Archivo mensual: febrero 2011

IMÁGENES TAURINAS MEXICANAS. REVELADO Nº 12.

IMÁGENES TAURINAS MEXICANAS. REVELADO Nº 12: Magdaleno Vera, picador de toros.

 Por: José Francisco Coello Ugalde

Un picador de toros hacia 1875 que combina el pantalón

charro y una casaquilla torera primitiva (sic).[1]

   Originalmente, este daguerrotipo estaba ubicado en 1875. Sin embargo, un detenido análisis permite reubicarlo entre 1857 y 1859. Fue obtenido por el francés Désiré Charnay bajo el título de “Tipos populares”, y hasta ahora viene a ser la primera imagen con tema taurino tomada en México, antes de la de “Galini, y Cía” del 25 de diciembre de 1864 y la estereoscopía que nos muestra el interior de la plaza de toros del “Paseo Nuevo”, hacia 1870 que pronto será motivo de análisis.

   El personaje, según la conclusión a que puedo llegar no es otro que Magdaleno Vera, famoso picador de toros, tanto o igual que Juan Corona, el de la “famosa vara de otate”. Ambos, integrantes de la cuadrilla de Bernardo Gaviño.

   Esta imagen ayudará a entender un poco el asunto que traté en el “Revelado” anterior, al referirme al uso de una vara cuyo remate era la parte metálica en forma de una pequeña bola, lo que en su época se denominó “limoncillo” (además, en “Figuras, figuritas y figurones”, donde veremos un poco de la vida azarosa y rocambolesca de un aventurero del toreo, también nos toparemos con que en la foto aparecen algunos picadores empuñando la misma arma).

   Y miren ustedes a don Magdaleno, vistiendo una chaquetilla con los bordados típicos de la época, sin carga ni recarga de otra cosa que las costuras abultadas de los hilos que pendían de dicha prenda. Quizá lleve un pantalón de tela flexible llamada en la época “taurina”, faja de varias vueltas y un sombrero de fieltro, de copa baja y redonda, no se sabe si de una o dos toquillas que da a ese rostro adusto, con fuerte carga del mestizo el continente perfecto para reconocerlo picador de vara larga. La imagen no puede ser más explícita si vemos que a su izquierda está colocada la silla de montar y una anquera, ese elemento que se convirtió en protección primitiva de los caballos durante las tardes de toros al mediar el siglo XIX. La anquera no es más que una pieza de cuero, que va sujeta a la silla de montar, con objeto de cubrir las ancas y que le quita las «cosquillas» a los caballos.

28 de febrero de 2011.


[1] Heriberto Lanfranchi. La fiesta brava en México y en España. 1519-1969, T. I., pág. 177.

 

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UN “MONOSABIO” DA LA ÚNICA VUELTA AL RUEDO.

CRÓNICA. 17ª de la temporada 2010-2011. Pablo Hermoso de Mendoza (a caballo). A pie: Rodolfo Rodríguez “El Pana” y “Pepe” López. 2 de Los Encinos, 4 de Malpaso y uno de Ordaz.

 UN “MONOSABIO” DA LA ÚNICA VUELTA AL RUEDO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    El “mal fario” es aquella sentencia que corre para marcar la mala suerte, el infortunio convertidos en la peor forma para que cierta cosa no nos salga bien. Ese parece haber sido el signo que privó durante toda la tarde del 20 de febrero de 2011, donde ni Pablo Hermoso de Mendoza, ni Rodolfo Rodríguez “El Pana”, ni tampoco “Pepe” López pudieran remontar el vuelo. Con decirles que la única vuelta al ruedo la dio un monosabio, el venerable don Juan Sigler Maldonado el que, a los 85 de su edad y 67 de labores propias de ese gremio decía adiós. Así que, entre sus muchas anécdotas por contar, esta será precisamente una de las que más grato sabor a gloria tendrán para él.

   Como lo afirmé en mi Editorial que desde ayer está “colgada” en la página de inicio de las APORTACIONES HISTÓRICO-TAURINAS MEXICANAS, esta tarde fue particularmente singular por el hecho de una asistencia mayoritariamente joven que, al percibir su actitud frente al espectáculo que estaban viendo, dominaba el asombro, la incredulidad, e incluso el no saber cómo responder ante una serie de hechos que se desarrollaban en medio de la más natural de sus realidades.

   Pero un efecto contundente, capaz de crear alteraciones, se dejó sentir en forma totalmente misteriosa y rotunda.

   En Pablo Hermoso todo fue armonía y, a cual más elemento de su cuadra, todos los caballos lucieron aunque más de uno también estuvo a merced de los arreones del lote que tuvo en suerte, es decir, dos ejemplares justos en presentación de Los Encinos pero que, a diferencia de otros ganados, estos tuvieron cuerda, se dejaron torear. Pablo iba y venía, consumando diversas suerte aplicando además, las virtudes del lucimiento, se comunicaba con el público y este respondía de forma natural con sus aplausos. Pero la gran ovación, el arrobamiento no aparecían por ningún lado. Como en ambos no se mostrara ni hábil ni certero con la hoja de peral o rejón de muerte, el hecho es que la escasa demanda de una oreja no prosperó en el que abrió plaza y apenas consiguió salir al tercio cuando se iban los restos del cuarto en esta jornada.

   ¿Qué estaba pasando? ¿Es que ahora se medía a Hermoso de Mendoza con la vara de Diego Ventura?

   No puedo negar que me gusta más el quehacer del navarro que el del andaluz. Aquel es sereno, este impulsivo. Pero esta no fue la tarde para Hermoso de Mendoza, ni lo fue tampoco para Rodolfo Rodríguez…

   Y es que “El Pana”, aunque habiendo pedido toros de Malpaso, tengo la impresión de que, por lo menos a su primero no lo quiso ni ver, a pesar de las mentiras piadosas que se formaron alrededor de las condiciones de ese toro. Era un “dije”, bonito de lámina y que embestía, pero para “El Pana” y su gente, no veía. Que pudo ser un buen toro, indudablemente, y así se dejó ver en manos de Luis Gallardo, el sobresaliente que hizo lo que pudo antes de quitárselo de enfrente con varios pinchazos y una estocada. Pero “El Pana” y compañía argumentaron que también había salido con el pitón desprendido, luego de que se supo que en los corrales arremetió con tal fuerza el “Catavino” y que por tal detalle, salió resentido, o dando muestras de ese encontronazo, hasta que, habiendo dado el otro en el burladero de la contraquerencia sucedió que sin haber sido demasiado fuerte el impacto, se desprendió el pitón izquierdo desde la misma cepa.

   Desde esos momentos, y qué bueno que “El Pana” se persignó porque después ya no hubo nada. Salió un animal escurrido de carnes, pero descarado de cuerna, proveniente de las dehesas de Luis Felipe Ordaz al que Rodolfo no tuvo más remedio que espantarle las moscas, mismo asunto que se repitió en el quinto, con otro de Malpaso y donde el tlaxcalteca pasó inédito. Esos factores influyeron muchísimo para que la asistencia lo tratara como lo trató: en forma muy dura y despiadada.

   Lamento mucho que el desempeño de “Pepe” López haya sido como el de un fantasma, porque simple y sencillamente no lo vimos. Más no puedo decir al respecto, pero es lamentable que habiendo posibilidad de una nueva carta, ésta se quedara prácticamente inédita. “Pepe” López debe saber con toda claridad el compromiso que se echó encima, sabe el grado de competencia, de lucha infranqueable que sostienen los toreros en su afán de colocarse o querer colocarse siempre en puestos estratégicos de primer orden, que lo demás son medias tintas. Y si “Pepe” no sufre una auténtica conversión, seguirá siendo el mismo “Pepe” López.

 22 de febrero de 2011.

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EFEMÉRIDES TAURINAS NOVOHISPANAS, 5.

EFEMÉRIDES TAURINAS NOVOHISPANAS, 5.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    En buena parte de los años virreinales, se aplicó un criterio denominado “Fiestas de tabla” o “Tabla de fiestas movibles” con las que la iglesia fijaba la celebración de un conjunto muy importante de festejos más religiosos que profanos; más de índole católica que oficial. Y aunque 1654 no es particularmente un año pródigo en conmemoraciones, Gregorio Martín de Guijo recoge en su imprescindible “Diario” las siguientes noticias.

 1654

 -Fiesta de la Concepción entre grandes demostraciones de la Real Universidad (17 de enero).

-Máscaras “a lo grave” y a “lo faceto” (29 de enero).

-Cumpleaños del rey en medio de saraos con asistencia mayúscula (8 de abril).

-Dedicación de la Iglesia nueva de la Merced (30 de agosto).

-Salida del Conde de Alva de Lista en medio de gran demostración popular (17 de octubre).

-El suceso de las cuarenta horas (6 de septiembre).[1]

Tabla de fiestas guardadas por la Real Audiencia, Corte y Tribunales y Ministros.

Asistencias, vacaciones y días de precepto que concurren con cada mes. Principios del siglo XIX.

(Fuente: Centro de Estudios de Historia de México, CARSO).

    No fue sino hasta el 16 de agosto de 1822 en que el Soberano Congreso Constituyente estableció un nuevo criterio de “Días feriados, fiestas de tabla y felicitación, así como las notas cronológicas en los calendarios” de la siguiente manera:

 El soberano congreso constituyente mexicano, en vista de la consulta hecha por D. Mariano José Zúñiga y Ontiveros sobre días feriados, fiestas de tabla y de Corte, y notas cronológicas que deban fijarse en lo de adelante en los candelarios, ha tenido á bien decretar y decreta lo siguiente.

1º.- Continuará por ahora en México la festividad eclesiástica del santo mártir Hipólito, por ser su titular.

2º.- Continuarán también siendo días de tabla el de la Purificación de nuestra Señora, domingo de Ramos, jueves y viernes santo, el de S. Pedro y S. Pablo, la fiesta de Corpus Cristi y su octava, el de la Asunción de nuestra Señora, el de santa Rosa de Lima, y fiestas de la Virgen de los Remedios y de Guadalupe, agregándose á estos el 17 de Setiembre, en que habrá de celebrarse en las parroquias todas del imperio un aniversario por las víctimas de la patria.

3º.- Serán días de Corte todos los acordados por este soberano congreso en decreto de 1º de Marzo de este año, el 27 de Setiembre por la entrada triunfante del ejército de la capital, y el 12 de Diciembre, el más grande para esta América, por la maravillosa aparición de María Santísima de Guadalupe.

