GLOSARIO y DICCIONARIO TAURINOS. XXVI.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Conforme avanza el tiempo, puede apreciarse que la labor emprendida por Julio Bonilla no fue una casualidad, mismo empeño que permite entender la trascendencia de este “diletante” de la pluma taurina, mismo que al cabo de los años, fue convirtiéndose en referente junto con Eduardo Noriega “Trespicos”, Pedro Pablo Rangel, Carlos M. López, Pedro González Morúa y otros de aquella época de fines del siglo XIX y comienzos del XX, tiempo suficiente que sirvió para preparar a varias legiones de buenos aficionados a los toros, mismos que comprendieron a la tauromaquia desde diversas perspectivas, superando así el estado primitivo en que se encontraban, por lo menos hasta el año de 1884, justo cuando surgió El Arte de la Lidia, primer publicación con ese propósito.

   En el Diccionario Taurino Mexicano, Bonilla siguió desarrollando desde una perspectiva eminentemente nacionalista, pero sin hacer menos toda la influencia española, el significado de una serie de términos que se apegaban a la más correcta de las definiciones que por aquellos años pretendían permear e ilustrar a dicha generación de aficionados en cierne. Lamentablemente el intento de dicho Diccionario no prosperó, primero porque era muy ambicioso. Segundo, por el hecho de que aunque sólo conozco la edición en papel de esta “Revista taurina y de Espectáculos” hasta su edición del 16 de octubre de 1887, tengo conocimiento de que al menos existen otros tres o cuatro volúmenes, mismos que han de comprender los años 1888 y hasta por lo menos 1891, año en que se registró una nueva prohibición a las corridas de toros, motivo suficiente como para desistir de una empresa editorial que no habría de redituarle a Bonilla Rivera más que dolores de cabeza y las pérdidas económicas consiguientes. Por lo tanto, hubo un repunte entre 1900 y 1901. Luego, para continuar con la labor de la “Agencia Taurina” de la que era responsable “Recortes”, este tuvo que distribuir sus informaciones a periódicos tales como: El Chisme, El Diario del Hogar, El Enano, El Imparcial, El Monitor Republicano, El Mundo, El Nacional, El Popular, El Toreo, La Iberia, México Taurino, El Demócrata, entre otros. Publicaciones cuyos lugares de edición fueron México y España.

Colección del autor.

   Pues bien, al seguirle los pasos a don Julio, y para lo cual realizo actualmente un trabajo de investigación,[1] no puedo omitir tan interesantes apreciaciones que hoy forman parte de este cuerpo temático: el del glosario y diccionario taurinos.

   Por lo tanto, en el Nº 15, año II, del domingo 11 de abril de 1886, y siguiendo con el tema de la definición del arte del que ya se daba cuenta en la colaboración pasada,[2] aquí continua la exposición.

   Las funciones de toros llevan ventaja a la música.

   Para justificar esta aseveración, creemos bastante aducir lo que respecto de este particular dice el Sr. Sánchez de Neira:

   ¡La música! dice: ¿Puede negarse la importancia que siempre ha tenido, y el puesto que hoy en el mundo ocupa el arte divino? Sería locura dudar de lo que es evidente; pero aunque parezca atrevida la pregunta, ¿la música por sí sola es o puede constituir un espectáculo que por espacio de dos, tres o cuatro horas, entretenga, divierta o entusiasme a cuatro mil o más personas sin cansarlas?

   Contéstese desapasionadamente, y la respuesta no es dudosa.

   No es posible tener quieta una gran muchedumbre tanto tiempo sin interrupción, sin hablar y mirándose unos a otros, por muy educado que tengan el oído a las fusas, corcheas y compases. Queremos conceder que algún notable aficionado, un profesor entusiasta, en ocasiones dadas, sienta excitada hasta tal punto su sensibilidad con los preciosos acordes que escuche, que se enajene de deleite, siquiera sea por poco tiempo; pero ¿sucederá otro tanto a la mayoría inmensa de los concurrentes?

   Con perdón de los filarmónicos, tenemos precisión de decir que no llegará a un diez por ciento el número de los que, pasada la primera media hora, presten atención a las notas musicales con preferencia a los ojos o a las galas de una mujer.

   La música es innegable que deleita como pocas cosas en el mundo; hasta dicen que produce éxtasis en muchas personas cuya sensibilidad es o debe ser muy exquisita. En cambio, otras seguramente se verán molestadas por el ruido de un piano, que tal vez les estorbe oír palabras de amor o promesas de empleos, y renegarán de ella. Cada uno tiene sus gustos, y no todas las ocasiones son oportunas para oír música. Es un arte que da gran realce a cualquier espectáculo no sólo tome parte el oído, sino también la vista, bien sea religioso, bien profano.

   De manera que la música cuando hace mejor papel es acompañada a otra cosa, a otro acto, a otra función, como a la ópera, al baile o a las corridas de toros. En éstas últimas, sin embargo, es donde juega más insignificante papel; está reducida a aumentar el ruido y la algazara, sin que nadie se cuide de las acordes notas que producen los bellísimos sonidos que dicen causan arrobamiento.

   Pero en la ópera, que es donde se ve lo sublime del arte, hay que alegrarse, entristecerse o sentir, como el autor del Spartito quiere que el auditorio sienta.

