POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
RESEÑA A LA MOJIGANGA: “UNA FIESTA EN IXTACALCO”, efeméride ocurrida el 14 de noviembre de 1886.
La corrida ha transcurrido sin demasiadas alteraciones, hasta que aparece en el ruedo de la plaza de toros de Tlalnepantla la mojiganga anunciada al efecto, que por cierto
causó gran hilaridad entre la numerosa concurrencia. En México son muy conocidos los tipos que figuran en todas las fiestas de los naturales y por lo tanto está demás hacer un detalle completo de “Una Fiesta en Ixtacalco”. Sí diremos que el tipo de la novia fue muy bien caracterizado por el conocido diestro Jesús Blanco, lo mismo que el del Cura que, como lo decía el programa, estuvo a cargo del arriesgado Guadalupe Sánchez, que salió victorioso en su empeño.
A la debida señal de la Presidencia se dio suelta a un torete josco, bragado, de muchos pies. Fue picado con burros, propinando los consiguientes costalazos. Chuchita Blanco le adornó el morrillo con tres buenos pares de banderillas pequeñas a la media vuelta y en zancos, lo mandó a la eternidad mediante un modesto costalazo. Todo fue muy aplaudido y terminó la función entre las risotadas y gran entusiasmo de los espectadores.
Hasta aquí con los datos que nos reporta El arte de la Lidia, año III, Nº 6 del 21 de noviembre de 1886.
Como vemos, la interesante diversión de las mojigangas seguía siendo un complemento importante en las corridas de toros efectuadas en unos momentos en los que la fiesta de toros practicada en México, bajo un sello eminentemente nacionalista, vive ya la seria amenaza de ser desplazada por el nuevo empuje del toreo de a pie, a la usanza española, en versión moderna que se ha depositado desde el 25 de enero de 1885, cuando José Machío tuvo la oportunidad de presentarse en la plaza del Huisachal, estoqueando toros de San Diego de los Padres.
La “fiesta en Ixtacalco” es una representación tan parecida a aquella otra denominada “Una boda de indios en Tlalnepantla”, donde destaca el sencillo sabor indígena que trasciende una forma de culto por lo mexicano, como los siguientes dos ejemplos:
DOMINGO 11 DE OCTUBRE DE 1863 (PLAZA DEL PASEO NUEVO, D.F.)
Cuadrilla Mendoza.
Dada muerte al tercer toro, saldrán DOS CABALLOS RELAJOS CON SUS GINETES ENCOHETADOS, imitando á un apache y a un Charro, y una vez dados fuego, se les echará un SOBERBIO TORO. Concluido que esto sea, al mismo toro se le echarán UNOS VALIENTES PERROS CON SUS GINETES, los que trabarán una SANGRIENTA LUCHA, y de la cual han de salir victoriosos. Otro intermedio lo cubrirán Dos Toros para el Coleadero y terminado que sea presentaré un hermoso LEON TEHUANTEPECANO, el cual en una de las próximas corridas luchará con un bravo y arrogante toro, concluyendo el todo de la función con los dos toros de muerte restantes, y el TORO EMBOLADO de costumbre para los aficionados, el que llevará un tapaojo adornado con MONEDAS DE PLATA, ATADAS CON LISTONES.
Si en la presente corrida lograre como otras veces, que quedasen complacidos mis favorecedores, es á lo único que aspira Pablo Mendoza.
DOMINGO 29 DE NOVIEMBRE DE 1863 (PLAZA DEL PASEO NUEVO, D.F.)
Cuadrilla de Bernardo Gaviño.
INTERMEDIO MUY DIVERTIDO Y NUNCA VISTO EN MÉXICO.
Un intermedio divertido, nominado: UNA BODA EN TEHUANTEPEC, O SEA UN CASAMIENTO EN HOSCHIMALAPA. El cual, después de lo mucho que divierta, aumentará la risa tanto por sus estrañas figuras cuanto porque para ello he encargado un bravísimo torete de tres años, que nada dejará que desear al respetable público que concurrirá.
Concluyendo la función con un TORO EMBOLADO para los aficionados.
¡Vaya un torito planchado”. Grabado de Manuel Manilla. Col. del autor.
Y como era costumbre, generalmente salía a la arena un torete, o un becerro de la misma ganadería contratada por la empresa. Resulta interesante poder conocer uno más de los intensos capítulos en los que la diversión taurina se extendía por territorios lúdicos y maravillosos que así como llegaron, así también desaparecieron, lentamente.
