Archivo mensual: agosto 2019

JUSTAS, TORNEOS y FESTINES… ANTES y DESPUÉS DE LA CONQUISTA.

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Bellísima portada del Amadis de Gaula, edición salida de la imprenta de Fernando Díaz en 1586.

Disponible en internet agosto 27, 2019 en: http://data.cervantesvirtual.com/manifestation/289487

Desde muy tempranas ocasiones, inmediatamente después de que los conquistadores españoles iban desplazándose –tierra adentro-, hacia uno de sus objetivos principales, y que fue, luego de diversos episodios de encuentros y desencuentros, motivo de las jornadas militares llevadas a cabo en la ciudad de México-Tenochtitlan, hasta su desenlace. Pues bien, estos señores, presentaron diversas representaciones de estricto propósito caballeresco, ligado a su profunda formación cultural y medieval que los llevaba frecuentemente a ese propósito, en lo fundamental para afirmar un vínculo con aquellos modelos o paradigmas que ciertos códigos militares, y las lecturas del Amadis de Gaula, por ejemplo, lo cual orilló a que se exacerbaran en alguna medida los ánimos de aventureros, militares, burócratas y letrados que decidieron abandonar España en aras de conquistar nuevas tierras y así, tornarse en señores y caballeros, pues de ser “hijosdalgo”, pasaban, por vía meritoria; o comprando linajes; o conservando la limpieza de sangre; al hecho de convertirse en todo tipo de escalas que la nobleza había establecido al paso de los siglos.

Evidentemente no podían ser reyes, pero sí duques, marqueses, condes, vizcondes o barones de alto rango que los diferenció entre otros ciudadanos comunes y corrientes en la inicial etapa del virreinato.

Así que antes de la narración con la cual Hernán Cortés describe lo ocurrido el 24 de junio de 1526,día “…que fue de San Juan…, estando corriendo ciertos toros y en regocijo de cañas y otras fiestas…”, ya habían representado diversos episodios de ejercicios ecuestres.

En ese sentido, los registros al respecto son relevantes y quedan como testimonio de una serie de demostraciones con propósitos estratégicos o disuasivos, incluso para infundir temor entre los naturales, apoyándose para ello de la compañía de un buen número de caballos, cuya novedosa presencia causó admiración, sorpresa y espanto entre los diversos grupos indígenas que enfrentaron por primera vez a los invasores.

De ese modo, e inmediatamente después del arribo de los soldados a las costas veracruzanas, se realizaron maniobras con ese propósito. Cortés organizó en Tenochtitlan en 1520, ante los ojos azorados de Moctezuma, un festín con “tornos de caballos y fuga de escaramuzas, suerte de la sortija y aciertos de las lanzas”, como apunta Luis Weckmann en su ya clásica obra “La herencia medieval de México”, que editara el “Colegio de México” en dos volúmenes desde 1983.

Poco a poco, y ya distantes de la conquista misma, cuya capitulación sucedió el 13 de agosto de 1521, por ejemplo el célebre licenciado Suazo –quién no lo recuerda en México en 1554 de Cervantes de Salazar-, apuntaba el hecho de que para esos tiempos, ya estaba destinado un llano cercano a la capital del virreinato, donde “los caballos… se adiestran en ejercicios ecuestren y se ensayan en combates simulados”.

Estamos ante la puesta en escena de “justas”, “torneos”, festines, combinados ya como una serie de propuestas que indicaban el nivel que representaba la formación cultural hispana, permeada de otras tantas experiencias que acumularon diversos planteamientos que luego se consolidaron en el juego de cañas y particularmente los festejos donde se representó el toreo caballeresco.

En ese sentido, y entre los primeros acontecimientos de este tipo, debe recordarse aquel momento en que tras la larga y penosa peregrinación de Cabeza de Vaca por el norte –y durante el curso de 1536-, este presenció en Culiacán (hoy Sinaloa) un torneo y una corrida de toros en honor del apóstol Santiago.

Por cuanto sitio pasaban los grupos de españoles, era conveniente demostrar su fortaleza a partir de estos elementos que pasaron al cabo de los años, de su expresión bélica a otra que fue estética, con el consiguiente elemento que garantizara condiciones en aquellos nuevos estamentos, obligados a mantener la hegemonía del significado que la conquista había marcado como eje conductor.

Conviene anotar que, entre el 16 y 17 de agosto de 1521 se celebró en Coyoacán el que puede considerarse como primer “torneo caballeresco” en la inminente Nueva España, en el que se realizó la suerte de la “sortija”. Y luego, casi un año después y en el mismo sitio, se dio recepción a Catalina Xuarez Marcayda (a la sazón, esposa a la fuerza de Hernán Cortés) con muy sonados juegos de cañas.