4º.- Proseguirán las notas cronológicas que se han hecho en los años anteriores; pero la época que antes se decía de conquista se designará en esta forma: de la dominación de los españoles en este imperio, año (…) y en el lugar correspondiente se pondrán estas otras: del glorioso grito de independencia en la América del Septentrión, año (…)

De su absoluta independencia, año (…)

De la instalación del soberano congreso constituyente, año (…)

5º.- Se arreglarán á los artículos anteriores todos los que quieran formar calendarios, como libremente pueden hacerlo.[2]

    Sin embargo, entre las fiestas que ocurrieron el año del señor de 1654, no debieron faltar las taurinas, pues al menos 5 de los 6 a que se refiere Guijo muestran los suficientes elementos para que así sucediera dadas las razones que matizaron cada uno de esos acontecimientos. La Real Universidad no fue ajena a los festejos taurinos, y más cuando el viejo edificio universitario estaba aledaño a la plaza de toros de el Volador. El cumpleaños de un rey –en este caso Felipe IV-, no pasaba desapercibido. Así que un conjunto de fiestas para la ocasión no debe haber faltado, como tampoco se desdeñaba celebrar cuando se dedicaba una iglesia o un templo. Tal es el caso del de la Merced y luego esa salida que encabezó don Luis Enríquez de Guzmán para realizar alguna misión o inspección que eran costumbre. Sabiendo de las aficiones del Conde de Alba de Liste a los toros, nada difícil sería especular sobre el hecho de que antes de su salida, así como disfrutó de un buen chocolate, debe haberlo hecho acudiendo a algún festejo taurino.


[1] Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República. Ordenada por los licenciados Manuel Dublán y José María Lozano. Véase: http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1822_123/Decreto_Días_feriados… y http://www.biblioweb.dgsca.unam.mx/dublanylozano/

[2] Gregorio Martín de Guijo: DIARIO. 1648-1664. Edición y prólogo de Manuel Romero de Terreros. México, Editorial Porrúa, S.A., 1953. 2 V. (Colección de escritores mexicanos, 64-65), p. 264. Domingo 6 de diciembre a las dos horas de la tarde, hizo junta el virrey del cabildo eclesiástico y todos los prelados de las religiones y doctrinas de dentro de la ciudad, para disponer desde 1º de enero se diese principio, empezando por la catedral, a tener descubierto el Santísimo Sacramento tres días cuarenta horas, y acabado en la catedral las parroquias, y luego las religiones y conventos de monjas y partes donde hubiese Sagrario, y acabado el turno volviese otra vez a dar principio la catedral de suerte que todo el año estuviese descubierto y se celebrase con toda autoridad y sermón que quedó asentado.

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IMÁGENES TAURINAS MEXICANAS. REVELADO Nº 11: ¡¡¡BAJAN!!!

IMÁGENES TAURINAS MEXICANAS. REVELADO Nº 11: ¡¡¡BAJAN!!!

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Es la tarde del 11 de octubre de 1908. Impresionante caída de “latiguillo”[1] que sufrió el picador apodado “Veneno”. Eran los años heroicos de principios de siglo XX mexicano. Se trata de la plaza de toros “El Toreo” de la colonia Condesa. Más datos, no me los pregunten, porque no los tengo. Sin embargo, la imagen nos presenta una dura realidad de lo intenso que podía llegar a ser ese tercio de varas, donde la cabalgadura no contaba todavía con el agregado del peto, protección que fue implantada en nuestro país hasta el 12 de octubre de 1930.

   El resultado del tumbo fue un “batacazo”[2] de “órdago”,[3] aspecto que evitó, en la medida de lo posible el espada Antonio Boto “Regaterín” y las infanterías que también aparecen atentas. Los toros de esa jornada pertenecieron a Santín, y según lo que relata la crónica aparecida en el Sol y Sombra, año XII, del 19 de noviembre de 1908, Nº 656, es que “nos convencimos de que en esa vacada empieza a faltar la sangre y el poder”.

   Más adelante EL RESERVA, que es el responsable de la nota, dice que entre todos los toros (que fueron siete) tomaron veintinueve varas, a cambio de once tumbos (el de la imagen es uno de ellos) y siete “mosquitos”[4] despanzurrados.

   Me parece que hoy día simplemente no podríamos soportar escenas como estas, superadas, por fortuna, por la aplicación certera y serena de elementos propios de la civilización, capaces de mejorar un conjunto de imágenes que fueron terribles y que aquellas generaciones de aficionados fueron capaces de tolerar.

   Las crónicas taurinas que, desde el último tercio del siglo XIX comenzaron a aparecer aisladamente por un lado. Y luego con una buena carga de rechazo por otro en diversos periódicos nos dan cuenta de que, para que una corrida fuera buena, era necesario que murieran buena parte de los caballos adquiridos para el efecto. Cierta parte de la bravura se medía en función de ese factor, pero también se utilizaba el “limoncillo” y no la punta piramidal de hoy día, que además ya está complementada con la cruceta. Por tanto, el efecto del “limoncillo” daba por resultado que la acumulación de puyazos se multiplicara considerablemente, junto con la de caídas, tumbos y caballos destripados. A eso, también es preciso puntualizar que los picadores se hicieron de una práctica que los llevó a convertirse en verdaderos dominadores, hecho que se corroboraba por la sencilla razón de que si defendían una cabalgadura, y además salían con dicho caballo en más de dos tardes, esto significaba que su capacidad no sólo estaba en dar puyazos, sino en el manejo de las riendas, y el de una correcta ejecución de la suerte, al grado de que, aquellos caballos, montados por estos personajes, salían vivos no sólo en una, sino en dos o hasta más tardes.

   Ocho días más adelante, y en el semanario La Fiesta Nacional, año V, del 24 de noviembre de 1908, Nº 234, dando cuenta del festejo ocurrido el 18 de octubre, FESTIVO, el “reporter” y corresponsal de aquella emblemática publicación madrileña, apuntaba:

   “La suerte de varas, una de las más hermosas en el toreo, ha sido injustamente relegada, y sin embargo, apenas si tiene importancia en las corridas! De esto no debe culparse al público, que siempre aplaude las buenas varas y censura las malas con acritud, sino a los piqueros, que a fuerza de marrullerías y entregar caballos, han conseguido que se mire casi con repugnancia lo que debía levantar un montón de palmas, si al ejecutarlo lo hicieran como el arte lo manda y no según los consejos de Santa Jinda. Todas estas reflexiones son debidas a que, cosa rara, hoy hemos visto un piqueros que, ansiosos de palmas, señaló los altos en seis ocasiones, picó con un palmo de palo y procuró siempre salvar al caballo, cosa que deben comprender los pincha ratas, es en ellos un deber, aunque en los tiempos que corren parezca lo contrario. Veneno, que es el piquero a que me he venido refiriendo, tiene afición y conocimientos; pero aquella debieran tenerla todos los que toman el arte de picar como profesión, y estos (los conocimientos), los llegarían a tener sólo por la afición, que casi nada es imposible al hombre de voluntad. Pero plumas más bien cortadas que la mía han hablado en vano sobre este asunto; así es que después de felicitar a Veneno, entraré de lleno en mis funciones, puesto que seguir sería ·hablar en un desierto”.

   En el próximo Revelado… podremos apreciar el detalle a que me he referido al citar aquella parte de la puya denominada “limoncillo”, para lo cual he tenido la fortuna de hallar un auténtico “garbanzo de a libra”.


[1] Dícese de la caída del picador que, por efecto de la acometida del toro, es arrojado del caballo por la grupa y choca contra la arena de espaldas a todo lo largo de su cuerpo.

[2] Golpe fuerte y con estruendo que dan los picadores cuando caen.

[3] Locución adjetiva coloquial que se refiere a lo extraodinario o aquello fuera de lo común.

[4] Término coloquial de aquella época con que se podía describir a los caballos, jamelgos no siempre en buenas condiciones, y más de uno en famélicas condiciones, de ahí que la comparación con el mosquito lo diga todo.

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INUSITADO ENCUENTRO CON IGNACIA RUIZ: TORERA Y ATRACANTE.

DE FIGURAS, FIGURITAS y FIGURONES., 6.

 INUSITADO ENCUENTRO CON IGNACIA RUIZ: TORERA Y ATRACANTE.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Detrás de este retrato, que es uno de los cientos, quizá miles que recogen los registros penitenciarios de la segunda mitad del siglo XIX mexicano, se encuentra la afortunada mujer que un día probó la gloria de manera efímera y hasta compartió las palmas con el más importante torero que desarrolló fuerte hegemonía por cincuenta años. Me refiero a Bernardo Gaviño, quien vistió el traje de luces la friolera de 721 ocasiones según la más acabada revisión que he realizado al respecto de su trayectoria profesional. A continuación presento una muestra de auténtica curiosidad, que será el motivo del presente análisis.

 PLAZA DE TOROS DEL PASEO NUEVO, D.F. Domingo 19 de febrero de 1865. Dos arrogantes toros de Atenco por la cuadrilla de Bernardo Gaviño y mojigangas como la travesura campestre de tres toros para el coleadero, entre otros entretenimientos.

   El programa dice:

“1º.-Dos arrogantes toros de Atenco por la cuadrilla de Bernardo Gaviño.

“2º.-La lid de un becerro por la compañía de mujeres, el que después de picado, banderillearán a caballo “La Limeña”, en competencia con Ignacia Ruiz “La Barragana”.

“3º.-El segundo becerro, después de picado, será banderilleado por Victoriana Gil, parada en una silla. Enseguida se lanzará el becerro y será jineteado por la ranchera Antonia Gutiérrez.

“4º.-Se procederá a la gran travesura campestre de tres toros para el coleadero.

“5º.-Lidia del tercer toro de muerte por la Cía. de Gaviño.

“6º.- y último.-Toro embolado”.[1]

    Es una lástima que quien un buen día alcanzó el reconocimiento popular, otro lo cambiara por el desprecio que la sociedad tuvo al encontrarla culpable de robo. La que un día se integró a la interesante relación del protagonismo femenino en los toros, sumándose a nombres como los de: Victoriana Sánchez, Dolores Baños, Soledad Gómez, Pilar Cruz, Refugio Macías, Ángeles Amaya, Mariana Gil, María Guadalupe Padilla, Carolina Perea, Antonia Trejo, Victoriana Gil, Antonia Gutiérrez, María Aguirre «La Charrita Mexicana» y la española Ignacia Fernández “La Guerrita”, a lo largo de la segunda mitad del siglo antepasado, no es ahora más que una simple y desgraciada delincuente que tiene que dejarse retratar, cubrir con el rebozo la poca o mucha vergüenza que podía mostrar ese rostro moreno, de rasgos indígenas y cuyo nombre y remoquete juntos, recuerdan el de alguna célebre suripanta o “margarita” decimonónica dedicadas a las muchas y variadas formas de ejercer el efecto del amor…, aunque fuera comprado.

