RECOMENDACIONES Y LITERATURA. X PARTE. RÉPLICA A UN TEXTO DE HERIBERTO MURRIETA.
Acaba de aparecer la magnífica revista Memoria 20/10. Memoria de las Revoluciones en México. México, Reflejo GM Medios, S.A. de C.V., 2010. Nº 10 del invierno de 2010. 318 p. + 30 de una separata. En sus ricos interiores, se encuentra en la sección NARRACIONES el texto “Historia del origen del toreo en México” de Heriberto Murrieta (p. 288-293, ils.).

Tratándose de una publicación eminentemente académica, no entiendo cómo se dio lugar a un reconocido personaje que no es historiador, sino que se reconoce como cronista. Para nadie está vedado un lugar en los espacios de divulgación, pero por el contenido del texto que se publica, me parece pertinente mostrar a continuación la
RÉPLICA AL TEXTO DE HERIBERTO MURRIETA.
HISTORIA DEL ORIGEN [Y DESARROLLO] DEL TOREO EN MÉXICO
Heriberto Murrieta
Advirtiendo que todas aquellas anotaciones que formulo como faltantes del rigor histórico o faltas de sustento, aparecerán entre corchetes y en letras resaltadas, lo que permitirá diferenciar un texto de otro. Debo decir que el texto presenta una serie de diversas irregularidades, lagunas y desaciertos en aspectos que deben ser aclarados para evitar mayores confusiones al respecto. Haber publicado un material bajo el principio original con que fue enviado, me parece que pone en serio peligro a una publicación que se ha empeñado en mostrar el trabajo de investigadores serios.
Aquí el texto.
En este año del bicentenario de la Independencia de México y el centenario de la Revolución mexicana, se están cumpliendo 484 años de la implantación de las corridas de toros en México. El toreo es, por consiguiente, el espectáculo popular más antiguo de la patria, anterior al teatro, [el autor omite citar los Autos y Coloquios, como teatro religioso, cuyas primeras representaciones ocurrieron en Tlaxcala, el año de 1538, por lo que, al mencionar el teatro de Sor Juana, este ya estaba plenamente consolidado en un muy avanzado siglo XVII] si consideramos que las obras de Sor Juana Inés de la Cruz se empezaron a representar de forma rudimentaria en el último cuarto del siglo xvii, y también más viejo que el circo, [Si bien ya desde el siglo XVI en los Coloquios de Fernán González de Eslava ya se cita a un juglar negro para participar en dichas piezas sagradas en la catedral de la ciudad de México, para el siglo XVII se representaron diversas funciones de maroma tanto en las plazas de toros como en el Coliseo, integradas por un funambulista (alambrista), algún malabarista y la exhibición de animales exóticos, concretamente el 11 de diciembre de 1670 se presentaron los maromeros en las corridas en las plazas de toros, siendo dicha fecha la más antigua registrada, en la que se lidiaron toros en la plaza mayor donde además hubo maroma.[1] En la misma obra de Revolledo se menciona que con el arribo del virrey conde de Fuenclara en 1742, el Ayuntamiento organizó entre otros eventos cuatro corridas de toros, y el 1º de diciembre trabajó especialmente para el virrey un ágil y diestro maromero, cuyas suertes ingeniosas y oportunas lo divirtieron sobremanera.[2] El notable autor decimonónico Enrique de Olavarría y Ferrari en su Reseña histórica del teatro en México, menciona que el 2 de julio de 1786, se mostraron en el Coliseo unos gimnastas y equilibristas llamados Urbano Ortiz y Miguel Sandí, artistas españoles. Y entre los guanajuatenses, se anunció un 6 de octubre de 1790, en el Coliseo del mineral de Santa Fe, una corrida de toros y una cuadrilla de maromeros y arlequines para celebrar el cumpleaños del Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII.[3] Por lo demás, existe una gama muy amplia de datos que van refiriendo la presencia de dichos personajes, hasta que se presenta, en 1808 el circo ecuestre del inglés Philip Lailson, aunque encontramos datos fehacientes en la Gaceta del 4 de enero de 1809] que llegó a nuestro país casi tres siglos después de que se corrió el primer toro en la Nueva España.[4]
Junto con el idioma, la religión y numerosas costumbres, los conquistadores exportaron la tauromaquia, de acendrada españolería. El espectáculo consistía en zaherir toros desde un caballo con garrochones y varas largas de madera. Del toreo a caballo y el toreo caballeresco recoge la Fiesta sus más hondas raíces.