En esas fechas, a pesar de la distancia habida con España, los conquistadores y nueva población que poco a poco comenzaba a habitar estos nuevos territorios, se sabían que entre los códigos militares y los del valor mismo, debían mantenerse vigentes ese tipo de representaciones, las que con el tiempo, quedaron depositadas en la presencia de la autoridad, particularmente la del Ayuntamiento, institución política y administrativa de la que emanaban una serie de funcionarios, casi todos por aquel entonces, descendientes de conquistadores, quienes se vieron comprometidos a mantener aquel status quo, no solo como burócratas de alto nivel (regidores, contadores o factores, en su gran mayoría), cumpliendo funciones complementaria al integrar las cuadrillas en los juegos de cañas; sobre todo el 13 de agosto-, ocasión en la que se conmemoraba la capitulación de México-Tenochtitlan.

Así que, entre muchos de aquellos significados que la fiesta caballeresca o taurina fueron teniendo al comienzo de la etapa virreinal, se encuentran este tipo de condiciones impulsadas, desde luego por razones estratégicas y militares. También por el despliegue de su formación cultural misma, y luego por circunstancias políticas que se involucraban en el hecho de conservar o mantener intocada una elite que, entre generación y generación, procuraba mantener el significado que una conquista representaba ya no solo para españoles, sino también entre criollos, grupo social que cada vez también, se sintió ajeno a ese punto en lo particular.

Lo que sucede es que al paso de los años, aquel propósito eminentemente político devino en la casi nula representación de la fiesta más sonada del periodo colonial (junto con la de Corpus). Una, entre diversas causas, fue que esa preeminencia original detentada y defendida por españoles o hijos de conquistadores perdió fuerza, y se fueron presentando en la escena nuevos personajes que ya nada tenían que ver, y que tampoco estaban obligados necesariamente a cumplir con aquellas estrictas disposiciones ordenadas por la autoridad.

Sobrevino el relajamiento, y si bien los juegos de cañas, que era la representación más importante de aquel poder quedaron disminuidos por algunas de las razones aquí expuestas, por otro lado, fue el festejo taurino en cuanto tal, el sucedáneo perfecto para mantener vigente todo aquel aparato impuesto por la corona y que se desplegó durante un tiempo considerable en muchas regiones del virreinato mismo. Lo mismo sucedió con las corridas de toros, las cuales se aclimataron de manera natural en estos territorios americanos en lo general; y del mexicano en lo particular.

De aquel maridaje surgieron rasgos de mestizaje únicos que lograron dar el toque distintivo a un espectáculo que, al paso de varios siglos, alcanzó esplendor (en unos sitios más que en otros), y que hoy día conservan al menos cinco países en este continente. Me refiero a Perú, Venezuela, Colombia, Ecuador y México. Cada uno de ellos impuso su propio espíritu, su propia forma de ser.

En efecto, cambiaba la forma, no el fondo.

Es este, entre muchos, uno de los tantos episodios o comportamientos que dieron la coloratura al que fue in illo tempore, la tauromaquia caballeresca y luego aquella que hicieron suya los propios americanos hasta impregnarla de lo suyo, como consecuencia cinco veces secular que explica, y no puede ser de otra manera, cómo ha sido posible la pervivencia del toreo, incluso rebasado el límite no solo del siglo XXI, sino de todos los síntomas de oposición que en tiempos muy recientes ha intensificado sus estrategias.

Son estos, algunos ejemplos de aquella imponente presencia que lo medieval deja ver en la formación de una nueva cultura en territorios americanos.

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EDUARDO NORIEGA “TRESPICOS”, PERIODISTA TAURINO A FINALES DEL SIGLO XIX. (Segunda y última parte).

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 Este retrato proviene de la obra Taurinas, publicada en 1896 por Rafael Medina. Col. del autor.

   En la ocasión anterior, me ocupé de dar un perfil general sobre el actuar de Eduardo Noriega “Tres picos”, pero sobre todo el peso de influencia en su quehacer como periodista, el cual determinó en buena medida, la fuerza del ala prohispanista. Dicho reaccionar encontró una sólida respuesta al afirmarse la presencia de un toreo que alcanzaba en esos momentos, la madurez técnica y estética que aquí no se había visto, sino hasta 1882, con la presencia de los primeros diestros españoles que luego, con el episodio de 1887, vino a consolidarse firmemente.

