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MODAS Y MODOS DEL TOREO: UNA DOBLE VISIÓN DE LA ESTÉTICA.

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

   Ajustándome a los requerimientos que toda esta actividad supone, y para comprender mejor el recorrido de una manifestación milenaria como es la de la corrida de toros, es preciso entender cuáles han sido sus respectivas composiciones a lo largo del tiempo en que como espectáculo público se ha planteado de manera explícita. Por tanto, vayamos a ver, a partir de una rigurosa selección iconográfica –apenas suficiente para ir del ayer más remoto al presente más inmediato-, el tránsito de significados entre dos discursos que, aquí y ahora nos atañen: Modas y modos del toreo.

   Se dice, y más claramente, decimos los taurinos que el toreo es una manifestación del espíritu, ese extraño síntoma que se declara en el ángel, pellizco, el aquel, el duende; o como dijera José Bergamín: Es música callada del toreo, y todo con objeto de descifrar esos misterios con que juega el destino en esta profesión que quiere hacer el arte al filo del peligro, tal y como lo manifestara en su momento el entrañable Alfonso Ramírez “Calesero”.

   Pero no es solo la estética. Es, o se ha convertido en una condición de la creatividad o viceversa, según los patrones establecidos por sociedades que tienden a un pleno confort como resultado de esa mutante alteración de vida que se detiene un momento y logra seguir, al desatarse por solo unos momentos del capricho colectivo pero ya con nuevos ropajes, nuevas influencias como también suele ocurrir en la tauromaquia que justo hoy está reportando en su siguiente paso, algo como lo que le viene ocurriendo a la música, con la presencia de las vanguardias sonoras sin complicaciones. En la música es el minimalismo. Pero ese minimalismo ya metido en la entraña del toreo, va asociado con la reducción al mínimo indispensable en cuanto al limitado uso de un amplio repertorio en los tres tercios de la lidia. Es, por ejemplo, el cero que no comprendieron como tal nuestros antepasados, pues en ese sentido los mayas fueron extraordinarios. El descubrimiento de un concepto de carencia de valor es fundamental en las matemáticas. Sabemos que ese concepto entró en Europa, a España, en el siglo XII o XIII, a través de los árabes, y de éstos había derivado de la India. Y vamos más allá: en Estados Unidos Ferry Riley y Steve Reich escriben obras minimalistas, cuyo principio estructural se basa en la repetición y transformación constante de unos cuantos elementos, como apunta Mario Lavista, eminente compositor mexicano de nuestro tiempo.

   Pero aún más: el progreso del arte y la técnica han llegado a su más acabada expresión, que parece ya no habrá más que hacer sino depurar, pulir, refinar para que, en 20 o 50 años se conciba como otro capítulo que por ahora ignoramos la forma en que habrá de desempeñarse. Sin embargo, opera el principio minimalista al que ha sido reducida una rica, riquísima expresión del arte y la técnica tauromáquicas, acordes con los tiempos que van corriendo. El minimalismo más claro es esa síntesis de dos o tres lances con el capote, y otro más o menos variado pero limitado repertorio muleteril, como si con eso se consagrara la versión más moderna del toreo, aproximación legítima, resultado concreto y hasta lógico que los toreros han pretendido dar –por ahora- a su oficio.

   En música, la tonalidad reinó durante 300 años, pero se hizo necesaria la llegada de aires renovadores con lenguajes como la atonalidad, el dodecafonismo y el serialismo, la bitonalidad y la bimodalidad. El ya conocido minimalismo y hasta la electroacústica, medios todos ellos que están al servicio del sonido.

   En los toros, puede decirse que las tauromaquias de José Delgado y Francisco Montes (1796 y 1836 respectivamente) han quedado superadas. Ya lo dijo José Carlos Arévalo en recientes apreciaciones editoriales. El actual director de la revista 6TOROS6, quien ha abrevado y ha hecho suya la obra de José Alameda, reconociéndola ya como fuente indispensable, se sustenta en ella para afirmar:

Las corridas de toros siempre respetaron celosamente el rito. Pero el toreo es una de las artes más evolutivas. La lidia ya codificada en tres tercios absolutamente definidos, la de los tiempos de Paquiro, nada tiene que ver con la lidia actual. Es posible que ni los aficionados más conocedores supieran seguirla, comprenderla, sentirla, si pudieran verla hoy tal como era ayer. Pero no la cambió el rito, que permanece inalterable, ni los reglamentos posteriores, que la sometieron a ley, sino el arte del toreo. Es decir, las historias que el hombre es capaz de contar con un toro: su actitud ante el peligro, su capacidad para trocar la violencia del animal en una cadencia estética impuesta por su sabiduría y por su sentimiento.

Pero viene aún algo muy importante:

Ni Joselito, ni Belmonte, ni Manolete tuvieron que cambiar una coma de los reglamentos a los que sucesivamente se sometieron para que las corridas, siempre iguales, fueran distintas. ¿Quién le impuso a José la regeneración, por él ordenada, de la suerte de varas para que abriera el camino hacia un mayor repertorio del toreo de capa? ¿Le protestaron las cuadrillas cuando les ordenó abandonar el ruedo durante la faena de muleta? ¿Qué reglas rituales contradijo Belmonte para hacer del toreo un acto dramático más estético? ¿Qué ley hubiera tenido potestad para impedir el toreo versificado en series de Manolete, ese hallazgo que transformó y amplió hasta en su misma esencia la faena de muleta?[1]

   ¿Qué destino, qué futuro, qué fin se pronostican para el toreo? ¿Meras paradojas o realidades nuevamente tangibles a la luz de los tiempos que, de aquí en adelante correrán augurando lo hoy imprevisible?

   Recordemos que el protagonismo en la tauromaquia se encuentra detentado por los españoles y un puñado de mexicanos, latinoamericanos y franceses. Pero México, en ese sentido, no se ha adherido con justicia al concierto de las naciones. La marginación no es gratuita, pero se ha dado por otras razones. Servilismo, malinchismo y ninguna capacidad para compartir con esa avasalladora maquinaria que mantiene o sostiene una auténtica industria, y no el simple negocio o “changarro”, esa triste y peyorativa realidad que predomina en nuestro país, en uno de los sexenios más mediocres que hemos padecido. A ese fenómeno –por desgracia- nos hemos acostumbrado como parte de las pocas expectativas ofrecidas por apenas dos o tres figuras nacionales pero no internacionales.

   En la ópera, Ramón Vargas triunfa fuera de nuestras fronteras, a la sombra incluso de la trilogía Carreras-Pavarotti-Domingo. Cada presentación suya en el extranjero es aureolada y exaltada por melómanos y prensa. Su nombre se suma al de otras grandes luminarias del bel canto. Y Ramón es mexicano, e insisto triunfa allende el mar. ¿Por qué? En esto, claro que funciona muy bien el aparato publicitario, pero también las ganas de promoverse y promoverlo. Entonces porqué el México taurino depende desde hace algunos años de un solo torero: Eulalio López que no ha alcanzado los máximos rangos de figura internacional o la escala de “mandón”. El “Zotoluco” se ha quedado solo “como los muertos”, tal cual lo escribiera Gustavo Adolfo Bécquer en su rima Nº LXXIII:


Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil rüidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:

—¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!

 Y en esa soledad, sin aliados poco puede hacer. La maquinaria industrial de la tauromaquia en España no se va a andar molestando por un extranjero más. Lo que interesa es garantizar la celebración de espectáculo en sus tres modalidades (corrida de toros, novillada o corrida de rejones), siempre alentada por el estado, que es otro factor capaz de garantizar la buena marcha de tan próspero negocio.

   Quien manda en México, al parecer no es “El Zotoluco”. Son los empresarios ambiciosos, los que piensan no solo en Eulalio (que eso no tenemos porqué reprocharlo). Pero piensan en función de cómo organizar carteles con la presencia de diestros hispanos como si Eulalio fuera uno más en el cartel. Pero con “El Zotoluco” y su administración no conseguiremos que el mesianismo se cumpla tal y como ocurrió con su último exponente: Manolo Martínez. He ahí las contradicciones que son más frente a la poca iniciativa por atenuarlas, por erradicarlas pues, a lo que parece, el toreo seguirá siendo suma de complejas realidades y así habrá que entenderlo, como lo que es: un eterno misterio, una misteriosa paradoja.

   Recapitulando, antes de comparecer ante ustedes, procuré seleccionar las imágenes más representativas con objeto de que puedan percibir algunos cambios no sólo en el vestir. También en el actuar. Modificaciones en los usos y costumbres e incluso, los estilos, líneas o escuelas como la “rondeña”, “sevillana”, “castellana”, o “mexicana” de expresar el toreo.

   Toreo, como manifestación de espíritu: “es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…” ya lo dijo Lope de Vega, se ha visto enriquecido por todo ese bagaje que explica a la luz de modas y modos, estilos y tendencias que lo han configurado a lo largo de los siglos pasando por épocas de en que lo mismo se registra la aceptación que el rechazo.

   Orígenes del toreo, tenemos que verlos desde esa antigüedad donde quedan registrados diversos testimonios de ritual, de acto sacrificial, donde la figura del toro guarda un papel de profundos simbolismos. Ya lo vemos en cuevas, ora protagonizando escenas mitológicas como la del laberinto donde la astucia del Minotauro quedó finalmente derrotada por Teseo y el hilo que Ariadna proporcionó para engañar a aquella extraña representación, mitad hombre y mitad toro. Pero sobre todo en el ejercicio que poco a poco se vino integrando desde el siglo XII.

   Desde aquellos pasajes que se pierden en la noche de los tiempos, el toreo como un ejercicio de la técnica y el espíritu se fue integrando para adquirir preponderancia en territorio y enclave comercial tan importante como fue la Hispania, ese cruce de caminos entre un medio oriente intenso, y un centro ambicioso de la actual Europa, en que quedaron trazadas infinidad de rutas comerciales e incluso militares que detonaron en pleno siglo octavo con uno de los acontecimientos históricos de mayor relevancia universal: la guerra de los ocho siglos, misma que se desata en el 726 y concluye, con la expulsión de los moros, en 1492, mismo año en que el genovés Cristóbal Colón logra una de las conquistas más destacadas de la humanidad.

   El imperio español estaba por aquel entonces dispuesto a extender sus dominios en territorios hasta entonces desconocidos, y lo logró en octubre de aquel año emblemático.

   Para que caballeros de otras épocas terminaran protagonizando en la forma que lo hicieron, es porque forjaron un código de valores y de honores capaces de imponer un discurso con significados que adquirieron preponderancia sobre todo durante el Medievo, que abarca el fin del Imperio Romano, o la constitución del imperio carolingio y alcanza hasta el año 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos y el Renacimiento, período cuyo esplendor alcanza los siglos XIV y XVI. Esos códigos a que me refiero, estaban fundados en la formación del caballero cristiano medieval, que recogía los principios fundamentales y la misión de la Caballería, es decir, la defensa de la fe cristiana, la conservación de la tierra del señor y el amparo de personas desvalidas. Por tanto, estos principios, fueron comunes en todas las obras medievales sobre esta materia. La rica forma en el vestir y las complejas evoluciones en la plaza pública consolidaron estamentos que se convirtieron en elemento de privilegio, en favoritos de casas reinantes y de nobles. Mientras tanto, los libros de caballería fueron estandarte y modelo a seguir de todos aquellos que aspiraban colocarse en lugar envidiable, incluso cuando eran merecedores de unos atentos y enamorados ojos de mujer. Pero entre que se desgastaba esa leyenda, hubo necesidad de nutrir con reglas precisas, ya a la brida, ya a la jineta cuando los torneos, juegos de cañas, pero sobre todo el alanceo de toros se convirtieron en el nuevo lenguaje que se potenció fundamentalmente entre los siglos XV y XVIII.

   De Europa se extendió a América tan luego ocurrieron toda una serie de comportamientos tales como: asimilación, sincretismo o mestizaje, hijos de aquel difícil encuentro, desencuentro, descubrimiento, encontronazo o invención que devino, más tarde, conquista.

   América hizo suya aquella experiencia en lo general, y la Nueva España en particular, superando necesariamente el trauma para convivir en un nuevo y forzoso maridaje con España. Entre múltiples aspectos, la vida cotidiana jugó un papel muy importante, ya que tuvo que llegar el momento de poner en la balanza todos los significados de una amalgama que se depositó, entre otros factores o medios de convivencias en las diversiones públicas para lo cual: torneos, escaramuzas y otros alardes a caballo primero; toreo de a pie en sus diversas etapas de constitución e integración después fueron consolidando la tauromaquia en México.

   Y toros, en tanto registro histórico los hay desde 1526, no como los conocemos hoy día. El propio Hernán Cortés, que se convierte en fuente de información, nos dice que el 24 de junio

que fue de San Juan…, estando corriendo ciertos toros y en regocijo de cañas y otras fiestas…»[2]

   No me detendré en detallar ese sólo acontecimiento. Mi tarea frente a ustedes es mostrarles una más o menos articulada idea de la evolución que, eso sí, ha definido al espectáculo en sus ya 480 años de permanencia.

   Durante casi todo el virreinato privó un toreo a caballo, detentando por nobles que se esforzaban en las múltiples ocasiones de fiesta a representar una tauromaquia ecuestre, como fiel espejo de la española, aunque con sus peculiares sabores mestizos, por lo que podemos entender que en estas tierras surgió un híbrido del toreo, que no se separó de sus raíces más profundas, pero que logró ser otro concepto con vida propia.

   Torneos y justas son las primeras demostraciones deportivas de los españoles en tierras nuevas. Para ello fue necesario el doble elemento material, convertidos en suprema condición: toro y caballo. La moda caballeresca de los siglos XV y XVI estaba aquí. El español buscó defender la tradición medieval. Toros y cañas iban juntos, como espectáculos suntuosos y brillantes en la conmemoración de toda solemnidad.

   El torneo y la fiesta caballeresca primero se los apropiaron conquistadores y después señores de rancio abolengo. Personajes de otra escala social, españoles nacidos en América, mestizos, criollos o indios, estaban limitados a participar en la fiesta taurina novohispana; pero ellos también deseaban intervenir. Esas primeras manifestaciones estuvieron abanderadas por la rebeldía. Dicha experiencia tomará forma durante buena parte del siglo XVI, pero alcanzará su dimensión profesional durante el XVIII.

   Lo anterior no fue impedimento para que naturales y criollos saciaran su curiosidad. Así enfrentaron la hostilidad básicamente en las ciudades, pero en el campo aprendieron a esquivar embestidas de todo tipo, obteniendo con tal experiencia, la posibilidad de una preparación que se depuró al cabo de los años. Esto debe haber ocurrido gracias a que comenzó a darse un inusual crecimiento del ganado vacuno en gran parte de nuestro territorio, el cual necesitaba del control no sólo del propietario, sino de sus empleados, entre los cuales había gente de a pie y de a caballo.

   Durante los siglos XVII y XVIII se dieron las condiciones para que el toreo de a pie apareciera con todo su vigor y fuerza. Un rey como Felipe V (1700-1746) de origen y formación francesa, comenzó a gobernar apenas despierto el también llamado «siglo de las luces». El borbón fue contrario al espectáculo que detentaba la nobleza española y se extendía en la novohispana. En la transición, el pueblo se benefició directamente del desprecio aristocrático, incorporándose al espectáculo desde un punto de vista primitivo, sin las reglas con que hoy cuenta la fiesta. Un ejemplo de lo anterior se encuentra ilustrado en el biombo que relata la recepción del duque de Alburquerque (don Francisco Fernández de la Cueva Enríquez) en 1702, cuya escena central es precisamente una fiesta taurina.

   Para ese año el toreo todavía sigue siendo a caballo pero con la presencia de pajes o plebeyos atentos a cualquier señal de peligro, quienes se aprestaban a cuidar la vida de sus señores, ostentosa y ricamente vestidos.

   En la Nueva España todas las condiciones estaban dadas para obtener la preciada libertad. Aquí las cosas estaban agitadas, por lo que en medio de aquel caos, comienzan a darse cambios significativos los cuales nos hablan de lo relajado del toreo independiente, que buscando identidad la fue encontrando conforme se dieron los espacios para el desarrollo de la fiesta “a la mexicana”.

   “La variedad alegra la fiesta, parafraseando un conocido lema, y en aquel entonces, mientras el Deseado (que no es otro que Fernando VII) actuaba a su antojo y capricho, con tiranía cierta, el público mandaba en la fiesta y se permitía dirigir, si no la nación, si los destinos de su diversión preferida”. Este vistazo de Rafael Cabrera Bonet sobre acontecimientos ocurridos en España, parece réplica de lo que acontece a las puertas de la independencia en México.

   La reciente lectura a un libro que refiere aspectos de la moda imperante en el siglo XVIII,[3] da razones suficientes para comprobar que en dicha centuria se manifestó un cambio total no sólo en la manera de pensar, sino de comportarse y aun de vestirse los españoles, en cuyo espejo se miraron los novohispanos. De la casa de los Austria con golillas, herrruelos y crenchas, se pasa a la de los borbones, con chupas, casacas y pelucas empolvadas. Se tiene la creencia que para que esto sucediera es porque hubo algunos aristócratas y algunos intelectuales que admitieron la derrota del pensamiento español, no solo desde el reinado de Carlos II, “el de las hondas miserias y las constantes derrotas”; como justa consecuencia de la superioridad de lo extranjero sobre lo castizo.

   En cuanto al atavío y el atuendo, los trajes populares son algo muerto, que puede y debe conservarse, pero que carece de la vitalidad necesaria para evolucionar. Sin embargo, como dice el Marqués de Lozoya:

Es en el siglo XVIII cuando se forma, sin casi precedentes, la estampa de lo popular español que había de prevalecer por espacio de dos siglos en la mentalidad europea: las costumbres, los tipos y las modas en torno de las fiestas de toros. En los siglos anteriores, el toreo era hazaña de caballeros y el torero de a pie, el chulo, no tenía sino un papel subalterno y desvanecido, pero ahora se convierte en el protagonista del drama; en el héroe que puede adquirir una inmensa popularidad. Un romanticismo madrugador se apodera del tipo y lo difunde, en estampas, por toda Europa, como la más genuina representación de España. Es, en la Historia de la Tauromaquia una revolución trascendental, preludio de la revolución social y política, y cuyas consecuencias repercuten en toda la sociedad española.[4]

   Pero un conflicto de gran resonancia en España, el motín de Esquilache devino revuelta social debido al hecho de imponerle a los hispanos vestir el atavío “internacional”: sombrero de tres picos y capa corta. Los madrileños querían conservar su castizo atuendo: gran sombrero cuyas alas se dejaban caer sobre los ojos y amplia capa, que envolvía el cuerpo con sus pliegues como el manto de un patricio romano. Todo esto se desbordó el 23 de marzo de 1766, bajo la sombra del “despotismo ilustrado”. Ya con Carlos IV se verifica un fenómeno singular:

La irrupción de la majeza y de la chulería en las clases más elevadas; la pasión de los grandes señores por los trajes y los bailes del pueblo y por todo lo que refiere a la Fiesta de toros. (…) De ahí que este prestigio de la manolería puede causar una depresión en la sociedad española, pero tuvo la ventaja de proporcionar a los artistas un repertorio de riqueza y variedad inigualables, al cual hubieron de acudir por espacio de más de un siglo. Fue el veneciano Tiépolo reflejó en sus cuadros la desenfadada alegría del pueblo de Madrid. Y en ese reflejo queda retratada la actitud popular con sus fiestas, sus juegos y sus atavíos, aunque era un pueblo disfrazado con brillantes galas, que no desentonaban con las casacas cortesanas.[5]

   Esta reacción popular, produjo el cambio radical de un protagonismo detentado por los de a caballo, hasta por lo menos 1730, en que, como dijo Nicolás Fernández de Moratín, se dio con ellos la última gran fiesta articulada por nobles, pasando el papel principal a los de a pie quienes, con una vestimenta ad hoc, provista de galones, cintas, y metales permitieron diferenciar la escala social que ya impera en la configuración de las cuadrillas. De ese modo, la resultante es esa marcada estratificación tal y como la vemos hoy día, desde el paseíllo, en la cual, sólo avanzan como figuras decorativas los alguaciles, y siguen los primeros espadas, llevando trajes de principesca manufactura. Detrás de ellas, las cuadrillas, también de a pie, vestido de forma más austera, y sin llevar en sus bordados ningún metal, sólo pasamanería, quedando en un tercer término los que una vez fueron los primeros: los de a caballo; sólo que ahora con un nuevo papel que busca inútilmente reivindicarse, asumiendo un papel que la puya cumple, restando fuerza al toro, pero sin consumar el viejo principio de la lanzada. Claro, de la estampa arcaica de toreros pedestres y primitivos entre los siglos XVIII y XIX, se ha logrado una marcada evolución que llega, incluso bastante afectada en su sentido estético hasta nuestros días.

   Al avanzar el siglo XIX, y en México, destacan evidentemente los hermanos Luis, Mariano y Sóstenes Ávila quienes, de 1808 a 1858 se mantuvieron vigentes en la tauromaquia nacional. Hay otros personajes como Manuel Bravo, Andrés Chávez o José María Vázquez los cuales son consecuencia generacional inmediata de aquella etapa.

   Ahora bien, al tiempo en que se activó la independencia de nuestro país, el toreo se comportó de igual forma y se hizo nacional, perdiendo cierto rumbo que sólo recuperaba al llamado de las raíces que lo forjaron. Caben aquí un par de reflexiones antes de ingresar a la magia proyectada desde la plaza de toros.

   Un análisis clásico ya, para entender el profundo dilema por el que navegó México como nación en el siglo XIX, es México. El trauma de su historia del recién desaparecido Edmundo O’ Gorman. Es genial su planteamiento sobre la confrontación ideológica entre la tesis conservadora y la liberal. Resumiendo: los conservadores quieren mantener la tradición, pero sin rechazar la modernidad. Los liberales quieren adoptar la modernidad, pero sin rechazar la tradición.

   Es decir, en ambos la tradición es común denominador, y para los dos, el sentido de la modernidad juega un papel muy interesante que no nos toca desarrollar. Sólo que en el toreo la modernidad llegó tarde, fue quedándose atrás.

   La tauromaquia en nuestro país no perdió su esencia hispana. El planteamiento de Carlos Cuesta Baquero, importante periodista en aquella época dice al respecto, “nunca ha existido una tauromaquia positivamente mexicana, sino que siempre ha sido la española practicada por mexicanos” la escena taurina no perdió su esencia nacional, más bien se mezcló logrando una suma que representaba los dos orígenes. Las innovaciones e invenciones permiten verla como fuente interminable de creación; cada corrida tiene una estructura hasta cierto punto rígida, sigue un orden que se traduce en la secuencia de tercios, pero el espectáculo es una vivencia que refleja en algún grado el comportamiento humano y como tal, es cambiante y si a esto le agregamos no sólo la personalidad del torero, sino también la creatividad que enriqueció a la fiesta con aderezos como las mojigangas, los fuegos de artificio, la cucaña, el toro embolado, tenemos entonces una diversión completa. Y dos son las figuras más representativas en la segunda mitad de ese siglo: Bernardo Gaviño y Rueda, español, que en México hizo del toreo una expresión del ser mestizo y Ponciano Díaz, ídolo, genio y figura que fue elevado a estaturas inconcebibles, pero también rebajado al olvido más doloroso.

   Y vino el siglo XX.

   Durante su desarrollo surgieron figuras emblemáticas de altos vuelos artísticos y técnicos que pudieron equipararse con lo mejor de España. Allí están Rodolfo Gaona, formado bajo los viejos principios que establecieron Rafael Molina “Lagartijo” y Salvador Sánchez “Frascuelo”. Gaona fue un diestro empeñado en poner en práctica una tauromaquia estética y esteticista, de cuidados y afectados toques y retoques que hoy, a poco más de 80 años de su despedida, misma que ocurrió el 12 de abril de 1925, sigue siendo parangón, modelo a seguir, sobre todo de las generaciones que lo sucedieron, pero que hoy, repartido en varias líneas de otros tantos maestros, se ha perpetuado en beneficio directo del toreo mexicano.

   Rodolfo Gaona tuvo entre otros muchos privilegios ser considerado como el “indio grande” sin que hubiera de por medio alguna calificación peyorativa. Incluso, España misma con su afición de principios del siglo XX se caracterizó por cerrarle las puertas a todos aquellos toreros que no siendo del terruño, los obligaban a pasar las de Caín para poder ser aceptados sin obstáculos. Sin embargo, los hispanos se entregaron a aquel “milagro” americano.

   El mexicano Rodolfo Gaona, al formarse bajo la égida de Saturnino Frutos “Ojitos”, banderillero de Salvador Sánchez “Frascuelo”, adquiere un estilo que lo hace español; por ende universal. Su caso es excepcional en medio de las condiciones en que se constituye. Por eso Rodolfo Gaona Jiménez (1888-1975) de un ciudadano común y corriente, pasa a la categoría de personaje público de altos vuelos pues fue el primer gran torero que llenó los parámetros que solo se destinan a los elegidos.

   Gaona le da a la fiesta un carácter MAYOR (así, con mayúsculas) debido a su jerarquía como matador de toros que llena los requisitos que satisfacen la mayor exigencia impuesta por la afición. La fiesta le da a Rodolfo un sitio que luego de 81 años de su despedida -que ocurre el 12 de abril de 1925- lo sigue haciendo vigente junto con otros grandes diestros que comparten un lugar en la Rotonda de los Toreros Ilustres.

   Su quehacer se convirtió en modelo a seguir. Todos querían ser como él. Las grandes faenas que acumuló en México y el extranjero son clara evidencia del poderío gaonista que ganó seguidores, pero también enemigos.

   Más tarde, aparecieron José Pepe Ortiz, dueño de otra puesta en escena que causó furor entre sus “istas” más incondicionales. También se sumaron Jesús Solórzano, el rey del temple, Luis Castro “El Soldado”, pero sobre todo Silverio Pérez.

   La sola mención de Silverio Pérez nos lleva a surcar un gran espacio donde encontramos junto con él, a un conjunto de exponentes que han puesto en lugar especial la interpretación del sentimiento mexicano del toreo, confundida con la de “una escuela mexicana del toreo”. La etiqueta escolar identifica a regiones o a toreros que, al paso de los años o de las generaciones consolidan una expresión que termina particularizando un estilo o una forma que entendemos como originarias de cierta corriente muy bien localizada en el amplio espectro del arte taurino.