Sobre la primera corrida de toros en México, dice Ricardo Pérez en Efemérides Nacionales o Narración Anecdótica de los Asuntos más culminantes de la Historia de México [lo siguiente]:
La primera corrida de toros se realizó el 24 de junio de 1526, día de San Juan, para solemnizar con aquella fiesta, netamente española, el regreso de Hernán Cortés de su viaje a las Hibueras (Honduras). Por cierto que la tal diversión, tan adecuada al gusto y la nacionalidad de Cortés, no pudo tener para éste todo el encanto que sus obsequiantes hubieran deseado, debido a una circunstancia desagradable para el conquistador e inevitable por parte de los caballeros que se habían propuesto obsequiarle. Esa fue la noticia de que había desembarcado el licenciado don Luis Ponce, encargado de residenciar al mismo Hernán Cortés, de quien se tenían diversas quejas en España (…) Con anterioridad a la fecha que anotamos, carecíase de ganado, siendo esta la causa de que no se hubiese intentado antes tal espectáculo, pero una vez subsanada esa dificultad se generalizó la costumbre de dar corridas de toros en celebración de la entrada de los virreyes, de la jura de los monarcas y en todas las grandes fiestas del virreinato, ofreciéndose el favorito espectáculo español en las plazas principales del Volador, del Marqués, de la Santísima y de Guardiola, en Chapultepec y en otros lugares, sin que en ninguno de ellos existiese, sin embargo, plaza de toros en forma, sino simples tablados provisionales en donde lucían su arrojo y su destreza los principales caballeros, pues tampoco existían cuadrillas de toreros que trabajasen por paga.
De la fecha referida da fe también el célebre fraile franciscano Fray Juan de Torquemada en su Monarquía Indiana: “El día de San Juan, luego de comulgar y confesarse, mientras veía correr toros, Cortés recibió la noticia de la llegada del visitador Ponce.”
Sin embargo, en ninguna carta de relación, historia de la conquista o acta de cabildo, se establece el lugar exacto en donde se realizó aquella primera corrida de toros en la historia de México [el asunto es más que claro si se entiende que por aquellas fechas, 1526, la ciudad México-Tenochtitlan, resentida por los hechos militares de la conquista, apenas está en una primera etapa de recuperación y reconstrucción. Se sabe que en los terrenos que más tarde ocupó el convento de San Francisco, destinados para tal propósito desde muy temprana fecha, fueron el sitio para llevar a cabo dicha representación taurina, aunque se ha presupuestado que también pudo haber ocurrido en Coyoacán, a donde estuvieron establecidos los poderes de Cortés y sus huestes]. Hernán Cortés había traído toros a la Nueva España, con el permiso de Carlos V [No hay tal permiso, o así debe entenderse, pues desde 1523 fue prohibida bajo pena de muerte la venta de ganado a la Nueva España, de tal forma que el Rey Carlos V intervino dos años después intercediendo a favor de ese inminente crecimiento comercial, permitiendo que pronto llegaran de la Habana o de Santo Domingo ganados que dieron pie a un crecimiento y a un auge sin precedentes. En 1526 es el propio Hernán Cortés quien revela un quehacer que lo coloca como uno de los primeros ganaderos de la Nueva España, actividad que se desarrolló en el valle de Toluca. En una carta del 16 de septiembre de aquel año Hernán se dirigió a su padre Martín Cortés haciendo mención de sus posesiones en Nueva España y muy en especial «Matlazingo, donde tengo mis ganados de vacas, ovejas y cerdos…»][5]. Juan Gutiérrez Altamirano, sobrino del conquistador, [primo hermano] fundó la primera ganadería de reses bravas en el mundo, Atenco, por los rumbos de Santiago Tianguistenco. [Fundación, en tanto encomienda, ocurrida el 28 de noviembre de 1528. Además:
La encomienda es una institución de origen castellano con raíces medievales, que pronto adquirió en las Indias perfiles propios que la hicieron diferenciarse plenamente de su precedente peninsular.
