EL SIGLO XIX COMO FENÓMENO DE ABUNDANCIA TAURINA EN MÉXICO. 1 de 2

EL SIGLO XIX COMO FENÓMENO DE ABUNDANCIA TAURINA EN MÉXICO.

Conferencia dictada el 6 de mayo de 1999 en el Centro Cultural “José Martí”, dentro del ciclo en memoria y homenaje a Daniel Medina de la Serna.

 POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Al tiempo en que se activó la independencia de nuestro país, el toreo se comportó de igual forma y se hizo nacional perdiendo cierto rumbo que solo recuperaba al llamado de las raíces que lo forjaron. Esas raíces eran las españolas, desde luego.

   Caben aquí un par de reflexiones antes de ingresar a la magia proyectada desde la plaza de toros.

   Un análisis clásico ya, para entender el profundo dilema por el que navegó México como nación en el siglo XIX, es México. El trauma de su historia de Edmundo O’ Gorman. Es genial su planteamiento sobre la confrontación ideológica entre la tesis conservadora y la liberal. Resumiendo: Los conservadores quieren mantener la tradición, pero sin rechazar la modernidad. Los liberales quieren adoptar la modernidad, pero sin rechazar la tradición.

   Es decir, en ambos la tradición es común denominador, y para los dos, el sentido de la modernidad juega un papel muy interesante que no nos toca desarrollar. Solo que en el toreo la modernidad llegó tarde, fue quedándose atrás y la tradición mostró nuevos ropajes.

   Si bien la estructura no perdió su esencia hispana, el vestido para la escena se colmó de mexicanidad y fue así como encontramos una fiesta sustentada en innovaciones e invenciones que permiten verla como fuente interminable de creación cuya singularidad fue la de que aquellos espectáculos eran distintos unos de otros, dada su creatividad, desde luego. Ello parece indicar la relación que se vino dando entre los quehaceres campiranos y los vigentes en las plazas de toros. Sociedad y también correspondencia de intensidad permanente, con su vivir implícito en la independencia, fórmula que se dispuso para el logro de una autenticidad taurómaca nacional.

   Un aspecto de profunda raíz en México y que es el de la iglesia, guarda semejanzas con la tradición torera también. Los principios católicos quedaron sembrados recién terminada la conquista. Poco a poco el indígena acepta una nueva religión y, en consecuencia, un nuevo dios. Con el tiempo aumentó la dimensión e importancia ya no solo de los principios o postulados, sino de quienes detentan y controlan el poder de la iglesia. De esa forma, el movimiento de emancipación para alcanzar el grado de nación fue encabezado por libertadores que enarbolaron la imagen de la virgen de Guadalupe. Por lo tanto, el arraigo de una cultura religiosa como la vigente en México desde 1521 y hasta hoy, ha trascendido distintas etapas sin riesgo de perder hegemonía. Antes al contrario, se mantiene vigorosa.

   De ese modo el toreo guarda condiciones semejantes, aceptándolo nuestros antepasados, haciéndolo suyo y luego, enriqueciéndolo en abundancia. Así fue como se integró a la forma de ser de los mexicanos y ha llegado hasta nosotros contando a lo largo de sus más de cuatro siglos y medio con apenas algunas interrupciones de orden legal, administrativo o incluso, por capricho de algunos gobernantes declaradamente antitaurinos.

   Fue así como Hidalgo en la ganadería, o Allende en la torería ponen punto de partida a unas condiciones que luego los hermanos Luis, Sóstenes y José María Ávila se encargan de mantener en circunstancias parecidas a las que representaron Pedro, Antonio y José Romero en la España de fines del XVIII y comienzos del XIX. Y es que los hermanos Ávila (Luis, Sóstenes y José María) por más de cincuenta años aparecen como los representantes taurinos de México, dado que se convierten en las figuras más importantes que dan brillo al espectáculo en nuestro país. Fue así como desde 1808 y hasta 1857 ocupan la atención de la afición estos interesantes y a la vez misteriosos personajes, cuya principal actividad se concentró en la capital mexicana. Pocos datos existen al respecto de los tres, que son cuatro, con Joaquín, mencionado por Carlos María de Bustamante en su Diario Histórico de México. Desafortunadamente este último cometió homicidio que lo llevó a la cárcel y más tarde al patíbulo. De ese modo, sus perfiles ya no se pierden en las noches oscuras de la tauromaquia que aún quedan por descubrir.

