.
Entonces, ¿dónde queda el “clasicismo; qué es entonces lo “clásico”?
“Clásico” es lo que queda y permanece, “clásico” es lo que perdura por encima de pasajeras circunstancias que por inconsistentes se desvanecen, enfrentando la solidez de un acontecimiento que garantiza al individuo el uso de formas y métodos confiables, como instrumentos no solo de interpretación sino de proyección, lográndose de ese modo lo perdurable, independientemente de las expresiones particulares y diferentes de creadores que se amparan en ese modo de creación e interpretación, incluso, en su maleabilidad; lo modifican, pero sin separarse de los límites establecidos.
Esos “límites establecidos” no son un cerco. Al contrario, se enriquecen, manteniéndolo plenamente vivo, al grado de que hoy día, entre la modernidad, la postmodernidad y lo iconoclasta en donde se mueven diversas expresiones de la técnica o la estética, convive con ellos lo “clásico” sin posibilidad de conflicto alguno, porque esas expresiones se identifican, respetando su territorio. Incluso, agregaría un breve pasaje de Octavio Paz quien, al reflexionar sobre la modernidad, el Nobel de literatura 1990 nos ayuda a desentrañar qué hay al respecto de este otro “dogma”.
La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcisarla y se habla mucho de la “postmodernidad”. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?
Y en los términos estrictamente taurinos, lo “clásico” y el “clasicismo” permean con una fuerza indescriptible pues de ambos depende –en buena medida- su pervivencia. “Clásicos” son Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa o “Manolo” Martínez, las tres columnas fundamentales del toreo en el siglo XX mexicano. Esto quiere decir que otros no lo fueran, pero ha habido barrocos, postmodernos, nacionalistas, iconoclastas o heterodoxos. Es decir, que al no estar reñidos, fortalecen la expresión conjunta del espectro universal. He aquí que lo omnipresente de lo “clásico” no lo abarca todo, pero sí una gran mayoría. No abarcará todo, pero sí lo comprende todo, como una obra sinfónica. ¿Confusión, juego de palabras o de intereses para ajustarse a la conveniencia más apropiada? Quizá.
El hecho es contundente. Hay una condición de lo “clásico” y el “clasicismo” que campea orgullosa incluso en estos tiempos que ya rebasaron la barrera del siglo XXI, cuando el espectáculo sigue y seguirá cuestionándose no sólo por el fuerte contenido de anacronismos que carga desde hace varios siglos. También por su explícito discurso sacrificial, que es consecuencia de un largo recorrido acumulado en varios milenios. Esto parece ser un obstáculo para que se considere que entonces lo “clásico” se enfrenta a esa enorme carga secular o milenaria, y no hay más remedio que presenciar un despliegue minimizado del “clasicismo”, como intento y no como sólida presencia.
Además, lo “clásico” en su concepto expresivo por parte de los toreros, se empantana en la ociosa declaración venida del reino de los lugares comunes de que son unos “clásicos”, si para ser “clásico” es lo que queda y además permanece. Y si el ejercicio de ciertos matadores corre el riesgo de su efímera declaración, entonces esta debe ser capaz de hacer permanente lo que tiende a desaparecer. En una rebuscada metáfora, intentan salvar lo irremediable, hacerla pervivir durante su recorrido activo y además trascenderla por la vía de los recuerdos que sostienen ese andamiaje viajando en la memoria colectiva, a través de la transmisión oral que, de generación en generación hacen posible y tan vivos a Gaona, “Armillita” y a “Manolo”, a pesar de que ellos ya dejaron este mundo, pero no sus hazañas que son finalmente las que asumen no la eternidad, sí la perpetuidad.
Allí están –por ejemplo- las ruinas de diversos imperios: el romano, el egipcio, el teotihuacano o maya que, con su sola majestad demuestran cuán grandes se manifestaron como aglutinamiento en tanto sociedad, cultura, economía, religión, conflictos bélicos y otras circunstancias que los integró como un todo en su tiempo. Y hoy, reconocemos esas capacidades, y nos admira, nos sorprende.
