RECOMENDACIONES y LITERATURA.
POR: JOSÉ FRANCISCO COELLO UGALDE.
IX
Como puede observarse, además de lo ya apuntado por la prensa, las observaciones complementarias de Ibarra, nos dejan con la idea de que asistió al festejo, pues incluye datos nos proporcionados por aquel sector noticioso. Una abierta crítica o censura fluyen permanentemente en diversos párrafos de su trabajo, y esto en alguna medida pudo convertirse en el mensaje de un aficionado pensante en desacuerdo permanente con aquellos pasajes cargados de violencia dentro o fuera de la plaza. Nuestro autor, como buena parte de la prensa, nos deja ver en el fondo una reacción abiertamente rebelde por parte de amplios sectores populares, los que antes de la derogación desataban tremendas broncas, como la que apenas había ocurrido el 20 de marzo anterior en la plaza de Tlalnepantla así como otros célebres escándalos en el Huisachal, por ejemplo. El orden público era insuficiente para controlar aquellos conatos de violencia, mismos que como telón de fondo, eran cuestionados por la prensa, pues tal comportamiento mostraba una abierta provocación hacia la policía o la soldadesca que eran enviados para intentar poner orden a la situación. Debe agregarse que otros detonantes en aquellos momentos eran los del acentuado patriotismo ¿o patrioterismo? que se demostraba en elogiosa actitud hacia Ponciano Díaz, representante de lo nacional, ídolo que forjó su constante presencia en las plazas, así como una leyenda que fue tejiéndose de boca en boca, hasta el punto de compararlo con la virgen de Guadalupe. De igual forma, no podemos olvidar que la gran mayoría de las plazas eran construcciones a base de madera, lo que las convertía en blanco de desmantelamiento o de incendio en forma muy rápida, de ahí que varias de ellas terminaran destruidas bajo el efecto de una bronca o levantamiento popular causado por el mal ganado o la pésima actuación de este o aquel torero, sobre todo si eran de origen español. Otro factor que no podemos olvidar es esa presencia masiva de toreros españoles que afirmaron un capítulo que he denominado como de la “reconquista vestida de luces”. A continuación detallaré ese capítulo especial.
Treinta y cuatro años, salvo el periodo del General Manuel González (del 1º de diciembre de 1880 al 30 de noviembre de 1884), se identifican en la historia de México, entre dos siglos, el XIX y el XX como el Porfiriato, régimen que pasó del “orden y progreso” a la dictadura. Régimen que liquida la revuelta lerdista y que, en su acumulación de aciertos y desaciertos generó o alentó la difícil condición del movimiento armado que se desató en noviembre de 1910, provocando la dimisión del General Porfirio Díaz en mayo de 1911.
Ese tercio de siglo representó para la sociedad mexicana un significativo avance, eso es innegable. El porfiriato, luego de la “restauración de la república” fue un periodo de relativa tranquilidad, en el que diversos sueños se tornaron terrenables, aunque otros tuvieron que frustrarse o modificarse para encontrar una justa adecuación en el escenario de los hechos nacionales. A tantos años de distancia, el sentido común y un juicio imparcial hacia los hechos que en él ocurrieron, es y será tarea de historiadores que hagan valer su presencia hasta encontrar el justo equilibrio de todos los actos, y un balance razonado que sirva para evitar, de aquí en adelante el argumento oficial u oficioso en el que suelen caer con frecuencia, periodos de tamaña relevancia de la historia de nuestra nación. Ya sabemos que la revisión de héroes o antihéroes como balanza maniquea es una muy buena herramienta. Pero a ello falta la tarea desmitificadora que nos deje acercarnos aún más a esos personajes de carne, hueso y espíritu que, entre aciertos y errores decidieron la vida del país en el momento tan peculiar donde nos hemos detenido para explorar a pie, con los ojos bien abiertos, y la mente clara y lúcida, los muchos acontecimientos del porfiriato.