Sin embargo, en su intento por “historiar” el desarrollo del espectáculo en México, el propósito de Noriega no se consumó como sería deseable, y esto terminó reuniéndolo en tres columnas que aparecieron el 30 de octubre de 1887, y luego el 29 de enero y 5 de febrero de 1888, respectivamente. Allí, fue marcando el estado de cosas que mostró la fiesta en el fundamental curso del siglo XIX, hasta llegar a su objetivo central: juzgar a Ponciano Díaz, como un torero que no lograba –a los ojos de “Tres picos”-, un serio nivel de profesional, pues este propósito quedó en boceto debido a que tampoco aquella relación de Ponciano con Bernardo Gaviño –como tutor espiritual de su destino-, no consiguió los objetivos deseados. Y es que

Indudablemente, si Gaviño hubiera valido algo, no ya como espada, sino aun como simple torero, en España se habría quedado como se quedaron infinidad de medianías (…) Por lo que… El resultado de la enseñanza de Gaviño, era de preverse. ¿Qué podía hacer, ni qué podía enseñar un hombre que nada sabía? ¿Qué era valiente? Es verdad, pero el valor no es el arte.

En la columna “La alternativa”, (30 de octubre de 1887), se detiene a dar los primeros rasgos de su acercamiento con el desarrollo histórico y “pega” su primer “pinchazo”, cuando apunta:

Parece ser que muy reciente la conquista, Hernán Cortés organizó una fiesta de toros el día 24 de junio de 1521”. ¡¡¡1521!!!

Primer gran gazapo, que espero haya sido un “lapsus maquinae” o un mal acomodo del tipógrafo.

Líneas más adelante, y en auténtica razón de novedad, anota diversos aspectos que no dudo incluirlos a continuación.

El 4 de octubre de 1801, y con motivo del día de San Francisco, se corrieron ocho novillos en la Plazuela de Villamil (hoy día, cruce del Eje Central, entre Mina y Pensador Mexicano, Centro Histórico), donde se improvisó un circo al efecto.

Allí por primera vez apareció Basilio Quijón que hizo prodigios de arrojo.

Este mismo Quijón, logró que D. Pedro Ruiz Varela, rico comerciante español, en unión de algunos otros comerciantes, levantaran una plaza en el Volador, la cual se estrenó el día de la Virgen del Pilar, del año de 1802.

Quijón formó una cuadrilla en la que figuraba el Caparratas y el Compadrito, y no se picaba ni banderillaba a los toros, únicamente se les lanceaba de capa se daba el salto del testuz y el de las dos garrochas, inventado esto último por Quijón, y del cual salió siempre ileso, debido a los malísimos novillos que se lidiaban. Estas únicamente eran las suertes que el público veía. Se corrían por lo general dos toros en la mañana y ocho en la tarde, y las corridas se verificaban los Lunes.

Sin embargo, los que vienen a continuación, no tienen desperdicio, pues nos permiten entender qué era de la tauromaquia mexicana en vísperas de la independencia, de lo cual conocemos muy poco al respecto. En los siguientes términos lo resuelve así Eduardo Noriega:

[Que] En 1807 comenzó a construirse en la plazuela de Necatitlán, en el mismo sitio en que hoy existe el corral de vacas de D. Manuel Pérez Fernández [en tiempos pasados, fue barrio indígena. Hoy día, es conocido como barrio de San Salvador el Verde. Para ubicar la plaza, debemos trasladarnos a la Cerrada de Necatitlán y calle de cinco de febrero, esto en el Centro Histórico], una Plaza de toros, para que en ella torearan algunos diestros famosos, españoles y mexicanos, que ya picaban, banderillaban y mataban con estoque. En efecto, el 13 de agosto de 1808, en celebración del aniversario de la Conquista [que fue en realidad uno de los últimos con ese objeto, y que había decaído en buena medida, pues se organizaba cada vez con menos intensidad], estrenóse la Plaza de toros de Necatitlán.

Los programas que se repartieron, impresos en la tipografía de D. Mariano de Zúñiga y Ontiveros, y de los cuales hemos visto uno que obra en poder de un aficionado, tan inteligente como curioso, prometían maravillas, ponderando a diestros y toros, de un modo por primera vez usado en México.

Lo que a continuación veremos, es la confirmación de un dato que ciertamente pasaba era dudoso, pues hasta antes de su conocimiento, hubo la idea de que el registro se manejaba indebidamente. Por fortuna, no es así. Observaremos también la presencia de una de las primeras “sagas” taurinas que ya forman parte de la galería de toreros en estos casi cinco siglos de tauromaquia mexicana.

