POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
Allí están, a la espera…
Mientras son tiempos de una larga espera, hay que poner los ojos en el campo, ese espacio donde otros tiempos, los milenarios y seculares vieron lograda una especial forma de domesticación, fundada en incorporar al toro en pieza fundamental de procesos rituales que siguieron una línea impuesta luego, por varias civilizaciones occidentales que lo convirtieron en razón que ejerció profundo fundamento espiritual en los ciclos agrícolas que fue cumpliéndose en forma natural.
Vino después la ruptura de lo sagrado para incorporarlo en lo profano con ello, aprovechando su vigorosa presencia en juegos, en esa lúdica necesidad de divertirse, pero sin distanciarse, el toro mantuvo la figura que originalmente adquirió o se le atribuyó.
Su imponente figura se extendió y la hicieron suya diversas culturas al punto de impulsar y estimular la movilidad y trashumancia de hatos de considerable dimensión. Entre todos aquellos conjuntos, el uro seguía cohabitando, con su enorme figura y complexión, hasta que desapareció al comenzar el siglo XIII.
Aquellas centurias dieron cauce a la apertura de diversos mercados, del intercambio cultural. Fueron empleados también como elemento de práctica durante las múltiples guerras…, y desde 1519 pasa a territorio mesoamericano en paralelo a las acciones que culminaron con la conquista española el 13 de agosto de 1521. Tierra adentro, adaptadas y aclimatadas esta y otras especies fueron traídas por los hispanos desde el segundo viaje de Colón en 1493, instalándose en “La Española” (Haití y República Dominicana). De ahí, y ya consolidada una serie de circunstancias propias de aquel empeño, también hicieron lo mismo desde que pasaron a la isla de Cuba y luego a México.
Iniciada la etapa colonial y ya establecidas las condiciones de vida cotidiana, vino un reparto territorial y con esto, la responsabilidad de administrarlo debidamente. Eran grandes extensiones. Aunque el factor más notable por aquellos tiempos era crear un mestizaje y una aceptación recíproca y esto porque la comunidad indígena poseía una estructura ritual que no fue entendida por los conquistadores, quienes impusieron, primero con la espada y luego con la cruz, sus propias creencias. De la confrontación a la asimilación. Tal circunstancia tuvo un costo elevado hasta lograr el deseable equilibrio, no siempre en términos amistosos.
Y el toro en tanto, no tardó en hacer su presencia y convertirse en integrante de una sociedad de consumo, así como en razón vital de lo festivo. Surgieron conmemoraciones ostentosas, remanente estético de un episodio bélico concentrado en la guerra de los ocho siglos (726-1492) en España, insuflada por los libros de caballería que forjaron varias generaciones de jinetes que, a la brida o a la jinete, alanceaban toros en jornadas lo mismo solemnes que repentinas.
Las grandes unidades de producción agrícola y ganadera debieron tener hatos suficientes con que satisfacer necesidades de esta naturaleza, sobre todo en los espacios urbanos. Sin embargo, llama la atención de que hasta hoy se ubica a un pequeño grupo de haciendas encargadas de enviar toros, y estas eran propiedad, en buena medida de la élite novohispana más representativa. Entre aquellos que tuvieron presencia durante el siglo XVI, se tienen nombres como los de Juan Gutiérrez Altamirano, Jerónimo López, Juan Bello, Jerónimo Ruiz de la Mota, Luis Marín, Pedro de Villegas, Juan Jaramillo, Beatriz de Andrada y Juan de Salcedo. Y luego, en el siglo XVIII y comienzos del XIX, se encuentran: el Marqués de la Villa del Villar del Águila (La Goleta), Juan Francisco Retana (Yeregé), José González Rojo (El Salitre), Pedro de Macotela (Astillero), el conde de Santiago (Atenco), Ignacio García Usabiaga (Tenería), el conde de la Cortina (Tlahuelilpan), Miguel Hidalgo (Xaripeo), Juan N. Nieto (Bocas), Juan Antonio Fernández de Jáuregui (Gogorrón y Zavala), María Antonia Arduengo (Pila), Manuel de Gándara (Bledos) y otros propietarios.