   Un espectáculo taurino durante el siglo XIX, y como consecuencia de acontecimientos que provienen del XVIII, concentraba valores del siguiente jaez:

-Lidia de toros «a muerte», como estructura básica, convencional o tradicional que pervivió a pesar del rompimiento con el esquema netamente español, luego de la independencia.

-Montes parnasos,[1] cucañas, coleadero, jaripeos, mojigangas, toros embolados, globos aerostáticos, fuegos artificiales, representaciones teatrales,[2] hombres montados en zancos, mujeres toreras. Agregado de animales como: liebres, cerdos, perros, burros y hasta la pelea de toros con osos y tigres. Benjamín Flores Hernández nos ofrece un rico panorama al respecto:

 -Lidia de toros en el Coliseo de México, desde 1762

-lidias en el matadero;

-toros que se jugaron en el palenque de gallos;

-correr astados en algunos teatros;

-junto a las comedias de santos, peleas de gallos y corridas de novillos;

-ningún elenco se consideraba completo mientras no contara con un «loco»;

-otros personajes de la brega -estos sí, a los que parece, exclusivos de la Nueva España o cuando menos de América- eran los lazadores;

-cuadrillas de mujeres toreras;

-picar montado en un burro;

-picar a un toro montado en otro toro;

-toros embolados;

-banderillas sui géneris. Por ejemplo, hacia 1815 y con motivo de la restauración del Deseado Fernando VII al trono español anunciaba el cartel que «…al quinto toro se pondrán dos mesas de merienda al medio de la plaza, para que sentados a ellas los toreros, banderilleen a un toro embolado»;

-locos y maromeros;

-asaetamiento de las reses, acoso y muerte por parte de una jauría de perros de presa;

-dominguejos (figuras de tamaño natural que puestas ex profeso en la plaza eran embestidas por el toro. Las dichas figuras recuperaban su posición original gracias al plomo o algún otro material pesado fijo en la base y que permitía el continuo balanceo);

-en los intermedios de las lidias de los toros se ofrecían regatas o, cuando menos, paseos de embarcaciones;

-diversión, no muy frecuente aunque sí muy regocijante, era la de soltar al ruedo varios cerdos que debían ser lazados por ciegos;

-la continua relación de lidia de toros en plazas de gallos;

-galgos perseguidores que podrían dar caza a algunas veloces liebres que previamente se habían soltado por el ruedo;

-persecuciones de venados acosados por perros sabuesos;

-globos aerostáticos;

-luces de artificio;

-monte carnaval, monte parnaso o pirámide;

-la cucaña, largo palo ensebado en cuyo extremo se ponía un importante premio que se llevaba quien pudiese llegar a él.

   Además encontramos hombres montados en zancos, enanos, figuras que representan sentidos extraños. Ante todo esto es preciso saber qué pasaba con los dictados de la moda taurina que llegaban de España y los mexicanos recibían para darle un propio carácter. Es el autor español Rafael Cabrera Bonet quien en su conferencia “Evolución de los encastes del toro de lidia” nos revela parte de esta duda:

 (Mientras) transcurre el siglo XVII cada vez el público va demandando un mayor número de ganaderías (…). Dos (o) tres de ellas se enfrentan, si no en franca competencia, sí al menos en cuanto a la calidad de sus reses para el languidecente rejoneo o el vigoroso empuje de los de a pie. Porque no vaya a creerse nadie que este toreo a pie aparece, de golpe y porrazo, con el cambio de dinastía (de los Austrias a los borbones), en el siglo XVIII. No, ya en el último tercio del siglo anterior, y con mucha frecuencia en los postreros años del reinado de Carlos II, los lidiadores de a pie van constituyéndose en el eje del festejo, y los picadores de vara larga o de detener, suceden a los caballeros del rejoneo. Incluso en estos finiseculares años de la Casa de Austria es dado ver en la Plaza Mayor de Madrid, y ante la misma persona del monarca imperante, corridas en las que tan sólo actúan toreros a pie, solos o acompañados de varilargueros. Para este nuevo toreo, para esta nueva fiesta, se requieren otras reses, y éstas mismas van a modificar durante casi dos siglos los gustos del público.