Carátula o portadilla del célebre Diario de México.

En uno de dichos programas se publicó el elenco siguiente:

Capitán de cuadrilla, que matará toros con espada, por primera vez en esta muy noble y leal ciudad de México

SÓSTENES ÁVILA.

Segundo matador

JOSÉ MARÍA ÁVILA.

Si se inutilizare alguno de estos dos toreros, por causa de los toros, entonces matará

LUIS ÁVILA

Hermano de los anteriores y no menos entendido que ellos.

He de agregar el hecho de que hubo un cuarto hermano, Joaquín, que también toreaba y quien cometió un asesinato. Por esa razón pasó buena cantidad de años en la cárcel.

Y sigue diciéndonos el también director de La Muleta:

Como estaba anunciado, se verificó la corrida. El público vio por primera vez picar toros, aunque sin orden ni concierto, banderillar con una sola mano a la media vuelta, y matar también a la media vuelta, sin muleta, libres de cacho y a la carrera. Sin embargo de esto, se maravillaba y aplaudía con frenesí.

De esta manera, y en la misma plaza, estuvieron verificándose corridas de toros, por espacio de algunos años.

Toreaban los tres hermanos Ávila citados, un picador, de nombre Mariano [quien llevaba también el apellido Ávila; a saber si se trataba de otro hermano más] –aunque también podría tratarse de Mariano Castro– (apostilla del responsable de esta colaboración) y el famoso banderillero Marcelo Villasana.

Ya por entonces empezaban a crear fama las ganaderías de Atenco, de la Cadena (Durango), Piedras Negras, Guanamé, Molinos de caballero [a la que Noriega ubica en Querétaro, aunque es de aclarar que dicha hacienda, lindaba en realidad con la de Atenco, en el valle de Toluca. Probablemente la confunda con la de Cazadero, que en su origen sí se formó en Querétaro], Puruagua, Cazadero y El Astillero.

Hasta aquí con lo anotado por “Tres picos”. A lo que se ve, con todo el esfuerzo de por medio, es de agradecerle los datos, aunque poca reflexión para un asunto que demandaba análisis detenido de cada registro, para con ello ir sumando un mejor panorama del que iba siendo el toreo en México, al comenzar el siglo XIX. Ese ejercicio, de alguna manera queda pendiente pues a pesar de que no solo Noriega, sino otros escritores y periodistas de la época (y algunos posteriores), se ocuparon del mismo propósito, no tenemos hasta hoy demasiada información y opinión al respecto. Me refiero a Domingo Ibarra, Carlos Cuesta Baquero y luego ya, en el XX, Nicolás Rangel, José de Jesús Núñez y Domínguez y Armando de María y Campos.

Los datos, ese escaso cúmulo de información, pasaba de una mano a otra y sólo cambiaba la coloratura, pero en el fondo se trataba de lo mismo. Sin embargo, faltaba lo más importante que era entrar en contexto, y plantear, aunque fuese necesario, diversos escenarios que permitieran entonces entender los significados de personajes que, con nombre y apellido ya, participaban en festejos contribuyendo en diversos aspectos a darle esencia propia, aquella con que la tauromaquia decimonónica puede considerarse también resultado de una independencia, y que en algún momento sus integrantes llegaron a legitimarla con expresiones que mostraban un afán de distanciamiento con lo español. El caso es que no pudiendo suceder ese propósito, pues el toreo mexicano se practicaba de conformidad con muchos aspectos que dictó el espíritu español a lo largo de casi tres siglos, imponiendo formas, hábitos, códigos –primero a caballo. A pie después-. Pero de algún modo, los mexicanos ya, independizados, y en medio de aquella libertad impregnaron el toreo de otros tantos sellos que fueron, durante el resto del XIX, la impronta de un nacionalismo que iba a la par con el propio de un país que se sometió –en lo histórico- a una serie de bandazos en lo político, económico o social con rumbo a un futuro que no alcanzó toda la deseable madurez. De ahí que se rompiera, se fragmentara, y fuera escenario de guerras internas, invasiones extranjeras que pusieron a prueba su valioso destino.

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EDUARDO NORIEGA “TRESPICOS”, PERIODISTA TAURINO A FINALES DEL SIGLO XIX. (Primera de dos partes).

CURIOSIDADES TAURINAS DE ANTAÑO EXHUMADAS HOGAÑO.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

Retrato de Eduardo Noriega “Tres Picos”. La Lidia. Revista gráfica taurina, N° 4, del 18 de diciembre de 1942. Col. del autor.