   Escuela “rondeña” o “sevillana” en España; “mexicana” entre nosotros, no son más que símbolos que interpretan a la tauromaquia, expresiones de sentimiento que conciben al toreo, fuente única que evoluciona al paso del tiempo, rodeada de una multitud de ejecutantes. Que en nuestro país se haya inventado ese sello que la identifica y la distingue de la española, acaba sólo por regionalizarla como expresión y sentimiento, sin darse cuenta de su dimensión universal que las rebasa, por lo que el toreo es uno aquí, como lo es en España, Francia, Colombia, Perú o Portugal. Cambian las interpretaciones que cada torero quiera darle y eso acaba por hacerlos diferentes, pero hasta ahí. En la tauromaquia en todo caso, interviene un sentido de entraña, de patria, de región y de raíces que  muestran su discrepancia con la contraparte. Esto es, que para nuestra historia no es fácil entender todo aquello que se presentó en el proceso de conquista y de colonia, donde: dominador y dominado terminan asimilándose logrando un producto que podría alejarse de la forma pero no del fondo, cuyo contenido entendemos perfectamente.

   Silverio Pérez representó una fuerza que fue a unirse a aquella majestuosa expresión del nacionalismo cultural como medida de rescate, al recibir su generación todo lo que queda del movimiento armado que deviene movimiento cultural, en inquieta respuesta vulnerada entre el conflicto de quienes pretenden extenderla como signo violento o como signo demagógico. Pero en medio de aquel estado de cosas, Silverio Pérez al incorporarse al esquema de la otra revolución, la que enfrenta junto a un contingente de extraordinarios toreros y una tropa de subalternos eficaces, genera una de las marchas artísticas y generacionales de mayor trascendencia para el toreo de nuestro país. Presenciamos el desarrollo de la “edad de oro del toreo”.

   Es el México “postrevolucionario”, un México donde el sentimiento por el toreo está encontrando en Silverio a un exponente distinto, dado que su quehacer se aleja de los demás, dándonos a entender que había llegado la hora de conocer a un torero de manufactura netamente nacionalista, en idéntica proporción a la etapa de “reconquista” que enfrentó Ponciano Díaz.

   Y sin olvidar a figuras como Fermín Espinosa, Carlos Arruza, Luis Procuna y otros, pasemos al capítulo llamado Manolo Martínez.

   El diestro neoleonés es hoy en día una fuente de inspiración. Lo es para muchos de los toreros que forman parte de la generación inmediata a la que perteneció el torero mexicano. Y no se trata sólo de los nacionales. También del extranjero. Esto es un fenómeno similar al que se dio inmediatamente después de la despedida de Rodolfo Gaona en 1925; muchos toreros mexicanos vieron en “el petronio de los ruedos” un modelo a seguir. Querían torear, querían ser como él. No estaban equivocados, era el prototipo ideal para continuar con la tendencia estética y técnica impuesta durante casi veinte años de imperio gaonista. Sin embargo estaban llamados a ser representantes de su propia generación, por lo que también tuvieron que forjarse a sí mismos, sin perder de vista el arquetipo clásico heredado por Gaona.

   Pero el asunto no queda ahí. La tauromaquia tiende a renovarse, y aunque pudiera darse el fenómeno de la generación espontánea, en virtud de que algunos toreros importantes se formen bajo estilos propios, estos se definen a partir de cimientos sólidamente establecidos por diestros que han dejado una estela destacada que se mete en la entraña de aquellos quienes llegan posesionándose del control, para convertirse en nuevas figuras.

   Manolo Martínez legó al toreo cosas buenas y malas también. Ese espejismo maniqueo posee un peso rotundo cuyos significados se revelan a cada tarde, como si durante cada corrida de toros se leyera una página del testamento DE LA DOBLE M donde quedaron escritas muchas sentencias por cumplir o excluir. Ese legado, entendido como una tauromaquia subliminal para muchos diestros, herederos universales de aquel testimonio sigue provocando controversias, polémicas como todo lo causado ahora con la influencia o no por parte de este último “mandón” del toreo mexicano, del que a continuación presento un perfil por demás, necesario.

   Parco al hablar, dueño de un carácter enigmático, adusto, con capote y muleta solía hacer sus declaraciones más generosas, conmoviendo a las multitudes y provocando un ambiente de pasiones desarrolladas antes, durante y después de la corrida.

   En poco tiempo Manolo asciende a lugares de privilegio y tras la alternativa que le concede Lorenzo Garza en Monterrey inicia el enfrentamiento con Huerta y con Capetillo en plan grande, hasta que Manolo termina por desplazarlos.

   Su encumbramiento se da muy pronto hasta verse sólo, muy sólo allá arriba, sosteniendo su imperio a partir de la acumulación de corridas y de triunfos. Pronto llegan también a la escena Eloy Cavazos, «Curro» Rivera, Mariano Ramos y Antonio Lomelín con quienes cubrirá la etapa más importante del quehacer taurino contemporáneo.

   En la plaza, el público, impaciente, comenzaba a molestarlo y a reclamarle. De repente, al sólo movimiento de su capote con el cual bordaba una chicuelina, aquel ambiente de irritación cambiaba a uno de reposo efímero, trastocado y transtornado en una plaza donde el estruendoso ¡olé! hacía retumbar los tendidos. Para muchos, el costo de su boleto estaba totalmente pagado. Con su carácter, era capaz de dominar a las masas, de guiarlas por donde el regiomontano quería, hasta terminar convenciéndolos de su grandeza. No se puede ser “mandón” sin ser figura. No es mandón el que manda a veces, el que lo hace en una o dos ocasiones, de vez en cuando, sino aquel que siempre puede imponer las condiciones, no importa con quién o dónde se presente. (Guillermo H. Cantú).

   El diestro neoleonés acumuló muchas tardes de triunfo, así como fracasos, muchos de ellos escandalosos. Con un carácter así, se llega muy lejos. Nada más era verle salir del patio de cuadrillas para encabezar el paseo de cuadrillas, los aficionados e «istas» irredentos se transformaban y ansiosos esperaban el momento de inspiración, incluso el de indecisión para celebrar o reprobar su papel en la escena del ruedo.

   Como figura fue capaz de crear también una serie de confrontaciones entre sus seguidores, que eran legión y los que no lo eran, también un grupo muy numeroso. Su quehacer evidentemente estaba basado en sensaciones y emociones, estados de ánimo que decidían el destino de una tarde. Así como podía sonreír en los primeros lances, afirmando que la tarde garantizaba un triunfo seguro, también un gesto de sequedad en su rostro podía insinuar una tarde tormentosa, tardes que, con un simple detalle se tornaban en apacibles, luego de la inquietud que se hacía sentir en los tendidos.

  Ese tipo de fuerzas conmovedoras fue el género de facultades con que Manolo Martínez podía ejercer su influencia, convirtiéndose en eje fundamental donde giraban a placer y a capricho suyos las decisiones de una tarde de triunfo o de fracaso. Además, era un perfecto actor en escena, aunque no se le adivinara. De actitudes altivas e insolentes podía girar a las de un verdadero artista a pesar de no estar previstas en el guión de la tarde torera. Pesaba mucho en sus alternantes y estos tenían que sobreponerse a su imagen; apenas unos movimientos de manos y pies, conjugados con el sentimiento, y Manolo transformaba todo el ambiente de la plaza.

   La tauromaquia de Manolo Martínez es una obra soberbiamente condensada de otras tantas tauromaquias que pretendieron perfeccionar este ejercicio. Sus virtudes se basan en apenas unos cuantos aspectos que son: el lance a la verónica, los mandiles a pies juntos y las chicuelinas del carácter más perfecto y arrollador, imitadas por otros tantos diestros que han sabido darle un sentido especial y personal, pero partiendo de la ejecución impuesta por Martínez. En el planteamiento de su faena con la muleta, todo estaba cimentado en algunos pases de tanteo para luego darse y entregarse a los naturales y derechazos que remataba con martinetes, pases de pecho o los del «desdén», todos ellos, únicos en su género. La plaza era un volcán de pasiones, cuyas explosiones se desbordaban en los tendidos, hasta que el estruendo irrepetible de cien o más pases dejaba a los aficionados sin ya más fuerzas para agitar las manos después de tanto gritar. Capote y muleta en mano eran los elementos con que Manolo Martínez se declaraba ante la afición. Lo corto de sus palabras quedaba borrado con lo amplio y extenso de su ejecución torera.

   Finalmente, hoy no nos resultan ajenos los nombres de Eulalio López, Enrique Ponce, “Morante de la Puebla”, Julián López, José Luis Angelino o César Rincón, por mencionar a las cumbres de ese horizonte majestuoso. Ellos han logrado las más caras aspiraciones de otras tantas generaciones que lucharon por un propósito tan claro como el de los toreros que acabamos de mencionar: interpretar la tauromaquia como un sentido de la técnica y la estética al servicio de los gustos y modas imperantes en las épocas consideradas como claves en el curso, devenir y porvenir de un espectáculo que ya alcanzó, por lo menos hasta hoy, los límites de todas las aspiraciones. Para ello conviene hacer la siguiente consideración, preguntándonos, ¿qué es lo clásico en el toreo?

   Uno de los dogmas que más inciden entre los aficionados a los toros es sobre todo aquello que entendemos como lo “clásico”; o en otros términos: “clasicismo”. ¿En realidad sabemos cuál es su significado para explicarlo a la luz de dos de sus principios fundamentales: la técnica y la estética?

   Sin valernos de diccionarios, enciclopedias o libros que han hecho tratado de este término, me atrevería a apuntar que lo “clásico”, o el “clasicismo”, independientemente del período histórico que lo define, es un entorno que por su consistencia –estética, en este caso-, deja huella perenne, hasta entenderlo no solo en su momento sino en otros posteriores y más alejados.

   Por ejemplo, no se sabe muy bien si la música “clásica” es simplemente música de concierto. Entonces, ¿por qué Beethoven sí y Penderecki no?

   ¿Por qué Miguel Ángel, ya no tanto renacentista, “clásico”, incluso universal, y no Sebastián, escultor mexicano?

   ¿Por qué Belmonte más que Ordóñez o viceversa?

   Se les suele llamar “clásicas” a la Tauromaquia de Pepe-Hillo y a la de Paquiro.

   Entonces, ¿dónde queda el “clasicismo; qué es entonces lo “clásico”?

   “Clásico” es lo que queda y permanece, “clásico” es lo que perdura por encima de pasajeras circunstancias que por inconsistentes se desvanecen, enfrentando la solidez de un acontecimiento que garantiza al individuo el uso de formas y métodos confiables, como instrumentos no solo de interpretación sino de proyección, lográndose de ese modo lo perdurable, independientemente de las expresiones particulares y diferentes de creadores que se amparan en ese modo de creación e interpretación, incluso, en su maleabilidad; lo modifican, pero sin separarse de los límites establecidos.

   Esos “límites establecidos” no son un cerco. Al contrario, se enriquecen, manteniéndolo plenamente vivo, al grado de que hoy día, entre la modernidad, la postmodernidad y lo iconoclasta en donde se mueven diversas expresiones de la técnica o la estética, convive con ellos lo “clásico” sin posibilidad de conflicto alguno, porque esas expresiones se identifican, respetando su territorio. Incluso, agregaría un breve pasaje de Octavio Paz quien, al reflexionar sobre la modernidad, el Nobel de literatura 1990 nos ayuda a desentrañar qué hay al respecto de este otro “dogma”.

   La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcisarla y se habla mucho de la “postmodernidad”. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

   Y en los términos estrictamente taurinos, lo “clásico” y el “clasicismo” permean con una fuerza indescriptible pues de ambos depende –en buena medida- su pervivencia. “Clásicos” son Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa o “Manolo” Martínez, las tres columnas fundamentales del toreo en el siglo XX mexicano. Esto quiere decir que otros no lo fueran, pero ha habido barrocos, postmodernos, nacionalistas, iconoclastas o heterodoxos. Es decir, que al no estar reñidos, fortalecen la expresión conjunta del espectro universal. He aquí que lo omnipresente de lo “clásico” no lo abarca todo, pero sí una gran mayoría. No abarcará todo, pero sí lo comprende todo, como una obra sinfónica. ¿Confusión, juego de palabras o de intereses para ajustarse a la conveniencia más apropiada? Quizá.

   El hecho es contundente. Hay una condición de lo “clásico” y el “clasicismo” que campea orgullosa incluso en estos tiempos que ya rebasaron la barrera del siglo XXI, cuando el espectáculo sigue y seguirá cuestionándose no sólo por el fuerte contenido de anacronismos que carga desde hace varios siglos. También por su explícito discurso sacrificial, que es consecuencia de un largo recorrido acumulado en varios milenios. Esto parece ser un obstáculo para que se considere que entonces lo “clásico” se enfrenta a esa enorme carga secular o milenaria, y no hay más remedio que presenciar un despliegue minimizado del “clasicismo”, como intento y no como sólida presencia.

   Además, lo “clásico” en su concepto expresivo por parte de los toreros, se empantana en la ociosa declaración venida del reino de los lugares comunes de que son unos “clásicos”, si para ser “clásico” es lo que queda y además permanece. Y si el ejercicio de ciertos matadores corre el riesgo de su efímera declaración, entonces esta debe ser capaz de hacer permanente lo que tiende a desaparecer. En una rebuscada metáfora, intentan salvar lo irremediable, hacerla pervivir durante su recorrido activo y además trascenderla por la vía de los recuerdos que sostienen ese andamiaje viajando en la memoria colectiva, a través de la transmisión oral que, de generación en generación hacen posible y tan vivos a Gaona, “Armillita” y a “Manolo”, a pesar de que ellos ya dejaron este mundo, pero no sus hazañas que son finalmente las que asumen no la eternidad, sí la perpetuidad.

   Allí están –por ejemplo- las ruinas de diversos imperios: el romano, el egipcio, el teotihuacano o maya que, con su sola majestad demuestran cuán grandes se manifestaron como aglutinamiento en tanto sociedad, cultura, economía, religión, conflictos bélicos y otras circunstancias que los integró como un todo en su tiempo. Y hoy, reconocemos esas capacidades, y nos admira, nos sorprende.

   Clásico puede ser el argumento de “cargar la suerte”, que, entre los aficionados a los toros, cuando no se tiene muy clara su definición, es una auténtica declaración de guerra. Por ejemplo, para José Alameda esta es su consideración:

Podríamos decir que cargar la suerte es llevarla al punto de conjunción de toro y torero, en que la suerte se precisa, se define y toma estructura. El punto de apoyo de la suerte, el gozne desde el cual se desarrolla. Porque cargar la suerte no es poner un pie adelante, es afirmarla y ahondarla allí donde naturalmente se produce…[6]

O para entenderlo a partir del verso magistral de Jaime Sabines:

Los amorosos

 Los amorosos callan.

El amor es el silencio más fino,

El más tembloroso, el más insoportable.

Los amorosos buscan,

Los amorosos son los que abandonan,

Son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,

No encuentran, buscan.

(……….)

Es decir, que lo que nos está diciendo Alameda en su interpretación sobre “cargar la suerte”, no es otra cosa que una utopía, es Los amorosos de Sabines; es la siempre sabia expresión de Lope de Vega, a propósito de dos de sus versos geniales cuando nos dice:

“…es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…”; o como concluyera magistralmente Pepe Luis Vázquez, el torero rubio del barrio de San Bernardo, en Sevilla: “El toreo es algo que se aposenta en el aire / y luego desaparece…”

   Es el delirio de Francisco de Quevedo en

Amor constante más allá de la muerte.

 Alma a quien todo un dios prisión has sido,

Venas que humor a tanto fuego han dado,

Médulas que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado;

Serán ceniza, mas tendrá sentido;

Polvo serán, más polvo enamorado.

    Allí están, y vuelvo a reiterar los ejemplos “clásicos” de Gaona, Espinosa y Martínez como ese concepto mayor donde se concentra la summa de aquellas experiencias vivas, tangibles, que se han transmitido generacional, profesional y temporalmente y cada quien se ha convertido en modelo (la asimilación dependerá de nuevos actores, quienes establecerán su estilo propio, al cual sumarán –si así lo deciden-, matices de lo que ya es “clasicismo”).

   En este complejo de la realidad puede seguirse navegando sin llegar a ninguna conclusión concreta, porque la etiqueta de “clásico” no está permitida para todos, a pesar de que todos por obligación profesional tienen que matizar su ejercicio de esta condición para no distanciarse de ese ámbito y no entrar en la condición espacial de la utopía. He allí lo notable que puede ser el complicado pero a la vez sencillo concepto que es en sí mismo lo “clásico”, como condición y realidad que queda y permanece.

   Hemos visto ya que hay una condición de lo “clásico” y el “clasicismo”. ¿En qué medida, ambas circunstancias son capaces de convertir al individuo en “universal”?

   Por ahora dejemos estas consideraciones para mejor ocasión, y miremos al pasado con ojos del presente, para entender el curso del arte y la técnica del toreo como principios que han servido para comprender el propósito de esta conversación a la que pongo justificado fin, en espera de haberles proporcionado algunas herramientas útiles.[7]

MUCHAS GRACIAS


[1] 6TOROS6 Nº 574, del 28 de junio al 4 de julio de 2005, p. 3. José Carlos Arévalo: “Libertad y tabú”.

[2] Hernán Cortés: Cartas de Relación. Nota preliminar de Manuel Alcalá. Décimo tercera edición. México, Porrúa, 1983. 331 p. Ils., planos (“Sepan cuántos…”, 7), p. 275.

[3] El traje español en la época de Goya. 28 láminas de Rodríguez, de la “Colección de los trajes que en la actualidad se usan en España, principiada en 1801”. Prefacio del Marqués de Lozoya. Barcelona, Editorial Gustavo Pili, S.A., 1962. IX + 28 láms.

[4] Op. Cit., p. IV-V.

[5] Ibidem., p. VIII.

[6] Luis, Carlos, José, Felipe, Juan de la Cruz Fernández y López-Valdemoro (seud. José Alameda): EL HILO DEL TOREO. Madrid, Espasa-Calpe, 1989. 308 p. Ils., fots. (La Tauromaquia, 23)., p. 287.

[7] Modas y modos del toreo: Una doble visión de la estética, conferencia magistral dictada el 2 de mayo de 2006, en el marco de UNIMODAA 2006 o «Matador, Sol y Sombra», evento y tributo al arte del maestro Miguel Espinosa Armillita Chico, organizado por la licenciatura en Diseño de Modas en Indumentarias y Textiles de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Auditorio “Dr. Pedro de Alba” de la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

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DEL SACRIFICIO, LA «TRAGEDIA» Y LA MUERTE, O EL TOREO ENTENDIDO COMO UN RITO.

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES. 

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE

Del sacrificio, la “tragedia” y la muerte, o el toreo entendido como un rito, fue dictada en la Dirección de Investigaciones Históricas del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el 12 de marzo de 2002, acompañada de la exhibición de la Carpeta de tauromaquia. “el panteón recreado” ó la fascinación tocada de delirio. (Primera versión), trabajo inédito, elaborado en 1999.

ANTOLOGÍA N° 4_PORTADA

José Francisco Coello Ugalde: Carpeta de Tauromaquia (Poemario). México, 1999. (Inédito). 20 ilustraciones, acompañadas de 20 poemas, denominados “Melancolías”. 48 hojas en folio mayor, ils., fots.

    Estoy ante un grupo peculiar. Nunca antes había imaginado que un tema como el de la muerte pudiera tratarlo con quienes estudian este acontecimiento humano desde diversas perspectivas, hasta hacerlo un asunto en sí mismo rico en explicaciones y argumentos. La muerte, aunque estamos conscientes de ella, de pronto rehuimos de ella sea porque la miramos lejos, sea porque se convierta en la causa principal que no solo signifique el fin de un trayecto. También la razón con la que se cancele definitivamente el proyecto de vida que cada uno de nosotros asume en el pequeño espacio temporal que nos corresponde.

   Sin embargo, no vengo a exponer aspectos que pudieran convertirse en lugar común. Mi presencia está motivada por toda aquella circunstancia originada en el discutido escenario taurino.

   Espectáculo, diversión pública, arte, deporte, deporte extremo, son diversas las connotaciones con las que puede calificarse ese milenario enfrentamiento de dos fuerzas: el toro y el torero, el animal y el ser humano. El ente irracional vs. el ente racional ¿o viceversa?

   A todas estas escalas o etiquetas con que puede identificarse dicha manifestación, agrego aquí una más, que no es nueva, pero sí poco estudiada que es la del sacrificio.

   ¿Es el toreo un sacrificio? Déjenme decirles que sí.

   Independientemente de las otras razones que pueden tener cada una un distinto significado, el toreo ingresa también al espacio sacrificial, impregnado de antiguas, muy antiguas creencias donde ciertos elementos de culto enriquecen el fundamento con el que puede tener una valiente defensa esa forma peculiar, que tiene entre sus principales razones la muerte del toro. Pero cuando ocurre la de un torero, entonces suceden otro tipo de manifestaciones que concluyen por verlo o calificarlo no solo como víctima de esa tragedia. Allí está una singular ponderación que lo llevan a convertirse en héroe, y aún más, en mito.

   Vayamos por partes. Intentaré explicar en un primer segmento, los significados del culto y sacrificio, donde el toro se convierte en una figura simbólica, sagrada, incluso diabólica. En el segundo y último nos acercaremos a las imaginarias consideraciones que han sido construidas en tanto un torero caído es depositado en escenarios solo entendidos a la luz de la exaltación y de la memoria.

 EL SACRIFICIO DEL TORO.

    El término “sacrificio” cuenta con una connotación que abre aún más el abanico de nuevas definiciones, proporcionada en nuestros días por el grupo ecologista que atrae un número importante de seguidores, como si se tratara de un “culto” en cierne. En la reciente discusión sobre la Ley de Protección a los Animales, el diputado pevemista Arnold Ricalde de Jager argumenta que las autoridades correspondientes deberán modificar el reglamento taurino y la norma zoológica. “En esta última se debe aclarar cómo hacer sacrificios humanitarios”, pues ni las corridas de toros ni las peleas de gallos se tratan de un sacrificio humanitario, y menos, si es en presencia de menores de edad, concluye el presidente de la Comisión de Preservación del Medio Ambiente de la Asamblea Legislativa.

   Y aquí viene esa nueva consideración que apuntaba: “me opongo a las corridas de toros por considerar que se tortura a los animales. Ese espectáculo “resta humanidad a las personas y crea una sociedad violenta y agresiva”.

   Por lo tanto, entiendo que “sacrificio” es aquella condición que resta humanidad a las personas y crea una sociedad violenta y agresiva. (La Jornada, del 22 y 27 de diciembre de 2001).

   Comprender el “sacrificio” más allá de estas apreciaciones, fruto de la modernidad y la conciencia que en nada cuestiono, al contrario aplaudo y valoro en lo que cabe, por el gran esfuerzo que representa ponernos señales color ámbar e incluso rojo, no es entrar en conflicto con estas valiosas consideraciones, porque si tratara de enfrentar los argumentos que establecen los ecologistas, me sumaría al atentado que representa la alteración violenta que surge de modo irreversible, y que daña y vulnera la naturaleza a extremos donde ya se nos advierte la fatal consecuencia: más depredación de bosques, desaparición de grandes áreas verdes; litorales amenazados por diversas contaminaciones, etcétera, etc.

   Sin embargo, creo que ellos no han entendido el valor profundamente histórico, al que se suma una serie de valores antropológicos, incluso arqueológicos que explican cual es la verdadera posición de la corrida de toros, justificándose en sí mismas con su presencia en nuestros días. No es una casualidad. Hay que remontarse a épocas bastante primitivas para empezar a comprender diversos valores de relación existentes entre el hombre, los animales y la supervivencia de ambos.

   Para ello, nada mejor que apoyarse en el texto de Julián Pitt-Rivers: “El sacrificio del toro” Revista de Occidente. TOROS: ORIGEN, CULTO, FIESTA, Nº 36, mayo de 1984. (pp. 27-47), en el que existen abundantes elementos con los cuales puede justificarse la razón de que la corrida o la fiesta de toros permanezca, aún en nuestros días, como resultado de soterradas conexiones entre el culto, el ritual, la veneración (que incluye valores religiosos); pero sobre todo el tránsito a través de siglos y siglos de adecuación y adaptación de la tauromaquia, producto final y summa de experiencias; summa, entendida como la reunión de datos que recogen el saber de una gran época.

 I

    De entrada, nuestro autor apunta su primer justificación:

    El culto al toro parece haber existido desde siempre en los países mediterráneos; su forma actual más depurada es la corrida española, que ha dado lugar a una abundante literatura.

    Hoy día, la forma más depurada de todo ese proceso histórico es la corrida española, misma condición compartida por otros pueblos como el francés, el portugués y otros tantos del continente americano, donde particularmente se encuentra México. Y cada uno la practica, tratando de respetar una estructura que persigue –entre otros elementos- el discutido aspecto del “sacrificio” del toro, traducido con su muerte misma, en la plaza, a la vista de miles de asistentes que se convierten en cómplices o en admiradores de una profunda esencia.

   El arranque del siglo XXI, tiene los ojos puestos en la modernidad, una modernidad que de tan acelerada pierde de vista lo sustancioso de la vida. Y al perderla, la daña, por eso, lo cotidiano que pudiera ser la modernidad consume y agota –sin que lo apreciemos-, muchas de las condiciones sustentables de la vida misma, que parten de la generosa pero agredida naturaleza. En este mismo siglo XXI, la tauromaquia pervive, es decir, se afirma, independientemente de sus constantes conflictos y crisis a que la tienen sometida muchos de quienes detentan poder y control al interior de sus estructuras. Los muchos siglos de andar, que a veces se pierden en la noche de los tiempos, nos complican la existencia ya que ingresamos en el misterio por entender desde cuando se dan las primeras condiciones que integran la razón del espectáculo como tal, que parte desde la relación misma del hombre y el animal en su estado primitivo. Y nada más evidente que la pervivencia de diversas pinturas rupestres.

 II

    Precisamente entramos a otro de los grandes argumentos que van dando peso y razón para justificar el significado no sólo de la corrida, sino el “sacrificio” implícito que tanto altera, que tanto provoca vaivenes entre diversas sociedades y culturas. Unas para cuestionar, otras para probar la permanencia justificable o no de las corridas de toros, incluso como argumento formativo o deformativo de los pueblos que la han hecho suya.

   Dice Julián Pitt-Rivers:

 Entre las muchas teorías que se han propuesto, una de las fuentes que se han barajado en el “espectáculo más nacional” es la necesidad de los primeros habitantes de la Península y sus rebaños de defenderse contra las agresiones de los toros salvajes. En realidad, los bovinos en el campo son apacibles herbívoros que no buscan pelea con nadie, y que sólo atacan cuando tienen miedo. En el Paleolítico, el toro es un animal de caza más que un antagonista, como lo demuestran claramente las pinturas de Lascaux; por otro lado, no se hace en ellas ostentación de sus atributos sexuales, que tendrán tanta importancia para la interpretación de su valor simbólico moderno. Su función reproductora sólo interesó a los hombres una vez domesticado, convirtiéndose el toro en emblema de la virilidad agresiva. Fue entonces cuando pudo verse en él a un enemigo, digno adversario de un combate glorioso. Aparece como el heredero del dragón representado por Ingres que, para permanecer alejado de las murallas de la ciudad, exigía la ofrenda diaria de una bella joven doncella hasta que el héroe se enfrentó con él para liberar a la población. El dragón es, a su vez, vencido, atravesado por la lanza de un San Jorge erguido sobre los estribos, en la misma postura del picador. Ya están aquí contenidos todos los detalles de la corrida moderna en estado embrionario: el caballero a caballo y armado con una lanza, el dragón atravesado por ella, y, como veremos, la bella joven atacada por el monstruo.

