ILUSTRADOR TAURINO MEXICANO. PARTE III: LOS TERCIOS COMBINADOS.

POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.

    Desde un principio, esta serie tiene entre sus objetivos mostrar cómo, a través de la iconografía de época, pueden descubrirse una serie de circunstancias que permiten entender la forma en que la tauromaquia fue tomando forma. En otras palabras, evolucionando, a pesar de los diferentes momentos que son motivo de análisis.

   La presente imagen apareció publicada en un cartel del año 1859. En esos momentos y en la ciudad de México, sólo estaba en funciones la plaza de toros del Paseo Nuevo. Precisamente la imagen seleccionada corresponde al interior de dicho escenario.

   En ella podemos apreciar el momento en que transcurre el tercio de varas. Cuatro son los personajes: tres toreros de a pie, uno a caballo, mientras el toro acomete a la cabalgadura. Entre los varios aspectos por analizar se encuentran el del preciso momento en que el toro se encuentra a punto de recibir una vara, casi en el centro del ruedo. El picador lo toma terciado, es decir no de frente, con el riesgo consiguiente de un tumbo. Además, el caballo lleva colocada una anquera, elemento de cuero que se colocaba en las ancas del equino y que, según los conocedores sirve para “quitarle las cosquillas”, pero que en esencia, servía también como un elemento protector en momentos en que el caballo no era motivo de protección alguna. Además, por aquella época, según se percibe en algunas aisladas reseñas que se publicaban en la prensa, una corrida no era buena si no morían varios caballos por tarde. Ese tipo de parámetros afortunadamente ya no existen, y hoy se mide la calidad o nivel del festejo con otros raceros.

   Pero si usted observa, detrás del conjunto ya analizado, aparece un banderillero listo a colocar quizá el primer par de palitroques, lo que indica el desorden que predominaba en aquella lidia. Sin embargo, eran otros tiempos, y el posible caos que para nosotros resultaría esta “barbaridad”, en esa época poseía unas condiciones absolutamente normales, tanto, que 20 o 30 años después, la dinámica de los “tercios combinados” era cosa común. El dicho de lo anterior me permite confirmarlo un grabado del artista popular Manuel Manilla, que debe haber burilado más o menos en la octava o novena décadas del siglo XIX, como puede verse a continuación:

   El conjunto del picador y caballo es, en esencia la misma cosa pues el caballo lleva colocada la anquera, aunque aquí ya se ha producido el encuentro donde, por cierto, la vara queda delantera. El toro, embiste humillando la jeta, pero observen ustedes el lomo del bovino: lleva colocado un primer par de aquellas banderillas bombachas, trabajadas con papel de china en exceso, y rematadas con listones que deben haber sido todo un espectáculo, pues algunos de esos pares contaban con mecanismos especiales para que de pronto salieran palomas o papelillos de colores.

   Ambas ilustraciones, aquella de un artista cercano a la inspiración de Escalante y esta de Manilla, recrean de manera más que exacta el compás, el vaivén de un momento en la lidia decimonónica, que todavía no estaba sujeta a ningún reglamento que estableciera condiciones especiales ligadas precisamente a estos procedimientos. Más bien, se redactaban para poner limitantes a los asistentes en los tendidos de la plaza. Nuestros antepasados entendieron que aplicar este tipo de circunstancias era una forma intuitiva que se acercaba a los principios establecidos, eso sí, en obras como las de José Delgado o Francisco Montes, tratados o “Tauromaquias” que fueron transmitidas oral o verbalmente, pues como ya he apuntado en algún otro sitio, fue hasta 1840 en que se conoce la existencia de un volumen de la “Tauromaquia” de “Pepe-Hillo”, gracias a que en la biblioteca de José Justo Gómez de la Cortina, el conde de la Cortina, existía un ejemplar de tal publicación. En cuanto a la influencia que haya podido ejercer la de “Paquiro”, es muy probable que su contemporáneo Bernardo Gaviño, se convirtiera en el encargado en permear tales principios, como resultado de una necesaria evolución, aunque tal hubiese sido más lenta en nuestro país, por el hecho de que el propio Gaviño debe haber impuesto el ritmo más conveniente. El de Puerto Real era en esa época el “mandón” y nada se movía si no era bajo su capricho o bajo sus órdenes más precisas.

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