La encomienda le permitió al rey recompensar a los conquistadores que acompañaron a la Corona en esta empresa, mediante la cesión que hacía el monarca de los tributos reales. Se obligaba éste jurídicamente a proteger a los indios que así le habían sido encomendados y a cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios del cura doctrinero. Adquiría el derecho de beneficiarse del tributo real compuesto en un principio por un tributo en especie y otro en trabajo que luego fue suprimido en 1549.
La “encomienda” de Juan Gutiérrez Altamirano, estuvo compuesta por los tributos provenientes de los siguientes pueblos: Calimaya, Metepec y Tecamachalco. Así, Alonso de Estrada el 19 de noviembre de 1528, declaraba: “Por cuanto al tiempo que el General don Fernando Cortés, gobernador que fue de esta Nueva España, partió de ella para los Reinos de Castilla, dejó a vos el licenciado Altamirano el pueblo de Calimaya, que es la provincia de Matalcingo, con sus sujetos, para que os sirviesedes de ellos, según y en la manera que él los tenía y se servía. Por ende yo en nombre de S. M. deposito en vos los dichos pueblos, para que os sirváis de todo ello…”[6]].
En su libro La mano de Fátima, Ildefonso Falcones explica con fidelidad histórica el desarrollo de una fiesta celebrada en una plaza pública en Granada, en marzo de 1573, que nos permite saber en qué consistían las corridas de toros de aquella época:
Se instalaron talanqueras detrás de las cuales el público podía resguardarse de los toros. Con gesto solemne, el corregidor entregó al alguacil de la plaza la llave del toril, en señal de que podía empezar la fiesta; cuatro de los caballeros abandonaron el coso mientras otros cuatro tomaban posiciones en su interior. Los caballos piafaban, bufaban y sudaban. El silencio se hizo en la plaza de la Corredera cuando el alguacil abrió el portalón de maderos con que cerraba la calle del Toril, antes de que estallaran los vítores ante la carrera de un gran toro zaino que, hostigado por los garrocheros, accedió a la plaza bramando. El toro corrió la plaza a galope tendido, derrotando contra los palenques a medida que la gente le llamaba a gritos, golpeaba los maderos o le lanzaba dardos. Tras el ímpetu inicial, el toro trotó, y más de un centenar de personas saltaron al coso y le citaron con capotes; los más atrevidos se acercaban a él, dándole un violento quiebro para esquivarle tan pronto como éste se revolvía contra ellos. Algunos no lo lograron y terminaron corneados, atropellados o volteados por los aires. Mientras el pueblo se divertía, los cuatro nobles permanecían en sus lugares, reteniendo a sus caballos, juzgando la bravura del animal y si ésta era suficiente como para batirse con él.
En un momento determinado, don Diego López de Haro, caballero de la casa del Carpio, vestido de verde, gritó para citar al toro. Al instante, uno de los lacayos que le acompañaban corrió hacia la gente que importunaba al animal y los obligó a apartarse. El espacio entre toro y jinete se despejó y el noble volvió a gritar:
-¡Toro!
El toro, enorme, se volvió hacia el caballero y los dos se observaron desde la distancia. La plaza, casi en silencio, estaba pendiente de la pronta acometida. Justo en aquel momento, el segundo lacayo se acercó a don Diego con una lanza de fresno, gruesa y corta, terminada en una afilada punta de hierro; a tres palmos de la punta se habían practicado en la madera unos cortes cubiertos de cera para facilitar que se rompiera en el embate contra el toro. Los tres caballeros restantes se acercaron con sigilo, para no distraer al toro, por si era menester su ayuda. El caballo del noble corcoveó por el nerviosismo hasta quedar de lado frente al toro; los silbidos y las protestas recorrieron la plaza al instante: el encuentro debía ser de frente, cara a cara, sin ardides contrarios a las reglas de caballería.
Pero don Diego no necesitó reprobaciones y ya espoleaba al caballo para que éste volviera a colocarse de frente al toro. El lacayo permanecía junto al estribo derecho de su señor con la lanza ya alzada, para que éste sólo tuviera que cogerla en cuanto el toro iniciase la embestida.