   Identifíquese.

   Me llamo Ignacia Ruiz, me dicen “La Barragana”

   Estoy aquí por robo. Apenas unos pocos años atrás probé fortuna en los toros, aunque sin demasiada suerte, pero la vida me ha llevado por senderos sinuosos que no siempre resultan ser los mejores. Desgraciada de mí que hoy enfrento la sentencia de usted, señor ministro, a quien pido clemencia, la necesaria para no padecer más penurias.

   El Juez parece decirnos: Ese rostro aparenta inocencia pero también un dolor que tuvo que tragarse la –ahora sí- inconmovible mujer que cometió el delito de que se le acusa.

   Al parecer, su caso fue muy controvertido, ya que para Eduardo Ruiz, a la sazón secretario del Chinaco Vicente Riva Palacio, juarista a ultranza-, la tal Barragana era patriota y no maleante, en tanto que para Pablo Robles –también de tendencia liberal y republicano-, sólo era una marimacho feroz, sanguinaria y carente de propósitos libertarios.[2] Por aquellos años, con caminos infestados de bandidos, no faltaban también algunas asaltantes. Tal es el caso de “un” maleante solitario que cada semana atracaba la diligencia que iba a Morelia hasta que, calcula Khevenhüller en su “Diario”-, juntó una buena suma de dinero y decidió cometer su última fechoría, en la cual reveló su identidad al perplejo grupo de pasajeros: ¡era una mujer y la pistola que utilizaba en sus robos estaba descargada! Otro caso es el de la Carambada, que operaba por los alrededores de Querétaro y que, cometida su fechoría, “esgrimía la pistola en una mano y se descubría un pecho con la otra. “Mira quién te despojó”, gritaba con entusiasmo, lo que era todo un ataque contra el machismo.[3]

   El hecho demuestra que eso de los toros no se le dio a Ignacia Ruiz como sí ocurrió con Lupe “La Torera”, de ahí que tuviese que delinquir para sobrellevar la vida en medio de sus limitadas circunstancias. Ese es en buena medida, otro de los reflejos de la necesidad movida por la pobreza.

   En el intenso quehacer de la investigación, de pronto aparece este interesante retrato[4] que de buenas a primeras me ha causado una curiosidad más allá de lo normal. Y una vez más me lleva a la confirmación de que una parte del gremio taurino es muestra cabal en donde pululan delincuentes de baja estofa o se hace notar otro sector por su fuerte carga de analfabetismo e ignorancia.

   Ahora bien, la pregunta que sigue aquí es en relación a su alias: “La barragana”. ¿”Barragana” de quién?

   La fotografía del último tercio del siglo XIX tuvo entre otras funciones, la de un registro sobre aquellos personajes de la sociedad cuyo destino de pronto estaba enfrentado a situaciones ingratas, tales como el robo, el asesinato, la prostitución. En el caso de Ignacia Ruiz quedó la “mancha” de haber sido acusada de robo, aunque hasta el momento no ha sido posible confirmar si en los registros sobre prostitución, y debido a su seudónimo confesado, también aparece algún retrato que confiere como en el caso, el uso de una escenografía en la que quedan registrados varios componentes:

a)La extracción social de donde proviene el acusado (el caso de “La Barragana”, nos refleja el de una mujer humilde, puesto que el rebozo es prenda distintiva de aquellas, a diferencia de los vestidos de grandes vuelos entre las de dudosa reputación que además en auténtico desparpajo, luces sus encantos).

b)Aquí se emplea una silla. En el caso de las prostitutas, aparecen algunas columnas y pedestales como elemento de decoración, sin faltar los telones de fondo. El control que debió tener la autoridad sobre aquellos personajes nos lleva a pensar que, haciendo el uso pertinente del estereotipo fotográfico que imperaba por entonces, no podía romper con ciertos moldes, esquemas o modelos establecidos, de tal forma que ello nos permite conocer la delincuencia en cartes de visite estilizadas hasta donde lo permitía el decoro.

   Vago y efímero podría resultar el texto que ahora empiezo a rematar, pero es que el hallazgo no pudo ser más afortunado. Conocer a los personajes que rondaron cerca de otro gran protagonista del toreo en México como lo fue Bernardo Gaviño me llena de gusto por el hecho de que este valioso retrato se une a la ya amplia iconografía que con todo y las circunstancias que se desprenden de él, nos permite acercarnos a otro más de los protagonistas de ese largo periodo taurino encabezado por el diestro de Puerto Real. Aunque caras vemos…


[1] Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España. 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. T. I., p. 170.

[2] Orlando Ortiz: Diré Adiós a los señores. Vida cotidiana en tiempos de Maximiliano y Carlota. México, Santillana Ediciones Generales, S.A., de C.V., 2007. 291 p. (Punto de lectura, 402), p. 46.

[3] Op. Cit., p. 45-6. Además: Pablo Robles: Los plateados de tierra caliente. México, Dirección General de Publicaciones y Bibliotecas / SEP y Premiá editora, 1982. (La Matraca, 8).

[4] Se encuentra en el fondo Felipe Teixidor del Archivo General de la Nación. Autor no identificado. México., ca. 1870. Impresión a la albúmina 4 x 2.5 pulgadas.

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LA JURA DE AGUSTÍN I EN 1823.

EFEMÉRIDES TAURINAS DECIMONÓNICAS Nº 6.

LA JURA COMO EMPERADOR DE AGUSTÍN ITURBIDE Y SU POLÉMICO DESENLACE. SEGUNDA de CUATRO PARTES.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE

 Esta efeméride se remonta al 24 de enero de 1823.

    En la primera parte de esta pequeña serie, pudimos ver las condiciones en que se manejó el imperio de Agustín de Iturbide, y la única conclusión que puede haber al respecto es esa falta de madurez, tanto del personaje como del proceso de emancipación, lo que implicaba una mejor condición de estabilidad política, económica y social que permitieran un parto independentista menos doloroso. Sin embargo, la jura del emperador produjo entre su desarrollo un buen conjunto de corridas de toros. Infinidad de fiestas que ocurrieron en el virreinato e incluso en buena parte del siglo XIX, se desarrollaron con el propósito de apoyar la obra pública en diversas manifestaciones.

   No hay que olvidar que un acueducto, un conjunto de calles empedradas, o hasta el apoyo para bancos de sangre, o para la vestimenta de diversos elementos de un ejército, se vieron impulsadas en tanto obras, desde la celebración de una o varias corridas de toros. De ese modo, con la asunción de Agustín I, se organizaron los festejos no sólo fijados por y para el ritual, sino los que la costumbre había establecido desde siglos atrás. Por tal motivo, y a consecuencia del beneficio favorable que arrojaron esas fiestas taurinas, el Supremo poder Ejecutivo tuvo oportunidad de discutir el destino del saldo favorable, a partir de una exposición que aclara aquella práctica sumida en los usos y costumbres de la época. Para mejor entenderlo, recojo aquí parte de esa discusión.

 GACETA DEL GOBIERNO SUPREMO DE MÉXICO, D.F., T. I, del 26.04.1823, p. 1:

CORRIDAS DE TOROS EXTRAORDINARIOS.

El Supremo poder Ejecutivo, ha dispuesto la publicación de los documentos siguientes:

1º Representación que el Excmo. Ayuntamiento de esta corte hizo a la Excma. Diputación Provincial, al remitir el expediente formado sobre gastos ocasionados en la jura del Sr. Iturbide, ocurrida el 24 de enero de 1823.

    Cumpliendo este Ayuntamiento con lo que V. E. pide en oficio de 3 del corriente, acompaña el expediente que se formó para la jura del Sr. D. Agustín Iturbide; como igualmente los acuerdos de las respectivas cuentas de los gastos que se erogaron en la solemnidad y demás conducente a la materia. Por todo ello verá V.E., que el gasto total ascendió a setenta y cuatro mil pesos, de cuya suma solo se ha podido devengar la de veinte y siete mil, que produjo la plaza de toros, siendo el descubierto de cuarenta y seis mil ps., y de esta partida, se está debido a los particulares que prestaron diez y seis mil doce pesos, y el resto ha sido el gasto que sufrieron los fondos del común.

   Ambas deudas son de la mayor consideración, ya por lo respectivo a los préstamos, quienes con sobrada justicia quieren se les cumpla lo prometido, en lo que interesa el honor de este Ayuntamiento, tan desconceptuado por desgracia de mucho tiempo atrás; ya por el descubierto de las cajas de la Ciudad, las que por lo mismo no pueden llenar sus deberes en los diversos ramos que hoy llaman imperiosamente su atención, y de no hacerlo, la población se halla expuesta al más inminente peligro, como se convence por las razones siguientes:

   La limpia de los ríos que circulaban a la ciudad, deben limpiarse anualmente para impedir la inundación que de otro modo sería inevitable; mas como en los años anteriores no se pudo verificar con la exactitud correspondiente, ha llegado el caso de que los que antes eran ríos, hoy se ven convertidos en zanjas tan estrechas y ensolvadas, que es imposible puedan encerrar todo el caudal de agua que a ellas viene, y lo será mucho más, el que debe haber en este año para el que se pronostican aguas abundantes y muy tempranas, como ya lo estamos palpando. El conducto desde la Magdalena, hasta la calzada de ntra. Sra. de Guadalupe, está tan perfectamente ensolvado, que por el ojo del puente, no puede pasar una naranja: ¿y podrá pasar toda el agua que allí se reúne, y forma una columna inmensa? El ayuntamiento en virtud de los conocimientos que tiene, y la exposición que se le ha hecho, de resultas de la última vista de ojos que practicó la comisión en 8 del próximo pasado marzo, hace presente a V. E., y lo hará oportunamente al público, que si los ríos y demás acueductos no se limpian prontamente y como corresponde, la ciudad y mucha parte de sus inmediaciones va a padecer la más terrible inundación, la que tendrá que sufrir irremisiblemente, así por su naturaleza y causas, como porque los fondos del común no tienen de donde sacar el mucho dinero que importará precisamente el desagüe.