    Para bien o para mal, pero el hecho es que a la fiesta, además de que se le ha catalogado como “la más nacional”, sentido este que la identifica como cosa peculiar y única del pueblo español, es una razón por la cual buena parte de los segmentos intelectuales aprovechan para desacreditar semejante etiqueta. Este asunto se extiende a aquellos países que adoptaron o que fueron permeados por semejante circunstancia. Lo específico de este argumento es su largo andar de siglos, lo que origina el conjunto de diversas polémicas, encontradas todas ellas, y dirigidas por sus defensores –a favor o en contra-, que también son un buen número, de ahí que las justificaciones tienen que ser cada vez más sustentadas por quienes dan su aprobación al espectáculo, y no por ello de los que lo cuestionan. De ahí que opiniones de carácter antropológico como las de Julián Pitt-Rivers, nos permitan encontrar otros matices de peso tan representativo como el de su apreciación.

   Sostiene una importante tesis que en su momento arrancó diversas reacciones. Se trata del planteamiento que Cesáreo Sanz Egaña dijo del toro, en cuanto que este es cobarde (Pitt-Rivers lo llama “apacible herbívoro”). El hecho es que los secretos del comportamiento del toro –gregario por naturaleza- siguen siendo todavía un misterio, aunque una buena parte de su condición ha sido traducida para entender que –por otro lado- se trata de un animal que se defiende (no puede ser la excepción), y por eso su fuerza, combinada con una cornamenta defensiva-ofensiva, responden a las diversas provocaciones de que son motivo. Sin embargo, es impredecible en otros casos, como aquellos en los que su mansedumbre es reflejo de que o no está dispuesto a la contienda, o es otra condición natural más profunda que simplemente lo pone al margen de cualquier enfrentamiento. Fuera de estos razonamientos, también el toro ha sido un espejo de la virilidad y en eso existe una clara noción de anhelos y deseos soterrados por una sociedad masculina que, en buena medida, puebla las plazas. No es un argumento falto de peso, ni hecho a la ligera. Allí está explicada una buena parte de lo que significa el “tótem” antiguo y moderno. No es equivocada la consecuencia que apunta el antropólogo en cuanto que “su función reproductora sólo interesó a los hombres una vez domesticado, convirtiéndose el toro en emblema de la virilidad agresiva. Fue entonces cuando pudo verse en él a un enemigo, digno adversario de un combate glorioso”.

   Unido a esto puede ir la leyenda, como la de Ingres, ese dragón tan similar en su comportamiento al propio minotauro, la doncella –Ariadna- que no podía ser otra cosa que el fruto del deseo que también manifestaba el personaje mitológico y San Jorge, Teseo medieval que sirviéndose ya no de un hilo, sino de una lanza, destruye al dragón. Y la composición de la corrida moderna se transforma en nuevos personajes pues, “el héroe ha perdido su santidad, e incluso su carácter heroico para convertirse en el malo; el dragón se ha transformado en toro, animal peligroso, pero noble, que adquiere un aspecto casi humano; la joven ahora es un travestí. El mito se ha convertido en rito, el enfrentamiento en sacrificio. La amenaza externa, en gloria íntima”.

 III

    El solo término de “toreo” lleva implícito el sacrificio del toro. El sacrificio posee varias connotaciones. Sin embargo, el diccionario de la Real Academia Española, instrumento cuya autoridad resuelve situaciones difíciles, nos proporciona las siguientes explicaciones:

 SACRIFICAR (Del lat. sacrificare) tr. Hacer sacrificios; ofrecer o dar una cosa en reconocimiento de la divinidad. //2. Matar, degollar las reses para el consumo. //3. fig. Poner a una persona o cosa en algún riesgo o trabajo, abandonarla a muerte, destrucción o daño, en provecho de un fin o interés que se estima de mayor importancia. //4. prnl. Dedicarse; ofrecerse particularmente a Dios. //5. fig. Sujetarse con resignación a una cosa violenta o repugnante.

 SACRIFICIO (Del lat. Sacrificium) m. Ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación //2. Acto del sacerdote al ofrecer en la misa el cuerpo de Cristo bajo las especies de pan y vino en honor de su Eterno Padre. //3. fig. Peligro o trabajo graves a que4 se somete una persona. //4. fig. Acción a que uno se sujeta con gran repugnancia por consideraciones que a ello le mueven. //5. fig. Acto de abnegación inspirado por la vehemencia del cariño. //6. fig. y fam. Operación quirúrgica muy cruenta y peligrosa. // del altar, El de la misa.

 Diccionario de la lengua española. 20ª edición. Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1984, T. III, p. 1208-1209.

    Al continuar la marcha, nos encontramos ahora en un ámbito estrictamente natural, que le incumbe al toro, por cuanto que al pasar un determinado tiempo, es motivo de selección para formar parte de un encierro, el más digno que en ese momento considera su criador, mismo que será conducido a la plaza, último sitio en el que, antes de su muerte, deberá cumplir con una serie de requisitos, considerados en el contexto del sacrificio mismo. Forzarlo a que los satisfaga, quizá sea una de las condicionantes a que está sujeto, y es ahí donde los malestares de quienes desprecian el espectáculo, se hagan más notorios. Puede que tengan razón, pero también la propia razón de su crianza y envío posterior a la plaza, sea otra forma de explicar y justificar el papel al que están sometidos. Su propia indefensión en el campo, como animales gregarios, libres de cualquier atropello humano (considerando que el destete sea forzoso, o que el herradero es una práctica dolorosa), permite que pasen un buen número de años antes de ser seleccionados, ya para una novillada, ya para una corrida; ora para el matadero –si no cumplen los rangos que exige el ganadero-, que es donde termina su auténtica libertad. Luego entonces, inicia el proceso que los pone, como quedó ya dicho, camino de la plaza o al alcance del matarife. Nuestro autor da un mejor panorama en el siguiente párrafo:

    El toro bravo, cuyo cometido es simbolizar la naturaleza salvaje, es un animal doméstico que sólo consigue cumplir correctamente su papel en la corrida moderna después de haber sido sometido a una selección tan rigurosa y larga como la de un caballo de pura sangre. Y hasta es preciso que este animal gregario sea aislado del rebaño y atemorizado para que se enfurezca. Además, en el momento de salir de la oscuridad para entrar en el ruedo, se le clava la divisa de su ganadero en la carne.

   Para que asuma mejor la figura del terrible dragón, los hombres atribuyen al toro un carácter que no tiene. Se supone que el rojo ha de excitarle, pero, realmente, es daltónico; se le imagina permanentemente feroz, y, sin embargo, se le puede acostumbrar a comer en la mano del mayoral; incluso se ha dicho que le gustaba la lidia. Se le toma por un monstruo, cuando suelto por el campo es un tranquilo rumiante. En definitiva, la cultura humana es la que ha fabricado la apariencia que presenta al entrar en el ruedo, la del enemigo de toda la Humanidad. Verdadero minotauro, mitad fiera, mitad producción humana, pertenece al mundo de los sueños más que al de la economía política.

 cargo de la fabricación de una “apariencia” transformada en el “enemigo de toda la Humanidad” que ciertamente no lo es, precisamente por su fabricación, es entonces cuando entendemos el trasvase del sueño histórico, del sueño mitológico al que se ha adherido la presencia de esa economía política que la cultura humana se empeña en seguir fabricando, sin importar el precio que representa la destrucción del elemento original, para convertirla en un bien de producción altamente costeable.

   El encuentro con interpretaciones como la que ahora es motivo de análisis, permite acercarnos a sitios todavía inaccesibles por la enorme dificultad que ofrecen, aunque basta un poco más de atención para hacerlas terrenables. Su sola presencia es punto más que suficiente para enriquecer el bagaje de argumentos que permitan respaldar la justificación de la corrida de toros, pero por encima de ello, el sacrificio del animal, como parte integral que la constituye. Por eso:

    La técnica de la tauromaquia es complicada y cada detalle cumple una función práctica, al mismo tiempo que contribuye, con su valor simbólico, a la significación de la totalidad del rito. El hecho de que se trate de un sacrificio es algo que al antropólogo le parece demasiado evidente para que se vea en la necesidad de justificarlo; pero, normalmente, un sacrificio es un acto religioso. ¿De qué religión se trata en este caso? Todo sacrificio implica un intercambio con una fuerza divina –intercambio de un bien material por un estado de gracia-, pero aquí, ¿qué es lo que se intercambia y entre quién?

    El asunto cada vez va complicándose, pues ingresan elementos como el citado hace un momento, al referirse nuestro autor al hecho de que “un sacrificio es un acto religioso”, y si así hay que entenderlo desde su personal interpretación como antropólogo, la pregunta inmediata que se hace y que nos hacemos es, entonces: ¿qué tipo de religión confluye; qué religión es en esencia la más inmediata para explicarnos el rito taurino?

   El sacrificio no se da por el vano principio de una matanza sin más. Posiblemente esto ocurrió en los tiempos más primitivos, en donde el hombre tenía que hacerlo para sobrevivir. Pero quedan también una serie de evidencias que nos demuestran que su contacto en un medio absolutamente natural, nos presenta hoy un testimonio plasmado en las pinturas rupestres, lo que señala las primeras insinuaciones no necesariamente creadas con una fuerza divina, puesto que el origen de las religiones se daría en un mundo distinto, evolucionado, separado por la creación de diversos estados los que, a su vez, crearon y asumieron como suyos unos principios de convivencia, de la que surgió después una estructura de ideas y creencias, tanto políticas como religiosas que, o terminaba enfrentándolos por un lado o aceptando aquellos elementos de interrelación, por el otro. La religión en cuanto tal, en sus diversas modalidades apareció en escena y para proclamarla, venerarla, pero sobre todo para sostenerla tuvo que surgir una patrón de comportamiento que entenderíamos en un principio como el rito, sin más. El rito lleva y conlleva propósitos muy concretos de exaltación, pero también, y como dice Pitt-Rivers, el intercambio de un bien material por un estado de gracia que hizo entonces más contundente la presencia de aquel elemento ligado a fuerzas que se separaban de lo terrenal, para ingresar a un espacio desconocido, donde lo mortal encuentra una barrera con lo inmortal. En ese sentido, por ejemplo, la religión católica nos habla en su más absoluto extremo de dioses. Por ello, la muerte representa uno de los factores más representativos en todas las culturas humanas, la que, al paso de los siglos se convirtió en un poderoso instrumento de explicación a la luz de todos esos argumentos que las religiones –en todas sus modalidades- han planteado en una multiplicidad de alternativas.

   De todo ello, se desprende, en un primer término la necesidad que tuvo el hombre de las primeras civilizaciones organizadas de iniciar la tarea de fomentar los diversos cultos que fueron construyendo, hasta lograr su perfecta consolidación.

   ¿Qué es lo que se intercambia y entre quién?, pregunta por demás compleja y de muy sencilla respuesta a la vez, porque son los hombres quienes, al organizarse y concretar una idea de lo que buscan y quieren como sociedad, integran a ella elementos como el religioso, afirmándolo con diversas representaciones, entre las que destaca su convivencia permanente con el mundo animal. Si el toreo es, en principio el encuentro entre dos fuerzas, la racional y la irracional, es porque así lo han indicado algunas circunstancias que buscan separar el encuentro, como resultado de condicionantes establecidas por culturas que así lo entienden. Pero habrá otras, y además otras ideologías que digan lo contrario, o afirmen: este es un encuentro entre fuerzas irracionales, en medio de un encuentro donde el hombre sabe perfecta, aunque irracionalmente que debe liquidar a un enemigo al cual va venciendo irracional e irremediablemente.

   El toreo, desde el surgimiento más primitivo del que se tiene evidencia, incluso hasta nuestros días, ha estado ligado con una cultura eminentemente católica, la que ha creado arquetipos de una peculiar riqueza, de ahí que el ritual milenario lo entendamos, independientemente de explicaciones jurídicas o en poder de sociedades protectoras de animales, como la expresión ritual, de la que Edward Tylor, experto en el manejo de la teoría antropológica del ritual y fundador de la disciplina en el siglo XIX, materia de estudio en la comunidad de antropólogos. Para Tylor, el ritual constituía una magia encaminada a alcanzar fines prácticos o a obtener de los dioses las ventajas, que, se suponía, eran capaces de distribuir entre sus fieles.

    Por su parte Víctor Turner, que ha analizado genialmente los rituales en Zambia, explica que el significado de los símbolos nunca es evidente para quienes los emplean y sólo aparece ante el que los observa desde fuera. Por otro lado, los símbolos son siempre polisémicos. Por ello, esta interpretación de la corrida no excluye otras diferentes, y, con seguridad, sería partidario de modificarla si se tratase de la corrida en otro país o en otra época. Las reacciones del público lo demuestran; su comportamiento en la plaza de Pamplona no se parece en nada al de la Maestranza.

    Aclarar entonces que el ritual o culto al sacrificio llamado corrida de toros es privativo de algunas sociedades que hicieron suyo el catolicismo (y probablemente no sea esta religión la única en donde se inserta esa aceptación), y que de él se derivó esta expresión, distingue perfectamente en el escenario lo que acontezca con los rituales en Zambia, por ejemplo. Es más, y lo apunta Julián Pitt-Rivers, en un mismo país, la interpretación de la corrida en cuanto a su comportamiento, no se parece en nada lo que ocurra en la Maestranza de Sevilla con lo sucedido en Pamplona. Una misma fiesta, muchas manifestaciones distintas. El contraste con otras culturas se advierte con toda aquella simbología polisémica, la cual polariza y además siempre va a encontrar diferencias muy marcadas, desde el punto de vista de donde partan. No me imagino qué podrían opinar quienes practican los rituales en Zambia del ritual taurino o viceversa. Siempre se van a enfrentar, porque sus orígenes provienen de circunstancias ajenas entre sí, aunque similares en sus raíces más profundas, las cuales apuntan a aquel intercambio de un bien material por un estado de gracia, propósito más o menos parecido entre todas las culturas universales.

 IV

    En el seguimiento de estas apreciaciones, Julián Pitt-Rivers afirma que “un rito ha de conservar su propia coherencia a través de sus transformaciones de sentido, de otro modo correría el riesgo de ser abandonado”. Y nada mejor que todo un compás hebdomadario, sujeto también –aunque cada vez en menor número a los motivos religiosos, por lo menos en nuestro país. Afortunadamente es en la provincia donde se sigue llevando de manera rigurosa-. La separación que se observa entre lo ocurrido en el pasado y nuestro tiempo, se debe fundamentalmente a los cambios de mentalidad generacional, a la penetración galopante de nuevos ámbitos políticos, a la expansión social y demográfica, incluso al desmesurado ritmo de acontecimientos, vigilados por una galopante condición mediática pero sobre todo, a ciertos índices de credibilidad apostados en el terreno espiritual. El comportamiento de este último factor es posible apreciarlo en la enorme cantidad de religiones que separan los diferentes tipos de creencia en los grupos sociales. Esa gama de manifestaciones, por lógica se desvía del espacio anteriormente dedicado y concentrado a diversas actividades muy concretas de la religión católica. Ese cambio es sintomático en aquellos países donde las corridas de toros se han afirmado por siglos, por lo que hoy se tienen poblaciones muy bien localizadas que conservan entre sus costumbres diversas actividades sagradas combinadas con las profanas, demostrando que se niegan a desaparecer. De ahí que

    La corrida de toros forma parte de una fiesta y, por esta razón, suele celebrarse sólo en domingo, o en el día o la semana festiva. Normalmente, en las ciudades pequeñas, el día del santo patrón es la ocasión de celebrar una corrida, que quizá sea la única del año. Antiguamente, la realeza conmemoraba con una corrida una boda, la visita de un huésped distinguido o una victoria militar. Los municipios ofrecían una corrida al santo que había atendido sus ruegos; personas ilustres podían festejar también de esa manera la boda de un hijo, y a veces, por una cláusula explícita en el testamento, su propia muerte. En la época en que yo iba a los toros en Andalucía un señorito nunca se quitaba la chaqueta, signo de su condición social. El atuendo del ruedo estaba tan reglamentado como el de la misa. Se ve por todo esto, que la corrida no es una diversión sino una celebración de índole más bien religiosa.

    Tal significado, aunque eminentemente españoles, son una condición adecuada y adaptada al modo de ser y de vivir americano, mismo que encontró y ha encontrado la forma de ser practicada como perfecta continuidad de esa “celebración” que no ha perdido su esencia religiosa que allí sigue, acaso trastocada por otras circunstancias explicadas por razones que cada época proporciona, primero para que no se pierda en la noche de los tiempos. Segundo, por causas lucrativas o crematísticas que apuntan al desarrollo de una temporada que cumple ritmos establecidos. Dos casos son perfectamente evidentes: la feria de San Isidro en Madrid (durante todo el mes de mayo) que se ve, a las claras, es un ciclo alrededor del santo patrono madrileño, o la temporada invernal celebrada en la plaza “México”, donde se concentran toreros hispanos y nacionales en una convivencia de esfuerzos entre aquellos que concluyeron la larga temporada española y de los que les esperan de este lado del mar para “combatir” y elevar en consecuencia lo mejor de su bagaje.

ORLAS

    Ahora, la contemplación nos obliga poner los ojos en la contraparte, el torero, para lo cual será necesario dar primero algunos razonamientos de su papel protagónico, y comprender después las diversas elevaciones que pasan de la tragedia en cuanto tal a los extremos mitológicos donde su tragedia se convierte en esa otra tragedia que trasciende horizontes temporales, hasta entenderlos como auténticos “héroes” solo planteados por Sófocles o Aristófanes, recordando que el pueblo griego, amante de la luz y de la vida, hizo de la tragedia primero; de la comedia, más tarde, la expresión de la opinión, la censura o la alabanza pública, el comentario de los hechos y la memoria viviente, social y tradicional, de progreso y de amor al pasado, y el relicario mismo de mitos vetustos y de tradiciones que iban muriendo. Por esto el teatro helénico es fundamental para las raíces de nuestra cultura, según lo apunta Ángel María Garibay.

   Dice Antonio Caballero que en una vieja idea de la literatura lírica –el Montherlant en El caos y la noche (quien cuenta cómo su personaje el viejo anarquista don Celestino Marcilla murió de veras un amanecer como consecuencia de los varios bajonazos terribles –y un descabello- recibidos la tarde de la víspera por un toro en un pueblo de la sierra de Madrid:

   “Fue entonces cuando recibió un tercer choque, en lo alto de la nuca, y todo en él fue barrido, como un huracán barre una nube”.

   Y la del tosco Hemingway que se llama Sin remedio, la de que una muerte de toro es una muerte de hombre, y una muerte de hombre, para ser digna de un hombre, debe ser como la de un toro en el ruedo. Una muerte de bravo. Las corrida de toros se inventaron (entre otras muchas razones) para mostrarles a los hombres cómo hay que morir. El modelo es la muerte de Sócrates: no buscada, pero sí precipitada por su orgullo ante el tribunal ateniense que lo condenó a beber la cicuta; y entendida como una culminación de la filosofía, que es una preparación para la muerte. Una muerte ejemplar. “En religioso silencio”, como, cuando sus amigos prorrumpen en lamentos, les recuerda el maestro que se debe morir. En el “Fedón”, su más hermoso “Diálogo”, cuenta Platón cómo Sócrates la copa de veneno:

   “La tomó, muy serenamente, sin temblar ni alterársele ni el color ni el rostro, sino, según solía, mirando de reojo como un toro”.

(“La muerte de Sócrates” en 6Toros6, Nº 298, del martes 12 de febrero de 2002, p. 50).

   Estamos a unos momentos para que de inicio el espectáculo. La tarde, soleada y bella ya es, en sí, un aliento erótico que sugiere condiciones especiales para que la corrida de toros transcurra dentro de ambientes propicios. Aquí vemos ya una serie de situaciones tan inmediatas como alejadas de lo que es el espíritu erótico que trascienden el ambiente que todos miran y gozan pero que también es soterrado; espuma de mar que nunca llega a la playa, sino que mantiene su intimidad más absoluta, allá muy lejos.

   Faltando breves instantes solamente se puede contemplar la plaza totalmente iluminada por un sol ardiente, que no solo nos quema, “desea”, y desea a un ruedo virgen, vaciado de impurezas con dos círculos que parecen representar castidad y por ende, virginidad. Se ve que el erotismo no solo son dos, en la oscuridad lícita del amor, ungidos de emociones ahogadas en el beso y la caricia que culminan en el deseo más puro.

   La plaza abierta, la plaza pública, en la que hombres, mujeres y niños asisten a este acto ceremonial se van a dejar maravillar con un gozo inexplicable, combinación de la vida y de la muerte. Erotismo en otras palabras.

   Son las cuatro de la tarde, los grados de temperatura se elevan intempestivamente. Con el sol iluminando ese recinto maravilloso ha iniciado junto con la corrida misma el acto perentorio, absoluto, bello y absurdo a la vez de la corrida.

   Los toreros van portando en sus delgadas figuras trajes afeminados, provocando alardes, propios más de un escarceo erótico que de un ballet ensayado. El hilo de Ariadna en el ruedo y las contradicciones. Es ahora el toro quien busca la salida en este laberinto abierto y circular. Torero y cuadrillas le tienden un hilo perfecto, adornado con arte efímero exaltado por un público que de verdad siente y se identifica con lo que ve en la plaza.

   Ahora con picadores y banderilleros ocurre el acto de sadismo. ¿Acaso el erotismo no se asoma a estos oscuros territorios?

   Y en cuanto el torero no solo domina sino que se va prodigando en pases confeccionados con un arte solo entendido por los asistentes al tributo y sacrificio hoy, 6 veces celebrado, comienzan a brotar del silencio los más emotivos gritos que pueden escucharse en medio de la complicidad gozosa. El ¡Olé!, ¡Óle! o también ¡Ooole! y quizás el característico ¡Oleee! todos, a un mismo tiempo invocan a un solo dios: ¡Por Dios! ¡Ualá!, que así se decía en árabe.

   Es este un acto erótico en el que, el sudor producido por un sol intenso nos provoca. Es este un acto erótico lleno de insinuaciones en el que, una mala caricia (de los picadores) provoca enojo. Y en el que cada lance arranca los aplausos del respetable, multitud etérea y casi inexistente para el torero a la hora en que se reúne y se funda en una sola pieza con el toro.

   Y en la reunión se entregan al placer más desbordante en donde solo su juventud es capaz de mantenerse en permanente reto ante la muerte, último nivel por donde los amantes van a navegar, en medio de la tempestad más agitada. En ese ir y venir desquiciado surgen las emociones celebrada por un público a veces fuera de sí, fugándose de sus cuerpos esa ira intensa y pasional que no es suya.

   Un momento por favor. Silencio: va a consumar el diestro la suerte suprema. El acero ha penetrado hasta las entrañas mismas del toro y este cae fulminado, rueda muerto, sin puntilla a los pies de su matador. El diestro eleva en muestra de victoria y de triunfo, el estoque ensangrentado.

   El torero pues, va erotizando -como encantado- el laberinto-ruedo.

   Torero-dios-hombre, bisexual, heterosexual, híbrido, señales y sugerencias de un simbolismo ancestral en su más amplio sentido, menos el peyorativo, porque van mujer y hombre dentro del traje de luces. Y es: una sensual y el otro arrojado enfrentándose sin tasa ni medida al toro como representación viva de la muerte (cuanta contradicción hay en esto).

   En tanto transcurre la tarde y con ella el placer ha desembocado en el cansancio y la sed. En los tendidos que miran al laberinto, Baco, uno más de los dioses invitados reparte en líquidos placeres su néctar amargo y dulce, causante de las discusiones más sordas y los delirios que pierden los estribos.

   El ritual del principio se ha ido convirtiendo en lenta orgía donde la compostura y los buenos modales ya no existen. La concupiscencia en los tendidos se ha desbordado, la fiesta ya no tiene control, ha perdido la mesura del rito inicial. El bacanal se apodera de las circunstancias, cuando la borrachera de ver torear tanto y tan bien, produce un conjunto de reacciones en los tendidos donde los asistentes ya dejaron de sentir el misterio para introducirse al vértigo, a la locura. Sin saberlo, están totalmente erotizados.

   La fiesta de los toros, en medio de todos sus significados abarca también el juego de la angustia en la que toro y torero amasan con su enfrentamiento la decisión de sus vidas: quien vive y quien muere “muero porque no muero” diría San Juan de la Cruz. Aunque la muerte del “Yiyo” y “Burlero” allá por 1985, por ejemplo significaran un acto culminante para ambos, en el mismo instante:

 Muertos tu y yo

no quedará ni Dios.

                                                                                                           Elías Nandino.

Entre tanto Georges Bataille dice que

 El juego de la angustia es siempre el mismo: la angustia mayor, la angustia hasta la muerte, es lo que los grandes hombres desean, para encontrar al fin, más allá de la muerte, y de la ruina, la superación de la angustia. Pero la superación de la angustia es posible con una condición: que la angustia esté a la altura de la sensibilidad que la convoca.

   En ese giro incesante hay cambios muy significativos, de una tremenda oscilación que se dirige a las fronteras del espacio llamado bacanal. Y del bacanal a la orgía se está a un paso, nada más. Obviamente, la relación que se hace entre la fiesta, estrictamente taurina, con todas sus dispersiones y relajamientos ocasionados por la emoción que el arte y la belleza representan como lo efímero en el toreo, deben poseer unos ingredientes tales que se acerquen al argumento expresado en el párrafo anterior, donde “esos desbordamientos adquirieron su razón de ser más profunda en el acuerdo arcaico de la voluptuosidad sexual y del arrebato religioso”.

 Levántame, Señor, que estoy caído,

sin amor, sin temor, sin fe, sin miedo;

quiérome levantar, y estoyme quedo;

yo propio lo deseo y yo lo impido.

(. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .) 

                                                                                                          Fray Miguel de Guevara, O.S.A.