Antes de ocuparme sobre el tema que hoy presento, quiero recuperar una efeméride, sucedida apenas ayer, 13 de agosto, día de San Hipólito, solo que de 1529. Ese año, las primeras autoridades novohispanas, ordenaron que, “de aquí en adelante, todos los años por honra de la fiesta de Señor Sant Hipólito, en cuyo día se ganó esta cibdad (esto en 1521), se corran siete toros, e que de aquellos se maten dos y se den por amor de Dios a los Monasterios e Hospitales; y que la víspera de dicha fiesta se saque el Pendón de esta cibdad de la Casa de Cabildo, y que se lleve con toda la gente que pudiere ir acompañándole hasta la Iglesia de Sant Hipólito…”

Desde ese entonces, y con toda la magnificencia que se pueda imaginar, hasta los primeros años del siglo XIX, con toda la decadencia que también podamos creer, se celebró , por lo menos durante 285 años esa conmemoración. De ahí que con la fecha de ayer, se recuerdan 490 años de aquel acontecimiento, lo que no limita al que también ya forma parte de otra efeméride igual de importante, ocurrida, como se sabe, el 24 de junio de 1526.

Y bien, con algunos siglos de diferencia, nos ubicamos en el año de 1887.

El 30 de octubre, salía a las calles el número 9, del año I de LA MULETA. REVISTA DE TOROS, dirigida por el conocido periodista Eduardo Noriega “Trespicos”, el cual incluyó un texto que me parece interesante recrear y comentar.

Pero primero que todo, haré una semblanza sobre nuestro personaje.

Desde los primeros números que salieron bajo el título de La Lidia. Revista gráfica taurina, dirigida por D. Roque Armando Sosa Ferreiro, uno de sus colaboradores, el Dr. Vicente Morales, que se firmaba como “P.P.T.” publicó una larga, larguísima semblanza de diversos periodistas del pasado, donde indudablemente incorporó a Eduardo Noriega “TRESPICOS” (Ciudad de México, 4 de octubre de 1853-7 de febrero de 1914). Fue en los números 4 y 5, tanto del 18, como del 25 de diciembre de 1942 en que la serie “Periodista Taurinos mexicanos” se publicaba en aquella emblemática revista color verde. Sobre Eduardo Noriega, comienza describiendo su continente, como buen médico, Morales da detalles que pueden escapársele a otros. Por ahora no hay más datos que los relacionados con la fecha de su muerte, ocasionada por un problema del corazón, aunque algunos autores mencionan que su deceso ocurrió en la segunda quincena del mes de febrero de 1914, esta efeméride, con la precisión de la fecha nos la proporciona D. Luis Ruiz Quiroz en su imprescindible libro EFEMÉRIDES TAURINAS MEXICANAS, del cual tomo nota puntual, sujetando la efeméride al 7 de febrero de 1914.

Don Eduardo Noriega tuvo, en el ambiente taurino fama de prohispanista, lo que le llevó a ser blanco de diversas polémicas y descalificaciones, sobre todo de parte de aquel otro frente de batalla, el de los nacionalistas y patrioteros quienes en su profundo chauvinismo, intentaban defender la expresión mexicana del toreo, detentada básicamente por Ponciano Díaz. Sin embargo, “TRESPICOS” hace circular como director La Muleta. Revista de toros que se publicó entre septiembre de 1887 y enero de 1889. Su formato era prácticamente idéntico al de la revista La Lidia que se publicó en España por aquellos años. Con dos páginas de texto, las otras dos, y a plana entera se publicaban unas hermosas cromolitografías cuyo autor sólo llegó a firmar como P.P. García, y del que poco se sabe de él. Dicho artista tenía idea del color, la perspectiva, pero sobre todo de una dinámica que normalmente requiere cierto tipo de ilustraciones con lo que algunas de ellas van integradas por una marcada dinámica del movimiento, de ahí que tengan unidad y equilibrio. De ahí que quien conserve uno, algunos o la colección completa de dicha publicación, tienen en realidad, ejemplares de incomparable valor.

Eduardo Noriega, en su afán de enseñanza, de compartir y difundir una didáctica taurina que se adaptaba a los tiempos que corrían luego de la reanudación de las corridas de toros en la ciudad de México, estaba más que convencido que el nuevo de estado de cosas se impondría, por lo que el toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna se convertiría en la expresión que acabaría por madurar la tauromaquia en nuestro país, superando un estadio de pocos avances, aquel que detentaron Bernardo Gaviño y Ponciano Díaz, si bien dos protagonistas que sostuvieron por años una tauromaquia plena de mestizaje y que al arraigarse, fue de un gusto enorme entre seguidores, que eran legión. Por eso es que, entre otras cosas, se integró al centro espada “Pedro Romero”, de cuyo seno salieron diversas señales para dogmatizar el toreo que se estaba imponiendo. Para entonces ya había dejado de publicarse La Muleta, encontrando en El Noticioso espacio periodístico para materializar sus empeños, que no fueron pocos, pero sí muy dolorosos, pues en él estaba encendida la flama de la polémica.