   En cuanto a la limpia de atargeas parece inútil recomendar la necesidad: cualquiera que haya andado las calles de México, se habrá convencido de que no pueden verse en peor estado, y todos convendrán en que el ensolve de ellas, no solo es otro nuevo motivo para la inundación que se pronostica, sino que los mismas del material corrompido que depositan, amenazan una epidemia destructora, si no es que la escarlatina que tanto ha afligido al vecindario más ha de un año, tiene su origen de este principio. Este urgentísimo ramo de atargeas, está íntimamente unido con el de las azequias principales, con las que se comunican, de manera, que nada se conseguiría limpiando las atargeas, y no las azequias; por que en tal caso el nivel de estas queda más alto que el de aquellas, y por consecuencia precisa, resulta, que las aguas de dentro de la ciudad, no solo quedan estancadas y sin salida, sino que la de las azequias entra a las atargeas: esto hace inevitable la limpia simultánea de azequias, atargeas y ríos, y todo con la mayor prontitud por lo avanzado de la estación: y para que el ayuntamiento no se le acuse de omiso, debe hacer presente, que para estos y otros gastos igualmente urgentes, contaba con lo producido de las corridas de toros, que debieron verificarse en la pascua, y después confiado en la licencia que se le ofreció oportunamente, y se estorvó por las ocurrencias posteriores.

   A todas estas necesidades se agrega la de empedrados, banquetas, alumbrado y demás que presentan el cuadro más desagradable; el insoportable gasto de sesenta mil pesos anuales en los Hospitales, y cerca de diez y ocho mil en la cárcel, de cuyas atenciones, no se puede prescindir, y todas son del momento, a no ser que a los locos se echen a la calle, los enfermos lazarinos y antoninos se mezclen con nosotros, el miserable pueblo no se cure en sus enfermedades, y que los presos se mueran de hambre en las cárceles. De público y notorio se sabe que, de mucho tiempo atrás los fondos de la ciudad están exhaustos por los repetidos gastos que ha tenido; hoy no se pagan réditos ni deudas sagradas; no pueden cumplirse las atenciones de policía; esto lo ve el pueblo, lo resiente, murmura, maldice, y toda la execración recae en los regidores, a quienes se acusa de omisos, indolentes, e ineptos: se insultan, y con razón, se avergüenzan de presentarse al público; pues no falta quien diga, que los padres de la patria, se han convertido en sus mayores verdugos.

   Querer que las urgentes necesidades del día, se socorran con los caudales de la ciudad, es pensar en lo excusado. No pagar las deudas contraídas últimamente, es el acto de injusticia más odioso, y que acabará de destruir la opinión, no dejando confianza para que los vecinos auxilien en lo sucesivo: dejar que las cosas sigan su curso natural, es destruir la ciudad, envolviéndola en ruinas irreparables. Luego es de absoluta necesidad ocurrir a tamaños males con el arbitrio que se proporcione. El Ayuntamiento no encuentra otro, que el de las corridas de toros en la plaza que formó para la jura: cualquiera consideración que resista este proyecto, debe cesar al imperio de la necesidad, siempre que el impedimento no sea esencial y de trascendencia.

   Acaso se pulsará el inconveniente de que la ubicación de la plaza, provoca a la diversión con perjuicio del pueblo; pero como a este no se le obliga con una fuerza coactiva, ni la exacción lleva otro objeto, que su propio bien, la ocasión que se le ofrece, es tan laudable, como necesaria: de lo contrario, sería preciso cerrar las casas donde se fomenta el lujo, las tiendas, el parian, el teatro, y todo cuanto provoca a gastos necesarios, porque la razón es tan general y adecuada, que no se encuentra motivo para aplicarla a un caso excluyendo los demás; y como por otra parte, lo que se desea es, que el pueblo contribuya voluntariamente y sin advertirlo, resulta que lejos de ser óbice la ocasión próxima que se quiere remover, estamos en el caso de buscar por los medios lícitos. Si al pueblo se le brindara con una diversión a que no puede resistir su inclinación, para que el producido de ella se gastara inútilmente, o si los fondos dela ciudad pudieran soportar las urgentes atenciones del momento, sería la mayor iniquidad obligarlo a un sacrificio; pero cuando los fondos comunes no tienen un real, y es para el bien del vecindario, a quien amenazan gravísimos males, ¿será mejor economizarle al pueblo gastos voluntarios, y que por lo regular los hace el que puede, dejándolo abandonado en su miseria y males sin tamaño, o convidarlo a una contribución que lo librará de los peligros que lo amenazan? Cuando el pueblo vea inundadas sus calles, apestadas sus casas, destruidas las fincas, y perjudicados sus intereses, ¿agradecerá la consideración que se le tiene en que no gaste voluntariamente en la diversión de toros? El Ayuntamiento cree, que el pueblo preferiría gustoso una tan suave contribución, y si se le pidiera voto, no dudaría el vecindario resolverse a favorecer la insinuada exacción.

   Sólo tiene en contra esta exposición el argumento de que en la plaza de S. Pablo, puede conseguirse igual objeto; pero, o es cierta la exposición, o no: si lo primero, el mismo gasto se le ocasiona al público, sin otra variación, que la del lugar, que tal vez hace más costosa la diversión por la distancia; si lo segundo, nada se adelanta, y volvemos a los anteriores principios. A más de que, aun cuando en la plaza antigua se alcanzara el fin que se desea, esto no puede verificarse sino después de mucho tiempo, y las urgencias no son para entonces, sino para el momento: aquella plaza producirá en la semana cantidades muy mezquinas, y los gastos en las principales atenciones de la limpia, deben ascender a mil o más pesos semanarios, ya por la naturaleza de la obra, como porque es preciso suplir con el número de trabajadores lo que falta de tiempo antes de que la estación se avance, porque de lo contrario, se gastará el dinero sin conseguirse el fin.

   Aun hay todavía otro estorbo más poderoso para que las corridas no sean en la plaza antigua; y es, que aun está vigente la contrata de D. José María Landa en este ramo. O se le ha de suspender a Landa su contrata, o el Ayuntamiento le paga a este el arrendamiento de su plaza; uno y otro ofrece los mayores inconvenientes.

   Aun allanados estos, queda otro de una gravedad, cual es el costo que importa quitar la plaza del Ayuntamiento, y componer el terreno que queda, el que es preciso empedrar, descombrar, y quitar la mucha piedra y tierra que está echada a los costados, y la demás que se ha de quitar de aquel sitio, y ésta obra no baja de costo de ocho mil pesos enteramente perdidos. ¿De dónde coge la ciudad esta suma, cuando no tiene un real? Aunque la comisión de toros dice, que se debe contar con el valor de la madera existente, este es para pagar parte de los diez y ocho mil ps. que se están debiendo en solo la cuenta de la plaza, según aparece del respectivo cuaderno: los acreedores pedirían, y con razón, la madera para cubrir sus créditos, y no se les podía negar por motivo alguno. Aún concediendo que la plaza antigua pudiera producir lo necesario para los urgentes gastos, sería después de dos meses: es decir, cuando ya las aguas están en su fuerza y ni se puede verificar la limpia, ni entonces es útil.

   Con que resulta, que si las corridas de toros son en la plaza de S. Pablo, sobre no dar esta el producido necesario, ni el tiempo oportuno, se aumentan los gastos notablemente sin haber de donde costearlos.

   Se ha expuesto repetidas ocasiones la escasez del fondo común, y no parecerá exageración si se considera que para los gastos anteriores extraordinarios de la jura y demás, se pidieron adelantados los arrendamientos de las fincas, y ahora hacen falta en los objetos de sus asignaciones: que hay existente mucho papel moneda, que V.E. no permitió se vendiera con quebranto, cuando se le pidió la correspondiente licencia; de tal escasez provienen los trabajos para pagar las memorias, y las angustias del Ayuntamiento, quien nada puede hacer, porque para todo se necesita dinero, que no hay.

   En tales circunstancias y no teniendo el ayuntamiento otros recursos, ha propuesto el arbitrio de diez y seis corridas de toros en los términos que expresa la comisión, como único medio de salvar a la ciudad de los males que le amenaza, y pagar las deudas últimamente contraídas; si no se adoptase, el Ayuntamiento verá con dolor verificados sus recelos; pero le quedará el consuelo de no haber omitido los recursos que están a su alcance apurándolos cuanto le ha sido posible; y pues no tiene otros, solo le falta hacer presente a V.E. que se ha difundido en esta exposición, por tocar todos los puntos que convencen la necesidad, justicia y utilidad, para que si la solicitud no fuere concedida, se entienda que el Ayuntamiento se exime desde ahora de toda responsabilidad: y si el pueblo declamare imputándole culpa a esta corporación, ella hará el manifiesto correspondiente de su conducta, los pasos que dio, las razones que alegó, y el resultado y causa de sus peticiones.

   Mas como el Ayuntamiento está persuadido que V.E. posee iguales filantrópicos sentimientos y se desvela por la felicidad del común a que corresponde, desde luego se lisonjea que V.E. por su parte contribuir al feliz éxito de la solicitud, y concluye recomendando el pronto despacho de este punto, porque un solo día hace falta para las operaciones de limpia, y cualesquiera atraso, por pequeño que sea, causa perjuicios irreparables.

   Dios guarde a V.E. muchos años. Sala capitular del Ayuntamiento constitucional de México 12 de abril de 1823. Domingo Ortiz, Francisco Arteaga, Lic. Felipe Sierra, Cosme del Río, Francisco de Córdova, Francisco Morales, Lic. José Ignacio Alva, José Antonio de Zúñiga.-Excma. diputación provincial.

CONTINUARÁ.

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RÉPLICA A UN TEXTO DE HERIBERTO MURRIETA.

RECOMENDACIONES Y LITERATURA. X PARTE. RÉPLICA A UN TEXTO DE HERIBERTO MURRIETA.

    Acaba de aparecer la magnífica revista Memoria 20/10. Memoria de las Revoluciones en México. México, Reflejo GM Medios, S.A. de C.V., 2010. Nº 10 del invierno de 2010. 318 p. + 30 de una separata. En sus ricos interiores, se encuentra en la sección NARRACIONES el texto “Historia del origen del toreo en México” de Heriberto Murrieta (p. 288-293, ils.).