Don Diego volvió a citar al toro al tiempo que echaba a su espalda la capa verde que llevaba sujeta al hombro. El verde brillante que ondeaba en manos del jinete llamó la atención del morlaco.
-¡Toro! ¡Eh! ¡Toro!
La embestida no se hizo esperar y una mancha zaina se abalanzó sobre caballo y jinete. En ese momento don Diego agarró con fuerza la lanza que sostenía su lacayo y apretó el codo contra su cuerpo. El lacayo escapó justo en el instante en que el toro llegaba al caballo. Don Diego acertó con la lanza en la cruz del animal y la hundió un par de palmos antes de que ésta se quebrase, deteniendo su brutal carrera. El chasquido de la madera fue la señal para que la plaza estallase en vítores, pero el toro, aún herido de muerte y sangrando a borbotones por la cruz, hizo ademán de embestir de nuevo al caballo. Sin embargo don Diego ya había desenvainado su pesada espada bastarda, con la que descargó un certero golpe en la testuz del animal, justo entre los cuernos, partiéndole el cráneo. El zaino se desplomó muerto.
Mientras el caballero galopaba por la plaza, palmeando a su caballo en el cuello, saludando y recibiendo los aplausos y los honores de su victoria, la gente se lanzó sobre el cadáver del animal, peleando entre sí por hacerse con el rabo, los testículos o cualquier parte que pudieran cortar antes de que continuase la fiesta. Se trataba de los “chindas”, que después vendían aquellos despojos, principalmente el preciado rabo del toro, a los mesoneros de la Corredera. [De lo anterior, se puede apuntar que, en el periodo virreinal se desarrollaron infinidad de fiestas –solemnes o repentinas-, que dieron como resultado la publicación de un importante número de descripciones o relaciones de fiestas ocurridas en diversos territorios novohispanos –están localizadas 366 de ellas-.[7] Es de lamentar que el autor del presente texto se haya remitido a una fuente que describe hechos ocurridos en España, alejándose, por tanto, de los aspectos que se desarrollaron de este lado del mar. El propio Bernal Díaz del Castillo, debe ser visto como uno de los primeros autores y testigos que legaron parte de tales hechos a la mitad del siglo XVI, y quien describe con amplitud hechos ocurridos en tempranas fechas después de haberse implantado el toreo en nuestro territorio].
Durante casi dos centurias y media predominó en México el alanceo de toros desde el caballo [baste recordar la hermosa descripción lograda por Alonso Ramírez de Vargas en su Sencilla Narración… de 1677, para entender el significado del toreo caballeresco con apariciones intermitentes de pajes o lacayos de a pie, personajes al servicio de los estamentos novohispanos que detentaban tal protagonismo] alternado con algunos brotes de toreo a pie, pero entre 1769 y 1770, cuarenta años antes del inicio de la guerra de Independencia, se celebraron doce corridas de toros en la plazuela del Volador en las que ya se dio prioridad a los espadas de a pie, que empezaban a tener como sus subordinados a los picadores y los banderilleros.[8] El capitán de las cuadrillas era Tomás Venegas El Gachupín Toreador, primer torero de a pie que se conoció en México.[9]
Los héroes que años más tarde lograrían la independencia de nuestro país, inevitablemente se sintieron atraídos hacia el arte de torear. Hacia 1801, don Miguel Hidalgo y Costilla era el dueño de las haciendas de Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás, y[a] vendía sus toros de lidia para las corridas que se celebraban en el coso de Acámbaro, Michoacán.