Luego vendría la época en que El Toreo Ilustrado, otra de sus aventuras como editor fuera el espacio idóneo para seguir divulgando los principios técnicos y estéticos de la tauromaquia, acompañados por una serie de apuntes, realizados la mayoría de ellos por el sobrino de don Eduardo, Carlos Noriega, apuntes que eran distantes del excelente trabajo de aquel otro ilustrador –P. P. García– de quien ya se dio alguna semblanza. Para “P.P.T.”, Trespicos forjó la crítica encasillándola en el estilo de seriedad técnica que por costumbre ostentaba en sus escritos. Criticó los incidentes de la lidia, basándose en textos tauromáquicos.

Sin embargo, Eduardo Noriega se quedó con su tiempo, y habiendo andado algunos años junto al siglo XX, dejó de ejercer el oficio de periodismo. Asistía con alguna frecuencia al “Toreo” y hasta se convirtió en “gaonista”. Modelo de escritor y de taurino, legó una serie de postulados que reorientaron la visión de la fiesta en nuestro país, justo en los últimos años del siglo XIX donde México alcanza, junto con otros aspectos, el grado de modernidad tauromáquico.

Cabecera del periódico El Puntillero. Semanario de toros, teatros y variedades que comenzó a circular el 20 de mayo de 1894 y concluyó su edición el 24 de marzo de 1895. Dicha publicación se encuentra en la biblioteca “Salvador García Bolio” del Centro Cultural y de Convenciones Tres Marías, en Morelia, Michoacán.

Sobre el papel y el predominio que Eduardo Noriega jugó en las grandes transformaciones de la tauromaquia mexicana, es preciso reforzarlo con otros elementos, los que permiten encontrar en él un perfil del taurino incansable, el que ha caído en la obsesión de poner un orden y un equilibrio al caos, sobre todo en esa transición tan particular, la que comenzó a ocurrir desde 1884, se apuntaló en 1887 y terminó por madurar entre los últimos años del XIX y primeros del XX, con unos resultados en los que aquella etapa materialmente borró del mapa toda evidencia del toreo a la mexicana para imponer ese otro, a la usanza española y en versión moderna. Hay que reconocerlo, uno entre muchos de quienes lograron conseguir tal grado de evolución fue Eduardo Noriega, aficionado práctico que complementó su formación con las de un aficionado teórico, ese que no sólo se formó gracias a la lectura de diversos textos que lentamente comenzaban a llegar de España, sino que también lo hizo empuñando la pluma. Para entender ese ejercicio, y gracias a la generosa ayuda que en su momento me proporcionó el Dr. Marco Antonio Ramírez con su rica e importante biblioteca y hemeroteca taurina, fue que logré dar con ejemplares de El Puntillero, cuyo número 12, publicado en agosto de 1894, desvela en una serie denominada “Galería de notables revisteros mexicanos”, el perfil de don Eduardo Noriega, lo que hace ver el grado de importancia que en esos momentos tuvieron ciertos individuos cuya preparación y calidad moral daba de qué hablar en el medio, pues algunos de ellos integraron la sociedad “Espada Pedro Romero”, especie de cenáculo donde se reunían frecuentemente a discutir, a debatir apasionadamente las tauromaquias, con propósitos muy concretos de que entre las conclusiones a que llegaban, era posible trasladarlas para establecer escenarios previos, sobre todo en un reglamento taurino que, para finales del siglo XIX era más que necesario en la ciudad de México, ya que la dinámica de la fiesta dependía de uno que, con apenas algún articulado estaba en vigor desde 1887. Y antes que este, otra serie de disposiciones aisladas que en poco o nada ayudaban a consolidar las estructuras del toreo que por entonces de practicaba. Eran más bien medidas correctivas para evitar que la gente lanzara objetos al ruedo, como si con eso fuera suficiente establecer ciertas especificidades que no abarcaban, ni por casualidad el esquema técnico de la lidia. Ese se dejaba al libre albedrío de los diestros que seguían dando a la columna vertebral del toreo su natural y espontánea interpretación, acompañada de un telón de fondo que se impuso por muchos años, y que fue toda aquella puesta en escena, la que permitió una fascinante combinación del toreo con el teatro, con las suertes campiranas, y con todas aquellas suertes que hoy nos resultarían inverosímiles.