Que más de alguna de estas haciendas comenzara durante aquellos siglos un proceso de modificación en su concepto de reproducción, selección y crianza de toros destinados con fines concretos a las fiestas, no ha sido posible encontrar el testimonio directo que así lo compruebe.
Ya en el siglo XIX, Atenco mantuvo un sistema de producción relacionado con la “crianza” de sus toros, orientado tanto a la ciudad de México como para su aprovechamiento interno. La “hacienda principal”, conocida así desde 1722 junto con sus anexas que no eran sino ranchos, con sus herramientas y aperos para el desempeño de diversas actividades agrícolas (cerealeras), como el cultivo de maíz, ganadera (ganado mular, caballar, ovino, vacuno y porcino), actividad esta que a partir de 1830 hace que “La Principal” se dedique de lleno, lo cual causó que se criaran numerosos ganados, sobre todo para la lidia, mismos que tuvieron que distribuirse en las demás haciendas. Una de sus instalaciones básicas, que sigue en pie es la plaza de tienta, reseñada en la “Noticia que se suscribe al señor don Manuel Terreros: Frente a la fachada de la finca se encuentra un toril de mampostería bastante grande (…) construido en 1836.
En “La principal” se concentraba la mano de obra, como es el caso del caudillo, o jefe de la cuadrilla de vaqueros, el calador, el carrocero, el caballerango, etc.
Otra de las haciendas era la de Zazacuala donde el cultivo principal era la cebada y el maíz. La de Tepemajalco, cuya actividad agrícola se destinaba a la cebada, haba y nabo.
En cuanto a la Vaquería de Santa María, una de las de la “Principal”, concentraba actividades dedicadas a diversos productos lácteos, tales como el queso, mantequilla, requesón y leche. En la propia hacienda se estableció una tienda para su venta y distribución, así como para el consumo interno. La hacienda de Quautenango, pasó al rango de vaquería para luego desaparecer como fruto de los constantes problemas de tierras con los pueblos limítrofes. En sus extensiones hubo cultivos de maíz, haba y cebada, además de que se mantuvieron cabezas de ganado bovino y de manso, caballar (para labores y servicio de los ayudantes) así como ganado porcino. Semejantes condiciones se dieron en la hacienda de Santiaguito. La de San Agustín contaba con la peculiar cosecha de trigo así como de los otros productos agrícolas. En su superficie de 296 hectáreas, ubicada en la actual población de Calimaya, por donde pasaba el camino real que iba de Tenango a Calimaya, se concentró la mayor actividad de crianza de ganado vacuno.
Atenco también contaba con las haciendas de San Antonio, misma que no aporta grandes datos, solo el de 1836 que nos habla de que a ella pertenecía el rancho de Santa María y se dedicaba a labores agrícolas.
San Joaquín (o también Quautenango), en 1755 su nombre cambió al de Señor San Joaquín. Tuvo una curiosa transformación de concepto de rancho, elevándose a hacienda. Su actividad principal era la labor agrícola, cultivándose maíz, trigo, haba, papa y alberjón. En 1837 se separó de las extensiones de Atenco quedando en propiedad de Jesús Garduño y Garduño, posesión que fue refrendada a Carlos Garduño Guzmán con fecha 26 de enero de 1889. En 1836 se tuvo el cálculo de que las sementeras de maíz entre las haciendas de San Antonio Zazacuala, Tepemajalco, San Agustín, Santiaguito, Cuautenango y San Joaquín tenía un rendimiento de 9000 fanegas de maíz limpio que descartaba el “maíz de suelos ni de mazorca podrida, porque debe resultar de muy mala calidad por el hielo o las lluvias”.