   Esto debe ser verdad, porque lo dicen muchos y no hay por qué negarlo. Pero afirman los antifilarmónicos, que no es verdad que la música conmueva las fibras del corazón humano, como aseguran sus apasionados, y para probarlo dicen: que se han visto muchas personas amantísimas del arte musical, inteligentes, profesores distinguidos, asistir a la audición de los mejores trozos de música de cuantos autores se conocen. Todos, absolutamente todos, prestando una atención extraordinaria, aguzando el oído, abstrayéndose de cuanto a su lado habría, abriendo los ojos desmesuradamente, encarnándose, digámoslo así, en la composición musical, cuyas melodías tristísimas, según ellos, debían conmoverlos. Notas dulcemente sensibles y tristemente penetrantes. Pero nada, ninguno lloraba. Más aún, lejos de verlos tristes, bajo la impresión de aquella sonata, o lo que fuere; al acabarse se les ha observado entusiasmados, eso sí, pero contentísimos y alegres. Luego la música hace en ellos el efecto contrario al que el autor se propuso.

   Podría decirse, que los secretos de la música no son para comprenderlos gente profana al arte. Perfectamente; y como la inmensa mayoría de los habitantes de todos los pueblos, no están educados para apreciar todas las bellezas de la música, y como en su audición no se goza más que relativamente y por poco rato, han de confesar los apasionados al arte musical que ésta no es bastante para entretener a un pueblo entero, y que como función pública, es necesario limitarla a corto número de espectadores, de esos que la entienden, al menos hasta que la educación musical cunda y se propague a todas las clases sociales. Estas se recrean más con las corridas de toros, no hay que dudarlo. Es más perceptible para ellas el encanto que les produce lo real y positivo, que lo figurado e ideal. Sienten y gozan con lo que a la vista tienen, y no se alimentan con ilusiones. Y tanto demuestran su sentimiento, que si en la corrida de toros hay una desgracia, el terror en unos, la pena en muchos y el disgusto en todos, se refleja inmediatamente. Porque en esto hay verdad; y en la música, si no se idealiza el oyente, si no se transporta a los espacios imaginarios, no experimentará nunca terror ni pena. En la música habrá mérito, pero hay ficción; y la comprensión humana instintivamente separa en el acto la verdad de la mentira.

   Así, aquellos para quienes la música es un entretenimiento al que fácilmente renuncian, afirman que no es verdad que el corazón sienta lo que dicen que quiere decir la composición musical, sino que es una cosa agradable en algunas ocasiones, sobre todo, no cuando se oye, sino cuando se escucha; que ni hace reír ni llorar, y de que se prescinde por mirar un traje las mujeres, o por hablar de éstas los hombres.

   En los toros, ¿se habla de otra cosa que de la lidia? Nada es más cierto. Ni los hombres, ni las mujeres, ni los niños piensan en otra cosa que en los múltiples accidentes de aquélla. Allí se olvidan todas las penas. La no interrupción del espectáculo contribuye mucha a esto, porque no permite que la imaginación se aparte un momento de lo que tiene a la vista y tan poderosamente la preocupa. Concedernos que deleita, agrada, gusta la buena música, que puede escucharse un rato sin que moleste; pero al mismo tiempo no podrá negársenos que la fiesta de toros tiene más de magnífica, ostentosa e interesante, que el mejor concierto de las mejores obras. Prueba de esto es que si éste se ejecutase en un lugar en que los oyentes no puedan lucir sus galas, ni entretenerse en conversación alguna amorosa o política, sería muy escaso el número de los concurrentes, lo cual ha demostrado la experiencia con amarga decepción para el arte de Orfeo. ¿Sucede esto con las corridas de toros? Hasta aquí el autor citado; y aun cuando creemos que lo expuesto es más que suficiente para la justificación de nuestro aserto, permítasenos agregar lo que le consta a todos los habitantes de la República, es decir, que en todos los Estados se dan corridas de toros, que en la capital se ha dado el caso de que en un solo día, 21 de marzo de 1886, se dieron corridas en el Huisachal, Tlalnepantla y Texcoco[3] y que lejos de disminuir la concurrencia, el entusiasmo, etc., etc., de día en día se multiplica de una manera prodigiosa. ¿Sucede lo mismo con la música? Para no fatigar más a nuestros lectores, los enviamos con la música a otra parte.

 Continuará.                                                                                                     J.M.B.


[1] José Francisco Coello Ugalde: Aportaciones Histórico-Taurinas Mexicanas Nº 101: “Julio Bonilla Rivera y El Arte de la Lidia. (Un guardado secreto de la prensa taurina en México. 1884-1909). Pertenece a la serie: Curiosidades Taurinas de antaño, exhumadas hogaño y otras notas de nuestros días Nº 47.

[3] Se refiere a los siguientes festejos: Plaza del Huisachal: Gran corrida para esta tarde. Ganado de Santín. Primer espada: Ponciano Díaz y Felícitos Mejías “El Veracruzano”.

Plaza de Texcoco: Gran corrida para esta tarde. Magnífica cuadrilla. Primer espada, Juan León El Mestizo. Nueva ganadería del Volcán.

Nueva plaza de Tlalnepantla: Quinta corrida. Ganado del Cazadero. José Machío y “Frasquito”.

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