   Tratándose de una publicación eminentemente académica, no entiendo cómo se dio lugar a un reconocido personaje que no es historiador, sino que se reconoce como cronista. Para nadie está vedado un lugar en los espacios de divulgación, pero por el contenido del texto que se publica, me parece pertinente mostrar a continuación la

 RÉPLICA AL TEXTO DE HERIBERTO MURRIETA.

 HISTORIA DEL ORIGEN [Y DESARROLLO] DEL TOREO EN MÉXICO

 Heriberto Murrieta

 Advirtiendo que todas aquellas anotaciones que formulo como faltantes del rigor histórico o faltas de sustento, aparecerán entre corchetes y en letras resaltadas, lo que permitirá diferenciar un texto de otro. Debo decir que el texto presenta una serie de diversas irregularidades, lagunas y desaciertos en aspectos que deben ser aclarados para evitar mayores confusiones al respecto. Haber publicado un material bajo el principio original con que fue enviado, me parece que pone en serio peligro a una publicación que se ha empeñado en mostrar el trabajo de investigadores serios.

 Aquí el texto.

    En este año del bicentenario de la Independencia de México y el centenario de la Revolución mexicana, se están cumpliendo 484 años de la implantación de las corridas de toros en México. El toreo es, por consiguiente, el espectáculo popular más antiguo de la patria, anterior al teatro, [el autor omite citar los Autos y Coloquios, como teatro religioso, cuyas primeras representaciones ocurrieron en Tlaxcala, el año de 1538, por lo que, al mencionar el teatro de Sor Juana, este ya estaba plenamente consolidado en un muy avanzado siglo XVII] si consideramos que las obras de Sor Juana Inés de la Cruz se empezaron a representar de forma rudimentaria en el último cuarto del siglo xvii, y también más viejo que el circo, [Si bien ya desde el siglo XVI en los Coloquios de Fernán González de Eslava ya se cita a un juglar negro para participar en dichas piezas sagradas en la catedral de la ciudad de México, para el siglo XVII se representaron diversas funciones de maroma tanto en las plazas de toros como en el Coliseo, integradas por un funambulista (alambrista), algún malabarista y la exhibición de animales exóticos, concretamente el 11 de diciembre de 1670 se presentaron los maromeros en las corridas en las plazas de toros, siendo dicha fecha la más antigua registrada, en la que se lidiaron toros en la plaza mayor donde además hubo maroma.[1] En la misma obra de Revolledo se menciona que con el arribo del virrey conde de Fuenclara en 1742, el Ayuntamiento organizó entre otros eventos cuatro corridas de toros, y el 1º de diciembre trabajó especialmente para el virrey un ágil y diestro maromero, cuyas suertes ingeniosas y oportunas lo divirtieron sobremanera.[2] El notable autor decimonónico Enrique de Olavarría y Ferrari en su Reseña histórica del teatro en México, menciona que el 2 de julio de 1786, se mostraron en el Coliseo unos gimnastas y equilibristas llamados Urbano Ortiz y Miguel Sandí, artistas españoles. Y entre los guanajuatenses, se anunció un 6 de octubre de 1790, en el Coliseo del mineral de Santa Fe, una corrida de toros y una cuadrilla de maromeros y arlequines para celebrar el cumpleaños del Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII.[3] Por lo demás, existe una gama muy amplia de datos que van refiriendo la presencia de dichos personajes, hasta que se presenta, en 1808 el circo ecuestre del inglés Philip Lailson, aunque encontramos datos fehacientes en la Gaceta del 4 de enero de 1809] que llegó a nuestro país casi tres siglos después de que se corrió el primer toro en la Nueva España.[4]

   Junto con el idioma, la religión y numerosas costumbres, los conquistadores exportaron la tauromaquia, de acendrada españolería. El espectáculo consistía en zaherir toros desde un caballo con garrochones y varas largas de madera. Del toreo a caballo y el toreo caballeresco recoge la Fiesta sus más hondas raíces.

   Sobre la primera corrida de toros en México, dice Ricardo Pérez en Efemérides Nacionales o Narración Anecdótica de los Asuntos más culminantes de la Historia de México [lo siguiente]:

 La primera corrida de toros se realizó el 24 de junio de 1526, día de San Juan, para solemnizar con aquella fiesta, netamente española, el regreso de Hernán Cortés de su viaje a las Hibueras (Honduras). Por cierto que la tal diversión, tan adecuada al gusto y la nacionalidad de Cortés, no pudo tener para éste todo el encanto que sus obsequiantes hubieran deseado, debido a una circunstancia desagradable para el conquistador e inevitable por parte de los caballeros que se habían propuesto obsequiarle. Esa fue la noticia de que había desembarcado el licenciado don Luis Ponce, encargado de residenciar al mismo Hernán Cortés, de quien se tenían diversas quejas en España (…) Con anterioridad a la fecha que anotamos, carecíase de ganado, siendo esta la causa de que no se hubiese intentado antes tal espectáculo, pero una vez subsanada esa dificultad se generalizó la costumbre de dar corridas de toros en celebración de la entrada de los virreyes, de la jura de los monarcas y en todas las grandes fiestas del virreinato, ofreciéndose el favorito espectáculo español en las plazas principales del Volador, del Marqués, de la Santísima y de Guardiola, en Chapultepec y en otros lugares, sin que en ninguno de ellos existiese, sin embargo, plaza de toros en forma, sino simples tablados provisionales en donde lucían su arrojo y su destreza los principales caballeros, pues tampoco existían cuadrillas de toreros que trabajasen por paga.

    De la fecha referida da fe también el célebre fraile franciscano Fray Juan de Torquemada en su Monarquía Indiana: “El día de San Juan, luego de comulgar y confesarse, mientras veía correr toros, Cortés recibió la noticia de la llegada del visitador Ponce.”

   Sin embargo, en ninguna carta de relación, historia de la conquista o acta de cabildo, se establece el lugar exacto en donde se realizó aquella primera corrida de toros en la historia de México [el asunto es más que claro si se entiende que por aquellas fechas, 1526, la ciudad México-Tenochtitlan, resentida por los hechos militares de la conquista, apenas está en una primera etapa de recuperación y reconstrucción. Se sabe que en los terrenos que más tarde ocupó el convento de San Francisco, destinados para tal propósito desde muy temprana fecha, fueron el sitio para llevar a cabo dicha representación taurina, aunque se ha presupuestado que también pudo haber ocurrido en Coyoacán, a donde estuvieron establecidos los poderes de Cortés y sus huestes]. Hernán Cortés había traído toros a la Nueva España, con el permiso de Carlos V [No hay tal permiso, o así debe entenderse, pues desde 1523 fue prohibida bajo pena de muerte la venta de ganado a la Nueva España, de tal forma que el Rey Carlos V intervino dos años después intercediendo a favor de ese inminente crecimiento comercial, permitiendo que pronto llegaran de la Habana o de Santo Domingo ganados que dieron pie a un crecimiento y a un auge sin precedentes. En 1526 es el propio Hernán Cortés quien revela un quehacer que lo coloca como uno de los primeros ganaderos de la Nueva España, actividad que se desarrolló en el valle de Toluca. En una carta del 16 de septiembre de aquel año Hernán se dirigió a su padre Martín Cortés haciendo mención de sus posesiones en Nueva España y muy en especial «Matlazingo, donde tengo mis ganados de vacas, ovejas y cerdos…»][5]. Juan Gutiérrez Altamirano, sobrino del conquistador, [primo hermano] fundó la primera ganadería de reses bravas en el mundo, Atenco, por los rumbos de Santiago Tianguistenco. [Fundación, en tanto encomienda, ocurrida el 28 de noviembre de 1528. Además:

   La encomienda es una institución de origen castellano con raíces medievales, que pronto adquirió en las Indias perfiles propios que la hicieron diferenciarse plenamente de su precedente peninsular.

   La encomienda le permitió al rey recompensar a los conquistadores que acompañaron a la Corona en esta empresa, mediante la cesión que hacía el monarca de los tributos reales. Se obligaba éste jurídicamente a proteger a los indios que así le habían sido encomendados y a cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios del cura doctrinero. Adquiría el derecho de beneficiarse del tributo real compuesto en un principio por un tributo en especie y otro en trabajo que luego fue suprimido en 1549.

   La “encomienda” de Juan Gutiérrez Altamirano, estuvo compuesta por los tributos provenientes de los siguientes pueblos: Calimaya, Metepec y Tecamachalco. Así, Alonso de Estrada el 19 de noviembre de 1528, declaraba: “Por cuanto al tiempo que el General don Fernando Cortés, gobernador que fue de esta Nueva España, partió de ella para los Reinos de Castilla, dejó a vos el licenciado Altamirano el pueblo de Calimaya, que es la provincia de Matalcingo, con sus sujetos, para que os sirviesedes de ellos, según y en la manera que él los tenía y se servía. Por ende yo en nombre de S. M. deposito en vos los dichos pueblos, para que os sirváis de todo ello…”[6]].

   En su libro La mano de Fátima, Ildefonso Falcones explica con fidelidad histórica el desarrollo de una fiesta celebrada en una plaza pública en Granada, en marzo de 1573, que nos permite saber en qué consistían las corridas de toros de aquella época:

 Se instalaron talanqueras detrás de las cuales el público podía resguardarse de los toros. Con gesto solemne, el corregidor entregó al alguacil de la plaza la llave del toril, en señal de que podía empezar la fiesta; cuatro de los caballeros abandonaron el coso mientras otros cuatro tomaban posiciones en su interior. Los caballos piafaban, bufaban y sudaban. El silencio se hizo en la plaza de la Corredera cuando el alguacil abrió el portalón de maderos con que cerraba la calle del Toril, antes de que estallaran los vítores ante la carrera de un gran toro zaino que, hostigado por los garrocheros, accedió a la plaza bramando. El toro corrió la plaza a galope tendido, derrotando contra los palenques a medida que la gente le llamaba a gritos, golpeaba los maderos o le lanzaba dardos. Tras el ímpetu inicial, el toro trotó, y más de un centenar de personas saltaron al coso y le citaron con capotes; los más atrevidos se acercaban a él, dándole un violento quiebro para esquivarle tan pronto como éste se revolvía contra ellos. Algunos no lo lograron y terminaron corneados, atropellados o volteados por los aires. Mientras el pueblo se divertía, los cuatro nobles permanecían en sus lugares, reteniendo a sus caballos, juzgando la bravura del animal y si ésta era suficiente como para batirse con él.