Pues bien, y regresando a El Puntillero, el responsable de esa larga serie, que firmaba como “Pajarito”, tuvo el detalle de incluir en su nómina a Eduardo Noriega, de quien, entre otras cosas afirma que nació en la ciudad de México. Su afición a los toros nace viendo a Gaviño, a (Ignacio) Gadea a (Fernando) Hernández [alias] Media luz, por lo menos desde el año de 1864. Incluso esa desmedida afición lo llevó a tomar capote, muleta y espada para actuar en algún festejo aislado, sobre todo en 1868, cuando pesaba sobre la capital del país la prohibición a las corridas de toros. Aún así, ciertos festejos “subversivos” deben haberse armado con un fin –quizá benéfico-, pero que no tenían otro propósito que ese. Luego volvió a la práctica en la mismísima plaza de Tlalnepantla banderillando a más de un toro.

Pajarito apunta que además, Noriega perteneció a un Club Hípico donde, entre otras actividades se daba a colear y lazar en un rancho inmediato al barrio de los Ángeles.

Retrato de Eduardo Noriega publicado en El Puntillero.

   Entre sus primeras colaboraciones en la prensa debe destacarse el de aquellas crónicas que entregó para La Voz de España, a partir de marzo de 1887 dejando en claro desde un principio que su campaña fue ir “contra los abusos, engaños y siniestros que nos visitan con el alias de toreros”, cosa que llevó a la práctica pues su norma fue “ha sido y es la imparcialidad”.

Portada de uno de los ejemplares de El Toreo. Semanario imparcial, del que también fue director y colaborador “Trespicos”. Col. del autor.

  CONTINUARÁ.

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“PEPETE”: “El hombre que trafica con la muerte”. Semblanza de un novillero del pasado.

RECOMENDACIONES y LITERATURA.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

 

    Hace unos días, tuvo un grato reencuentro con el entrañable amigo Sergio Olivera Díaz, quien me sorprendió con la noticia de que apenas nada, había salido de la imprenta un libro dedicado a su padre, el que en su momento fue el célebre novillero José Olivera “Pepete”. Quedamos de vernos.

El día indicado, Sergio Olivera estaba ahí, puntual como siempre. Comenzamos la plática con taza de café de por medio. Sergio Olivera, es un personaje formado profesionalmente como licenciado, maestro y doctor en Ciencias Sociales y Administrativas en México y en el Extranjero. ¡Casi nada! Luego, trabajó en la industria, y después en la banca.

Pues bien, al cabo de esos momentos que fueron en realidad muy cortos para tanto que platicar, salieron a flote infinidad de anécdotas y recuerdos en los que José Olivera se convirtió en nuestro tema central de conversación. Lo primero que me dijo es que con el libro culminaba un personal reconocimiento al padre, del que poco sabía su faceta como torero, en virtud de que ese asunto quedó como un secreto, resultado de un pacto de amor en el momento en que al enlazarse con quien sería su esposa, la Sra. Concepción Díaz Salinas, esta le pidió que para llegar al altar o dejaba de torear o no habría boda. Pudo más el amor, el afecto que la otra pasión y el José Olivera “Pepete” novillero, junto a los ternos de luces, carteles y demás circunstancias, pasaron al arcón de los recuerdos al que además se le buscó el rincón más escondido posible, con lo que el olvido se encargó de lo demás.

Pero lo que quería en el fondo Sergio Olivera era desentrañar aquel misterio, desvelar el secreto por el que por tantos años de su vida, pasó sin enterarse, hasta que al llegar a Guadalajara, Jalisco para emprender estudios de medicina –que luego abandonó-, fue enterándose de la importancia que “Pepete” tuvo como novillero entre finales de los años veinte y hasta 1935, en que dejó de torear.

Así que con aquel “descubrimiento”, tuvo a bien conocerlo poco a poco, a fuerza de ir recolectando los datos con la serenidad de los años. Como no fue suficiente, “entró al quite” un historiador en cierne, mi colega Héctor Olivares Aguilar, quien además realizó magnífica tarea de archivo, convirtiéndose ese trabajo en el primero que realizaba con la formación profesional recién adquirida en su totalidad.