Por su parte, Ignacio Allende tuvo una “desmedida afición por las corridas de toros”, según refiere José de Jesús Núñez en Historia y tauromaquia mexicanas. Desde muy joven participaba en los coleaderos y era diestro para derribar potros y lidiar toros a la usanza antigua. Allende debió ser un alanceador a caballo. Cuenta Núñez que “dos o tres días antes de que estallara la revolución insurgente y de que el cura Hidalgo diera el grito, el valiente hijo de San Miguel toreó una corrida ahí mismo”, y da como referencia lo escrito por Pedro González en Apuntes históricos de la ciudad de Dolores. En tal obra, González relata que “fue tal el gusto que les a causó a Hidalgo, Allende y Aldama el resultado de una conferencia con unos emisarios de San Diego que tomaban parte en la conjura, que dispusieron una corrida de toros que se verificó en la plaza de gallos, que estaba entonces enfrente de la casa del señor cura. En esta corrida, don Ignacio Allende luchó con un toro, cuya acción dejó admirados a los espectadores, quienes le premiaron con vítores y palmoteo de manos”. Núñez remata asegurando que una vez en San Miguel, Allende ahogó a un poderoso cornúpeta con sólo la presión de las piernas.
En 1821, luego de la jura solemne de la Independencia de México, surgió la ruptura total de las relaciones entre México y España, pero en nuestro país siguió practicándose el toreo “a la española”, en buena medida gracias a las aportaciones de un libro, La tauromaquia de Pepe Hillo, que dicho torero había escrito hacia 1796. [Dichas aportaciones fueron, en realidad, los usos y costumbres que siguió permitiendo ese contacto espiritual y a distancia habido entre la vieja y la nueva España, antes y después de la independencia misma. Para 1837 ya se tenía alguna idea de quién fue José Delgado “Pepe-Hillo”,[10] aunque un primer ejemplar de su Tauromaquia no se conocería en México sino hasta 1840, debido a que formaba parte de la colección del conde de la Cortina, por lo que es hasta entonces cuando en este país se sabe bien a las claras cual fue esa aportación, como ocurriría con la del siguiente tratado del toreo de a pie, publicada en 1836, bajo la égida de Francisco Montes “Paquiro”].
Como en España, en la Nueva España las corridas se realizaban en plazas improvisadas [en realidad no hubo tal “improvisación”. El ayuntamiento convocaba a los mejores arquitectos de las grandes ciudades, y estos enviaban sus proyectos para que fueran aprobados por autoridades en la materia] en las que todo el maderaje, [maderamen] que llegaba a albergar a diez mil espectadores por función, [no se tiene dato preciso del número de localidades o asientos que pudieron haber alcanzado las plazas más importantes. Una de ellas, fue indudablemente la del Volador, que funcionó de 1586 a 1815, en el sitio en que actualmente se encuentra la Suprema Corte de Justicia de la Nación] era sostenido por el ligamento de sogas y cueros, sin clavos que lo reforzaran [las diversas cuentas de gastos que he revisado citan, ad nauseam hasta el último clavo, lo que significaba uso y gasto de estos elementos]. Todavía en 1823 se realizaron corridas de toros en la Plaza de Armas (el actual Zócalo) [con motivo de que intencionalmente fue quemada la plaza de toros de San Pablo en 1821, pronto, las autoridades dispusieron que se pusiera en servicio la “Plaza Nacional de Toros”, misma que fue levantada en la plaza de armas, funcionando entre 1822 y 1824] y finalmente el 7 de abril de 1833 se inauguró [reinauguró, pues ya había sido aprovechado el mismo sitio y desde 1788 para levantar una plaza –primera época- en 1788; de 1815 a 1821, segunda época; tercera época , que va de 1833 a 1847, y cuarta y última, de 1850 a 1864 año en que dejó de funcionar][11] la Plaza principal de San Pablo, la primera plaza de toros fija en la historia de la Ciudad de México. En su libro La Fiesta Brava en México y en España, Heriberto Lanfranchi reproduce la nota publicada en el periódico El Telégrafo con motivo de la inauguración del flamante coso, ubicado en la entrada del antiguo Paseo de La Viga:
El gusto y afición del público mexicano a la diversión de toros, estimuló la formación de una plaza digna de los habitantes de esta capital, en la que por su extensión y hermosura se aumentase la concurrencia, que es uno de los atractivos principales que dan interés y embellecen estos espectáculos. Se eligió al efecto el local que por mucho tiempo había servido para lidiar toros, y en él se ha formado una magnífica plaza de construcción nueva, y con las comodidades de que han carecido las demás dedicadas a esta especie de diversión. Las primeras cuatro funciones se verificarán en los días 7 y 8 de la próxima Pascua de Resurrección, y el 11 y 21 siguientes (…) El punto de vista de la plaza es tan completo y exacto, que lo mismo se ve desde el primer asiento de lumbrera como en los de tercera fila, e iguales ventajas tienen todos los de la galería.