   En un momento determinado, don Diego López de Haro, caballero de la casa del Carpio, vestido de verde, gritó para citar al toro. Al instante, uno de los lacayos que le acompañaban corrió hacia la gente que importunaba al animal y los obligó a apartarse. El espacio entre toro y jinete se despejó y el noble volvió a gritar:

-¡Toro!

   El toro, enorme, se volvió hacia el caballero y los dos se observaron desde la distancia. La plaza, casi en silencio, estaba pendiente de la pronta acometida. Justo en aquel momento, el segundo lacayo se acercó a don Diego con una lanza de fresno, gruesa y corta, terminada en una afilada punta de hierro; a tres palmos de la punta se habían practicado en la madera unos cortes cubiertos de cera para facilitar que se rompiera en el embate contra el toro. Los tres caballeros restantes se acercaron con sigilo, para no distraer al toro, por si era menester su ayuda. El caballo del noble corcoveó por el nerviosismo hasta quedar de lado frente al toro; los silbidos y las protestas recorrieron la plaza al instante: el encuentro debía ser de frente, cara a cara, sin ardides contrarios a las reglas de caballería.

   Pero don Diego no necesitó reprobaciones y ya espoleaba al caballo para que éste volviera a colocarse de frente al toro. El lacayo permanecía junto al estribo derecho de su señor con la lanza ya alzada, para que éste sólo tuviera que cogerla en cuanto el toro iniciase la embestida.

   Don Diego volvió a citar al toro al tiempo que echaba a su espalda la capa verde que llevaba sujeta al hombro. El verde brillante que ondeaba en manos del jinete llamó la atención del morlaco.

-¡Toro! ¡Eh! ¡Toro!

   La embestida no se hizo esperar y una mancha zaina se abalanzó sobre caballo y jinete. En ese momento don Diego agarró con fuerza la lanza que sostenía su lacayo y apretó el codo contra su cuerpo. El lacayo escapó justo en el instante en que el toro llegaba al caballo. Don Diego acertó con la lanza en la cruz del animal y la hundió un par de palmos antes de que ésta se quebrase, deteniendo su brutal carrera. El chasquido de la madera fue la señal para que la plaza estallase en vítores, pero el toro, aún herido de muerte y sangrando a borbotones por la cruz, hizo ademán de embestir de nuevo al caballo. Sin embargo don Diego ya había desenvainado su pesada espada bastarda, con la que descargó un certero golpe en la testuz del animal, justo entre los cuernos, partiéndole el cráneo. El zaino se desplomó muerto.

   Mientras el caballero galopaba por la plaza, palmeando a su caballo en el cuello, saludando y recibiendo los aplausos y los honores de su victoria, la gente se lanzó sobre el cadáver del animal, peleando entre sí por hacerse con el rabo, los testículos o cualquier parte que pudieran cortar antes de que continuase la fiesta. Se trataba de los “chindas”, que después vendían aquellos despojos, principalmente el preciado rabo del toro, a los mesoneros de la Corredera. [De lo anterior, se puede apuntar que, en el periodo virreinal se desarrollaron infinidad de fiestas –solemnes o repentinas-, que dieron como resultado la publicación de un importante número de descripciones o relaciones de fiestas ocurridas en diversos territorios novohispanos –están localizadas 366 de ellas-.[7] Es de lamentar que el autor del presente texto se haya remitido a una fuente que describe hechos ocurridos en España, alejándose, por tanto, de los aspectos que se desarrollaron de este lado del mar. El propio Bernal Díaz del Castillo, debe ser visto como uno de los primeros autores y testigos que legaron parte de tales hechos a la mitad del siglo XVI, y quien describe con amplitud hechos ocurridos en tempranas fechas después de haberse implantado el toreo en nuestro territorio].

    Durante casi dos centurias y media predominó en México el alanceo de toros desde el caballo [baste recordar la hermosa descripción lograda por Alonso Ramírez de Vargas en su Sencilla Narración… de 1677, para entender el significado del toreo caballeresco con apariciones intermitentes de pajes o lacayos de a pie, personajes al servicio de los estamentos novohispanos que detentaban tal protagonismo] alternado con algunos brotes de toreo a pie, pero entre 1769 y 1770, cuarenta años antes del inicio de la guerra de Independencia, se celebraron doce corridas de toros en la plazuela del Volador en las que ya se dio prioridad a los espadas de a pie, que empezaban a tener como sus subordinados a los picadores y los banderilleros.[8] El capitán de las cuadrillas era Tomás Venegas El Gachupín Toreador, primer torero de a pie que se conoció en México.[9]

   Los héroes que años más tarde lograrían la independencia de nuestro país, inevitablemente se sintieron atraídos hacia el arte de torear. Hacia 1801, don Miguel Hidalgo y Costilla era el dueño de las haciendas de Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás, y[a] vendía sus toros de lidia para las corridas que se celebraban en el coso de Acámbaro, Michoacán.

   Por su parte, Ignacio Allende tuvo una “desmedida afición por las corridas de toros”, según refiere José de Jesús Núñez en Historia y tauromaquia mexicanas. Desde muy joven participaba en los coleaderos y era diestro para derribar potros y lidiar toros a la usanza antigua. Allende debió ser un alanceador a caballo. Cuenta Núñez que “dos o tres días antes de que estallara la revolución insurgente y de que el cura Hidalgo diera el grito, el valiente hijo de San Miguel toreó una corrida ahí mismo”, y da como referencia lo escrito por Pedro González en Apuntes históricos de la ciudad de Dolores. En tal obra, González relata que “fue tal el gusto que les a causó a Hidalgo, Allende y Aldama el resultado de una conferencia con unos emisarios de San Diego que tomaban parte en la conjura, que dispusieron una corrida de toros que se verificó en la plaza de gallos, que estaba entonces enfrente de la casa del señor cura. En esta corrida, don Ignacio Allende luchó con un toro, cuya acción dejó admirados a los espectadores, quienes le premiaron con vítores y palmoteo de manos”. Núñez remata asegurando que una vez en San Miguel, Allende ahogó a un poderoso cornúpeta con sólo la presión de las piernas.

   En 1821, luego de la jura solemne de la Independencia de México, surgió la ruptura total de las relaciones entre México y España, pero en nuestro país siguió practicándose el toreo “a la española”, en buena medida gracias a las aportaciones de un libro, La tauromaquia de Pepe Hillo, que dicho torero había escrito hacia 1796. [Dichas aportaciones fueron, en realidad, los usos y costumbres que siguió permitiendo ese contacto espiritual y a distancia habido entre la vieja y la nueva España, antes y después de la independencia misma. Para 1837 ya se tenía alguna idea de quién fue José Delgado “Pepe-Hillo”,[10] aunque un primer ejemplar de su Tauromaquia no se conocería en México sino hasta 1840, debido a que formaba parte de la colección del conde de la Cortina, por lo que es hasta entonces cuando en este país se sabe bien a las claras cual fue esa aportación, como ocurriría con la del siguiente tratado del toreo de a pie, publicada en 1836, bajo la égida de Francisco Montes “Paquiro”].

   Como en España, en la Nueva España las corridas se realizaban en plazas improvisadas [en realidad no hubo tal “improvisación”. El ayuntamiento convocaba a los mejores arquitectos de las grandes ciudades, y estos enviaban sus proyectos para que fueran aprobados por autoridades en la materia] en las que todo el maderaje, [maderamen] que llegaba a albergar a diez mil espectadores por función, [no se tiene dato preciso del número de localidades o asientos que pudieron haber alcanzado las plazas más importantes. Una de ellas, fue indudablemente la del Volador, que funcionó de 1586 a 1815, en el sitio en que actualmente se encuentra la Suprema Corte de Justicia de la Nación] era sostenido por el ligamento de sogas y cueros, sin clavos que lo reforzaran [las diversas cuentas de gastos que he revisado citan, ad nauseam hasta el último clavo, lo que significaba uso y gasto de estos elementos]. Todavía en 1823 se realizaron corridas de toros en la Plaza de Armas (el actual Zócalo) [con motivo de que intencionalmente fue quemada la plaza de toros de San Pablo en 1821, pronto, las autoridades dispusieron que se pusiera en servicio la “Plaza Nacional de Toros”, misma que fue levantada en la plaza de armas, funcionando entre 1822 y 1824] y finalmente el 7 de abril de 1833 se inauguró [reinauguró, pues ya había sido aprovechado el mismo sitio y desde 1788 para levantar una plaza –primera época- en 1788; de 1815 a 1821, segunda época; tercera época , que va de 1833 a 1847, y cuarta y última, de 1850 a 1864 año en que dejó de funcionar][11] la Plaza principal de San Pablo, la primera plaza de toros fija en la historia de la Ciudad de México. En su libro La Fiesta Brava en México y en España, Heriberto Lanfranchi reproduce la nota publicada en el periódico El Telégrafo con motivo de la inauguración del flamante coso, ubicado en la entrada del antiguo Paseo de La Viga:

 El gusto y afición del público mexicano a la diversión de toros, estimuló la formación de una plaza digna de los habitantes de esta capital, en la que por su extensión y hermosura se aumentase la concurrencia, que es uno de los atractivos principales que dan interés y embellecen estos espectáculos. Se eligió al efecto el local que por mucho tiempo había servido para lidiar toros, y en él se ha formado una magnífica plaza de construcción nueva, y con las comodidades de que han carecido las demás dedicadas a esta especie de diversión. Las primeras cuatro funciones se verificarán en los días 7 y 8 de la próxima Pascua de Resurrección, y el 11 y 21 siguientes (…)  El punto de vista de la plaza es tan completo y exacto, que lo mismo se ve desde el primer asiento de lumbrera como en los de tercera fila, e iguales ventajas tienen todos los de la galería. 

    En las décadas siguientes, y a pesar de la inestabilidad provocada por la guerra contra los Estados Unidos en 1847, el toreo fue poco a poco afianzándose en el gusto del público mexicano [gracias, entre otras razones, a la presencia e influencia que ejerció el torero gaditano Bernardo Gaviño y Rueda, quien estuvo vigente en nuestro país de 1835 a 1886, y que logró materializar un mestizaje taurino sin precedentes] y se construyeron nuevas plazas, como la del Paseo Nuevo, ubicada donde durante años se levantaba el edificio de la Lotería Nacional, a pocos pasos de la Alameda Central [dicha plaza se inauguró el 23 de noviembre de 1851, dándose el último festejo taurino el 22 de diciembre de 1867].