    Voluptuosidad sexual y arrebato religioso, son dos elementos que constituyen una permanencia histórica, pero también estética de la fiesta de toros. En este sentido, el Dr. Enrique Guarner ha dicho que

 El toro es el elemento masculino agresivo con atributos fálicos y el torero el femenino, puesto que su vestido (colores, bordados, medias, zapatillas de bailarina) y sus poses, son más propias de la mujer que del hombre. Cabría agregar aquí las ideas de Ernest Jones, según el cual los sacerdotes utilizan vestidos afeminados que son equivalentes a la castración simbólica. Al rendir ciertos elementos de virilidad, el clero gana prerrogativas femeninas adquiriendo la ventaja de pertenecer a ambos sexos.

    Dentro de los extremos del erotismo se encuentra otro factor que se asocia directamente con la circunstancia de la muerte con violencia que sufre el toro, después de un lento proceso que empezó a darse desde el momento en que pierde su libertad en el campo y llega a la plaza para morir al domingo siguiente. Bajo esa sentencia, el toro es la víctima. A lo largo de los siglos la presencia del toro posee significados de culto donde adquiere elementos de lo sagrado, porque ha nacido para vivir hasta su desarrollo como adulto, un periodo de libertad, llena de concesiones. No se le molesta y cuando esto ocurre es en los momentos de su privación, pierde toda prerrogativa, ha sido elegido para morir, como cuando los esclavos romanos pasaban por un proceso de preparación física, pero sabían que su fin estaba marcado para un día específico. Lo mismo se da en el sacrificio humano practicado por culturas indígenas de Mesoamérica. Al llevar a la cúspide de los templos del sacrificio a los elegidos, o a algún guerrero del bando contrario, esto cumplía con el rito sagrado de entregar a los dioses el corazón y la sangre del sacrificado para fortalecerlos.

   Sobre el sacrificio G. Bataille comenta:

 La acción erótica disuelve a los seres que se comprometen en ella y revela su continuidad, recordando la de las aguas tumultuosas. En el sacrificio, no solamente se desnuda, se mata a la víctima (o si el objeto del sacrificio no es un ser viviente, hay, de alguna manera, destrucción de este objeto).

    En este caso especial, el toro se vuelve el “interdicto” o sujeto que nos dice Bataille. Desde tiempos inmemoriales el sacrificio del toro se ha convertido en parte esencial del espectáculo, y por ende no se trata de un espectáculo, sin más. Conlleva un viejo y discutido principio relacionado con la cultura occidental acerca de la “muerte y el sacrificio”. Recordamos el sacrificio de los niños que cometió Herodes después de enterarse que en Jerusalén había nacido un niño al que muchos de los pobladores del lugar dotaban de unos poderes que, con el tiempo se revelarían como el cristianismo.

   Cuando el toreo sentó sus reales en la Nueva España ocurrió un hecho importante. Los torneos caballerescos que incluían el alanceamiento de toros se desarrollaban en medio de un ambiente en el que los bovinos eran atravesados por lanzas y por donde brotaba sangre a borbotones. Todo este cuadro, nuevo para una cultura como la indígena no debe haber resultado ofensivo. Una cultura acostumbrada al sacrificio, al culto heliolátrico, comparte y convive perfectamente con este nuevo espectáculo al que se integran y al que aceptan como parte de su ser. El mexicano en cuanto tal hace suyo el toreo, lo asimila, encuentra en el toro un elemento con el que puede lograr expresión efímera de un arte que es del gusto de muchos aficionados y lo consagra al llevar hasta el sacrificio y muerte al toro bravo. De hecho, muchos acusan con el sacrificio y muerte la parte dolorosa, retrógrada y salvaje de un espectáculo que debería desaparecer. Siendo parte de nuestra cultura, al integrarlo como parte de la misma después de casi cinco siglos, no creo que se trate de una casualidad. Así como “prendió” en el carácter del mexicano una razón espiritual y religiosa tan significativa como el afecto y veneración a la virgen de Guadalupe, así también pervive hasta nuestros días esta demostración taurina. Y ambas, hispanas de origen, una extendida como parte y sustento cultural de siglos; la otra como resultado -entre otros factores- de una guerra sostenida entre moros y cristianos, pero ambas, resultado de la fortaleza del mundo cristiano que fue el que definitivamente quedó marcado en la raza española, para bien o para mal, nunca como sentido maniqueo que lo único que provoca es el enfrentamiento, el caos de las ideas.

   Que el toreo se significa como un acto violento, evidentemente lo es. Con violencia se llega a la muerte del toro. Pero no es una violencia estúpida, absurda. Y si llevamos esto a la reflexión erótica, que es, la que al fin y al cabo interesa, encontramos entonces esta otra apreciación del autor francés:

 De todas maneras,  (la violencia) ya desde el principio, su conexión exterior es revelada en el universo sádico, que se propone a la meditación de cualquiera que reflexione sobre el erotismo. Sade -lo que quiso decir- suele horrorizar a esos mismos que afectan admirarlo y que no han reconocido por ellos mismos este hecho angustioso: que el movimiento del amor, llevado al extremo, es un movimiento de muerte. Ese vínculo no debería parecer paradójico: el exceso del que procede la reproducción y el que es la muerte no pueden ser comprendidos más que uno con ayuda del otro. Pero aparece, ya desde el principio, que los dos interdictos iniciales afectan, el primero, a la muerte, el otro, a la función sexual (…) En el duelo y en la vendetta -y en la guerra-, se trata de la muerte del hombre. Pero la ley que veda matar es previa a esa oposición en la que el hombre se distinguió de los animales de gran tamaño. En efecto, esa distinción es tardía. En primer lugar, el hombre se tuvo por el semejante del animal; esa manera de ver es aún la de los “pueblos cazadores”, cuyas costumbres son arcaicas. En esas condiciones, la caza arcaica o primitiva no era menos que el duelo, la vendetta o la guerra una forma de transgresión.

    Es cierto, antes que todo, el sacrificio es tenido por una ofrenda. La eterna discusión de que el espectáculo de los toros es cruel, salvaje, antihumano, es un argumento válido y respetable. Sin embargo, en México, la fiesta de los toros arraigó desde 1526, permanece y llega hasta nuestros días sin que esto signifique una casualidad histórica. El pueblo lo ha hecho suyo y como ya quedó asentado, la combinación cultural del viejo y el nuevo mundo han considerado en sus esquemas de valores el sacrificio humano y el animal como necesidad de satisfacer un culto. Ese culto se ha alterado y aunque permea el sacrificio, son el arte efímero y la técnica dos nuevos ingredientes que se unen al panorama de esta ofrenda. Además, se mantiene la idea de que los dioses más antiguos son los animales “ajenos a interdictos que limitan en la base la soberanía de un hombre (…)”

   Pero el rito sangriento tiene relación con el erotismo porque se involucra la muerte como consecución del objetivo: “La víctima muere, y entonces los asistentes (el público en la plaza) participan de un elemento que revela su muerte“ (todo ese conjunto, unión del arte y la técnica en un tiempo que es corto, efímero pero que consagra el sacrificio por vía de la ofrenda). Además “lo sagrado es precisamente la continuidad del ser revelada a los que fijan su atención, en un rito solemne (la corrida como ceremonia trascendental), en la muerte de un ser discontinuo” (el toro como elemento que fue preparado durante un determinado tiempo para llevarlo al templo donde se le consagra al sacrificio, en medio de los factores de agresión a los que se le somete).

   Muerte y sacrificio, arte y erotismo son cuatro grandes columnas que sostienen y mantienen al espectáculo de toros, matizado con elementos de lo sagrado, lo divino, la magia. El erotismo, en estos casos comparte la muerte misma. En otra obra de nuestro autor, HISTORIA DEL OJO encontramos más evidencias, estas sí, llevadas al extremo, a la perversidad.

   Si el erotismo es, en sí un aspecto que se define por el secreto, en la tauromaquia se revela natural, todos los asistentes captan ese sentido que lógicamente tiende a pasar por una interpretación que rebasa a la estética y a la técnica. Allí, el aficionado capaz de acercarse a esta frontera podrá gozar los momentos de consagración donde se lleva a alturas insospechadas el arte y la técnica en compañía del estricto y profundo sentido del sacrificio para que la experiencia erótica se sitúe fuera de la vida ordinaria. Por lo tanto, el erotismo al ser la emoción más intensa, se presenta ante nosotros en forma de lenguaje (concretamente el discurso de la tauromaquia en cuanto tal). El erotismo es ante todo el placer de lo que se aposenta en el aire, y luego desaparece.

   La muerte de un torero es un episodio dramático. En tanto tragedia, suele interpretarse de diversos modos. Uno de ellos, el más extendido es el sentir popular el que luego canta los primeros versos –casi siempre anónimos- de una larga serie de interpretaciones que hacen suyo también diversos creadores hasta darle forma estética a la tragedia.

   Adquiere mayor resonancia en el ambiente, el hecho de que un torero muera víctima de una cornada o percance trágico pues de ese modo, la dimensión de su tragedia gana, no solo en magnitud. También, y desgraciadamente en morbo. Las mejores evidencias podemos encontrarlas en la poesía donde fundamentalmente existe un caso que se ha convertido en prototipo o paradigma de la exaltación a la muerte de un torero: El “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca

   Épica y tragedia provienen desde tiempos en que se hicieron célebres las muertes de José Delgado, José Rodríguez, José Gómez Ortega o Manuel Rodríguez, que se intensificaron gracias a los cantos que hoy recogen antologías de diverso y distinto calibre.

   Termino con una frase rotunda, manufacturada por uno de los mejores exponentes de la literatura taurina que tuvo México: el español de origen y mexicano por convencimiento, José Alameda quien apuntó: “Un paso adelante, y puede morir el torero. Un paso atrás, y puede morir el arte”. Es decir, puso en evidencia la necesidad de un justo equilibrio, que de otra forma ocurre o puede ocurrir cualquiera de estos dos riesgos, como lo manifiesto, también en los siguientes versos de mi “Carpeta de Tauromaquia” que ahora mismo se expone aquí:

MELANCOLÍA N° 18

 ¡Qué ausente vas!

tu pérdida parece irreparable,

el paso andado:

y “puede morir el hombre”

el paso que diste atrás

y “puede morir el arte”

No dejes alucinarte por la derrota

sabes que te espero

pero quizás no sea hoy.

Anda pues tu camino…

Muchas gracias.

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Archivado bajo PONENCIAS, CONFERENCIAS Y DISERTACIONES

SOBRE LA HISTORIA DE LA PRENSA TAURINA EN MÉXICO.

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 ORIGEN, DESARROLLO y CONSOLIDACIÓN DE LA PRENSA TAURINA EN MÉXICO. DEL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS.

    Recientemente, tuve oportunidad de participar en las Jornadas Internacionales TAUROMAQUIA. Historia, Arte y Literatura en Europa y América, celebradas del 5 al 8 de noviembre, en el Salón de Carteles de la Real Maestranza de Caballería, en Sevilla. Por razones que no vienen al caso mencionar no pude estar presente. Sin embargo, y gracias al apoyo de mi colega y amigo el Dr. Arturo Aguilar Ochoa, fue posible que realizara la lectura de mi ponencia, la cual lleva el título: “Origen, desarrollo y consolidación de la prensa taurina en México. Del siglo XVI a nuestros días”. 

JORNADAS INTERNACIONALES1 JORNADAS INTERNACIONALES2

 Ambos, compartíamos la misma mesa, la II. Tauromaquia en la historia de América, y su tema abordó “La mirada de los viajeros sobre la Fiesta de Toros en México en la primera mitad del siglo XIX”. Hasta donde tengo conocimiento, estos dos temas fueron motivo de un atento e interesado auditorio que llenó aquel espacio alterno a la emblemática plaza de toros, la “Maestranza de Sevilla”.

   Por tratarse de un tema que considero importante, y tras haberse realizado dicha actividad, me permito compartir con ustedes el texto que allí fue dado a conocer, con el objeto de que conozcan en su parte medular los propósitos de esta investigación en marcha. 

CARÁTULA FIJA

    Cronistas para menesteres taurinos, los ha habido desde tiempo inmemorial. Buenos y malos, regulares y peores. Recordamos aquí, a vuelo de pluma al mismísimo Capitán General Hernán Cortés, quien le envió recado a su majestad, en la Quinta Carta-Relación en 1526 de un suceso taurino ocurrido el día de San Juan… Y luego, las ocurrencias descritas por el soldado Bernal Díaz del Castillo (hoy día a punto de perder su jetatura o su condición de señor feudal en lo literario, sobre todo a partir de la aparición del trabajo de Christian Duverger, mismo que entregó hace relativamente poco una serie de conclusiones contundentes al respecto)[1] cuando se firmaron las paces de Aguas Muertas, en 1536. Ya en el siglo XVII, Bernardo de Balbuena nos legó en su Grandeza Mexicana un portento poético, descripción precisa de aquella ciudad que crecía, se hundía y volvía a crecer con su gente y sus bondades y su todo.

   Por fortuna, ciertos impresos virreinales dados por perdidos hoy día aparecen y el de María de Estrada Medinilla, escrito en 1640, curioso a cual más… es uno de ellos. Se trata de una joya, y me refiero a la descripción de las Fiestas de toros, juego de cañas y alcancías, que celebró la Nobilísima Ciudad de México, a 27 de noviembre de 1640, en celebración de la venida a este Reino, el Excmo. Señor Don Diego López Pacheco, Marqués de Villena, Duque de Escalona, Virrey y Capitán General de esta Nueva España. Y luego, las cosas que escribió el capitán Alonso Ramírez de Vargas, sobre todo su Romance de los rejoneadores… en 1677. Y entre las obras ya mencionadas, no podemos olvidar lo que publicaron Gregorio Martín de Guijo y Antonio de Robles, quienes hicieron del Diario de sucesos notables (1648–1664 y 1665–1703, respectivamente) la delicia de unos cuantos lectores, si para ello recordamos que los índices de legos eran bajos, como hoy día lo sigue siendo por una marcada ausencia de lectores. Aquí también cabe la posibilidad de agregar la Gazeta de México, cuyo responsable fue Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche entre los años de 1722, 1728 y 1742 respectivamente.

PASAJES DE LA DIVERSIÓN

De la edición facsimilar realizada por Salvador García Bolio y Julio Téllez, citada en el presente texto.

    Y luego, ya en pleno siglo XVIII obras como las de Francisco José de Isla,[2] de 1701, o la de Cayetano Cabrera y Quintero, el Himeneo Celebrado, que dio a la luz en 1723, en ocasión de las Nupcias del Serenísimo Señor DON LUIS FERNANDO, Príncipe de las Asturias, con la Serenísima Señora Princesa de Orleáns. En 1732, entregaban a la imprenta, tanto Joseph Bernardo de Hogal como el propio Cabrera y Quintero y el bachiller Bernardino de Salvatierra y Garnica sendas obras que recordaban el buen suceso de la empresa contra los otomanos en la restauración de la plaza de Orán. Ya casi para terminar ese siglo, considerado como “el de las luces”, quien deja testimonio poético de otro suceso taurino es el misterioso Manuel Quiros y Campo Sagrado.[3]

   Para el siglo XIX, plumas célebres como las de José Joaquín Fernández de Lizardi, Guillermo Prieto o Luis G. Inclán dedican parte de su obra al tema taurino. Afortunadamente comenzaron a aparecer en forma más periódica ciertas crónicas, como la que, para Heriberto Lanfranchi es la primera en términos más formales. Data de la corrida efectuada el jueves 23 de septiembre de 1852, y que apareció en El Orden Nº 50 del martes 28 de septiembre siguiente. Ello es una evidencia clara de que ya interesaba el toreo como espectáculo más organizado o más atractivo en cuanto forma de su representación.

   Surge, casi al finalizar ese siglo apasionante un capítulo que, dadas sus características de formación e integración es difícil sintetizar en esta ocasión, pero trataré de hacer apretado informe.

   Es a partir de 1884 en que aparece el primer periódico taurino en México: El Arte de la Lidia, dirigido por Julio Bonilla, quien toma partido por el toreo “nacionalista”, puesto que Bonilla es nada menos que el representante del diestro Ponciano Díaz. Dicha publicación ejemplifica una crítica al toreo español que en esos momentos están abanderando diestros como José Machío; pero también por Luis Mazzantini, Diego Prieto, Ramón López o Saturnino Frutos.

LA VERDAD DEL TOREO

Curioso ejemplar de La Verdad del Toreo, que se publicó en la ciudad de México en el curso de 1887.

    La participación directa de una tribuna periodística diferente y a partir de 1887, fue la encabezada por Eduardo Noriega quien estaba decidido a “fomentar el buen gusto por el toreo”. La Muleta planteó una línea peculiar, sustentada en promover y exaltar la expresión taurina recién instalada en México, convencida de que era el mejor procedimiento técnico y estético, por encima de la anarquía sostenida por todos los diestros mexicanos, la mayoría de los cuales entendió que seguir por ese camino era imposible; por lo tanto procuraron asimilar y hacer suyos todos los novedosos esquemas. Eso les tomó algún tiempo. Sin embargo pocos fueron los que se pudieron adaptar al nuevo orden de ideas, en tanto que el resto tuvo que dispersarse, dejando lugar a los convenientes reacomodos. Solo hubo uno que asumió la rebeldía: Ponciano Díaz Salinas, torero híbrido, lo mismo a pie que a caballo, cuya declaración de principios no se vio alterada, porque no lo permitió ni se permitió tampoco la valiosa oportunidad de incorporarse a ese nuevo panorama. Y La Muleta, al percibir en él esa actitud lo combatió ferozmente. Y si ya no fue La Muleta, periódico de vida muy corta (1887-1889), siguieron esa línea El Toreo Ilustrado, El Noticioso y algunos otros más, que totalizan (entre 1884 y 1910), por ahora un número cercano a los 120 títulos. Para terminar de entender a Ponciano Díaz, eje fundamental del toreo de finales del XIX, debo agregar que este personaje, del que he estudiado por más de 25 años sus principales circunstancias, no sólo como torero. También como ser humano, ha representado un interesante caso de investigación, pues Ponciano jugó un papel en el que habiendo aprendido y aprehendido los quehaceres cotidianos en el ámbito rural, los puso en práctica ya estilizados, en las plazas de toros. Esas puestas en escena estuvieron colmadas de la natural y espontánea asimilación de quehaceres cuya impronta se desarrollaba en estado puro. Como «estado puro» me refiero a esa original ejecución de suertes como colear y lazar, poner banderillas a caballo (con silla o sin ella). Y luego, todo un conjunto de escenificaciones «parataurinas», es decir, lo que se configuraba en mojigangas y demás aderezos propios del espectáculo que fue común denominador, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX mexicano.

   En 1887, y con la llegada de los españoles a México, comenzó lo que he definido como la «recoquista vestida de luces». Ello significó la puesta en marcha de un proceso depurador en la tauromaquia mexicana (que era hasta entonces un híbrido a pie y a caballo), pues se impuso el toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna. Ponciano, hizo suya esa manifestación, y al hacerlo se convirtió para muchos aficionados y seguidores en un auténtico «traidor», pues muchos creyeron que renunciaba a sus orígenes. Tras la confirmación de alternativa en Madrid, ocurrida el 17 de octubre de 1889, comenzó para el «torero con bigotes» su auténtica decadencia, lo que significó para ese ser humano un duro conflicto existencial, mismo que resolvió alejándose paulatinamente de las plazas, y teniendo como nuevo aliciente o estímulo el alcohol. Buscó nuevas alternativas como convertirse en empresario, pero ese ejercicio no tuvo resultados satisfactorios, sino una constante crítica de parte de la prensa y el público en general. Muere de cirrosis hepática el 15 de abril de 1899, y con él también culmina la expresión del toreo a la mexicana, en la que Ponciano Díaz fue su último reducto.

EL VALEDOR TAURINO

Único ejemplar con tema taurino publicado en El Valedor, semanario publicado en 1888.

    A todo este conjunto de datos, no puede faltar una pieza importante, alma fundamental de aquel movimiento, que se concentró en un solo núcleo: el centro taurino “Espada Pedro Romero”, consolidado hacia los últimos diez años del siglo XIX, gracias a la integración de varios de los más representativos elementos de aquella generación emanada de las tribunas periodísticas, y en las que no fungieron con ese oficio, puesto que se trataba –en todo caso- de aficionados que se formaron gracias a las lecturas de obras fundamentales como el “Sánchez de Neira”, o la de Leopoldo Vázquez. Me refiero a personajes de la talla de Eduardo Noriega, Carlos Cuesta Baquero, Pedro Pablo Rangel, Rafael Medina y Antonio Hoffmann, quienes, en aquel cenáculo sumaron esfuerzos y proyectaron toda la enseñanza taurina de la época. Su función esencial fue orientar a los aficionados indicándoles lo necesario que era el nuevo amanecer que se presentaba –insisto en la definición- con el arribo del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna, el cual desplazó cualquier vestigio o evidencia del toreo a la “mexicana”, reiterándoles esa necesidad a partir de los principios técnicos y estéticos que emanaban vigorosos de aquel nuevo capítulo, mismo que en pocos años se consolidó, siendo en consecuencia la estructura con la cual arribó el siglo XX en nuestro país.

   A los nueve títulos que aparecieron en LECTURAS TAURINAS DEL SIGLO XIX,[4] antología preparada por Bibliófilos Taurinos de México en 1987, con motivo de los cien años de corridas de toros en la ciudad de México, debo sumar otra larga lista de cerca de 50 obras publicadas algunas, como fundamento político, otras, como discurso de repudio y rechazo al espectáculo mismo, pero todas, obras al fin y al cabo que tuvieron como caja de resonancia el pretexto taurino.

   Ahora bien, respecto a la actividad que han desempeñado las revistas literarias al acercarse al tema taurino, nos encontramos con escasa afluencia de datos. Así, el siglo XIX que acabamos de repasar no tiene, en todo ese balance, ningún registro y ni El Renacimiento, ni La revista azul, entre otras de notable memoria, tuvieron acercamiento con los toros, sobre todo debido a una causa elemental: sus ideologías de avanzada estaban comprometidas con el positivismo y el modernismo. En ello, el toreo era una especie de antítesis de tal condición. Pero más aún, por el hecho de que personajes como Ignacio Manuel Altamirano Manuel Gutiérrez Nájera eran antitaurinos, declaración de principios que compartieron con Francisco Sosa, Ciro B. Ceballos o Enrique Chavarri.

   El tema, por tratarse de algo novedoso, no nos permite más que detenernos en algunos ejemplos aislados que encuentran plena justificación para explicar que hoy día, han aparecido publicaciones como Castálida[5] o Cariátide,[6] sin olvidar la entrañable publicación de El hijo pródigo, en uno de cuyos números del año 1944 se publicó el interesante ensayo de Carlos Fernández Valdemoro que llevó por título: Disposición a la muerte,[7] ensayo que posteriormente daría forma y cuerpo a las ideas planteadas tanto en Los arquitectos del toreo moderno como en El Toreo, arte católico. En el caso de Disposición a la muerte, nos encontramos ante el gran acercamiento a la interpretación que, sobre este ejercicio esencial, debe ser entendido no solo como diversión popular. También como una expresión de nuestro tiempo que, en tanto anacrónica se acerca a los territorios del sacrificio. De ahí su polémico discurso que sigue siendo sometido a encontradas diferencias entre quienes de manera casi eterna son –para José Alameda- sus seguidores y sus contrarios.

   Por otro lado, se encuentra la revista científica del CONACYT que acogió el tema taurino allá por 1980 en una peculiar publicación denominada ¡A los toros![8] En dicho ejemplar, pudieron reunirse las plumas más emblemáticas que colaboraron en diversos periódicos y revistas cuya influencia temporal va de la tercera a la octava década del siglo pasado. No faltaron las opiniones de otros tantos intelectuales en pro o en contra del espectáculo que colaboraron en esa publicación hasta convertirla en referente y materia de consulta para entender diversas posiciones entre el dictamen evolutivo que estaba alcanzando, por entonces, la tauromaquia. Llama la atención el hecho de que una publicación, destinada generalmente a las ciencias exactas, dedicara por entonces ese número que rompió definitivamente con el encasillamiento de que no siempre el toreo es sólo arte. También, y por lo visto, también es ciencia, por aquello de la técnica que viene implícita desde los tiempos en que tanto José Delgado y Francisco Montes, dictaron sus Tauromaquias.

   A veces, y esto sólo quisiera lanzarlo como “cuarto a espadas” o dejar “una pica en Flandes”, en el hecho de que el toreo no es arte, ni deporte (como muchos quieren verlo ahora –y ojalá que nunca tengamos que ver enfundados a los toreros en calzoncillos o camisetas-). El toreo es sacrificio, holocausto, entendido como la razón de un ritual que nos lleva, por consecuencia a buscar la summa[9] de todos aquellos elementos que lo enriquecen o lo complementan.

   Casi treinta años separan ¡A los toros! de Castálida y un poco más de Cariátide, lo que significaba ya una necesidad de reencuentros interpretativos que permitieran establecer diversas perspectivas, conducidas por banderas de preocupaciones y tribulaciones derivadas del siempre deseable alumbramiento editorial en torno a los toros.

   Revistas de este orden aparecen de vez en vez, por lo que cada vez que salen a la luz debe celebrarse su presencia, misma que reafirma la perspectiva de diversos analistas, escritores, investigadores o historiadores quienes articulan, en conjunto, la nueva y fresca visión del anacrónico espectáculo que sigue sujeto a permanencia o supervivencia. Ese dilema, es fruto de la confrontación a que se ha visto sujeta la tauromaquia en tiempos recientes, y creo que en otras tantas etapas también, desde aquellos tiempos polémicos en que diversos jerarcas de la iglesia, monarcas o plumas de avanzada, lanzaron contra el toreo bulas papales, edictos, pragmáticas-sanciones y célebres editoriales como aquella de Ignacio Manuel Altamirano en 1867, apenas impuesta la pena de prohibición a las corridas de toros recién establecida la República Restaurada; o las ácidas críticas de José López Portillo y Rojas en su libro ¡Abajo los toros!, aparecido en 1907. Por fortuna, comentarios favorables también los ha habido gracias a la labor de Martín Luis Guzmán, Josefina Vicens, Edmundo O´Gorman entre otros.