En las décadas siguientes, y a pesar de la inestabilidad provocada por la guerra contra los Estados Unidos en 1847, el toreo fue poco a poco afianzándose en el gusto del público mexicano [gracias, entre otras razones, a la presencia e influencia que ejerció el torero gaditano Bernardo Gaviño y Rueda, quien estuvo vigente en nuestro país de 1835 a 1886, y que logró materializar un mestizaje taurino sin precedentes] y se construyeron nuevas plazas, como la del Paseo Nuevo, ubicada donde durante años se levantaba el edificio de la Lotería Nacional, a pocos pasos de la Alameda Central [dicha plaza se inauguró el 23 de noviembre de 1851, dándose el último festejo taurino el 22 de diciembre de 1867].
El 28 de noviembre de 1867, el presidente Benito Juárez [expidió y firmó, junto con Sebastián Lerdo de Tejada la “Ley de dotación de fondos municipales”. En tal legislación, debido que se obligaba al empresario a poner en orden el pago de sus impuestos, y como tal medida no ocurrió en la realidad, se aplicó el rigor de tal decreto, lo que restringía a su mínima expresión las posibilidades de celebrar festejos hasta en tanto no se normalizaran los pagos de las gabelas][12] canceló las corridas de toros en el Distrito Federal,[13] lo que precipitó la demolición, en 1873, de la Plaza del Paseo Nuevo [espacio que, entre 1867 y 1873 fue ocupado por diversas compañías de circo, pero que, en realidad, el mismo paso del tiempo, junto con el deterioro fueron elementos suficientes para su desaparición]. El fin de la prohibición el 17 de diciembre de 1886, dio lugar a la construcción de nuevas plazas[:] la [de] San Rafael [estrenada el 20 de febrero de 1887], la [de] Bucareli [estrenada el 15 de enero de 1888], la “México” [de la Piedad, cuyo estreno ocurrió el 17 de diciembre de 1899] y la [de] Chapultepec [estrenada el 30 de noviembre de 1902], ¡cuatro plazas funcionando al mismo tiempo en la capital! [no hay certeza al afirmar que funcionaban al mismo tiempo, si para ello encontramos diferencias de 1, 12 y hasta 15 años entre unas y otras con respecto a la primera].
Condicionados por la bravura seca y la cabeza suelta de un animal difícil de someter, los lidiadores mexicanos de aquellos tiempos aprendieron a esquivar los derrotes para salvar la vida. Hacia 1888 abundaban las suertes taurinas con tatuaje mexicano. El esqueleto torero, la mamola, el salto con dos garrochas, la banderilla con la boca [suerte implantada por Felícitos Mejía] y las cortas non plus ultra entusiasmaban [suerte que hizo suya Lino Zamora] a los espectadores en aquellos románticos [¿románticos? Vale la pena recordar que justo en esas épocas los públicos eran demasiado “salvajes”, excesivamente apasionados, ya que estaban confrontados bajo las banderas del nacionalismo y el prohispanismo que pusieron en funcionamiento la llegada de un buen número de toreros españoles, así como la puesta en marcha de la publicación masiva de periódicos que impulsaron, en una u otra dirección tales tendencias. No hay mejor forma de demostrar la presente afirmación con el apunte que se publicó en LA LUZ, D.F., del 21 de junio de 1900, p. 3: Las corridas de toros. Son una pelea entre hombre y animal, o con más exactitud, entre animal y animal, entre humano y cuadrúpedo; el uno es llamado ser racional. El primero abjura de su razón a nombre de torero o espectador, y el segundo hace uso de sus naturales fuerzas y defensas para mantener incólumes sus inalienables derechos. Y cuando al daño que se hace a un animal se agrega la idea del goce, se comete lo que está designado con el nombre de crueldad. Es evidente que en las corridas de toros al daño se une la idea del goce. Por consiguiente, en las corridas de toros hay una injusticia en atormentar a un animal, y hay crueldad en gozarse en esos tormentos] recintos circulares. Por aquellos años, surgió el primer gran torero mexicano, el charro Ponciano Díaz, [por sí mismo, el sólo nombre de Ponciano Díaz cubre un amplio espectro al tratar de explicar lo que significó el toreo, no sólo a pie. También a caballo, y tales formas en tanto expresión híbrida, fue detentada por tal personaje, nacido en 1856 en la hacienda de Atenco. Murió a los 43 años –de cirrosis hepática-, en 1899] a quien seguiría cronológicamente El Indio Grande, Rodolfo Gaona. [uno de los tres pilares fundamentales del toreo mexicano del siglo XX y que, a los ojos de un intelectual como José Alameda, alcanza la dimensión de órdenes universales. Los otros dos son Fermín Espinosa Armillita y Manolo Martínez].