   El 28 de noviembre de 1867, el presidente Benito Juárez [expidió y firmó, junto con Sebastián Lerdo de Tejada la “Ley de dotación de fondos municipales”. En tal legislación, debido que se obligaba al empresario a poner en orden el pago de sus impuestos, y como tal medida no ocurrió en la realidad, se aplicó el rigor de tal decreto, lo que restringía a su mínima expresión las posibilidades de celebrar festejos hasta en tanto no se normalizaran los pagos de las gabelas][12] canceló las corridas de toros en el Distrito Federal,[13] lo que precipitó la demolición, en 1873, de la Plaza del Paseo Nuevo [espacio que, entre 1867 y 1873 fue ocupado por diversas compañías de circo, pero que, en realidad, el mismo paso del tiempo, junto con el deterioro fueron elementos suficientes para su desaparición]. El fin de la prohibición el 17 de diciembre de 1886, dio lugar a la construcción de nuevas plazas[:] la [de] San Rafael [estrenada el 20 de febrero de 1887], la [de] Bucareli [estrenada el 15 de enero de 1888], la “México” [de la Piedad, cuyo estreno ocurrió el 17 de diciembre de 1899] y la [de] Chapultepec [estrenada el 30 de noviembre de 1902], ¡cuatro plazas funcionando al mismo tiempo en la capital! [no hay certeza al afirmar que funcionaban al mismo tiempo, si para ello encontramos diferencias de 1, 12 y hasta 15 años entre unas y otras con respecto a la primera].

   Condicionados por la bravura seca y la cabeza suelta de un animal difícil de someter, los lidiadores mexicanos de aquellos tiempos aprendieron a esquivar los derrotes para salvar la vida. Hacia 1888 abundaban las suertes taurinas con tatuaje mexicano. El esqueleto torero, la mamola, el salto con dos garrochas, la banderilla con la boca [suerte implantada por Felícitos Mejía] y las cortas non plus ultra entusiasmaban [suerte que hizo suya Lino Zamora] a los espectadores en aquellos románticos [¿románticos? Vale la pena recordar que justo en esas épocas los públicos eran demasiado “salvajes”, excesivamente apasionados, ya que estaban confrontados bajo las banderas del nacionalismo y el prohispanismo que pusieron en funcionamiento la llegada de un buen número de toreros españoles, así como la puesta en marcha de la publicación masiva de periódicos que impulsaron, en una u otra dirección tales tendencias. No hay mejor forma de demostrar la presente afirmación con el apunte que se publicó en LA LUZ, D.F., del 21 de junio de 1900, p. 3: Las corridas de toros. Son una pelea entre hombre y animal, o con más exactitud, entre animal y animal, entre humano y cuadrúpedo; el uno es llamado ser racional. El primero abjura de su razón a nombre de torero o espectador, y el segundo hace uso de sus naturales fuerzas y defensas para mantener incólumes sus inalienables derechos. Y cuando al daño que se hace a un animal se agrega la idea del goce, se comete lo que está designado con el nombre de crueldad. Es evidente que en las corridas de toros al daño se une la idea del goce. Por consiguiente, en las corridas de toros hay una injusticia en atormentar a un animal, y hay crueldad en gozarse en esos tormentos] recintos circulares. Por aquellos años, surgió el primer gran torero mexicano, el charro Ponciano Díaz, [por sí mismo, el sólo nombre de Ponciano Díaz cubre un amplio espectro al tratar de explicar lo que significó el toreo, no sólo a pie. También a caballo, y tales formas en tanto expresión híbrida, fue detentada por tal personaje, nacido en 1856 en la hacienda de Atenco. Murió a los 43 años –de cirrosis hepática-, en 1899] a quien seguiría cronológicamente El Indio Grande, Rodolfo Gaona. [uno de los tres pilares fundamentales del toreo mexicano del siglo XX y que, a los ojos de un intelectual como José Alameda, alcanza la dimensión de órdenes universales. Los otros dos son Fermín Espinosa Armillita y Manolo Martínez].

   El Toreo [de la colonia Condesa] fue inaugurado el 22 de septiembre de 1907 en los terrenos que ahora ocupa El Palacio de Hierro de Durango. Fue el escenario de las más grandes corridas de la primera mitad del siglo pasado.  

   A pesar de una nueva prohibición decretada por el presidente Venustiano Carranza el 7 de octubre de 1916, la fiesta brava se fortaleció en México en los años siguientes [a su reanudación, ocurrida en mayo de 1920], ya con una materia prima propia: el ganadero Antonio Llaguno trajo [entre 1908 y 1913] seis hembras y dos sementales de buena nota del marqués de Saltillo para elevar la calidad del toro criollo, fundando así la ganadería brava mexicana, como lo expresamos [¿no convendría que singularizara la autoría de su libro?; dice “como lo expresamos”, debe decir en todo caso: “como lo expreso”] en Vertientes del Toreo Mexicano:

   Con el toro superior de la ganadería madre [entendida como la nutriente fundamental] de San Mateo, propiedad de Llaguno, reducidos a su mínima expresión los encastes españoles de Murube y Parladé, quedó “uniformado” hasta cierto punto el estilo de nuestro toro [con lo que fue posible] y se pudo distinguir con mayor claridad cuáles eran los toreros artistas, los temerarios o los pintureros, bajo la máxima belmontiana [refiérese al torero español Juan Belmonte García, nacido en el barrio de Triana, Sevilla]: “se torea como se es”. Desde luego que aunque esa conducta lineal sigue siendo evidente, el comportamiento del toro tiene muchos matices y el torero siempre dependerá de la materia prima en turno para poder desarrollar su propia idea del toreo, que es el arte del acoplamiento, sublime ejercicio del espíritu.

   Cuando el toreo se bajó del caballo, el oficio de lidiar reses bravas a pie fue adquiriendo poco a poco una nueva forma de expresión, distinta y más variada en comparación con la de su país de origen, inspirada en la forma de ser y sentir del mexicano. Sin perder su raíz hispana, el toreo mestizo, de fulgurante sincretismo, fue evolucionando hasta adquirir su identidad, al tiempo en que los lidiadores nativos desarrollaban un estilo propio para interpretar las suertes. El toreo de México se convertía en una clara proyección idiosincrásica.

   Naturalmente, tales formas de interpretación del toreo en México han variado en función del toro de cada época. El que lidiaba Ponciano Díaz a fines del siglo xix no es el mismo que contribuyó a la consagración de Manolo Martínez, nueve décadas después. A través de un largo e interesante proceso de selección y mejoramiento genético, los criadores nacionales, encabezados por el eminente Antonio Llaguno, fueron diluyendo las asperezas de un animal salvaje, hasta que obtuvieron un toro cuyo instinto de pelea sigue representando un reto para sus lidiadores, pero que además atesora una calidad artística propicia para la realización de faenas de muleta bellas y ligadas.

   Alquimistas del campo, los ganaderos mexicanos crearon un toro distinto al español, con más duración y clase, con un gran fondo de bravura, apreciada por todo el mundo taurino.

   [Entre otras grandes aportaciones al toreo, la de] La aportación de Llaguno marcó el inicio de una nueva etapa en la historia del toreo en México que se extiende hasta la época actual, donde el ritual taurino se resiste al anacronismo y conserva su raíz dramática y su belleza estética, a pesar de que una corriente antitaurina emergente y cada vez más numerosa y poderosa hace sonar redobles de tambor, proclamando su desaparición.

    Por todas las notas:

 M. en H. José Francisco Coello Ugalde


[1] Julio Revolledo Cárdenas: La fabulosa historia del circo en México. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2003. 511 p. Ils., fots., facs. (Col. Escenología), p. 111.

[2] Op. Cit.

[3] Ibidem., p. 112.

[4] Véase Armando de María y Campos: Los payasos, poetas del pueblo. (El circo en México). Crónica. México, Ediciones Botas, 1939. 262 p. Ils., grabs. facs.

[5] Véase José Francisco Coello Ugalde: Atenco: la ganadería de toros bravos más importante del siglo XIX. Esplendor y permanencia. México, 2006 (tesis de doctorado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 251 PÁGINAS + 134 (ANEXOS).

[6] Joseph Lebrón Cuervo: Apología jurídica de los derechos que tiene el señor conde de Santiago del pueblo de Calimaya (…) para percibir los tributos del mismo pueblo y sus anexos, contra la parte del Real Fisco, y la del señor duque de Terra-Nova, marqués del Valle de Oaxaca. México, Nueva Madrileña de D. Felipe Zúñiga y Ontiveros, 1779. 124 p., p. 9.

[7] José Francisco Coello Ugalde: Antología de la poesía mexicana en los toros. (Siglos XVI-XXI). Prólogo de Lucía Rivadeneyra y epílogo de Elia Domenzáin, con ilustraciones de Rosa María Alfonseca Arredondo, Fumiko Nobuoka Nawa, Rossana Fautsch Fernández y Miguel Ángel Llamas. 1ª edición. México, 2006. 776 p. (Edición de 20 ejemplares fuera de comercio), p. 618-657. En la 3ª edición (inédita, y que lleva el nuevo título de: Tratado de la poesía mexicana en los toros. (Siglos XVI-XXI), 1485 p., p. 1284-1360.

[8] Benjamín Flores Hernández: «La vida en México a través de la fiesta de los toros, 1770. Historia de dos temporadas organizadas por el virrey marqués de Croix con el objeto de obtener fondos para obras públicas», México, 1982 (tesis de maestro, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 262 p.

[9] José Francisco Coello Ugalde, Benjamín Flores Hernández y Julio Téllez: Un documento taurino de 1766. Interpretación histórica y reproducción facsimilar. México, Instituto Politécnico Nacional-Centro de Estudios Taurinos de México, 1994. 132 p. Ils., facs. En tal investigación me ocupo del personaje aquí citado, Tomás Venegas El Gachupín Toreador.

[10] El Mosaico Mexicano, D.F., T. II., del 1º de enero de 1837, p. 1-8.

[11] Además: José Francisco Coello Ugalde: Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana (Desde el siglo XVI hasta nuestros días). Madrid, Anex, S.A., España-México, Editorial “Campo Bravo”, 1999. 204 p. Ils, retrs., facs.

[12] José Francisco Coello Ugalde: “Cuando el curso de la fiesta de toros en México, fue alterado en 1867 por una prohibición. (Sentido del espectáculo entre lo histórico, estético y social durante el siglo XIX)”. México, 1996 (Tesis de Maestría, Universidad Nacional Autónoma de México. División de Estudios de Posgrado. Facultad de Filosofía y Letras). 238 p. Ils.