Clásico puede ser el argumento de “cargar la suerte”, que, entre los aficionados a los toros, cuando no se tiene muy clara su definición, es una auténtica declaración de guerra. Por ejemplo, para José Alameda esta es su consideración:
Podríamos decir que cargar la suerte es llevarla al punto de conjunción de toro y torero, en que la suerte se precisa, se define y toma estructura. El punto de apoyo de la suerte, el gozne desde el cual se desarrolla. Porque cargar la suerte no es poner un pie adelante, es afirmarla y ahondarla allí donde naturalmente se produce…[6]
O para entenderlo a partir del verso magistral de Jaime Sabines:
Los amorosos
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
El más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
Los amorosos son los que abandonan,
Son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
No encuentran, buscan.
(……….)
Es decir, que lo que nos está diciendo Alameda en su interpretación sobre “cargar la suerte”, no es otra cosa que una utopía, es Los amorosos de Sabines; es la siempre sabia expresión de Lope de Vega, a propósito de dos de sus versos geniales cuando nos dice:
“…es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…”; o como concluyera magistralmente Pepe Luis Vázquez, el torero rubio del barrio de San Bernardo, en Sevilla: “El toreo es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…”
Es el delirio de Francisco de Quevedo en
Amor constante más allá de la muerte.
Alma a quien todo un dios prisión has sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
Médulas que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, más polvo enamorado.
Allí están, y vuelvo a reiterar los ejemplos “clásicos” de Gaona, Espinosa y Martínez como ese concepto mayor donde se concentra la summa de aquellas experiencias vivas, tangibles, que se han transmitido generacional, profesional y temporalmente y cada quien se ha convertido en modelo (la asimilación dependerá de nuevos actores, quienes establecerán su estilo propio, al cual sumarán –si así lo deciden-, matices de lo que ya es “clasicismo”).
En este complejo de la realidad puede seguirse navegando sin llegar a ninguna conclusión concreta, porque la etiqueta de “clásico” no está permitida para todos, a pesar de que todos por obligación profesional tienen que matizar su ejercicio de esta condición para no distanciarse de ese ámbito y no entrar en la condición espacial de la utopía. He allí lo notable que puede ser el complicado pero a la vez sencillo concepto que es en sí mismo lo “clásico”, como condición y realidad que queda y permanece.
Hemos visto ya que hay una condición de lo “clásico” y el “clasicismo”. ¿En qué medida, ambas circunstancias son capaces de convertir al individuo en “universal”?
Por ahora dejemos estas consideraciones para mejor ocasión, y miremos al pasado con ojos del presente, para entender el curso del arte y la técnica del toreo como principios que han servido para comprender el propósito de esta conversación a la que pongo justificado fin, en espera de haberles proporcionado algunas herramientas útiles.[7]
MUCHAS GRACIAS
[1] 6TOROS6 Nº 574, del 28 de junio al 4 de julio de 2005, p. 3. José Carlos Arévalo: “Libertad y tabú”.
[2] Hernán Cortés: Cartas de Relación. Nota preliminar de Manuel Alcalá. Décimo tercera edición. México, Porrúa, 1983. 331 p. Ils., planos (“Sepan cuántos…”, 7), p. 275.
[3] El traje español en la época de Goya. 28 láminas de Rodríguez, de la “Colección de los trajes que en la actualidad se usan en España, principiada en 1801”. Prefacio del Marqués de Lozoya. Barcelona, Editorial Gustavo Pili, S.A., 1962. IX + 28 láms.
[4] Op. Cit., p. IV-V.
[5] Ibidem., p. VIII.
[6] Luis, Carlos, José, Felipe, Juan de la Cruz Fernández y López-Valdemoro (seud. José Alameda): EL HILO DEL TOREO. Madrid, Espasa-Calpe, 1989. 308 p. Ils., fots. (La Tauromaquia, 23)., p. 287.
[7] Modas y modos del toreo: Una doble visión de la estética, conferencia magistral dictada el 2 de mayo de 2006, en el marco de UNIMODAA 2006 o «Matador, Sol y Sombra», evento y tributo al arte del maestro Miguel Espinosa Armillita Chico, organizado por la licenciatura en Diseño de Modas en Indumentarias y Textiles de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Auditorio “Dr. Pedro de Alba” de la Universidad Autónoma de Aguascalientes.