   Así que, publicaciones como estas vienen a convertirse en auténticos aires de renovación literaria y de crítica en estos momentos en los cuales la fiesta, en pleno estado depresivo necesita alientos para levantarse y seguir andando bajo la marcha de un siglo XXI que contiene, entre muchas otras cosas la posibilidad respecto a la pervivencia de la tauromaquia ya no sólo como arte y técnica. También como un patrimonio cultural tangible (¿o intangible?), sostenido por unas cuantas naciones que buscan conservarla hasta su última consecuencia, y aquí cabe la observación preocupante, original también de Augusto Isla, quien lanza la siguiente sentencia:

 Nunca más pisaré una plaza de toros. Añoraré la fiereza del toro, las bellas suertes, las nupcias sensuales de sol y tabaco. Por solidaridad con mi pasado, no militaré contra la Fiesta. Morirá sola. A su debido tiempo. Como toda creación humana.[10]

    Ya no sabemos si habrá toros para rato. La fiesta, debemos ser congruentes, está sentenciada a desaparecer un día para convertirse en mero recuerdo, en tema de estudio para diversos investigadores que habrán de conservarla en la memoria viva de la humanidad como un testimonio de circunstancias que involucran la relación sostenida lo mismo por la mitología que por sus elementos de alto factor antropológico cuando se contemplan casos como el que significa entender los ciclos agrícolas y el sacrificio implícito a ellos. Pero también, no faltará quien recuerde las hazañas de tantos y tantos toreros, como los fugaces momentos, una larga cordobesa de Alfonso Ramírez Calesero o las locuras de madurez que Rodolfo Rodríguez El Pana fue capaz de realizar, cual ave fénix la tarde de su despedida que se convirtió, cosas del destino, en la de la resurrección.[11]

   Finalmente, no puede dejar de mencionarse toda aquella expresión reflejada en el ciberespacio, misma que se ve materializada en portales de internet, blogs, nanoblogs y demás formas de difusión que hoy adquieren, en medio del ritmo establecido por estos sistemas, otra manera de conocer el comportamiento, en lo particular, de este tipo de expresión de la cultura. Es por eso que su condición para el análisis también se incluye aquí, entendido desde la perspectiva de las tecnologías de información y comunicación.

   Antes de concluir, sólo deseo externar –a través de mi colega, el Dr. Arturo Aguilar Ochoa- mi agradecimiento a la organización de este evento que reviste una importancia capital sin precedentes, por el hecho de haber considerado un tema que hoy comparto con ustedes. Por tal motivo, pongo a su consideración el primer capítulo de este trabajo (inédito) que lleva, como ahora, el mismo título de la ponencia: ORIGEN, DESARROLLO y CONSOLIDACIÓN DE LA PRENSA TAURINA EN MÉXICO. DEL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS, con objeto de hacer extensivo el gozoso balance de un rico legado de publicaciones que han merecido ser recordadas, recreadas o recuperadas del olvido.

   Queden pues, invitados a la lectura que viene para las próximas páginas, en espera de que encuentren un viaje placentero por la historia del periodismo taurino en México, acumulado en casi cinco siglos de extraña y misteriosa convivencia cultural.

 Muchas gracias.

 Ciudad de México, septiembre 14 de 2014.

Sevilla, España, 6 de noviembre de 2014.


[1] Christian Duverger: Crónica de la eternidad. ¿Quién escribió la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España? México, 2ª reimpr. Santillana Ediciones Generales, S.A. de C.V., 2012. 335 p. + XI de ilustraciones.

[2] Isla, José. (1701): BUELOS de la Imperial Aguila Tetzcucana, A las radiantes Luzes, de el Luminar mayor de dos Efpheras. Nuestro Ínclito Monarca, el Catholico Rey N. Sr. D. Phelippe Qvinto [Que Dios guarde] (…) Tetzcuco, el día 26 de Junio de efte año de (…).

[3] García Bolio, S. y Julio Téllez García (1988): Pasajes de la Diversión de la Corrida de toros por menor dedicada al Exmo. Sr. Dn. Bernardo de Gálvez, Virrey de toda la Nueva España, Capitán General. 1786. Por: Manuel Quiros y Campo Sagrado. México, s.p.i., 1988.  50 h. Edición facsimilar.

[4] LECTURAS TAURINAS DEL SIGLO XIX (Antología). México, Socicultur-Instituto Nacional de Bellas Artes, Plaza & Valdés, Bibliófilos Taurinos de México, 1987. 222 p. facs., ils.

[5] Castálida. Revista del Instituto Mexiquense de Cultura. Invierno de 2007 Nº 33. 152 p. Ils., fots. El autor del presente trabajo, incluyó dos ensayos que, son a su vez, los siguientes: “Sor Juana en los toros: inteligencia y belleza juntas” (p. 7-20) y “Atenco, Bernardo Gaviño y Ponciano Díaz” (p. 67-79). Además:

Revista Castálida (Instituto Mexiquense de Cultura). Biblioteca Mexiquense del Bicentenario. Verano-otoño de 2010, Nº 41.190 p. Ils., fots., grabs. Del mismo modo, también tuve oportunidad de colaborar con el ensayo: “Atenco: entre lances Independientes y pases Revolucionarios” (p. 97-107).

[6] Cariátide. Brevedades literarias. Año 2, Núm. 5, otoño 2012. Número especial dedicado a los toros. Mi colaboración lleva el título: “Los blogs en el territorio de la tauromaquia”.

[7] Luis, Carlos, Fernández y López-Valdemoro (seud. José Alameda): “Disposición a la muerte”. En: El hijo pródigo, vol. VI, Núm. 20. Noviembre de 1944, p. 81-87. Edición facsimilar de El hijo pródigo, colección dirigida por José Luis Martínez. México, Fondo de Cultura Económica, 1983. Vol. VI – VII (Octubre/Diciembre de 1944 y Enero/Marzo de 1945)., p. 115-121. (Revistas literarias mexicanas modernas).

[8] ¡A LOS TOROS! México, comunidad CONACYT, abril-mayo 1980, año VI, núm. 112-113. (p. 45-176). Ils., retrs., fots.

[9] Summa: Reunión de datos que recogen el saber de una gran época.

[10] Castálida. Revista del Instituto Mexiquense de Cultura. Invierno de 2007 Nº 33. 152 p. Ils., fots. “Un legado familiar” (p. 147-150).

[11] Me refiero al acontecimiento que se registró la tarde del 7 de enero de 2007, en la plaza de toros “México”.

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INVITACIÓN A CONFERENCIAS.

   En el marco de las Primeras Jornadas Internacionales de Historia de la Medicina, a celebrarse entre el 1° y 3 de septiembre del año en curso, en el Auditorio “Javier Romero” de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (plantel ubicado en Periférico Sur y Zapote s/n, Colonia Isidro Fabela, Tlalpan, a un lado del espacio arqueológico de Cuicuilco), el Dr. Raúl Aragón López y el Maestro en Historia, José Francisco Coello Ugalde, participarán en las mismas, con los siguientes temas:

 Lunes 1° de septiembre:

 11:20- 12:50/  Mesa 2: Algunos aspectos de la historia de la cirugía

 Moderador: Saúl Aragón Altamirano (FES Acatlán)

  • Sobre los avances de la cirugía taurina en el México del siglo XIX/ José Francisco Coello Ugalde (Ingeniero Mecánico Electricista, Candidato al Doctorado en Historia por la U.N.A.M)
  • La Cirugía Taurina en la Ciudad de México en el siglo XX/ Raúl Aragón López (Facultad de Medicina, UNAM)- José Francisco Coello Ugalde (Historia, UNAM)

4:20- 6:50/ Mesa 6: Infecciones, epidemias y las enfermedades del caos 

Moderador: Eduardo Monroy Salvador (ENAH, Historia) 

6:50- 7:35- Conferencia magistral: Aportaciones del Dr. Pedro Vander Linder a la cirugía en México/ Mtro. en Hist. José Francisco Coello Ugalde y Dr. Raúl Aragón López (UNAM)

Martes 2 de septiembre

10:30- 12:45/ Mesa 8: Sujetos dentro de la historia de la medicina

  • Aportaciones del Dr. Francisco Montes de Oca y Saucedo a la cirugía en México/ Raúl Aragón López- José Francisco Coello Ugalde (UNAM)

Nuestra participación en este evento, es el resultado de los avances de investigación que pretendemos publicar próximamente. Se trata de la Historia de la cirugía taurina en México, la cual abarca los siglos virreinales, el siglo XIX, XX y lo que va del XXI.

Raúl Aragón López (1971): Médico Cirujano por la U.N.A.M. Cuenta con especialidad en ortopedia, realizada en el Hospital Central de la Cruz Roja Mexicana, con reconocimiento universitario en el año 2002. Ha participado desde 1999 a la fecha en las Jornadas Nacionales de Cirugía Taurina en diferentes ciudades de la república. Su última actividad ocurrió en la ciudad de San Luis Potosí. Se ha desempeñado como Médico de plaza, en el equipo del Dr. Jorge Uribe Camacho en espacios como “Los Ibelles”, “Cinco Villas”, “Silverio Pérez” (Texcoco), Tultitlán, San Pedro Xaloctoc y Chalco.

José Francisco Coello Ugalde (1962): Maestro en Historia y Candidato al Doctorado en Historia por la U.N.A.M. Actualmente, en la misma institución, realiza estudios de Doctorado en Bibliotecología y Estudios de la Información. Conferencista e investigador en el tema de la tauromaquia en México de 1984 a la fecha, es autor de varias publicaciones (actualmente su registro asciende a 78, entre diversos trabajos en papel, digitales, así como discos en formato L.P. y DVD). Administra dos blogs: APORTACIONES HISTÓRICO TAURINAS MEXICANAS (https://ahtm.wordpress.com/) y LUZ y FUERZA DE LA MEMORIA HISTÓRICA (http://kilowatito2009.blogspot.mx/).

IMÁGEN PARA BOLETÍN DE PRENSA

SE ANEXA PROGRAMA COMPLETO: MESAS_PROGRAMA DEFINITIVO-ENAH

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EL CRIOLLISMO Y LA TIBETANIZACION: ¿EFECTOS DE LO MEXICANO EN EL TOREO?

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    La presente es una disertación que fue redactada desde hace varios años, con motivo de una reflexión respecto de ciertos aspectos presentes en forma ideológica o espiritual que pudieron haber influido de una u otra forma en los procesos de integración y consolidación en el toreo mexicano de los siglos pasados. Comparto con ustedes dicha experiencia.

    Un tema que de siempre me ha causado especial inquietud es el de la forma en que los americanos aceptaron el toreo, tras el proceso conquistador, lo hicieron suyo y después le dieron interpretación tan particular a este ejercicio convirtiéndose en una especie de segunda sombra que ya de por sí, proyectaba el quehacer español. Segunda sombra pues sin alejarse del cuerpo principal se unía a la estela de la primera, dueña de una vigencia incontenible. Solo que al llegar a América y desarrollarse en nuevos ambientes se gestó la necesidad no tanto de cambios; sí de distintas interpretaciones. Y esto pudo darse -seguramente- por dos motivos que ahora analizo: el criollismo americano y la «tibetanización» desarrollada en la península ibérica.

   Entendemos al criollismo como un proceso de liberación por un lado y de manifestación de orgullo por el otro, cuando el mexicano en cuanto tal, o el criollo, -incluso el indio- se crecen frente a la presencia dominante del español en nuestro continente. Maduran ante las reacciones de subestimación que se fomentan en la España del siglo XVIII que ve en el americano a un ser inferior en todos sentidos, incapaz de ser comparado con los hombres de espíritu europeo, que son los que ocupan los cargos importantes en la administración, cargos a los cuales ya puede enfrentarse el criollo también.

   David A. Brading nos dice que «las raíces más profundas del esfuerzo por negar el valor de la conquista se hallan en el pensamiento criollo que se remonta hasta el siglo XVI». Desde entonces es visible la génesis del nacionalismo o patriotismo criollos que va a luchar por un espacio dominado por los españoles, tanto europeos como americanos, los cuales disfrutaban de un virtual monopolio de todas las posiciones de prestigio, poder y riqueza.

   Poco a poco fue despertándose un fuerte impulso de vindicación por lo que en esencia les pertenece pero que el sistema colonial les negaba. De esa manera el criollo y el mestizo también buscan la forma de manifestar un ser, una idea de identidad lo más natural y espontánea posible; logran separarse del carácter español, pero sin abandonarlo del todo, hasta que comenzó a forjarse la idea de un nacionalismo en potencia. De ahí que parte del planteamiento de la independencia y de la recuperación de la personalidad propia de una América sometida esté dada bajo los ideales del patriotismo criollo y el republicanismo clásico que luego buscaron en el liberalismo mexicano sumergido dentro del conflictivo pero apasionante siglo XIX.

   La asunción del criollo a escena en la vida novohispana es de suyo interesante. Quizás confundido al principio quiere dar rienda suelta a su ser reprimido, con el que se siente afín en las cosas que piensa. Y actúa en libertad, dejándose retratar por plumas como sor Juana o Sigüenza y Góngora, por ejemplo. No faltó ojo crítico a la cuestión y es así como Hipólito Villarroel en sus «Enfermedades que padece la Nueva España…» nos acerca a la realidad de una sociedad novohispana en franca descomposición a fines del siglo XVIII y cerca de la emancipación. Pero es con Rafael Landivar S.J. y su Rusticatio Mexicana donde mejor queda retratada esa forma de ser y de vivir del mexicano, del criollo que ya se identifica plenamente en el teatro de la vida cotidiana del siglo de las luces.

   Precisamente en su libro XV Los Juegos aparece una amplia descripción de fiestas taurinas. La obra fue escrita en bellos hexámetros, es decir: verso de la métrica clásica de seis pies, los cuatro primeros espondeo o dáctilo, el quinto dáctilo y el sexto espondeo. Es el verso épico por excelencia.

   El poema nace en un clima espontáneo que armoniza los divergentes elementos de tres mundos: el latino, el español y el americano, amalgamados en la psicología del poeta bajo los fuegos vehementes del trópico guatemalteco, su cuna, y transidos por el espíritu de la altiplanicie mexicana, en la cual se desarrolló al arte y a la sabiduría.

RUSTICATIO MEXICANA

    En el libro X: «Los ganados mayores» se apunta la vida del toro bravo en el campo. Pero, desde luego es el libro XV en el que se incluyen las peleas de gallos, las corridas de toros campiranas y las carreras de caballos.

     Nada, sin embargo, más ardientemente ama la juventud de las tierras occidentales como la lidia de toros feroces en el circo. Se extiende una plaza espaciosa rodeada de sólida valla, la cual ofrece numerosos asientos a la copiosa multitud, guarnecidos de vivos tapices multicolores. Sale al redondel solamente el adiestrado a esta diversión, ya sea que sepa burlar al toro saltando, o sea que sepa gobernar el hocico del fogoso caballo con el duro cabestro.

   Preparadas las cosas conforme a la vieja costumbre nacional, sale bruscamente un novillo indómito, corpulento, erguida y amenazadora la cabeza; con el furor en los ojos inflamados, y un torbellino de ira salvaje en el corazón, hace temblar los asientos corriendo feroz por todo el redondel, hasta que el lidiador le pone delante un blanco lienzo y cuerpo a cuerpo exaspera largamente su ira acumulada.

   El toro, como flecha disparada por el arco tenso, se lanza contra el enemigo seguro de atravesarlo con el cuerno y aventarlo por el aire. El lidiador, entonces, presenta la capa repetidas veces a las persistentes arremetidas hurta el cuerpo, desviándose prontamente, con rápido brinco esquiva las cornadas mortales. Otra vez el toro, más enardecido de envenenado coraje, apoyándose con todo el cuerpo acomete al lidiador, espumajea de rabia, y amenaza de muerte. Mas aquél provisto de una banderilla, mientras el torete con la cabeza revuelve el lienzo, rápido le clava en el morrillo el penetrante hierro. Herido éste con el agudo dardo, repara y llena toda la plaza de mugidos.

   Mas cuando intenta arrancarse las banderillas del morrillo y calmar corriendo el dolor rabioso, el lidiador, enristrando una corta lanza con los robustos brazos, le pone delante el caballo que echa fuego por todos sus poros, y con sus ímpetus para la lucha. El astado, habiendo, mientras, sufrido la férrea pica, avieso acosa por largo rato al cuadrúpedo, esparce la arena rascándola con la pezuña tanteando las posibles maneras de embestir. Está el brioso Etón, tendidas las orejas, preparado a burlar el golpe en tanto que el lidiador calcula las malignas astucias del enemigo. La fiera, entonces, más veloz que una ráfaga mueve las patas, acomete al caballo, a la pica y al jinete. Pero éste, desviando la rienda urge con los talones los anchos ijares de su cabalgadura, y parando con la punta metálica el morrillo de la fiera, se sustrae mientras cuidadosamente a la feroz embestida.

    El padre Rafael Landívar nació en la ciudad de Guatemala el 27 de octubre de 1731. En el curso de 1759 a 1960 Landívar pudo haber enseñado retórica en México, pero sus biógrafos se inclinan a que lo hizo en Puebla y en 1755 en México. El autor habla de su obra:

 Intitulé este poema Rusticatio mexicana (Por los campos de México), tanto porque casi todo lo que contiene atañe a los campos mexicanos, como también porque oigo que en Europa se conoce vulgarmente toda la Nueva España con el nombre de México, sin tomar en cuenta la diversidad de territorios.

 Viene ahora la continuación al libro XV:

 Pero si la autoridad ordena que el toro ya quebrantado por las varias heridas, sea muerto en la última suerte, el vigoroso lidiador armado de una espada fulminante, o lo mismo el jinete con su aguda lanza, desafían intrépidos el peligro, provocando a gritos al astado amenazador y encaminándose a él con el hierro. El toro, súbitamente exasperado su ira por los gritos, arremete contra el lidiador que incita con las armas y la voz. Este, entonces, le hunde la espada hasta la empuñadura, o el jinete lo hiere con el rejón de acero al acomete, dándole el golpe entre los cuernos, a medio testuz, y el toro temblándole las patas, rueda al suelo. Siguen los aplausos de la gente y el clamor del triunfo y todos se esfuerzan por celebrar la victoria del matador.

   Algunas veces el temerario lidiador, fiándose demasiado de su penetrante estoque, es levantado por los aires y, traspasadas sus entrañas por los cuernos, acaba víctima de suerte desgraciada. El toro revuelca en la arena el cuerpo ensangrentado; se atemoriza el público ante el espectáculo y los otros lidiadores por el peligro. Sucédense luego nuevas luchas, por orden, cuando se desea alternarlas con el fin de variar.

   Los mozos, en efecto, suelen aprestar para montarlo, un toro sacado de la ganadería, muy vigoroso, corpulento y encendido en amenazas de muerte. Uno de aquellos le sujeta en el lomo peludo los avíos, como si fuera caballo, y le echa al pescuezo un lazo; sirviéndose luego de él, impávido, a manera de larga brida, sube a los broncos lomos del rebelde novillo, armado de ríspidas espuelas y confiando en su fuerza. El animal, temblando de coraje, se avienta en todos sentidos, luchando violentamente por lanzar al jinete de su lomo. Ya enderezándose rasga el aire con los corvos cuernos, ya dando coces en el vacío arremete furibundo a todo correr, contra los que se le atraviesan; y cuando intenta saltar el redondel, alborota las graderías de los espectadores espantados.

   Como el líbico león herido por penetrante proyectil, amenaza con los colmillos, los ojos feroces y las mandíbulas sanguinarias, tiembla, se mueve contra sus astutos adversarios mostrando las garras, y ya se lanza por el aire con salto fulmíneo, ya corriendo velozmente fatiga a los cazadores; lo mismo el toro, encolerizado por el extraño peso, trastornando la plaza embiste ora a unos, ora a otros. Pero el muchacho sin cejar se mantiene inconmovible sobre el lomo, espoleándolo constantemente.

   Y aun también, el muchacho jinete blandiendo larga pica desde el lomo del cornúpeta, manda a los de a pie sacar otro astado de los corrales y a puyazos lo empuja gozoso por todo el llaNº Atolondrado al principio por la novedad, huye precipitadamente de su compañero enjaezado vistosamente.

   Pero aguijoneando su dorso por la punzante pica, se enfurece encendido de cólera, embiste a su perseguidor, y ambos se trenzan de los cuernos en bárbara lucha. Mas el robusto jinete dirime la contienda con la pica, y continúa persiguiendo a los toros por la llanura, hasta que con la fatiga dejen de amenazar y doblegados se apacigüen.

    Toda ella es una hermosa, soberbia y fascinante descripción de la fiesta torera mexicana, con un típico y profundo sabor que, desde entonces comienza a imprimirle el criollo, deseoso por plasmar géneros distintos al tipo de fiesta que por entonces domina el panorama. Ese aspecto se determinaba desde luego por lazos de fuerte influencia española que aún se agita en la Nueva España en vías de extinción.

   A la pregunta de qué, o cómo es el criollo, se agrega otra: ¿quién permite el surgimiento de un ente nuevo en paisaje poco propicio a sus ideales?

   Una respuesta la encontramos en el recorrido que pretendo, desde la Contrarreforma hasta el siglo XVII en España concretamente.

   Este movimiento católico de reacción contra la Reforma protestante en el siglo XVI tiene como objeto un reforzamiento espiritual del papado y de la Iglesia de Roma, así como la reconquista de países centroeuropeos como Alemania, Países Bajos, Dinamarca, Suecia, Inglaterra instalados en la iglesia reformada. Pero la Contrarreforma fue a alterar órdenes establecidos. Italia fue afectada en lo poco que le quedaba de energía creadora en la ciencia y la técnica.

   José Ortega y Gasset escribió en la Idea del principio en Leibniz su visión sobre los efectos de aquel movimiento. Dice:

 Donde sí causó daño definitivo la Contrarreforma fue precisamente en el pueblo que la emprendió y dirigió, es decir, en España.

    Pero en el fondo la Contrarreforma al aplicar una rigurosa regimentación de las mentes que no era más que la disciplina al extremo logró que el Concilio de Trento celebrado en Italia de 1545 a 1563 restableciera -entre otras cosas- el Tribunal de la Inquisición. Por coincidencia España sufría una extraña enfermedad.

 Esta enfermedad -dice Ortega- fue la hermetización de nuestro pueblo hacia y frente al resto del mundo, fenómeno que no se refiere especialmente a la religión ni a la teología ni a las ideas, sino a la totalidad de la vida, que tiene, por lo mismo, un origen ajeno por completo a las cuestiones eclesiásticas y que fue la verdadera causa de que perdiésemos nuestro imperio. Yo le llamo «tibetanización» de España. El proceso agudo de esta acontece entre 1600 y 1650. El efecto fue desastroso, fatal. España era el único país que no solo necesitaba Contrarreforma, sino que esta le sobraba. En España no había habido de verdad Renacimiento ni por tanto, subversión. Renacimiento no consiste en imitar a Petrarca, a Ariosto o a Tasso, sino más bien, en serlos.

    El fenómeno es fatal pues mientras las naciones europeas se desarrollan normalmente, la formación de España sufre una crisis temporal. Por tanto esto retardó un poco su etapa adulta, concentrándose hacia adentro en sus progresos y avances. En España lo que va a pasar entonces es una hermetización bastante radical hacia lo exterior, inclusive -y aquí nos fijamos con mayor atención- hacia la periferia de la misma España, es decir, sus colonias y su imperio.

   Coincide la tibetanización española -en la primera mitad del siglo XVII- con el movimiento criollista que comienza a forjarse en Nueva España.

   ¿Serán estas dos tremendas coincidencias: criollismo y tibetanización, puntos que favorezcan el desarrollo de una fiesta caballeresca primero; torera después con singulares características de definición que marcan una separación, mas no el abandono, de la influencia que ejerce el toreo venido de España? Además si a todo esto sumamos el fenómeno que Pedro Romero de Solís se encargó de llamar como el «retorno del tumulto» justo al percibirse los síntomas de cambio generados por la llegada de la casa de Borbón al reinado español desde 1700, pues ello hizo más propicias las condiciones para mostrar rebeldía primero del plebeyo contra el noble y luego de lo que este, desde el caballo ya no podía seguir siendo ante la hazaña de los de a pie, toreando, esquivando a buen saber y entender, hasta depositar el cúmulo de experiencias en la primera tauromaquia de orden mayor: la de José Delgado «Pepe-hillo».

   Si el criollo encontraba favorecido el terreno en el momento en que los borbones -tras la guerra de sucesión- asumen el trono español, su espíritu se verá constantemente alimentado de cambios que atestiguará entre sorprendido y emocionado. Dos casos: la expulsión de los jesuitas en 1767, compañía que la Contrarreforma estimuló y en la Nueva España se extendió por todos los rincones y provincias. La ilustración, fenómeno que, bloqueado por las autoridades novohispanas y reprobado ferozmente por el santo Oficio sirvió como pauta esencial de formación en el ideal concreto de la emancipación cuyo logro al fin es la independencia, despierta desde 1808.

   Todo esto, probablemente sea parte de los giros con que la tauromaquia en México haya comenzado a dar frutos distintos frente a la española, más propensa a fomentar el tecnicismo, ruta de la que nuestro país no fue ajeno, aunque salpicada -esta- de «invenciones», expresión riquísima que dominó más de cincuenta años el ambiente festivo nacional durante el siglo pasado.

   Probablemente el comportamiento de la fiesta de toros durante el siglo XIX sea tema de nuevos capítulos. Sin embargo, es mi deseo proponer nuevas interpretaciones, independientemente de todo el estudio que he dedicado en mi tesis de maestría,[1] con la cual obtuve el grado correspondiente por la Universidad Nacional.


[1] José Francisco Coello Ugalde: APORTACIONES HISTÓRICO TAURINAS MEXICANAS Nº 15. “Cuando el curso de la fiesta de toros en México, fue alterado en 1867 por una prohibición. Sentido del espectáculo entre lo histórico, estético y social durante el siglo XIX”. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras. División de Estudios de Posgrado. Colegio de Historia, 1996. Tesis que, para obtener el grado de Maestro en Historia (de México) presenta (…). 221 p. Ils., fots.

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PLUMA EN RISTRE, RUEDO DE PAPEL BLANCO…

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 PLUMA EN RISTRE, RUEDO DE PAPEL BLANCO…[1]

    La pluma en ristre, el ruedo del papel blanco como escenario, y el pensamiento a punto de desbordarse, son tres elementos de una evidencia escrita que queda como testimonio que se acerca a la realidad para mostrarnos -ellos-, los escritores taurinos su verdad, su impresión sobre los distintos pasajes que han trascendido luego de hazañas logradas por hombres que, enfundados en el traje de luces han realizado para no quedar olvidadas.

   La crónica de toros tiene en México un largo camino donde miramos al recorrerlo distintos modos de concebirla: ya en verso, ya en prosa o en crónicas que se plasman en los diarios de circulación nacional, quedando muchas de ellas como auténticos modelos de creación. Pero también se proyecta mas allá si el análisis también requiere de un criterio más amplio tratado en ensayos, en polémicas donde se emiten todos los juicios de valor posible.

   Sin pretensiones de abordar ni de abundar en excesos, quiero más bien mostrarles un corto pero conciso panorama de quienes y, en qué forma han representado a la prensa taurina, desde tiempos coloniales y hasta nuestros días, dando preferencia a todos aquellos que han trascendido por sus conocimientos en el tema y en el dominio de la escritura como arte literario, pero también de opinión y de orientación que es, al fin y al cabo, uno de los propósitos de mayor aliento en todo cronista de toros o, en quien se precia de serlo.

   La crónica puede tener un fiel antecedente en las relaciones o descripciones de fiestas.