[13] Y si aún hubiese quien dudara al respecto, no puedo dejar de mencionar que una “Ley de Dotación de Fondos Municipales” expedida el 30 de septiembre de 1863 contemplaba, en la parte relacionada a “Diversiones Públicas” (en particular, el art. 57 lo que sigue: Por cada corrida de toros se pagarán cien pesos; se entiende por corrida la lid que pase de cuatro toros; y si fuere de este ó menos número, se pagará la contribución al respecto de diez pesos por cada toro, sea o no de muerte). Quien dio a conocer tal documento fue Manuel G. Aguirre, Prefecto político de México. Fue puesto del conocimiento público en el Palacio Imperial de México, a 25 de septiembre de 1863. Juan N. Almonte.-Mariano Salas.-Juan B. Ormaechea.-Al Subsecretario de Estado y del Despacho de Gobernación.

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MUSEO-GALERÍA TAURINO MEXICANO. TERCERA PIEZA.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE

    Entre las bondades que puede tener esta herramienta llamada “internet”, y en la compleja como exhaustiva navegación que uno puede trazar, con el consiguiente riesgo de “horas-nalga” (perdón, pero es que no hay frase más correcta y verídica que esa) que se pasan frente a la computadora, resulta que en una página de arte, raros especímenes que se convierten en aliento espiritual indispensable, pude encontrarme con la reproducción de un óleo que recrea desde otra mirada la visión que un artista puede tener del toreo.[1] Generalmente existe la creencia de que sólo hay un puñado de “grandes artistas” del pincel que han hecho época en el mundo de los toros, y hasta nos perdemos en que son los imprescindibles de la tauromaquia, cuando muchos de sus trazos y hasta su exposición temática se convierten en lugares comunes.

   Pero al encontrarme con “Aprendices de torero”, supe que el modernismo no se había esfumado sin antes dejar testimonio de una evidencia taurina. Dicha obra no la describiré, pues no tengo el conocimiento para ello. En todo caso, son más que oportunas las visiones que al respecto nos deja James Oles:

Manuel González Serrano (1917-1960)

Aprendices de torero, 1948.

Óleo / Madera. 60 x 80 cm.

En un lote baldío en los suburbios de la ciudad, cinco jóvenes juegan a ser toreros. Cuatro sostienen telas rojas mientras que el quinto está a horcajadas sobre un palo que sostiene el cráneo de un toro. A la derecha, un oscuro muro manchado proyecta una sombra sobre el suelo; a la izquierda una extraña construcción sin ventanas, con estatuas alegóricas arriba de la cornisa enmarca la escena. Detrás del muro sobresalen unas ramas deshojadas y construcciones de acero igualmente esqueléticas que se elevan entre los edificios más antiguos. A la distancia se observa una plaza de toros con arcadas debajo de un horizonte montañoso. Aunque los detalles podrían referirse a lugares reales de la ciudad de México, la escena es más teatral de lo que parece a primera vista. En La ventana (ca. 1952, colección particular), de este mismo artista, la cornisa del edificio también está coronada por una escultura, donde parece hacer referencia al pasado colonial o decimonónico. Tanto las estatuas como los jóvenes y la exagerada perspectiva recuerdan las obras de Carlos Orozco Romero (Sueño, colección Blaisten) y de Juan Soriano (Paisaje lírico, 1949-1951, colección particular). Asimismo, en el fondo del retrato de Rubén Salazar Mallén de 1949 (colección Ricardo Pérez Escamilla) hay esqueletos de acero similares, aunque también nos recuerden de la famosa película Los olvidados de Luis Buñuel, de 1950, donde los nuevos edificios modernistas del campus de la UNAM sirven como símbolos utópicos de progreso, contraste irónico con la violencia que los jóvenes protagonistas infligen y aguantan. Aunque más lírica, esta imagen de González Serrano también plasma jóvenes atrapados entre el pasado y el presente, bajo el manto de la marginación. Las escenas taurinas fueron un tema importante para los artistas europeos desde Manet hasta Picasso, pero en el siglo XX nadie fue tan prolífico como Carlos Ruano Llopis (1878-1950), un ilustrador español cuya obra apareció en innumerables carteles, incluyendo los publicitarios que se colocaban en la antigua Plaza de toros de la “Condesa” en la década de los años cuarenta. Sin embargo, las representaciones del toro mismo son escasas en la historia moderna del arte mexicano, por su asociación con la hispanofilia conservadora más que con el nacionalismo “progresista”. Entre los pocos paralelismos directos con la pintura de González Serrano son el cuadro de Antonio Ruiz (La capeada, 1936, colección desconocida) y una fotografía de Lola Álvarez Bravo que muestra a dos jóvenes toreando (Novilleros, ca. 1945), obras que también realzan el juego más que el ritual.[2]

    José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Raúl Anguiano, y otros ARTISTAS mexicanos, incluyeron -como Manuel González Serrano- los toros en su obra. Haya sido por encargo, haya sido como un reflejo de su posición –a favor o en contra-, o porque formaba parte de sus aficiones, el hecho es que podemos disfrutar de una buena legión de hacedores que por fortuna rompen con los fuertes atavismos que se forjan alrededor de unos pocos nombres, que se han vuelto referencia, pero no son verdaderamente los que irrumpen en forma tan sorpresiva como ha ocurrido al ingresar a una más de las salas de esta galería taurina terminando aquí su gozoso recorrido.

 14 de febrero de 2011.


[1] James Oles, Arte moderno de México. Colección Andrés Blaisten, México, Universidad Nacional Autonóma de México, 2005.

[2] http://www.museoblaisten.com/v2008/indexEsp.asp?myURL=paintingSpanishFondo&numID=5705

Esta página tiene un gran valor no sólo estético, sino didáctico. Nos guía a quienes somos “neófitos” en materia de diversas expresiones del arte y con la brevedad en sus interpretaciones, cosa que se agradece, termina uno comprendiendo el valor estético de muchos creadores mexicanos, desde los siglos virreinales y hasta nuestros días.

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REVELADO Nº 10. JOSÉ MARÍA MOTA “EL HOMBRE QUE RÍE”.

IMÁGENES TAURINAS MEXICANAS. REVELADO Nº 10: JOSÉ MARÍA MOTA “EL HOMBRE QUE RÍE”.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Julio Sánchez Duart, hasta hace unos años, se ostentó en las plazas como picador de toros. Fue tal su carácter con la vara larga que a la hora de aplicar el castigo, lo hacía con tanta energía que le conocimos como “Brazo fuerte”. A veces se excedía por lo que eran frecuentes los reclamos de la afición. Cuando se retiraba, no solo parecía satisfecho, sino hasta contento y sonriente, que yo no sé si lo hacía por quedar a gusto o porque se iba al patio de caballos en medio de provocaciones y altanerías.

   El otro día, “Brazo fuerte” con todo y cabalgadura fueron a dar por allá, luego de estrepitoso tumbo. Nada más se incorporó fue sonreír y más sonreír ¿de nervios? Quién sabe, pero el hombre hacía evidente con ese detalle su estado de ánimo.

   A propósito, allá por la octava década del siglo XIX, andaba haciendo su labor como picador de toros José María Mota, capaz, antes de ser tumbado, de tumbar primero al toro, al que se abrazaba de la cornamenta, y forcejeando, y con un rápido movimiento, terminaba derribando en la arena al cornúpeta, ante el asombro de los aficionados que le vieron realizar tal hombrada que, dicho sea de paso, era común entonces, y más entre los hombres ligados a quehaceres campiranos.

   En efecto, se trataba del “Brazo fuerte” de aquella época, y que muchas tardes salió bajo las órdenes de Ponciano Díaz. Casualmente, y este sí, pegaba unas carcajadas que retumbaban en el maderamen de cualquier plaza, por lo que se ganó el alias de “El hombre que ríe”.

   Decía El Arte de la Lidia, año 1, Nº 8, del 18 de enero de 1885:

 El picador Mota, con su eterna risita, se hizo aplaudir por su destreza poco común (picar a un toro montado desde otro toro) en lo peligroso del arte. Es bueno bautizar a este picador, y desde luego, yo seré su padrino.

     Propongo que Mota, en lo sucesivo, se llame “El hombre que ríe”, aunque para esto tenga que robarle el seudónimo al joven gacetero que de pocos días a esta parte se convirtió en pitero.

     Próximamente se dará una función a beneficio del Hombre que ríe o sea Mota, y de mi amigo Miguel Manogrande, administrador de la empresa tauromáquica.

 (Juan Panadero, de Guadalajara)

    Coincidencias que se encuentran en el camino, separadas solo por el tiempo.

El picador José María Mota, “El hombre que ríe”, perteneció algún tiempo

a la cuadrilla de Ponciano Díaz. LA FIESTA, Nº 126 del 19 de febrero de 1947.

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UN AEROLITO, AVISO PARA LA CORRIDA DE TOROS EN AMATITLÁN. AÑO DE 1873.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Discretos anuncios se publicaban por aquí y por allá, para alentar un espectáculo que para 1873, tenía seis años de haber sido prohibido en la ciudad de México. Algunas poblaciones, cercanas a la capital del país, se convirtieron en refugio de los aficionados. Tlalnepantla, Puebla, Cuautitlán, y más tarde el Huisachal. Pero desconocíamos que en el risueño poblado morelense de Amatitlán también se prepararan para celebrar, sobre todo en la pascua de navidad con una corrida de toros en la que se invitaba a sus habitantes con esta curiosa convocatoria:

 A DIVERTIRSE

    El 25 del presente mes se prepara en el pueblo de Amatitlán, que se halla en las goteras de esta ciudad, una magnífica corrida de toros, con cuya solemnidad celebran aquellos valientes chicos la Pascua.

 Que haya toros embolados

Y muy buenos coleadores,

Magníficos toreadores

Y muy pocos revolcados.[1]

    Y prevenían a los valientes de toros embolados. A los charros y vaqueros del rumbo para lucirse en suertes de lazar y colear. A los toreros –de que fueran magníficos-, para evitar, en lo posible balance de heridos y revolcados.

  

Imagen de un cartel taurino que data de 1866.

Col. del autor.


[1] EL AEROLITO. PERIÓDICO INDEPENDIENTE, BOQUIFLOJO Y QUISQUILLOSO. TOMO 1, Cuernavaca, diciembre 21 de 1873, Nº 2.

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