   En efecto, para el toreo a pie se requieren toros que embistan con mayor claridad, que a la par que manteniendo la movilidad requerida desde antaño presenten buenas condiciones de nobleza y bravura. Sin embargo, esta evolución del toreo sufre un retraso importante por la aversión de Felipe V, al menos en sus primeros años españoles, hacia la fiesta taurina (cosa que también se reflejó en la Nueva España). Numerosas prohibiciones, y silencios expresivos, marcan gran parte de las innumerables solicitudes de festejos en las tres primeras décadas de su reinado. La fiesta apenas puede verse en la capital, durante esta época, en tres o cuatro ocasiones. Los amantes de este género de emociones han de trasladarse a los pueblos de la periferia, donde pueden ver capeas o novilladas de ínfimo orden, o a las capitales cercanas a Madrid, donde con otro carácter, menos trascendente y con menor boato, se suceden festejos de alguna mayor categoría. Pero, no obstante, esta evolución, iniciada en el pasado siglo, es imparable. Ya sea por los copiosos gastos que a la nobleza y alta burguesía le ocasionara la pompa y circunstancia de la fiesta de tiempos de Felipe IV, ya sea por la lógica inclinación del público hacia una fiesta más popular, anárquica y espontánea, ya sea por lo que fuere, el toreo caballeresco desaparece prácticamente de escena, siendo sustituido por el de vara larga, al que ampara una nutrida e indisciplinada grey de lidiadores pedáneos. Para esta fiesta se requieren otros toros y los ganaderos sabrán ofrecérselos. El toro comienza a ser eje central del festejo, y medir su bravura, su acometividad, burlar su noble embestida su finalidad última.

   Para esta evolución, que al principio surge con dos versiones fundamentales, toreo de vara larga y burla a pie, se requiere un toro bravo -en el sentido que hoy entendemos, es decir con gran acometividad y comportamiento definido en la suerte de varas- pero también ágil y revoltoso”.[3]

CONTINUARÁ.


[1] Benjamín Flores Hernández: «Con la fiesta nacional. Por el siglo de las luces. Un acercamiento a lo que fueron y significaron las corridas de toros en la Nueva España del siglo XVIII», México, 1976 (tesis de licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 339 p., p. 101. El llamado monte carnaval, monte parnaso o pirámide, consistente en un armatoste de vigas, a veces ensebadas, en el cual se ponían buen número de objetos de todas clases que habrían de llevarse en premio las personas del público que lograban apoderarse de ellas una vez que la autoridad que presidía el festejo diera la orden de iniciar el asalto.

[2] Armando de María y Campos. Los toros en México en el siglo XIX, 1810-1863. Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, Acción moderna mercantil, S.A., 1938. 112 p. ils. Dicho libro está plagado de referencias y podemos ver ejemplos como los siguientes:

Los hombres gordos de Europa;

-Los polvos de la madre Celestina;

-La Tarasca;

-El laberinto mexicano;

-El macetón variado;

-Los juegos de Sansón;

-Las Carreras de Grecia (sic);

-Sargento Marcos Bomba, todas ellas mojigangas.

[3] Rafael Cabrera Bonet: Evolución de los encastes del toro de lidia. (Conferencia pronunciada en el Círculo Taurino “Don Luis Mazzantini”, del Colegio Mayor Universitario de San Pablo, el día 8 de mayo de 1997). Madrid, Bibliófilos Taurinos de España, 1997. 42 p. Ils. Grabs.

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