   Pero, ¿qué son las descripciones?

   Fuente indispensable del estudio de las fiestas son las Relaciones o libros en los que para común noticia y memoria se relatan los sucedidos en tan fasto acontecimiento. Generalmente se trata de obras de literatura laudatoria, en prosa unas y otras en verso y salvo raras excepciones de autor de talla, al igual que los sermones, las loas y los panegíricos, sus volúmenes forman un centón de apretados conceptos, expresados con fórmulas esteriotipadas.

   Tanto en las relaciones de fiestas profanas como en las religiosas las llamadas «grandes alegorías» (victorias, proclamaciones reales, entradas, esponsales, bodas, nacimientos, bautizos, etcétera, canonizaciones de santos, mojigangas teológicas, tomas de grado, máscaras, fiestas minervales, etcétera), existe por parte del autor del texto una decisión de ser exhaustivo, de dar el más mínimo detalle de los hechos y celebraciones en «tan señalado día». Estas se dan durante toda la colonia y sobresalen como clara evidencia de las mismas:

   La Descripción en octavas reales de las fiestas de toros, cañas y alcancías con que obsequió México a su virrey el marqués de Villena en 1640, obra escrita por Doña María de Estrada Medinilla.

   Se dice históricamente que fray José Gil Ramírez es el primer cronista de toros (hacia 1713), pero debemos recordar que Gregorio Martín de Guijo en su Diario de Sucesos Notables (1648-1664) da las primeras muestras, o antecedentes de lo que luego sería en Ramírez una acabada reseña de las fiestas taurinas.

   A propósito de Gil Ramírez, esta es su obra: Esfera Mexicana, solemne Aclamación y festivo movimiento de los Cielos delineado (…), al feliz nacimiento del Serenísimo Sr. Infante D. Felipe Pedro…, Méx. Vda. de Miguel de Ribera, 1714.

   Incluyo una cuarta referencia -para terminar-, que es la del padre Joseph Mariano de Abarca, de la Compañía de Jesús, quien en 1748 vió publicar su obra: El sol en León. Solemnes aplausos conque, el Rey Nuestro Señor D. Fernando VI Sol de las Españas, fué celebrado el día 11 de febrero del año de 1747. En que se proclamó su Majestad exaltada al Solio de dos mundos por la Muy Noble, y Muy Leal Imperial Ciudad de México.

   Durante el siglo XIX nos encontramos con una crónica que va desarrollándose velozmente. Así tenemos la evidencia del periódico La Orden el cual, en su No. 50 del 28 de septiembre de 1852 nos presenta una larga reseña, cuyo cometido no fue más que darnos fe de la corrida donde actuó la cuadrilla de Bernardo Gaviño con 6 toros de Atenco. Pero no es, en esencia esa crónica que buscamos.

   Para 1884, y el 9 de noviembre sale a la circulación EL ARTE DE LA LIDIA cuyo director fue el señor Julio Bonilla, militar de carrera. Con este periódico se pone punto de partida a la historia de la prensa escrita en México y que luego, años más tarde aumentará notoriamente.

   Desde San Luis Potosí se mueve ya un inquieto muchacho, que pronto vendrá a la ciudad para estudiar la carrera de medicina. Se llama Carlos Cuesta Baquero. Con él arranca la que deberá considerarse una crónica profesional, una crónica de fondo, una crónica con estilo literario propio y que luego será mantenido por otro pequeño grupo de autores, a saber:

   Rafael Solana «Verduguillo», Carlos Quiróz «Monosabio», Carlos Septién García «El Tío Carlos» y Carlos Fernández Valdemoro «José Alameda». Estas cinco columnas vertebrales han dado durante más de cien años un rumbo definido a legiones de aficionados que entendieron y han entendido su mensaje, lo han hecho suyo y han dado lugar especial a la hora de discutir una cultura taurina que, por estos días se ve bastante coludida en agresiones por parte de grupos que, repudiando la violencia del espectáculo, quieren acallarla con violencia.

ORLAS

   Voy a hablar del grupo de los cinco, personajes todos ellos cultivados en las letras y en el cotidiano oficio de escribir. Pero antes debo mencionar al «Centro Taurino Espada Pedro Romero», lugar donde se congregaron periodistas de hace un siglo justo, pugnando todos ellos porque se diera una relevancia sin precedentes al periodismo taurino y a la traza literaria, en medio de una fiesta que tomaba un curso nuevo y distinto, con la incorporación y asentamiento definitivos del toreo moderno de a pie, a la usanza española y en versión moderna. Esta «falange de románticos» que asímismos se consideraban, estaba encabezada por Eduardo Noriega «Trespicos», Pedro Pablo Rangel, el propio Dr. Carlos Cuesta Baquero, Rafael Medina, Antonio Hoffmann. Nos dice Cuesta Baquero: En el centro taurino, «allí nos congregamos por romanticismo -no con finalidad de obtener gajes y dinero- un grupo de aficionados adheridos al modo de torear que desarrollaban los hispanos.

   «En las sesiones, que eran semanarias, dedicándoles los domingos tres horas -desde las diez y media de la mañana a la una y media de la tarde- hacíase minucioso análisis de lo que los toreros habían practicado en la anterior corrida, igualmente que examinábamos las «reseñas» que eran publicadas en los periódicos. Tal disección crítica era basándose en los preceptos tauromáquicos contenidos en libros y periódicos docentes. (Sánchez de Neira», «Sánchez Lozano», «Cartilla de Pepe-Hillo», «Arte de Francisco Montes», alias «Paquiro», «Arte de Torear» por Manuel Domínguez, etcétera». Este movimiento ocurrió de 1889 a 1897 aproximadamente.

   Concluido este preludio romántico, pasemos a referir el papel de nuestro grupo de «los cinco». El Dr. Carlos Cuesta Baquero, cuyo anagrama es «Roque Solares Tacubac» vivió y se formó en dos épocas distintas de la expresión del toreo, pero solo a una de ellas se adhirió, a la antigua. Desde la octava década del siglo pasado sus ideas y opiniones las emitió gracias a todo un conocimiento que cimentó  partiendo de lecturas a obras capitales de la tauromaquia. Tal es el caso de los trabajos de Sánchez de Neira, Sánchez Lozano, en donde pudo entender la concepción del toreo que se daba en España con muchos adelantos, respecto a México. Por esa razón tuvo la fortuna de vivir en medio de un ambiente donde la tauromaquia mexicana se explicaba por sí misma, con muy pocas reglas, y con el añadido de lo campirano, fiesta que distaba mucho de lo que era la española, aunque sin perder las bases técnicas. En ese ambiente fue penetrando lentamente hasta encauzar el criterio, las ideas, la opinión de muchos que entonces no eran más que meros espectadores y todo, gracias a un conocimiento amplio sobre la materia que pudo publicar en diversidad de periódicos e incluso, fundarlos (Como el «México Taurino»). Sus largas series sobre exposiciones tauromáquicas o las de biografías de otros tantos periodistas nos dan idea de su intención por dejar huella. Hecho a la forma antigua en cuanto a su modo de escribir, usa un estilo galano, galante también. Como decano de los periodistas taurinos hacia la década de los años 40 tuvo una polémica muy recordada entre los aficionados, y que sostuvo con Flavio Zavala Millet o «Paco Puyazo», al respecto de la faena que enloqueciera a la afición aquel 31 de enero de 1942, cuando Silverio Pérez se consagró con «Tanguito» de Pastejé. Su posición fue la de respetar lo que había ocurrido, pero no dejaba de insinuar que el toreo no podía ser eso nada más. No podían olvidarse las raíces fácilmente.

   Amigo íntimo de Ignacio Sánchez Mejías y enemigo público de Rodolfo Gaona, logró de este último una desagradable experiencia que nada pudo enmendar. Y es que Gaona, luego de una terrible cornada sufrida en Puebla, allá por 1908 nunca llegó a manos del Dr. Cuesta Baquero quien ya lo esperaba prácticamente en el quirófano. Su decisión lo puso en otras manos, lo que a Cuesta le dolió hasta el alma y de ahí el resentimiento que nunca, nunca evitaría «Roque Solares Tacubac».

   En cuanto a Rafael Solana «Verduguillo», directriz de una importante publicación hacia la segunda década del siglo, de nombre «El Universal Taurino» (más tarde «Toros y Deportes») logró darle a sus crónicas un sabor de suyo especial. Inteligentes, acertadas, sin olvidar el más mínimo de los detalles, dándole a ello el toque delicado de pinceladas literarias como pocos lo han logrado. «No me importa que se extienda», esa puede ser la expresión que uno maneje al dar lectura a sus deliciosas reseñas que se ocupan de aquéllas brillantes temporadas recién reanudadas las corridas de toros, luego del decreto prohibitivo lanzado por Venustiano Carranza en 1916. Nadie, después de Rafael Solana ha podido darle a la crónica de toros ese sabor que, para su época fue algo común, debido a que muchas otras plumas gozaban del privilegio de una gran preparación intelectual, por lo que sus trabajos eran auténticas virtudes literarias.

   Carlos Quiróz «Monosabio» comenzó su trayectoria periodística a la par que con el siglo ahora agonizante. Escritor y crítico taurino como los otros aquí mencionados, fue un hombre polémico, tenaz para infundir en sus trabajos ese sello de originalidad, donde acometía contra todo y contra todos, en ese propósito incisivo, visceral con tal de crear dos frentes para la lucha de igual número de partidarios, a favor o en contra de este o aquel torero. Cuando opinaba sobre algún torero -y más si su actuación había dejado qué desear- no había fuerza que detuviera sus cáusticos comentarios, pero solo de esa manera era posible que un periodista dijera su sentir hacia la afición que lo leía en su «Página Taurina» de El Universal. Sus opiniones técnicas también eran voraces, pero efectivas. Ya lo decía con respecto del pase natural:

   El pase natural solamente debe darse con la izquierda. EXCLUSIVAMENTE CON LA IZQUIERDA. Y esto por causas de origen y de tradición. Llevar la muleta en la mano izquierda es lo debido, ya que es una defensa. Y también sirve a la preparación del golpe con el estoque -a la estocada- que naturalmente tiene que estar asido y llevado con la mano derecha vigorosa.

   Teniendo la muleta en la mano izquierda, el diestro al acometer el toro lo «empapa». Y mediante un movimiento de la muñeca le marca la salida hacia el terreno a que ha de ir, para que el torero ocupe el que antes tenía el toro. La franela se extiende armoniosamente, suave, sencilla, con lentitud. El toro no sufre quebranto. Al diestro le bastó un movimiento simple, natural: la muñeca que se movió sin forzamiento, mandando el engaño. Por esto a este lance se llamó `pase natural o regular.

    Sus críticas feroces contra Alberto Balderas, el «torero de México» le ocasionaron luego un lamentable pero cómico incidente. Días antes de que se iniciara su desestima contra Balderas, algún otro periodistas en vez de llamarlo «Monosabio» le confirió peyorativamente el alias de «Monoburro», por lo que la afición no tardó en reaccionar. Se sentó Carlos Quiróz en barrera de primera fila y desde el otro punto de la plaza comenzó a circular una paca de pastura, que llegó a posarse finalmente hasta donde se encontraba, en medio del natural bullicio general.

   Fundó un periódico que aun circula en nuestros días. Se trata de LA AFICION.

   La escuela CARLOS SEPTIEN GARCIA, forja nuevas generaciones de periodistas, partiendo del modelo a seguir que es el propio Septién, cronista taurino de altos vuelos, cuyos escritos nos remiten a una comprensión del estilismo, de la gracia para decir las cosas cuando se tiene una cultura y un bagaje que no se limita al sólo mundo en donde se tiene que exponer una idea. El «Tío Carlos» se universalizó en cuanto manera de formación personal, puesto que sus conocimientos no solo del tema taurino sino de muchos otros, daban la idea cabal de una riqueza envidiable. Nada mejor que analizar una de sus tantas crónicas para luego comentar.

 GLORIA DE «CLARINERO» Y «TANGUITO»

 31 de enero de 1943. Armillita, Silverio y Velázquez con toros de Pastejé.

 Al referirse a Fermín Espinosa, escribía:

   Equilibrio de fondo y de forma, de contenido y continente es lo clásico. Dominio de la materia para lograr con ella una serena armonía. Y esto, en toros, se llama Fermín Espinosa. Cuando Armillita tomó la muleta en la mano izquierda y el estoque en la derecha y caminó con naturalizad por el tercio hacia el cuarto toro de la tarde para ligar seis pases con la izquierda sin el menor «tanteo», aguantando la embestida del fuerte Pastejé y empapándolo en su sabia muleta vigorosa, parecía que Fermín había salido, no del burladero de matadores, sino de alguna de las rancias páginas del clásico tratado taurino de Sánchez de Neira. Y es que para ese momento, Armillita sabía que podía torear así a un enemigo que no había permitido escarceos ni en el toreo de capa ni en los quites y que había pegado duro a los caballos peleando bravamente después de una desorientadora vuelta de grupas ante el primer cite.

   Luego la faena continuó, armoniosa, perfecta, justa. Toreo en redondo con la derecha de precisión asombrosa, toreo por alto, serio y fácil. Nueva serie de naturales rematados ahora -exacto alarde de sobria modernidad- con el afarolado a lo Gallo. Pases de latiguillo que parecían atar con rojo cordel imperioso al pastejeño. Y todo ello en un ruedo en el que, aparte el toro y el torero, no había otra cosa que un tajo de sol gozoso y triunfante.

   Se había cumplido ante nosotros la precisión de los mejores cánones taurinos. Cien años de torera experiencia habían acompañado al espada en su obra: perfección de terrenos, tiempo de las suertes, mando y pureza. Con la serena majestad de su faena, Fermín Espinosa -el de la clásica paternidad de una escuela de la que ha brotado Silverio- dejó escrita una nueva página dórica para la historia del toreo.

    Después de esto, ¿qué se puede decir?

   En el «Tío Carlos» se tiene uno de los estilos de crónica más depurados. La reseña a las corridas no debe ser algo sin más, excluyente. En ella deben atraparse los demonios que suelen andar sueltos durante la corrida, demonios del arte -entre lo apolíneo y lo dionisiaco- o demonios en su más llana expresión, cuando explota la plaza en un ¡olé! o en una bronca «infernal». Hacer uso de nuestra lengua, mezclarla con los términos propios con que cuenta la fiesta de toros y procurar su dimensión total de entendimiento no consigo mismo, sino con los demás, es haber logrado esa comunicación perfecta que permite aliarse más a los recuerdos que al olvido de la memoria. Ante personajes como Carlos Septién García, simplemente una faena de mediana estatura es recordada por su sola construcción en el lenguaje que nos legó.

   Así de grande era don Carlos.

   Otro grande y genial a la vez era Carlos, que se puso José en memoria de José Gómez Ortega «Gallito» o «Joselito», y se apellidaba Fernández Valdemoro, pero lo cambió por el de Alameda, en recuerdo de la Alameda de Sevilla, sitio de añoranzas y vivencias de su niñez. Me refiero a «José Alameda» que, siendo español, y llegado a México en 1940, hizo suyo a nuestro país, hasta hace unos años en que murió. Su obra legada es vasta. Nos dejó varios libros que van del ensayo a la poesía; y de la memoria a verdaderas historias.

   Su posición en los toros nos permite verlo como un auténtico historicista cuando opinaba: «Si no hubiera hombres capaces de jugarse la vida frente a un toro, no habría corridas ni, por consiguiente, crítica taurina.

   «A lo largo de una vida, que se va encauzando ya hacia su final, me ha tocado, sin yo buscarlo, conocer muy a fondo a la fiesta de los toros y a sus protagonistas, falibles como hombres, pero dignos de respeto por la índole misma de su profesión y de su riesgo». De ahí quizás la célebre frase de: «Un paso adelante, y puede morir el torero. Un paso atrás, y puede morir el arte».

   Repudiaba el terrorismo taurino empuñado desde la pluma, arma capaz de matar cualquier ilusión, sin necesidad de disparar. Sus trabajos en la crónica de toros sirven hoy de modelo, pues son eje central de una visión profundamente literaria. Intelectual sin tacha, gozaba y contaba de una cultura general superior, lo que no lo limitaba a la sola exposición de hechos que se deja ver en muchos seguidores suyos, que yo creo, son legión, pero aún no ha surgido uno solo a la altura de tan grande personaje.

   Nos vuelve a sorprender con esta sentencia:

   «En la crónica, hay que sorprender a los acontecimientos «in fraganti», en su fragancia, que no está hecha para la eternidad».

   Y el mismo nos da resumen perfecto en cuanto al nivel de la crítica en tres distintas etapas que llama clásicas:

1.-La crítica didáctica. Citemos, como ejemplo, a Sánchez de Neira.

2.-La crónica galana. Empieza con don Antonio Peña y Goñi, aderezada desde un principio por la hipérbole, que agracia la polémica. Culmina, añadida la pimienta de la ironía, en Mariano de Cavia «Sobaquillo» y de otro modo, el de la alegre vitalidad, en José de la Loma «Don Modesto».

3.-La crónica pontificante, que personifican Gregorio Corrochano y Federico M. Alcázar, entre otros. Contemporáneo de ellos es César Jalón «Clarito», pero éste incorpora más sales de la vida, para su ventaja, pues mejor es estar en lo vivo que en lo pintado.

   ¿Y porqué he dicho que Alameda es un historicista?

   Edmundo O’Gorman que ha dicho también «Yo soy el historicismo» apunta esta hermosísima experiencia suya:

 Quiero una imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales  vidas; una  historia susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras; una  historia tejida de sucesos que así como  acontecieron pudieron no acontecer; una historia sin la mortaja del esencialismo y liberada de  la camisa de  fuerza  de una supuestamente necesaria causalidad; una historia sólo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia-arte, cercana a su prima hermana la narrativa literaria; una historia de atrevidos vuelos y siempre en vilo como nuestros amores; una historia espejo de las mudanzas, en la manera de ser del hombre, reflejo, pues, de la impronta de su libre albedrío para que en el foco de la comprensión del pasado no se opere la degradante metamorfosis del hombre en mero juguete de un destino inexorable.

    Así que Alameda podrá haber dicho lo mismo pero en cuanto a la crónica, el legado, su legado que nos deja es inmenso, y muy valioso también.

   El poder supremo de la crítica y de la crónica taurina en México, encuentra sustento en estos cinco grandes personajes a quienes hoy, en breve, pero sincero homenaje no he querido olvidarlos, para que generaciones como la nuestra, todos los aquí reunidos, taurinos y no taurinos sepan que la fiesta no es de analfabetas, como calificara dura y peyorativamente José Bergamín. La fiesta posee valores humanos tan importantes como los que aquí he citado en una plática que deseo haya cumplido con el propósito de enriquecer su visión sobre una parte de la historia del toreo en México, la cual, en profundo análisis viene a resultar una historia paralela a la historia de México misma.

 MUCHAS GRACIAS


[1] Conferencia dictada el día 21 de junio de 1994, en la Unidad de Estudios Profesionales Zacatenco, México.

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ORIGEN, DESARROLLO y CONSOLIDACIÓN DE LA PRENSA TAURINA EN MÉXICO. DEL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS.

PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

     Hace relativamente poco, tuve oportunidad de ser invitado a la ciudad de Puebla para dictar una conferencia que llevó el mismo título de la presente colaboración.[1] Esta, es resultado de un amplio trabajo de investigación, también con el mismo título y que abarca, a detalle los siguientes asuntos:

INTRODUCCIÓN. APUNTES SOBRE EL PERIODISMO TAURINO Y LAS REVISTAS LITERARIAS.

SIGLOS XVI – XVIII.

En búsqueda de lo que no está perdido. Relaciones taurinas novohispanas: de la sorpresa a los nuevos hallazgos.

EL SIGLO XIX MEXICANO.

El toreo a partir de la “Independencia”.

-Otras manifestaciones del espectáculo.

-PRIMEROS SÍNTOMAS DE LATAUROMAQUIA EN LA PRENSA MEXICANA.

-OPINIÓN QUE TUVO DE LOS TOROS CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE.

-TESTIMONIO INFANTIL DE JOAQUÍN GARCÍA ICAZBALCETA A LA LUCHA DE UN TORO Y UN TIGRE REAL, EL 21 DE ABRIL DE 1838, EN PLENA GUERRA DE LOS PASTELES.

-¡QUÉ ESCÁNDALO! POR MOTIVO DE QUE EL CAJISTA DE “LA SEMANA DE LAS SEÑORITAS” PERDIÓ EN LOS TOROS LOS ORIGINALES, DICHA PUBLICACIÓN TUVO QUE REHACERSE, LUEGO DE SEMEJANTE ESTROPICIO.

-NOTAS A UN ARTÍCULO DE LA “ILUSTRACIÓN MEXICANA” DE 1851 QUE NOS DESCRIBE PERFILES DE LA SOCIEDAD QUE ASISTE A UNA CAMBIANTE FIESTA TAURINA.

-¿PRIMERA CRÓNICA TAURINA EN el MÉXICO de 1852?

-LUIS G. INCLÁN SALE EN DEFENSA DEL TOREO ALLÁ POR 1863.

-LUIS G. INCLÁN, CRONISTA EN VERSO DE UNA CORRIDA DE TOROS EN LA QUE PARTICIPÓ DE PABLO (MENDOZA) LA INTELIGENCIA, Y SUS PICADORES, SUS BANDERILLEROS, Y HASTA LOS LOCOS Y LOS CAPOTEROS…

-EN “EL BUSCAPIÉ”: UN ATAQUE SEVERO A DOS MUJERES TORERAS QUE ACTUARON EN MÉXICO EN 1865.

-LA PRENSA: FACTOR INFLUYENTE DEL BLOQUEO A LAS ASPIRACIONES DEL ESPECTACULO TAURINO EN 1867.

-GUILLERMO PRIETO PRADILLO, Y UNA DE SUS “CHARLAS DOMINGUERAS”, A PROPÓSITO DE TOROS.

ALGUNAS CONDICIONES MÁS DEL TOREO MEXICANO DECIMONÓNICO. PRESENCIA DE OTRAS PLUMAS Y OTROS PENSAMIENTOS.

-EL CENTRO TAURINO «ESPADA PEDRO ROMERO», LAS OBRAS DE RAFAEL MEDINA.

-JULIO M. BONILLA RIVERA, DIRECTOR DE “EL ARTE DE LA LIDIA” (1885-1909).

-CRÓNICAS. LA DE MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA.

-EN CURIOSA CRÓNICA TAURINA, ENCONTRAMOS LA ÚLTIMA RAZÓN DEL TOREO DECIMONÓNICO.

-“VER TOROS” OPINIÓN QUE HACE POCO MÁS DE UN SIGLO TUVO EL PERIODISTA CARLOS M. LÓPEZ “CAROLUS” Y QUE HOY SE REVISA Y SE COMPARA.

-SOBRE EDUARDO NORIEGA “TRESPICOS”.

-CONCLUSIONES AL DESARROLLO DE LA PRENSA TAURINA EN EL SIGLO XIX.

SIGLO XX.

-UNA SEMBLANZA DE JOSÉ JULIO BARBABOSA, GANADERO DE SANTÍN. APRECIOS O DESPRECIOS EN EL JUEGO DE LOS TOROS “NACIONALES” DE SANTÍN EN 1921.

-DE HISTORIADORES Y CRONISTAS. EL QUEHACER DE OCHO PERSONAJES ALREDEDOR DE UN TEMA APASIONANTE: LA FIESTA DE TOROS EN MÉXICO.

-EL ESTADO DE LA CUESTIÓN: MARTÍN LUIS GUZMÁN PONE EN EVIDENCIA LA CRISIS DEL PERIODISMO TAURINO EN MÉXICO, 1942.

-UNA APRECIACIÓN SOBRE LOS MEDIOS MASIVOS DE COMUNICACIÓN ALREDEDOR DE LA FIESTA DE TOROS EN MÉXICO.

-JOSEFINA VICENS: DETRÁS DE LA EXCELENTE NOVELISTA, UNA GRAN AFICIONADA A LOS TOROS.

-RENATO LEDUC: ESE POETA, ESE PERIODISTA DEMOLEDOR.

SIGLO XXI

-LOS “BLOGS” EN EL TERRITORIO DE LA TAUROMAQUIA. (I y II)

-LA JUVENTUD Y LAS REDES SOCIALES EN LA TAUROMAQUIA (III).

-EL FALSO TRIUNFALISMO DE LA PRENSA.

-UNA MUJER CRONISTA CAMINO A LA CONSOLIDACIÓN: MÓNICA BAY o LUNA TURQUESA.

-LA CRÍTICA TAURINA AYER y HOY. DOS GRANDES LECCIONES.

-LOS “BLOGS” EN EL TERRITORIO DELA TAUROMAQUIA.

-ANTES DE TERMINAR…

-FINALMENTE…

-BIBLIOGRAFÍA

-HEMEROGRAFÍA.

    Pues bien, para compartir con ustedes esta grata experiencia, me remito a la primera de sus partes, desde la cual se intenta tener un panorama general de los acontecimientos, los cuales, y al paso de los capítulos convertidos en la revisión secular, va detallándose en forma por demás precisa.

 INTRODUCCIÓN. APUNTES SOBRE EL PERIODISMO TAURINO Y LAS REVISTAS LITERARIAS.

    Cronistas para menesteres taurinos, los ha habido desde tiempo inmemorial. Buenos y malos, regulares y peores. Recordamos aquí, a vuelo de pluma al mismísimo Capitán General Hernán Cortés, quien le envió recado a su majestad, en la Quinta Carta-Relación en 1526 de un suceso taurino ocurrido el día de San Juan… Y luego, las ocurrencias descritas por el soldado Bernal Díaz del Castillo (hoy día a punto de perder su jetatura o su condición de señor feudal en lo literario, que ya lo veremos al mencionar el trabajo de Christian Duverger, quien acaba de entregar conclusiones contundentes) cuando se firmaron las paces de Aguas Muertas, en 1536. Ya en el siglo XVII, Bernardo de Balbuena nos legó en su Grandeza Mexicana un portento poético, descripción precisa de aquella ciudad que crecía, se hundía y volvía a crecer con su gente y sus bondades y su todo.

   Por fortuna, ciertos impresos virreinales dados por perdidos hoy día aparecen y el de María de Estrada Medinilla, escrito en 1640, curioso a cual más… es uno de ellos. Se trata de una joya, y me refiero a la descripción de las Fiestas de toros, juego de cañas y alcancías, que celebró la Nobilísima Ciudad de México, a 27 de noviembre de 1640, en celebración de la venida a este Reino, el Excmo. Señor Don Diego López Pacheco, Marqués de Villena, Duque de Escalona, Virrey y Capitán General de esta Nueva España. Y luego, las cosas que escribió el capitán Alonso Ramírez de Vargas, sobre todo su Romance de los rejoneadores… de 1677. Y entre las obras ya mencionadas, no podemos olvidar lo que publicaron Gregorio Martín de Guijo y Antonio de Robles, quienes hicieron del Diario de sucesos notables (1648–1664 y 1665–1703, respectivamente) la delicia de unos cuantos lectores, si para ello recordamos que los índices de legos eran bajos, como hoy día lo sigue siendo en el índice de lectores. Aquí también cabe la posibilidad de agregar la Gazeta de México, cuyo responsable fue Juan Ignacio María de Castorena Ursúa y Goyeneche entre los años de 1722, 1728 y 1742 respectivamente.