En todas ellas, se mantuvo un grupo de trabajadores controlados por un mayordomo. Además había rancheros, coleros, porqueros, boyeros, semaneros, cuerveros, orilleros, zacateros, aguadores, peones y ayudantes.
Cada una de dichas labores estaba bajo el mando del mayordomo quien a su vez informaba de todos los acontecimientos al administrador general mismo que tomaba las decisiones más relevantes. Este, a su vez, ejerciendo la distribución de recursos de manera idónea; debía hacerlo pensando, una parte para la raya la otra para gastos. Claro, las diversas administraciones variaron su función dependiendo de condiciones tales como: arrendamiento, sociedad o mediería que hicieron cambiar de modo recíproco las relaciones entre las anexas y la Principal.
Hubo para ello que comunicar los hechos relevantes directamente a los propietarios que habitaban la casa principal en la ciudad de México a través del correo en forma constante, y ello se comprueba por la infinidad de documentos de tal característica, concentrados en el Fondo: Condes Santiago de Calimaya (UNAM) que además acumula estados semanarios, libranzas, certificaciones y hasta recados.
En la tienda de raya, proveída de víveres y otros artículos se efectuaba la compra en abonos, lo que ocasionaba pérdidas pues la deuda no se cubría ya fuera por falta de pago, ya fuera por insolvencia.
Resulta curioso que otros conceptos de deuda, el del pago de la raya o de ciertas contribuciones tuviese que ser solucionado vendiendo alguna parte de las tierras o resolviendo un embargo con “39 reses a la hacienda de Atenco para cubrir un adeudo de 1,000 pesos”, asunto que ocurrió el 3 de diciembre de 1860.
Por lo demás, y dada la intensa actividad ganadera se percibe, por lo menos en el período que va de 1815 a 1878, la mano de obra, junto con la de carácter agrícola, hacen que se mueva sobre todo población indígena que habitaba la región y los alrededores.
Con el tiempo, la hacienda de Atenco también se le llamó “La Principal”, por ser la que ejerció el control administrativo durante el siglo XIX. Tenía como anexas otras tierras como la vaquería de Santa María, y los ranchos de San José, Los Molinos y Santa María.
Con el paso de los años, y fundamentalmente con lo ocurrido en la hacienda de Atenco, se presentó un mercado que aprovechó la amplia proliferación del ganado, básicamente del que se destinaba para lidia, lo que representó un renglón confiable. En ese orden, el ganado vacuno, el lanar y en menor cantidad cabras y cerdos, representaron los sustentos de una explotación que generó constantes ingresos, que evidentemente intervenían en la operación agrícola, misma que contaba para su desarrollo con ganado caballar, mular y asnal.
Volviendo al caso de Atenco, debe recordarse que la hacienda “La Principal” era la dedicada a la ganadería, estando integrada por los potreros Bolsa de las Trancas, Bolsa de Agua Blanca, Puentecillas, Salitre, Tomate, Tiradero, Tejocote, Tulito, San Gaspar y La Loma, en los que en general se concentraba el ganado, mientras que en otras haciendas solo había los animales necesarios para la labranza y transporte de los productos.
Al igual que la producción de semillas, el ganado vacuno y el bravo se vendían en su mayor parte a la ciudad de México, aunque éste también era vendido en Toluca y Tenango (1873), en Tlalnepantla, Metepec, Puebla y Tenancingo (1874). En esos años los toros muy contados, solo se alquilaban.
Bajo la nueva administración, por parte de Rafael Barbabosa Arzate (hasta 1887) y después de sus hijos, quienes formaron la “Sociedad Rafael Barbabosa, Sucesores”, la hacienda atenqueña recuperaría el viejo pulso de actividad interna y externa que le caracterizó durante las décadas anteriores, sin olvidar que los siglos XVI al XVIII representaron el enorme cimiento donde se estableció y se afirmó ese conjunto de tareas y negocios.
De nuevo, y con todo ese historial a cuestas, el toro sigue esperando en el campo, dispuesto a demostrar su presencia, fortaleza y bravura, como siempre.