Así que con la clara idea de recuperar de las sombras del olvido a su propio padre, el sin fin de datos fueron dando cabal idea sobre aquel hombre que nació en Teziutlán, Puebla en 1905, y quien casi veinte años después, pondría en marcha un empeño que lo convertiría en uno de los novilleros quien poseía un valor a toda prueba. Hay crónica que llega a ponerlo por encima del propio “Carmelo” Pérez en eso de la temeridad. Y miren ustedes que por aquella época, también surgieron otros valientes a carta cabal, como Esteban García, Alberto Balderas o José González “Carnicerito”, que eran la mar de bizarros.

Poco más de 70 festejos, son el registro de aquel paso firme, el que se impuso “Pepete”, por diversas plazas del país, España y Francia, naciones a donde también emprendió viaje, confiando en que sería contratado y se convencieran de que quien toreaba y se jugaba la vida en el ruedo era ni más ni menos que José Olivera “Pepete”.

Llegaban los triunfos, y la aureola de aquel muchacho de pequeña talla aunque con un corazón inmenso, permitieron forjar ese estilo que llegó a sintetizar Rafael Solana en un pequeño párrafo. Decía “Verduguillo”:

No se puede negar que “Pepete” es un diestro valiente, pertenece el muchacho de Tuxpan [recordemos que nació en Teziutlán] a ese tipo de toreros que emociona a base de valor y exposición. No se pida a José Olivera una faena clásica ni artística; no se le exija con elegancia, con reposo, con finura, con belleza. Él no concibe el toreo desde el punto de vista plástico sino desde su aspecto trágico. “Pepete” es la tragedia. Resucita los viejos procedimientos de arrimarse al toro sin engañifas, ni trucos ni tranquillos; él no entiende de dejar pasar la cabeza para luego estirarse; él no sabe de pegarse al cuello ni de posturitas fuera de “cacho”. Así eran antaño los toreros; hombres por encima de todo, valientes antes que artistas, machos antes que “pintureros” (Nota publicada en “El Taurino”, en su edición del 24 de agosto de 1930).

   Por eso, quizá por eso Sergio Olivera Díaz, supo encontrar el subtítulo perfecto al libro que ahora ya circula. Ese subtítulo denomina o califica a “Pepete” como “El hombre que trafica con la muerte”, término que sobrevino de aquella actuación suya, la que tuvo en “El Progreso”, de Guadalajara, Jalisco el 6 de enero de 1928. Esa ocasión simplemente estuvo fenomenal, y como esa crónica, otras refieren el hecho en el que los asistentes se levantaban de sus asientos entre asustados o temerosos de presenciar la forma en que José se pasaba los toros. Hubo quien ya no soportando aquello, abandonaba la plaza.

El valor de “Pepete” iba más allá del que desplegaba el mismísimo “Carmelo” Pérez. ¡Y miren que se dijo cada cosa al compararlos que mejor conviene que lean el libro!

“Pepete” y “Carmelo”. “Carmelo” o “Pepete”, dos valerosos a carta cabal, sin ambages ni eufemismos de ninguna especie.

En sus andares, José Olivera fue a torear a la feria de Jerez, Zacatecas. Y como era de esperarse, resultó triunfador. Por la noche, y al viejo estilo de las plazas provincianas, comenzó el ritual de la caminata de hombres y mujeres en el jardín municipal. En la segunda vuelta ya tenía en la mirada a la que fue reina de aquel festejo.

Ese fue en realidad el comienzo de un noviazgo que culminó felizmente en la ansiada boda. Pero “Conchita” quería estar segura de no pasar angustias como esposa de un torero. Por eso, fue necesario imponerse para decirle “que le daba el sí sólo si él se retiraba de los toros, junto con la promesa de jamás platicar a sus hijos de aquella gran afición y vocación taurina, evitando que alguno de nosotros –así recuerda Sergio Olivera también a su hermano- quisiera seguir su ejemplo. Como muestra de su amor, mi padre guardó silencio y apoyó la decisión de mi madre de darnos educación y una profesión, cosa que lograron con creces”.

Con estas firmes pinceladas y otras tantas anécdotas de que está colmada la reciente publicación, no queda sino recomendarla ampliamente. Celebro que haya ocurrido esa grata aparición en momentos en que estamos en una aridez imperdonable por la falta de novilladas (salvo las que se dan en “Arroyo”). Ya serían tiempos en que el ambiente de aspirantes estuviese en su mejor hervor, barajando nombres y apostando por quienes podrían convertirse en posibles “figuras”.

Con afecto, mi saludo a Sergio Olivera. Su libro nos reconforta.

Sergio Olivera Díaz: José Olivera Pepete. “El hombre que trafica con la muerte”.  Biografía taurina. México, Ficticia Editorial, 2019. 103 p. fots, retrs., facs.

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