   Y luego, ya en pleno siglo XVIII obras como las de Francisco José de Isla,[2] de 1701, o la de Cayetano Cabrera y Quintero, el Himeneo Celebrado, que dio a la luz en 1723, en ocasión de las Nupcias del Serenísimo Señor DON LUIS FERNANDO, Príncipe de las Asturias, con la Serenísima Señora Princesa de Orleáns. En 1732, entregaban a la imprenta, tanto Joseph Bernardo de Hogal como el propio Cabrera y Quintero y el bachiller Bernardino de Salvatierra y Garnica sendas obras que recordaban el buen suceso de la empresa contra los otomanos en la restauración de la plaza de Orán. Ya casi para terminar ese siglo, considerado como “el de las luces”, quien deja testimonio poético de otro suceso taurino es el misterioso Manuel Quiros y Campo Sagrado.

   Para el siglo XIX, plumas célebres como las de José Joaquín Fernández de Lizardi, Guillermo Prieto, Luis G. Inclán dedican parte de su obra al tema taurino. Afortunadamente comenzaron a aparecer en forma más periódica ciertas crónicas, como la que, para Heriberto Lanfranchi es la primera en términos más formales. Data de la corrida efectuada el jueves 23 de septiembre de 1852, y que apareció en El Orden Nº 50 del martes 28 de septiembre siguiente. Ello es una evidencia clara de que ya interesaba el toreo como espectáculo más organizado o más atractivo en cuanto forma de su representación.

   Surge, casi al finalizar ese siglo apasionante un capítulo que, dadas sus características de formación e integración es difícil sintetizar en esta ocasión, pero trataré de hacer apretado informe.

   Es a partir de 1884 en que aparece el primer periódico taurino en México: El arte de la lidia, dirigido por Julio Bonilla, quien toma partido por el toreo “nacionalista”, puesto que Bonilla es nada menos que el representante de Ponciano Díaz. Dicha publicación ejemplifica una crítica al toreo español que en esos momentos están abanderando diestros como José Machío; pero también por Luis Mazzantini, Diego Prieto, Ramón López o Saturnino Frutos.

   La participación directa de una tribuna periodística diferente y a partir de 1887, fue la encabezada por Eduardo Noriega quien estaba decidido a “fomentar el buen gusto por el toreo”. La Muleta planteó una línea peculiar, sustentada en promover y exaltar la expresión taurina recién instalada en México, convencida de que era el mejor procedimiento técnico y estético, por encima de la anarquía sostenida por todos los diestros mexicanos, la mayoría de los cuales entendió que seguir por ese camino era imposible; por lo tanto procuraron asimilar y hacer suyos todos los novedosos esquemas. Eso les tomó algún tiempo. Sin embargo pocos fueron los que se pudieron adaptar al nuevo orden de ideas, en tanto que el resto tuvo que dispersarse, dejando lugar a los convenientes reacomodos. Solo hubo uno que asumió la rebeldía: Ponciano Díaz Salinas, torero híbrido, lo mismo a pie que a caballo, cuya declaración de principios no se vio alterada, porque no lo permitió ni se permitió tampoco la valiosa oportunidad de incorporarse a ese nuevo panorama. Y La Muleta, al percibir en él esa actitud lo combatió ferozmente. Y si ya no fue La Muleta, periódico de vida muy corta (1887-1889), siguieron esa línea El Toreo Ilustrado, El Noticioso y algunos otros más, que totalizan, por ahora un número cercano a los 120 títulos.

   A todo este conjunto de datos, no puede faltar una pieza importante, alma fundamental de aquel movimiento, que se concentró en un solo núcleo: el centro taurino “Espada Pedro Romero”, consolidado hacia los últimos diez años del siglo XIX, gracias a la integración de varios de los más representativos elementos de aquella generación emanada de las tribunas periodísticas, y en las que no fungieron con ese oficio, puesto que se trataba –en todo caso- de aficionados que se formaron gracias a las lecturas de obras fundamentales como el “Sánchez de Neira”, o la de Leopoldo Vázquez. Me refiero a personajes de la talla de Eduardo Noriega, Carlos Cuesta Baquero, Pedro Pablo Rangel, Rafael Medina y Antonio Hoffmann, quienes, en aquel cenáculo sumaron esfuerzos y proyectaron toda la enseñanza taurina de la época. Su función esencial fue orientar a los aficionados indicándoles lo necesario que era el nuevo amanecer que se presentaba con el arribo del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna, el cual desplazó cualquier vestigio o evidencia del toreo a la “mexicana”, reiterándoles esa necesidad a partir de los principios técnicos y estéticos que emanaban vigorosos de aquel nuevo capítulo, mismo que en pocos años se consolidó, siendo en consecuencia la estructura con la cual arribó el siglo XX en nuestro país.

   A los nueve títulos que aparecieron en LECTURAS TAURINAS DEL SIGLO XIX,[3] antología preparada por Bibliófilos Taurinos de México en 1987, con motivo de los cien años de corridas de toros en la ciudad de México, debo sumar otra larga lista de cerca de 50 obras publicadas algunas, como fundamento político, otras, como discurso de repudio y rechazo al espectáculo mismo, pero todas, obras al fin y al cabo que tuvieron como caja de resonancia el pretexto taurino.

   Ahora bien, respecto a la actividad que han desempeñado las revistas literarias al acercarse al tema taurino, nos encontramos con escasa afluencia de datos. El siglo XIX que acabamos de revisar no tiene, en todo ese balance, ningún registro y ni El Renacimiento, ni La revista azul, entre otras de notable memoria, tuvieron acercamiento con los toros, sobre todo debido a una causa elemental: sus ideologías de avanzada estaban comprometidas con el positivismo y el modernismo. En ello, el toreo era una especie de antítesis de tal condición. Pero más aún, por el hecho de que personajes como Ignacio Manuel Altamirano Manuel Gutiérrez Nájera eran antitaurinos, declaración de principios que compartieron con Francisco Sosa, Ciro B. Ceballos o Enrique Chavarri.

   El tema, por tratarse de algo novedoso, no nos permite más que detenernos en algunos ejemplos aislados que encuentran plena justificación para explicar que hoy día, han aparecido publicaciones como Castálida o Cariátide, sin olvidar la entrañable publicación de El hijo pródigo, en uno de cuyos números del año 1944 se publicó el interesante ensayo de Carlos Fernández Valdemoro que llevó por título: Disposición a la muerte,[4] ensayo que posteriormente daría forma y cuerpo a las ideas planteadas tanto en Los arquitectos del toreo moderno como en El Toreo, arte católico. En el caso de Disposición a la muerte, nos encontramos ante el gran acercamiento a la interpretación que, sobre este ejercicio esencial, debe ser entendido no solo como diversión popular. También como una expresión de nuestro tiempo que, en tanto anacrónica se acerca a los territorios del sacrificio. De ahí su polémico discurso que sigue siendo sometido a encontradas diferencias entre quienes de manera casi eterna son –para José Alameda- sus seguidores y sus contrarios.

   Por otro lado, se encuentra la revista científica del CONACYT que acogió el tema taurino allá por 1980 en una peculiar publicación denominada ¡A los toros![5] En dicho ejemplar, pudieron reunirse las plumas más emblemáticas que colaboraron en diversos periódicos y revistas cuya influencia temporal va de la tercera a la octava década del siglo pasado. No faltaron las opiniones de otros tantos intelectuales en pro o en contra del espectáculo que colaboraron en esa publicación hasta convertirla en referente y materia de consulta para entender diversas posiciones entre el dictamen evolutivo que estaba alcanzando, por entonces, la tauromaquia. Llama la atención el hecho de que una publicación, destinada generalmente a las ciencias exactas, dedicara por entonces ese número que rompió definitivamente con el encasillamiento de que no siempre el toreo es sólo arte. También, y por lo visto, también es ciencia, por aquello de la técnica que viene implícita desde los tiempos en que tanto José Delgado y Francisco Montes, dictaron sus Tauromaquias.

   A veces, y esto sólo quisiera dejarlo como “cuarto a espadas” o “una pica en Flandes”, es el hecho de que el toreo no es arte, ni deporte (como muchos quieren verlo ahora –y ojalá que nunca tengamos que ver enfundados a los toreros en calzoncillos o camisetas-). El toreo es sacrificio, holocausto, entendido como la razón de un ritual que nos lleva, por consecuencia a buscar la summa[6] de todos aquellos elementos que la enriquecen o la complementan.

   Casi treinta años separan ¡A los toros! de Castálida y un poco más de Cariátide, lo que significaba ya una necesidad de reencuentros interpretativos que permitieran establecer diversas perspectivas, conducidas por banderas de preocupaciones y tribulaciones derivadas del siempre deseable alumbramiento editorial en torno a los toros.

   Revistas de este orden aparecen de vez en vez, por lo que cada vez que salen a la luz debe celebrarse su presencia, misma que reafirma la perspectiva de diversos analistas, escritores, investigadores o historiadores quienes articulan, en conjunto, la nueva y fresca visión del anacrónico espectáculo que sigue sujeto a permanencia o supervivencia. Ese dilema, es fruto de la confrontación a que se ha visto sujeta la tauromaquia en tiempos recientes, y creo que en otras tantas etapas también, desde aquellos tiempos polémicos en que diversos jerarcas de la iglesia, monarcas o plumas de avanzada, lanzaron contra el toreo bulas papales, edictos, pragmáticas-sanciones y célebres editoriales como aquella de Ignacio Manuel Altamirano en 1867, apenas impuesta la pena de prohibición a las corridas de toros recién establecida la República Restaurada; o las ácidas críticas de José López Portillo y Rojas en su libro ¡Abajo los toros!, aparecido en 1907. Por fortuna, comentarios favorables también los ha habido gracias a la labor de Martín Luis Guzmán, Josefina Vicens, Edmundo O´Gorman entre otros.

   Así que, publicaciones como estas vienen a convertirse en auténticos aires de renovación literaria y de crítica en estos momentos en los cuales la fiesta, en pleno estado depresivo necesita alientos para levantarse y seguir andando bajo la marcha de un siglo XXI que contiene, entre muchas otras cosas la pervivencia de la tauromaquia ya no sólo como arte y técnica. También como un patrimonio cultural tangible (¿o intangible?), sostenido por unas cuantas naciones que buscan conservarla hasta su última consecuencia, y aquí cabe la observación preocupante, original también de Augusto Isla, quien lanza la siguiente sentencia:

 Nunca más pisaré una plaza de toros. Añoraré la fiereza del toro, las bellas suertes, las nupcias sensuales de sol y tabaco. Por solidaridad con mi pasado, no militaré contra la Fiesta. Morirá sola. A su debido tiempo. Como toda creación humana.[7]

   Ya no sabemos si habrá toros para rato. La fiesta, debemos ser congruentes, está sentenciada a desaparecer un día para convertirse en mero recuerdo, en tema de estudio para diversos investigadores que habrán de conservarla en la memoria viva de la humanidad como un testimonio de circunstancias que involucran la relación sostenida lo mismo por la mitología que por sus elementos de alto factor antropológico cuando se contemplan casos como el que significa entender los ciclos agrícolas y el sacrificio implícito a ellos. Pero también, no faltará quien recuerde las hazañas de tantos y tantos toreros, como los fugaces momentos, una larga cordobesa de Alfonso Ramírez Calesero o las locuras de madurez que Rodolfo Rodríguez El Pana fue capaz de realizar, cual ave fénix la tarde de su despedida que se convirtió, cosas del destino, en la de la resurrección.

   No puede faltar en esta exposición, todo aquello relacionado con las nuevas expresiones de comunicación digital, materializadas en portales de internet, blogs y monoblogs, que se han ido posicionando en espacios que hasta antes de su aparición parecía difícil considerarlo así.

Ciudad de México, febrero de 2013.


[1] José Francisco Coello Ugalde: “ORIGEN, DESARROLLO y CONSOLIDACIÓN DE LA PRENSA TAURINA EN MÉXICO. DEL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS”. Conferencia impartida el 28 de febrero de 2013, en el Culturarium de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, como parte del programa “Tertulias Taurinas UPAEP”.

[2] Isla (José Francisco de): BUELOS de la Imperial Aguila Tetzcucana, A las radiantes Luzes, de el Luminar mayor de dos Efpheras. Nuestro Ínclito Monarca, el Catholico Rey N. Sr. D. Phelippe Qvinto [Que Dios guarde] (…) Tetzcuco, el día 26 de Junio de efte año de 1701. (…).

[3] LECTURAS TAURINAS DEL SIGLO XIX (Antología). México, Socicultur-Instituto Nacional de Bellas Artes, Plaza & Valdés, Bibliófilos Taurinos de México, 1987. 222 p. facs., ils. Un prólogo firmado por “nadie” (hora es de que ese “nadie” vaya teniendo nombre y apellido. Malo es que no pueda hacerlo a mi nombre, en mi nombre, como debió suceder. Esos costos, se pagan caros).

[4] Luis, Carlos, José, Felipe, Juan de la Cruz Fernández y López-Valdemoro (seud. José Alameda): “Disposición a la muerte”. En: El hijo pródigo, vol. VI, Núm. 20. Noviembre de 1944, p. 81-87. Edición facsimilar de El hijo pródigo, colección dirigida por José Luis Martínez.. México, Fondo de Cultura Económica, 1983. Vol. VI – VII (Octubre/Diciembre de 1944 y Enero/Marzo de 1945)., p. 115-121. (Revistas literarias mexicanas modernas).

[5] ¡A LOS TOROS! México, comunidad CONACYT, abril-mayo 1980, año VI, núm. 112-113. (p. 45-176). Ils., retrs., fots.

[6] Summa: Reunión de datos que recogen el saber de una gran época.

[7] Castálida. Revista del Instituto Mexiquense de Cultura. Invierno de 2007 Nº 33. 152 p. Ils., fots. “Un legado familiar” (p. 147-150).

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PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES. JOSÉ ALAMEDA, UN MANANTIAL DE SABIDURÍA.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.[1] 

A Rosana Fautsch Fernández, con afecto.

    José Alameda escribió y vio publicados los siguientes libros o trabajos:

 Disposición a la muerte, en 1944.

Con un lapso de nueve años aparece

El toreo, arte católico, en 1953.

Los arquitectos del toreo moderno, en 1961.

   Trece años después:

Seis poemas al valle de México y ensayos sobre estética, en 1974.

Los heterodoxos del toreo, en 1979.

La pantorrilla de Florinda y el origen bélico del toreo, en 1980.

Crónica de sangre. 400 cornadas mortales y algunas más, en 1981.

4 LIBROS DE POESÍA. I SONETOS Y PARASONETOS. II PERRO QUE NUNCA VUELVE. III ODA A ESPAÑA Y SEIS POEMAS AL VALLE DE MÉXICO. IV EJERCICIOS DECIMALES,en 1982.

Retrato inconcluso. Memorias, tambiénen 1982.

Seguro azar del toreo, en 1984.

   De este libro, el que además –y en lo personal-, me gusta mucho por su capacidad de síntesis y la buena selección de poemas y otros textos que decidió su autor, elijo uno de ellos que refleja buena parte del estilo “alamediano” o “alamedano”. Veamos.

Historia verdadera de la evolución del toreo… que Bibliófilos Taurinos de México, como grupo editor publicó en dos presentaciones, allá por 1985.

… y El Hilo del Toreo, que Espasa-Calpe también presentó en dos versiones en 1989.

   Todo esto en vida.

   Como ediciones post-morten, existen dos:

Retrato de tres ciudades: Sevilla, Madrid, México, en 2006 y Los arquitectos del toreo moderno, en 2010.

   Además, se sabe que escribió otros dos libros:

Moctezuma… y

Una Tauromaquia…

Pero se desconoce su paradero.

   Por otro lado, editó dos discos L.P.:

Poemas de amor y poemas de toros, publicado en 1973 y…

José Alameda, el poeta, que salió al mercado en 1980.

   Ambos, contienen una rica y variada selección de sus mejores poemas y algunos más.

   Pero ahí no termina todo. Al llegar a México el 1º de marzo de 1940, El ciudadano español Luis, Carlos, José, Felipe, Juan de la Cruz Fernández y López-Valdemoro (Madrid, 24 de noviembre de 1912; ciudad de México, 28 de enero de 1990) se convierte para la tauromaquia mexicana y el ambiente social en José Alameda, para unos. En Pepe Alameda para muchos, si cabe el síntoma afectivo y cariñoso que se le prodigaron, aunque no faltara quien lo sometiera a juicios de valor; o peor aún, a juicios sumarios porque su cultura, finalmente su cultura despertaba sospechas y desdén.

   Pues bien, recuperando el “hilo de la conversación”, al poco tiempo de establecerse, sus escritos comenzaron a aparecer lo mismo en El hijo pródigo que en Estampa, Sol y Sombra y La Lidia, aquella particular revista de tonos verdes, editada en principio por D. Roque Armando Sosa Ferreiro. Años más tarde esa labor periodística se ampliaría en Últimas Noticias de Excelsior, Excelsior, Semanario D.F. y finalmente El Heraldo de México. Ésta última va del 9 de noviembre de 1965 a 2003 (colaborando de 1965 a 1990), año en que sus ediciones hacían notar fuertes signos de decadencia, pero también de una firme institucionalidad en apego a los principios políticos de un partido como el Revolucionario Institucional, que para ese año ya había perdido importantes grados en su radio de influencia. Lo notable aquí es que en el rango de 1965 a 1990, se encuentran 25 años muy importantes por revisar, sobre todo en la sección de deportes que acogió la siempre amena y esperada columna “Signos y Contrastes”, firmada por José Alameda. De lo anterior, estoy convencido que quien realice dicha tarea de acopio e investigación, encontrará valiosos resultados en la tarea periodística y cotidiana del personaje que, en este trabajo es motivo de merecido homenaje.

   No conforme, de 1955 a 1973 colabora en las poco más de 1000 ediciones de Cine Mundial, noticiario cinematográfico cuyo editor fue Manuel Barbachano Ponce donde fue guionista y locutor no sólo de las emblemáticas notas taurinas que causaban furor en los cines, sino que también ocupó sus capacidades en otros muchos temas, de ahí que en 2004, este servidor tuviese el honor de ser el editor del disco DVD que publicó la Filmoteca de la U.N.A.M. bajo el título de Los toros vistos por el noticiero Cine Mundial (1955-1973), donde hay poco más de medio centenar de esos materiales, que se seleccionaron rigurosamente. También tendré el gusto de compartir algunos de ellos con ustedes poco más adelante.

   Y tenemos más. Transmitió centenares, quizá miles de festejos a través de las ondas hertzianas, cosa que también ocurrió por televisión, tanto en México como en España.

   Fue responsable del programa de televisión Brindis Taurino entre los años 70 y 80 del siglo pasado.

   Llevó una vida donde coqueteó con más de dos mujeres, y con la bohemia.

Actor eventual en una obra de teatro –en la obra Chao-, pero actor al fin y al cabo.

   Polémico y detonador de polémicas, desde la célebre y “amigable” con José Bergamín, que con aquella otra con Carlo Coccioli, o hasta la que sostuvo consigo mismo, en ese afán de ser mejor cada vez como puede notarse en su propia “Historia verdadera de la evolución de… José Alameda”, el que quería que a lo largo de toda escritura de sus libros, que va de lo que ya aparece bien escrito, estuviese lo impecable. Debo confesarles, en el fondo tengo obsesión por los escritores que podría llamar perfectos, sintéticos, directos en sus ideas. Lo bueno si breve, dos veces bueno, como afirmaba Baltasar Gracián o como lo dicho en aforismos contundentes, los del arrogante historiador Edmundo O`Gorman, como por ejemplo:

Se tenía en tan elevado concepto que nunca alcanzó a ver quién era…

El amor se nutre de soledad y de su hambre… o este otro:

El reto del historiador es hacer inteligibles con la imaginación las zonas irracionales del pasado.

   O con el también asombroso Vicente Lombardo Toledano que, lejos de sus complejas teorías políticas nos deja en uno de sus libros fundamentales Summa reflexiones de esta naturaleza:

   El arte tiene un fundamento material –la realidad de la naturaleza-, pero sin la labor del espíritu no existiría. El hombre es una criatura de la vida; pero también su creador. Esta fórmula que representa su alto significado afuera y adentro de sí mismo, tratándose del arte se convierte en ley. Percibir lo que existe y devolverlo enriquecido, es la tarea del artista; pero también la de señalar los caminos del hombre, que tiene una misión: mejorar lo que existe, agigantándose a sí mismo.

   Así, con la seguridad de lo que se dice o piensa debe uno ir por la vida y ejemplos, modelos o paradigmas como el de Alameda, no nos van nada mal, sobre todo cuando hay que entender ciertos significados de fondo en la tauromaquia. No lugares comunes, sino razones que pulvericen esa amenaza, al punto que las razones allí expuestas se conviertan en auténticas catedrales, donde el peso del convencimiento sea tal, que no haya por tanto la menor duda al respecto de cuanto ahí se afirma. Y en eso, Alameda llevaba una carga de experiencias que él mismo se ocupó de afirmar, cuando por ejemplo, confesaba que mucho de lo aprendido para ver y entender el toreo, lo asimiló en el campo, lugar donde los toreros complementan el duro aprendizaje para luego concretarlo, reafirmarlo, e incluso para derrumbarlo en la plaza de toros, ante las multitudes que esperan ver la consolidación del maestro o hasta la caída de esa frágil figura que no fue capaz de mantener o sostener sus dominios.

   En cada escrito suyo se tiene la misma sensación, la de encontrarnos a un intérprete dominando a la perfección su instrumento musical, o con la seguridad con la que el “mandón” controla todos los territorios del toreo. Ese es, ese era José Alameda, de pronto también incomprendido por su sabiduría misma, caudalosa, capaz de echar abajo y sin ningún miramiento a quien pretendiese encararlo. Por tanto, le era difícil entrar en conversación con cualquier que pretendiese tal atrevimiento. Con Alameda se debía ir bien preparado para aprenderle y poder conversar o discutir con él. En sus soledades se mostraba duro consigo mismo: “Yo debí haber sido un gran tribuno, y no esto –señalando un manojo de cuartillas- con la reseña de la última corrida de toros…” Sin embargo, son memorables todas aquellas ocasiones en que micrófono en mano impulsaba al espíritu hasta convertir cada transmisión en auténtico género literario que, por desgracia su lugar sigue sin ser ocupado. De seguro se habría preguntado como Rafael el Guerra en su momento:

Después de mi, naiden… después de naiden… Fuentes.

Después de mi, naiden… después de naiden……… largos puntos suspensivos.

   Hasta aquí, todo parece miel sobre hojuelas, hasta aquí todo aparentar mostrar a un Alameda intocado. Pero Alameda en sí mismo fue un personaje que permanentemente buscaba llevar a escalas de perfección la serie de teorías que desarrolló desde su Disposición a la muerte hasta el Hilo del Toreo, antípodas literarias, los dos extremos del puente, tendido en medio de un abismo que como tal abismo no se convirtió sino en el reto a vencer. Por supuesto que no pasaría lo mismo, como pasó por ejemplo con Johannes Brahms, el genial compositor alemán del romanticismo. Sabemos que ya en su madurez, este músico revisó la su obra de juventud y el resultado no pudo ser más desastroso: terminó destruyendo una buena cantidad de partituras o rehaciendo algunas composiciones que le parecían más o menos coherentes. No sé si Alameda tuvo el mismo empeño, la misma obsesión, pero sí es posible apreciar a lo largo de su obra un anhelo en el que en ocasiones defendía sus postulados y en otros los cuestionaba. Ya en El toreo, arte católico, tiene un primer conflicto, sobre todo por aquello publicado en El Hijo Pródigo al respecto de en qué medida Joselito y Belmonte serían tan grandes como nos los había planteado en la Disposición a la muerte. Seguramente porque José Gómez Ortega y Juan Belmonte García poseían una dimensión que lo rebasaba todo. De ahí que ni el mismo Alameda alcanzara a entender esa escala, cosa que luego terminó aterrizando a plenitud de madurez teórica en El Hilo del Toreo, su más acaba obra, la que reúne como lo aseguro, la summa del toreo. Entendiendo la summa como la gran acumulación de experiencias, de conocimientos.

   Por cierto, José Carlos Arévalo, quien estará aquí en unas semanas más, ha recuperado a José Alameda a través de las páginas de su emblemática publicación 6TOROS6, llegó a decir, al respecto de las “infinitas” dimensiones de Joselito y Belmonte:

“Hay un grave malentendido en la cultura de los aficionados: Que Belmonte fue el primer torero del siglo XX y Joselito, el último maestro del XIX. Es falso, la historia del toreo demuestra que todas las revoluciones no son más que el último y definitivo paso de una larga evolución. Tanto la quietud belmontina como el toreo ligado en redondo de Joselito tuvieron importantes precedentes. Pero ambos toreros son los dos pilares, los dos grandes legisladores de la tauromaquia moderna”.

   Por lo tanto, tengo la certeza al pensar que El Hilo del Toreo en lo musical, podría ser exactamente igual a una sinfonía, porque lo comprende todo.

   Pues bien, todo lo anterior tiene que ver con el hecho de que en breve, y a iniciativa de la Peña Taurina Taurina «El Toreo», de Monterrey (que este año celebrará sus 50 años de fundación), comandada por los siguientes integrantes:

José N. Candelaria V., Presidente

Rubén Leal Garza, Secretario

José N. Candelaria V., Presidente

Homar L. Rojas García, Vicepresidente

José Antonio Quiroga Chapa, Coordinador de eventos

la Universidad Autónoma de Nuevo León publicará mi libro: Del hilo de Ariadna al hilo y summa del toreo. Homenaje a José Alameda, en el cual reviso la obra integral del extraordinario personaje, con el simple objeto de recuperarlo como el gran escritor que legó ese conjunto compacto de obras presentadas al principio de la presente exposición. En el libro en puerta, no procuro, ni fue mi intención sentarlo en el banquillo de los acusados, y mucho menos de aplicar juicio sumario para “destrozarlo”. Ya lo decía Jacob Burckhardt, el gran historiador holandés: “No regañemos a los muertos. Entendámoslos”. Bajo esa consigna, se busca entender al Alameda escritor, al Alameda ser humano, con todos sus conflictos, sus fantasmas a cuestas, sus defectos y sus virtudes en tanto revisión a la obra literaria, misma que arroja un sinnúmero de posibilidades que lo ubican en una posición de privilegio, pues como lo dije anteriormente, su formación, a la sombra de obras y autores universales, la misma de carácter académico que le confiere el título de Licenciado en Derecho por la Universidad Central, en Madrid, pero que no ejerció como tal, aunque de esa experiencia consigue convertirse en gran tribuno, en defensor absoluto de sus creencias. Y ya, con ese andamiaje, fue por la vida convirtiéndose poco a poco en un individuo cuya cultura universal no sólo le da condiciones para ser lo que fue en los toros, sino que respondía a cuanta duda o sospecha viniera del frente contrario o enemigo, ese que nunca lo dejó en paz, ese que aplicó grandes dosis de envidia pero que no pudo ante lo que llamo un manantial de sabiduría. En eso sorprendía gratamente José Alameda, de ahí que el paradigma en que está convertido nos lleve a reflexionar como es que habiendo “toreros para toreros” no haya, en el caso de quienes empuñan una pluma para escribir sobre toros “escritores para escritores”.