Dichas representaciones rememoran el pasado indígena, y no dejan escapar la posibilidad de afirmar la presencia de nuestra raíces más profundas en el panorama histórico, sobre todo, durante el régimen porfirista (recuérdese que el General Porfirio Díaz, como Presidente de la República, estuvo al frente de los destinos nacionales primero del 5 de mayo de 1877 al 30 de noviembre de 1880. En una segunda etapa, en la que «el sufragio efectivo, no reelección» ya no tuvo efecto, se encargó de los destinos del país desde el 1º de diciembre de 1884 y hasta el 25 de mayo de 1911, circunstancia que se tradujo en seis reelecciones). Se afirmaron, como decía, no por el hecho de resultar una condición favorable al gobierno, sino porque este cuidaba que ya no aparecieran los “indios” bajo una imagen deteriorada, resultado del atraso económico que iba a contrapelo del avance económico que alcanzaba el gobierno encabezado por el general oaxaqueño, mismo que buscó allegarse -para una mejor imagen- la presencia europeizante y de progreso que mostró en ciertos aspectos reflejados en formas de expresión social.
El Gral. Porfirio Díaz era afecto a las corridas de toros. Incluso se dice que en sus años mozos «echaba capa». Asistió en distintas ocasiones a corridas y eso de que «afianzaría su imagen de reformador que sacaba a México de la barbarie para colocarlo en la comunidad de las naciones occidentales» no es directamente un reflejo brotado de aquellos grupos asistentes a las fiestas toreras. Sí
del panorama social (del que) fueron desapareciendo los agresivos y ásperos perfiles de mochos y chinacos al ser sustituidos por el comedimiento enchisterado de esos hombres y mujeres que ahora, al modo de una especie zoológica desaparecida, se clasifican como de «tiempos de don Porfirio».
Es ahí entonces, cuando se da el auténtico acercamiento a la comunidad de las naciones occidentales.
A propósito, dice William Beezley:
Después de 1888, los bonos de Díaz y especialmente del país se habían elevado considerablemente a los ojos del mundo. Díaz no necesitaba ya preocuparse por la reputación de crueldad que tenía México, de modo que ignoró la petición de la Sociedadpara prevenir la crueldad con los Animales (cuyo presidente honorario era su mujer), y del Club contra las Corridas de Toros. En vez, el gobierno se dedicó a exigir sombreros de fieltro y pantalones a los indios que llegaban a la ciudad, para que en la apariencia por lo menos, tuvieran un aire europeo. Hacia 1890 el éxito de Díaz hizo crecer el sentimiento de orgullo en México, y el nacionalismo en ciernes revivió las que se consideraban tradiciones genuinas. Ese nacionalismo se alimentaba de un sentimiento romántico hacia los aztecas y hacia la cultura colonial. La sociedad capitalina celebró una «guerra florida», farsa que recreaba el ritual azteca, con un desfile de carros alegóricos, desde los que los pasajeros se arrojaban flores. Díaz descubrió el monumento a Cuauhtémoc en una de las glorietas más importantes de la ciudad y permitió que se reanudaran las corridas en la capital.[1] El estilo porfiriano.
Por su parte, Armando de María y Campos,[2] apunta lo siguiente:
“Una boda en Ixtacalco” (diferente en título a la que reseñamos aquí, pero con sus notables semejanzas a la hora de su celebración) aquella en que al celebrarse una boda de indios, se bailaba “con los trajes propios el jarabe mexicano”. La escena es de una extraordinaria fuerza típica, y creo que sea una de las primeras que se refiere a nuestro baile tradicional, y el mejor documento para la suntuaria de los primeros pasos del jarabe mexicano como baile de teatro. El, de calzonera abierta y manta sobre los hombros, tocado con sombrero bajo de copa y ala dura; ella, de amplia falda de tela almidonada, rebozo, y peinado bajo a dos bandas; dos músicos, uno tocando el arpa mexicana, el otro un bandolón; tocados ambos con sombreros bajos, duros; observan el baile una india sentada en cuclillas; otra, de rebozo, y un hombre embozado en una frazada mexicana que recuerda la capa española. De fondo, la clásica enramada de todas las jamaicas mexicanas, legado de las fiestas campestres de los aztecas. Las tres escenas ligadas por una ligera orla que simula una guirnalda con tulipanes y abiertas flores de calabaza.[3]
Representación, la más cercana que he encontrado al respecto de cómo entender una «Fiesta en Ixtacalco», a partir de la imagen aparecida en un cartel de 1857. Col. del autor.
Es esta visión, otro fundamento con el que entendemos el desarrollo de carácter teatral que se le daba a dicha representación, arraigada a los valores mexicanos que durante el siglo XIX encontraron una reivindicación que justificaba en buena medida la presencia indígena. Así, el teatro colaboró en el rescate de la esencia nacional.
[1] William Beezley: «El estilo porfiriano: Deportes y diversiones de fin de siglo», en Historia Mexicana, vol. XXXIII oct-dic. 1983 Nº 2 p. 265-284. (Historia Mexicana, 130)
[2] Armando de María y Campos: El programa en cien años de teatro en México. México, Ediciones Mexicanas, S.A., 1950. 62 p. + 57 ilustraciones. (Enciclopedia mexicana de arte, 3).
[3] Op. Cit., p. 25-6.