El Toreo [de la colonia Condesa] fue inaugurado el 22 de septiembre de 1907 en los terrenos que ahora ocupa El Palacio de Hierro de Durango. Fue el escenario de las más grandes corridas de la primera mitad del siglo pasado.
A pesar de una nueva prohibición decretada por el presidente Venustiano Carranza el 7 de octubre de 1916, la fiesta brava se fortaleció en México en los años siguientes [a su reanudación, ocurrida en mayo de 1920], ya con una materia prima propia: el ganadero Antonio Llaguno trajo [entre 1908 y 1913] seis hembras y dos sementales de buena nota del marqués de Saltillo para elevar la calidad del toro criollo, fundando así la ganadería brava mexicana, como lo expresamos [¿no convendría que singularizara la autoría de su libro?; dice “como lo expresamos”, debe decir en todo caso: “como lo expreso”] en Vertientes del Toreo Mexicano:
Con el toro superior de la ganadería madre [entendida como la nutriente fundamental] de San Mateo, propiedad de Llaguno, reducidos a su mínima expresión los encastes españoles de Murube y Parladé, quedó “uniformado” hasta cierto punto el estilo de nuestro toro [con lo que fue posible] y se pudo distinguir con mayor claridad cuáles eran los toreros artistas, los temerarios o los pintureros, bajo la máxima belmontiana [refiérese al torero español Juan Belmonte García, nacido en el barrio de Triana, Sevilla]: “se torea como se es”. Desde luego que aunque esa conducta lineal sigue siendo evidente, el comportamiento del toro tiene muchos matices y el torero siempre dependerá de la materia prima en turno para poder desarrollar su propia idea del toreo, que es el arte del acoplamiento, sublime ejercicio del espíritu.
Cuando el toreo se bajó del caballo, el oficio de lidiar reses bravas a pie fue adquiriendo poco a poco una nueva forma de expresión, distinta y más variada en comparación con la de su país de origen, inspirada en la forma de ser y sentir del mexicano. Sin perder su raíz hispana, el toreo mestizo, de fulgurante sincretismo, fue evolucionando hasta adquirir su identidad, al tiempo en que los lidiadores nativos desarrollaban un estilo propio para interpretar las suertes. El toreo de México se convertía en una clara proyección idiosincrásica.
Naturalmente, tales formas de interpretación del toreo en México han variado en función del toro de cada época. El que lidiaba Ponciano Díaz a fines del siglo xix no es el mismo que contribuyó a la consagración de Manolo Martínez, nueve décadas después. A través de un largo e interesante proceso de selección y mejoramiento genético, los criadores nacionales, encabezados por el eminente Antonio Llaguno, fueron diluyendo las asperezas de un animal salvaje, hasta que obtuvieron un toro cuyo instinto de pelea sigue representando un reto para sus lidiadores, pero que además atesora una calidad artística propicia para la realización de faenas de muleta bellas y ligadas.
Alquimistas del campo, los ganaderos mexicanos crearon un toro distinto al español, con más duración y clase, con un gran fondo de bravura, apreciada por todo el mundo taurino.
[Entre otras grandes aportaciones al toreo, la de] La aportación de Llaguno marcó el inicio de una nueva etapa en la historia del toreo en México que se extiende hasta la época actual, donde el ritual taurino se resiste al anacronismo y conserva su raíz dramática y su belleza estética, a pesar de que una corriente antitaurina emergente y cada vez más numerosa y poderosa hace sonar redobles de tambor, proclamando su desaparición.