   Ausentes en estos tiempos de un modelo a seguir como es el caso de Alameda, cuando se perciben las limitaciones en cuanta transmisión radial o televisiva se hace de un festejo taurino, salvo muy honrosas excepciones. Y aún más, cuando tenemos que leer o procurar leer una “crónica”, son notorias las lagunas de desinformación. Lean ustedes cualquier crónica de Alameda y el mismo ejercicio procuren hacerlo con quien en nuestros días intenta o pretende escribir de toros… encontrarán un abismo notorio. No cabe duda que cuando alguien tiene las posibilidades de proyectar y compartir sus conocimientos como lo hizo en su tiempo José Alameda, nos damos cuenta de la riqueza de posibilidades literarias, del amplio bagaje de información el que, además, cual si se tratara de un archivo mnemotécnico, se tienen los datos a flor de piel.

   Por todo esto, Alameda es un “escritor para escritores”.

   Confieso haber sido uno de sus últimos amigos, y es más confieso también que pensando José Alameda en quién dejar a su cargo la sección taurina que entonces detentaba en El Heraldo de México, fui uno de los seleccionados. Pero nada más darme cuenta del ambiente que significaba hace poco más de 20 años no sólo el medio periodístico sino el taurino también, desistí de la oferta. El mismo Alameda llegó a despotricar contra lo que se convirtió en su propia fuente de ingreso y de vida sentenciando que aquello no era más que una gran montaña de mentiras…”

   Duro reproche, dura realidad de quien no conforme en el medio en que se movía, lo cuestionara en esa forma. Y no le faltaba razón. Pero es probable que en prometeica condición de arrancarle al dios el fuego, se fuese por la vida demostrando sus capacidades que es mucho con lo que uno se encuentra en la gozosa lectura de sus libros, sus escritos, donde todavía quedan tareas pendientes como las de reencontrar todo su quehacer como periodista, en la etapa de El Heraldo de México.

   En dicho diario se concentra la última etapa del escritor, la del periodista consumado, quien no sólo escribe las crónicas cada domingo de toros, sino que las reafirma gracias a sus “Signos y contrastes”, columnas hebdomadarias que se publicaron durante 25 años, lo que significa cientos, miles de escritos y sus correspondientes reflexiones.

   Suyas son, y más que suyas dos frases, dos aforismos tan contundentes como las columnas de Hércules en Sevilla, como las pirámides del Sol y de la Luna en Teotihuacan. Suyas son estas dos sentencias, estas dos máximas que aplican, lo mismo en el toreo que en la vida: 

El toreo no es graciosa huida, sino apasionada entrega

 Y esta otra, sin desperdicio alguno: 

Un paso adelante, y puede morir el torero. Un paso atrás, y puede morir el arte.

   En ese sentido, cuando las letras también las emplea para ir escribiendo sus poemas, hay una parte del camino en que otros aforismos suyos, adquirían una potencia y una profundidad que se va más allá de lo profundo mismo, a lo soterrado y descarnado como lo que aquí dice:

   Por muchos años que alcance el hombre y por mucho que endurezca, siempre conserva en lo íntimo, aunque sea muy al fondo, el espectro del niño que fue… Mientras la madre vive… El día en que nuestra madre muere, aunque sea muy lejos, se muere también nuestro niño espectral, por muy al fondo que esté.

   Finalmente, en buena parte de su legado bibliográfico se encuentra la fresca presencia de la poesía. Cualquier poeta, y más aún, cualquier sonetista que se precie, tendría en el famoso poema de 14 versos, el soneto por antonomasia su mejor prueba de fuego. O de honor. Incluso, habría de someterse a la rigurosa constitución del mismo, teniendo como modelo el soneto satírico que escribiera en su momento el barroco Lope de Vega, nada más por el sólo placer de proponerse fijar las reglas, las que un gran autor inscrito en el “siglo de oro de las letras españolas” supuso como el mayor de los retos, para concebir, con todo el rigor de la exacta métrica, del equilibrio y el balance, justo en los momentos en que surge “especial encargo”, donde la magia que se puede hacer con dos cuartetos y dos tercetos, catorce versos en los que todo cabe, todo se explica y todo se expresa, aparecen enseguida con su graciosa precisión: 

Un soneto me manda hacer Violante,

que en mi vida me he visto en tal aprieto;

catorce versos dicen que es soneto:

burla burlando van los tres delante.

 

Yo pensé que no hallara consonante

y estoy a la mitad de otro cuarteto;

mas si me veo en el primer terceto

no hay cosa en los cuartetos que me espante.

 

Por el primer terceto voy entrando

y parece que entré con pie derecho,

pues fin con este verso le voy dando.

 

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho

que voy los trece versos acabando;

contad si son catorce, y está hecho. 

   Pues bien, creo a mi parecer que tal empeño se lo propuso –a conciencia- José Alameda realizando así uno de los libros clave en su afortunado recuento literario. El oficio de escritor, sumado a la notable cultura universal de que disponía el madrileño y mexicano a la vez, hicieron posible que Sonetos y Parasonetos se concretara como una más de las partes de un título indispensable, esencial. Si para entender al soneto mismo ya tenemos más que claro el panorama, ¿qué pasa con los parasonetos? Entiéndase el uso del prefijo que, a decir del Diccionario de la Lengua Española es aquello que significa “junto a”, “al margen de”, “contra” (tal y como ocurriría con paracronismo, paráfrasis o paradoja). Por tanto, los “parasonetos” en Alameda vendrían siendo la construcción rigurosa de esos catorce versos, sólo que al margen de las normas, sin seguir los dictados establecidos, en auténtica y deliberada práctica cuya libertad podría confrontarse con la costumbre sin más… hasta llegar al punto en que para Alameda mismo, el parasoneto no es otra cosa que una “moderna epidemia”. Que lo es, por ejemplo cuando revisa la obra de Machado. “En la obra de éste he podido contar treinta y ocho sonetos, pero en rigor solamente cuatro de ellos lo son”.[2]

   En este libro, se encuentran reunidos todos aquellos poemas que José Alameda fue esparciendo en el resto de la obra literaria que ahora se pretende reseñar de manera integral.

   En posible réplica de lo satírico que resultó Lope de Vega, y con la natural ironía de Alameda es que al encontrarse con el Soneto de los participios, dedicado al pintor sevillano Diego Velázquez, aquel que con su pintura mantuvo con el pincel los brotes de la decadencia de los Austrias… hete aquí lo alucinante de un soneto… 

Perdón, pero una mosca aquí ha pasado

y antes de que la viéramos se ha ido,

pero dejando al paso algún sonido,

tal el cristal por dedo vulnerado.

 

Un sonido que apenas ha sonado

y aún yo no sé si vive, mantenido

en vaga intermitencia, diluido

o en lienzo de los aires asordado.

 

Cuando por fin es todo terminado

y el insecto se fue sin dejar huella,

de suceso tan breve cual soñado

 

algo cierto a los ojos ha quedado:

el vuelo de la mosca, ya sin ella,

el pincel de Velázquez lo ha pintado. 

   Hoy día, a veintidós años de su ausencia, la estela de recuerdos crece y al extrañarlo tanto, se debe, en buena medida, a su gran personalidad, pero también a la impresionante estela desplegada a partir de sus imprescindibles obras literarias. Por eso, el enorme hueco que dejó, sigue allí, y creo que seguirá mientras alguien no se fije esos claros fieles de la balanza que lo caracterizaron, al margen de sus personales debilidades. Nadie es perfecto, pero él, intentó la perfección y, sin temor a exagerar, lo consiguió. No estaba equivocado al decir de Bécquer “Yo no busco, encuentro”, como después diría Picasso (que no hacía sino buscar). Bécquer no traía propósitos, deliberaciones. Bécquer cantaba… Canta por siempre.

   Alameda, como Bécquer, encontró. Alameda, como Bécquer… canta y habla, Alameda como Bécquer hablará por siempre.

   José Alameda produce una nueva, fresca Tauromaquia en tanto tratado para explicarnos, con ojos de siglo XX lo que significaba el arte de torear, pero también su indispensable e imprescindible técnica, nociones ambas que felizmente superaron la etapa primitiva de aquellos otros tratados que pusieron a la consideración de profesionales y público en general José Delgado, Francisco Montes, Rafael Guerra entre 1796 y 1897; o lo que publica Federico M. Alcázar hacia 1936 como Tauromaquia moderna. Mero intento, apenas una leve insinuación del cambio que, casi cincuenta años después, Alameda habría de culminar rotunda y felizmente. Es por esa sencilla razón que, cuando El hilo del toreo vio la luz pública en Madrid el año de 1989, y se hizo entender sobre todo entre un conjunto muy cerrado de intelectuales, así como de periodistas españoles que creyeron que solo lo teorizado por ellos poseía valor, se dieron cuenta que el planteamiento de Alameda enriquecía, sin más, el horizonte de postulados que hacían falta para entender no sólo la evolución. También el devenir y el porvenir de un espectáculo que ha transitado en medio de la prosperidad, pero también sometido a difíciles momentos depresivos. Todo eso supo verlo, entenderlo y trascenderlo José Alameda, al grado que hoy día, su obra está siendo valorada en su justa dimensión, y es una fuente esencial para soportar cualquier buen trabajo que se precie en explicar histórica, técnica o estéticamente el curso de la tauromaquia.

   En el presente blog: APORTACIONES HISTÓRICO-TAURINAS MEXICANAS, que he puesto a funcionar desde el 13 de diciembre de 2010 y que se mantiene activo hasta hoy,  encontrarán ustedes una gama diversa de propuestas donde abordo con sumo detalle todo el trabajo literario del personaje que hoy ha sido motivo de este reconocimiento.

   Por todo lo demás, agradezco su comprensión y su paciencia. 

Zacatecas, septiembre 14 de 2012.


[1] Esta conferencia la he presentado en el marco de la Feria Nacional de Zacatecas 2012, el 14 de septiembre de 2012, con objeto de sumarme a las celebraciones por los 100 años del nacimiento de tan notable personaje. (N. del A.).

[2] José Alameda (seud. Carlos Fernández Valdemoro): 4 LIBROS DE POESÍA. I. Sonetos y Parasonetos. II Perro que Nunca Vuelve. III Oda a España y Seis Poemas al Valle de México. IV Ejercicios Decimales. Apéndice I: Primeros Poemas. Apéndice II: Tauro lírica Breve. México, Ediciones Océano, S.A., 1982. 239 p. Ils., p. 57.

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PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Hace unos días, fui invitado a participar (y agradezco tal deferencia a las autoridades de la Facultad de Derecho, cuya dirección ocupó el cargo recientemente la Dra. María Leoba Castañeda Rivas) en una videoconferencia cuyo título, por sí mismo, generaba toda una expectativa: FIESTA TAURINA: ¿ARTE O TORTURA?[1] En dicha oportunidad, cada uno de los ponentes, el Dr. Eduardo Oropeza Villavicencio, el Lic. Alejandro Ramírez Escárcega, y un servidor, bajo la moderación del Dr. José Luis López Chavarría, intentamos abordar y explicar en qué medida deben marcarse las diferencias interpretativas de este asunto, evitando con ello un equívoco que se produce, sobre todo, al calor de las pasiones, pero también de una fuerte carga ideológica producida en un mundo tan confuso como en el que vivimos. Tanto Oropeza Villavicencio como Ramírez Escárcega, a la sazón, profesores de la propia facultad, y con un amplio conocimiento sobre el tema jurídico, se ocuparon lo mismo de un pasaje histórico que de la justificación que recae en el hecho de que las corridas de toros sigan perviviendo en nuestra sociedad, justo en los momentos en que la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, estaba en condiciones de prohibir las corridas en la capital del país, cosa que al final no sucedió. A continuación, comparto con ustedes mis comentarios y observaciones.

    Considero que cualquier calificación excedida o extremosa de cierta realidad, sin haber sido evaluada conscientemente, es motivo de duda. Por eso, en estos días, cuando el asunto de los toros ha entrado no sólo en un debate, sino en polémicos enfrentamientos entre las partes –todos aquellos a favor o en contra-, cada quien ha mostrado sus diversas armas y también sus argumentos que son el ingrediente activo y reactivo para mantener y defender desde su propia trinchera, ideologías y principios que consideran como razonables.

   En un país donde la libertad de expresión y la tolerancia campean como dos componentes esenciales que nos permiten expresarnos y decir lo que pensamos, sin riesgo posible de censura, nos concede aquí y ahora, en este maravilloso espacio no tanto debatir, sino poner en claro el conocimiento, con objeto de entender porqué una expresión como la tauromaquia pervive, se mantiene no sólo dentro de una sociedad, sino de su conciencia y hasta de su imaginario colectivo. Y lo hace, no por casualidad, sino porque su mecanismo se ha integrado varios siglos atrás a un engranaje el cual ha operado para constituir finalmente a México.

   Por lo tanto, y luego de haber terminado la conquista española, con la capitulación de México-Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, se puso en marcha un proceso en el que, por tres siglos convivieron y cohabitaron vencedores y vencidos primero. Luego toda una gama del mestizaje que dio sentido y carácter a la Nueva España. Entre los nuevos ingredientes en la forma de vivir y de compartir la cultura que se construía permanentemente, se incorporó el toreo como elemento de vida cotidiana, misma razón que pervivió tras la emancipación, a partir de 1810, adquiriendo en todo el siglo XIX una particular expresión que si bien, parecida a la española, se dejó notar con todo el peso de su propia idiosincrasia. Para el siglo XX, la evolución del espectáculo, en medio de todos los avatares que enfrentó, permite verlo y entenderlo como la culminación de muchas aspiraciones concebidas y construidas por diversos participantes que fueron otorgando elementos de madurez a una representación que evolucionaba técnica y estéticamente, que se ordenaba hasta quedar convertida justo en el significado que hoy, en pleno siglo XXI podemos apreciar en una plaza de toros.

   Sin embargo, con la presencia indiscutible de la modernidad, así como de una heterogénea forma de pensar entre sus integrantes, nos encontramos con que la tauromaquia vuelve a ser sentada en el banquillo de los acusados. No es de hoy. A lo largo de siglos, el cuestionamiento sobre la conveniencia de que perviva o no, ha sido parte de su difícil transitar. Para ello, y a lo largo de mucho tiempo, -gracias a la cultura- se han mostrado, con toda la evidencia posible, diversas condiciones que permiten interpretar su peculiar contenido. Aunque a veces, el uso del lenguaje y este construido en ideas, puede convertirse en una maravillosa experiencia o en amarga pesadilla.

   En los tiempos que corren, la tauromaquia ha detonado una serie de encuentros y desencuentros obligados, no podía ser de otra manera, por la batalla de las palabras, sus mensajes, circunstancias, pero sobre todo por sus diversas interpretaciones. De igual forma sucede con el racismo, el género, las diferencias o compatibilidades sexuales y muchos otros ámbitos donde no sólo la palabra sino el comportamiento o interpretación que de ellas se haga, mantiene a diversos sectores en pro o en contra bajo una lucha permanente; donde la imposición más que la razón, afirma sus fueros. Y eso que ya quedaron superados muchos oscurantismos.

   En algunos casos se tiene la certeza de que tales propósitos apunten a la revelación de paradigmas, convertidos además en el nuevo orden de ideas. Justo es lo que viene ocurriendo en los toros y contra los toros.

   Hoy día, frente a los fenómenos de globalización, o como sugieren los sociólogos ante la presencia de una “segunda modernidad”, las redes sociales se han cohesionado hasta entender que la “primavera árabe” primero; y luego regímenes como los de Mubarak o Gadafi después cayeron en gran medida por su presencia, como ocurre también con los “indignados”, señal esta de muchos cambios; algunos de ellos, radicales de suyo que dejan ver el desacuerdo con los esquemas que a sus ojos, ya se agotaron. La tauromaquia en ese sentido se encuentra en la mira.

   Pues bien, ese espectáculo ancestral, que se pierde en la noche de los tiempos es un elemento que no coincide en el engranaje del pensamiento de muchas sociedades de nuestros días, las cuales cuestionan en nombre de la tortura, ritual, sacrificio y otros componentes como la técnica o la estética, también consubstanciales al espectáculo, procurando abolirlas al invocar derechos, deberes y defensa por el toro mismo.

   La larga explicación de si los toros, además de espectáculo son: un arte, una técnica, un deporte, sacrificio, inmolación e incluso holocausto, nos ponen hoy en el dilema a resolver, justificando su puesta en escena, las razones todas de sus propósitos y cuya representación se acompaña de la polémica materialización de la agonía y muerte de un animal: el bos taurus primigenius o toro de lidia en palabras comunes.

   Bajo los efectos de la moral, de “su” moral, ciertos grupos o colectivos que no comparten ideas u opiniones con respecto a lo que se convierte en blanco de crítica o cuestionamiento, imponen el extremismo en cualquiera de sus expresiones. Allí está la segregación racial y social. Ahí el odio por homofobia,[2] biofobia,[3] por lesfobia[4] o por transfobia[5]. Ahí el rechazo rotundo por las corridas de toros, abanderado por abolicionistas que al amparo de una sensibilidad ecológica pro-animalista, han impuesto como referencia de sus movimientos la moral hacia los animales. Ellos dicen que las corridas son formas de sadismo colectivo, anticuado y fanático que disfruta con el sufrimiento de seres inocentes.

   En este campo de batalla se aprecia otro enfrentamiento: el de la modernidad frente a la raigambre que un conjunto de tradiciones, hábitos, usos y costumbres han venido a sumarse en las formas de ser y de pensar en muchas sociedades. En esa complejidad social, cultural o histórica, los toros como espectáculo se integraron a nuestra cultura. Y hoy, la modernidad declara como inmoral e impropio ese espectáculo. Fernando Savater ha escrito en Tauroética: “…las comparaciones derogatorias de que se sirven los antitaurinos (…) es homologar a los toros con los humanos o con seres divinos [con lo que se modifica] la consideración habitual de la animalidad”.[6]

   Sin embargo no podemos olvidar, volviendo a nuestros argumentos, que el toreo es cúmulo, suma y summa de muchas, muchas manifestaciones culturales que el peso acumulado de siglos ha logrado aglutinar en esa expresión, entre cuyas especificidades se encuentra integrado un ritual unido con eslabones simbólicos que se convierten, en la razón de la mayor controversia.

   Metida en la entraña del pueblo, la tauromaquia ha sido interpretada de diversas formas, tanto por una cultura popular como por expresiones de otros hacedores de altos vuelos. Esos artistas, han hecho suyas una serie de manifestaciones que corresponden directamente a su sentir, a su interpretación, hasta acumular una infinidad de elementos que cohesionan e integran un amplio catálogo de versiones.

   Pero antes de continuar, debe quedarnos claro el hecho de que la medida en que este espectáculo se puso en riesgo, tuvo un trasfondo político. Precisamente la política dio condiciones para que los grupos a favor y en contra dirimieran sus diferencias. Cada frente puso e interpuso sus ideas, principios, virtudes y defectos.

 CONCLUSIONES:

    Sin entrar en mayor detalle, puedo concluir que la fiesta taurina es una compleja representación de la cultura, que abarca expresiones y manifestaciones concretas del arte, lo mismo académico que popular; que conceptual o efímero. Por otro lado, y en buena medida, se atiene a una serie de principios en los que los toros, como espectáculo, siguen siendo un sacrificio, o sea, el vestigio deformado y ritual de un acto religioso ancestral, de un acto primigenio de la era del nacimiento de los humanos y que como tal, dicha condición ancestral es el principal ingrediente de una puesta en escena, el otro gran ritual, que es la tauromaquia en su conjunto. 

Muchas gracias.


[1] Videoconferencia. Universidad Nacional Autónoma de México. facultad de Derecho. Auditorio “Dr. Eduardo García Máunez”. Sábado 28 de abril de 2012.

[2] Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales.

[3] Rechazo a los bisexuales, a la homosexualidad o a las personas bisexuales respectivamente.

[4] Fobia a las lesbianas.

[5] Odio a los transexuales.

[6] Fernando Savater: Tauroética. Madrid, Ediciones Turpial, S.A., 2011, 91 p. (Colección Mirador)., p. 18.

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PONENCIAS, CONFERENCIAS y DISERTACIONES.

AMBIGÜEDADES Y DIFERENCIAS: CONFUSIONES INTERPRETATIVAS DE LA TAUROMAQUIA EN NUESTROS DÍAS. 6ª Y ÚLTIMA PARTE.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 CONCLUSIONES.

    Cuando el imperativo en la justicia, la historia, la sociedad y en otros muchos aspectos de la vida es la verdad y esta, concebida como ideal del absoluto, aunque sólo sea posible alcanzar una dimensión relativa de la misma, se hace necesario por tanto un balance del conflicto no sólo de posturas. También de ideologías que vienen dándose con motivo de si son pertinentes o no las corridas de toros.

   Veamos.

   La animalidad y la humanidad tienen sus marcadas diferencias. Que tenemos deberes, derechos y obligaciones para con todas las especies animales, por supuesto que sí. Que debemos preservarlas evitando así su desaparición o extinción, también. En el caso concreto del toro de lidia, esta ha sido una especie cuya pervivencia ha sido posible para convertirla en elemento fundamental del espectáculo que hoy es motivo de polémica. El toro es un mamífero cuyo destino se centra en no otra cosa que para los propósitos mismos de la tauromaquia. Sin esta expresión milenaria y secular, ese hermoso animal sería uno más de los muchos condenados al matadero y su carne y derivados puestos al servicio de una sociedad de consumo, sin más.

   Pero sucede que tras un largo recorrido, el toro es y ha sido una de esos elementos de la naturaleza que han pasado a formar parte del proceso de domesticación. El hombre antiguo vio en él unas condiciones de morfología y anatomía proporcionadas, que se mezclaban con fortaleza, musculatura y belleza armónica que quizá no tenían otras especies del amplio espectro del ganado mayor. El hombre moderno, en particular los hacendados y luego los ganaderos, llevaron esa domesticación primitiva a terrenos de la crianza más sofisticada y precisa hasta lograr ejemplares modelo. Cumplido ese principio, mantienen vigentes tales propósitos, teniendo como resultado hoy día un toro apto para el tipo de ejercicio técnico o estético tal y como se practica en nuestros tiempos. Por tanto, no ha sido una tarea fácil, si para ello deben agregarse factores relacionados con el tipo de suelo, de pastos, la presencia de fuentes de agua, de alimentación y demás circunstancias que suponen un desarrollo correcto mientras permanecen en el campo, a la espera de ser enviados a la plaza.

   Ya en este espacio, su presencia cumple una serie de requisitos no sólo establecidos por ritual, usos y costumbres o el marcado por un reglamento o legislación hecha ex profeso para permitir que el desarrollo de la lidia en su conjunto, se realice dentro de los márgenes más correctos posibles, en apego a todos esos principios, mismos que una afición presente en la plaza desea verlos materializados.

   Ahora bien, ritual, usos y costumbres y el mismo principio legislativo que determinan el desarrollo del espectáculo, no solo consideran, sino que dan por hecho que uno de los componentes en el desarrollo de la lidia es el factor en que el toro es sometido violentamente hasta llevarlo a la “muerte previa” (la “muerte definitiva” ocurre en el matadero de la propia plaza). Esa “muerte previa” ocurre en presencia de los asistentes todos, como culminación de un ritual que complementa los propósitos de un espectáculo en el que todos los actores participan (lo que para los contrarios es la tortura misma) en aras de que se produzcan efectos de disfrute o goce, celebrados colectiva, multitudinariamente en la decantación a una sola voz del término o expresión que mejor lo explica. Me refiero a la voz expresiva o interjección “olé”, que viene de ualah”, y cuya connotación más precisa sería entendida bajo el peculiar significado de “por Dios”.

   En una invocación concatenada entre presente y pasado y estos eslabonados con un sinfín de elementos configurados a lo largo de siglos, explican que la tauromaquia es o se convierte en un legado, cuyo peso histórico acumula infinidad de circunstancias que han podido configurar su significado, ese que hoy rechazan ciertos sectores de la sociedad moderna, la cual parece negarse a escuchar las voces y experiencias del pasado, cuando solo tiene puesta la mirada en ese objetivo que para ellos es maltrato a los animales.

   La cultura que compartimos, que nos formó y moldeó tiene, entre sus complejos ingredientes, aquellos que nos permiten entender que efectivamente hay un maltrato, pero lo toleramos en virtud de que proviene de toda esa superestructura racional o irracional con la que, como sociedad estamos formados. En nuestro caso, asumimos la tolerancia y no sé si como redención para superar el sacrificio y muerte de varios toros durante un festejo. No por ello somos necesariamente crueles e insensibles. Sabemos y entendemos los taurinos que per se, esa parte culminante para la vida de un toro bravo se convierte en una muerte gloriosa (principio de una teoría compleja relacionada con los diversos significados que podría tener este término desde lo religioso o lo ideológico, dos factores que por sus composiciones son suficiente razón para detonar la polémica).

   Así pues: los grupos contrarios a la celebración de las corridas de toros tiene sus propios puntos de vista, discutibles o no. De ese mismo modo, nosotros los taurinos también estamos en derecho de defender, legitimar o justificar la presencia y permanencia del espectáculo taurino, asunto que no es casual. Que no es de ayer a hoy, que ha tenido que tomar muchos siglos de formación y consolidación para, en su condición primitiva, también evolucionar.

   Por ahora este es, uno entre muchos de los elementos de defensa que hemos de seguir mostrando para dejar en claro cuáles son las razones para garantizarle pervivencia segura a la tauromaquia. De ahí que continuemos con dicha labor, hasta tener los elementos puntuales y contundentes con que seguiremos dando nuestra propia batalla a su favor.

 Ciudad de Tlaxcala, enero de 2012.

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