Por todas las notas:
M. en H. José Francisco Coello Ugalde
[1] Julio Revolledo Cárdenas: La fabulosa historia del circo en México. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2003. 511 p. Ils., fots., facs. (Col. Escenología), p. 111.
[4] Véase Armando de María y Campos: Los payasos, poetas del pueblo. (El circo en México). Crónica. México, Ediciones Botas, 1939. 262 p. Ils., grabs. facs.
[5] Véase José Francisco Coello Ugalde: Atenco: la ganadería de toros bravos más importante del siglo XIX. Esplendor y permanencia. México, 2006 (tesis de doctorado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 251 PÁGINAS + 134 (ANEXOS).
[6] Joseph Lebrón Cuervo: Apología jurídica de los derechos que tiene el señor conde de Santiago del pueblo de Calimaya (…) para percibir los tributos del mismo pueblo y sus anexos, contra la parte del Real Fisco, y la del señor duque de Terra-Nova, marqués del Valle de Oaxaca. México, Nueva Madrileña de D. Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1779. 124 p., p. 9.
[7] José Francisco Coello Ugalde: Antología de la poesía mexicana en los toros. (Siglos XVI-XXI). Prólogo de Lucía Rivadeneyra y epílogo de Elia Domenzáin, con ilustraciones de Rosa María Alfonseca Arredondo, Fumiko Nobuoka Nawa, Rossana Fautsch Fernández y Miguel Ángel Llamas. 1ª edición. México, 2006. 776 p. (Edición de 20 ejemplares fuera de comercio), p. 618-657. En la 3ª edición (inédita, y que lleva el nuevo título de: Tratado de la poesía mexicana en los toros. (Siglos XVI-XXI), 1485 p., p. 1284-1360.
[8] Benjamín Flores Hernández: «La vida en México a través de la fiesta de los toros, 1770. Historia de dos temporadas organizadas por el virrey marqués de Croix con el objeto de obtener fondos para obras públicas», México, 1982 (tesis de maestro, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 262 p.
[9] José Francisco Coello Ugalde, Benjamín Flores Hernández y Julio Téllez: Un documento taurino de 1766. Interpretación histórica y reproducción facsimilar. México, Instituto Politécnico Nacional-Centro de Estudios Taurinos de México, 1994. 132 p. Ils., facs. En tal investigación me ocupo del personaje aquí citado, Tomás Venegas El Gachupín Toreador.
[10] El Mosaico Mexicano, D.F., T. II., del 1º de enero de 1837, p. 1-8.
[11] Además: José Francisco Coello Ugalde: Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana (Desde el siglo XVI hasta nuestros días). Madrid, Anex, S.A., España-México, Editorial “Campo Bravo”, 1999. 204 p. Ils, retrs., facs.
[12] José Francisco Coello Ugalde: “Cuando el curso de la fiesta de toros en México, fue alterado en 1867 por una prohibición. (Sentido del espectáculo entre lo histórico, estético y social durante el siglo XIX)”. México, 1996 (Tesis de Maestría, Universidad Nacional Autónoma de México. División de Estudios de Posgrado. Facultad de Filosofía y Letras). 238 p. Ils.
[13] Y si aún hubiese quien dudara al respecto, no puedo dejar de mencionar que una “Ley de Dotación de Fondos Municipales” expedida el 30 de septiembre de 1863 contemplaba, en la parte relacionada a “Diversiones Públicas” (en particular, el art. 57 lo que sigue: Por cada corrida de toros se pagarán cien pesos; se entiende por corrida la lid que pase de cuatro toros; y si fuere de este ó menos número, se pagará la contribución al respecto de diez pesos por cada toro, sea o no de muerte). Quien dio a conocer tal documento fue Manuel G. Aguirre, Prefecto político de México. Fue puesto del conocimiento público en el Palacio Imperial de México, a 25 de septiembre de 1863. Juan N. Almonte.-Mariano Salas.-Juan B. Ormaechea.-Al Subsecretario de Estado y del Despacho de Gobernación.