Diversos personajes de alto calado como presidentes de la república se acercaban a la fiesta para servirse de ella como un vehículo de propaganda o hasta como termómetro social. Allí está el caso evidente de, por lo menos quince ocasiones en que Antonio López de Santa Anna, asistió a los toros bajo la investidura de S.A.S. O los casos de Ignacio Comonfort, Félix Zuloaga, Benito Juárez, Luis G. Osollo, Juan N. Almonte y Leonardo Márquez; Maximiliano I y, desde luego Porfirio Díaz, que también van a las plazas. Y aunque extraordinario de suyo, esto era un hecho cotidiano. Sin embargo, al decretarse la Ley de Dotación… las corridas de toros fueron prohibidas en el Distrito Federal y en el año de 1867 porque no se cumplió con su art. 87, mismo que pedía se regulara el pago de impuestos, cosa que no cubrió el empresario. Los casi veinte años de ayuno taurino en la capital del país no se convirtieron en un daño irreversible para la fiesta. Más bien se introdujeron a un periodo de reposo que mantuvo la provincia mexicana, sitio a donde la fiesta encontró refugio y también continuidad, aunque esta no tuviera el ritmo que se dio en el centro neurálgico de la nación. La provincia fue un espacio importante para el desarrollo cíclico, mas no evolutivo de este fascinante espectáculo, donde se crearon feudos o monopolios territoriales donde tal o cual capitán de gladiadores o tauromáquico capitán tenía controlado esos dominios, impidiendo el ingreso de otros, a menos que fuera bajo ciertas condiciones o por competencias creadas (el caso de Lino Zamora y Jesús Villegas El Catrín en Guanajuato, allá por 1863 es evidente). Claro que hubo torero capaz de romper con esos cotos de poder, conquistarlos de alguna manera y apoderarse del mando. Ese personaje se llamó Ponciano Díaz, con quien nos encontraremos más adelante.
Plazas como las de Puebla, Querétaro, Hidalgo, pero fundamentalmente del estado de México (Tlalnepantla, Texcoco, Cuautitlán y el Huisachal) fueron los mejores sitios para el desarrollo de esa tauromaquia aborigen, dueña de unas propiedades sumamente particulares, donde el concepto híbrido: a pie y a caballo, junto con ascensiones aerostáticas, locos, payasos, saltimbanquis, fuegos de artificio y otras cosas notables establecieron las condiciones con las que se condujo el toreo, de 1868 a 1886, antes de la etapa que llamo como la reconquista vestida de luces, la cual debe quedar entendida como ese factor que significó reconquistar espiritualmente al toreo, luego de que esta expresión vivió entre la fascinación y el relajamiento, faltándole una dirección, una ruta más definida que creó un importante factor de pasión patriotera –chauvinista si se quiere-, que defendía a ultranza lo hecho por espadas nacionales –quehacer lleno de curiosidades- aunque muy alejado de principios técnicos y estéticos que ya eran de práctica y uso común en España.
A lo que se ve, el asunto tiene más picos que una custodia. Entre otras cosas, porque los mexicanos que hicieron suya esta manifestación, fueron fieles a la independencia taurina y esta dio pie a una libre y abierta expresión, que fue la que trascendió en México. Lo curioso es el afecto y admiración por el diestro gaditano, de ahí que considere a Bernardo Gaviño y Rueda como un español que en México hizo del toreo una expresión mestiza durante el siglo XIX. En ese sentido, Gaviño fue consciente de aquel estado de cosas y apoyó a los diestros nacionales en los términos que ya quedaron dichos.
Pasemos a un necesario desglose de hechos y circunstancias que permitirán ver un panorama más claro al respecto de lo que vengo apuntando.
PRIMERO: Concentración masiva de diestros españoles.
El grupo de diestros españoles que tiene aquí protagonismo central, aparece desde 1882, aunque los personajes centrales sean José Machío, Luis Mazzantini, Ramón López o Saturnino Frutos “Ojitos”, cuya llegada se va a dar entre 1882, 1885 y luego en 1887. Esa fue suma de esfuerzos que determinó una nueva ruta, afín a la que se intensificaba en España, por lo que era conveniente acelerar las acciones efectuadas en nuestro país, hasta lograr tener el mejor común denominador. Los toreros mexicanos –en tanto- no solo tuvieron que aceptar, sino adecuarse a esos mandatos para no verse desplazados, pero como resultaron tan inconsistentes, poco a poco se fueron perdiendo en el panorama. Pocos quedaron, es cierto, pero cada vez con menores oportunidades. Y Ponciano Díaz, que vino a convertirse en el último reducto de todas aquellas manifestaciones, aunque aceptó aquellos principios, no los cumplió del todo, e incluso se rebeló. Y es curioso todo el vuelco que sufrió el atenqueño, porque después de su viaje a España, a donde fue a doctorarse el 17 de octubre de 1889. Creyó que su regreso sería triunfal. No fue así. Los aficionados maduraron rápidamente en aquel aprendizaje impulsado por la prensa, y se dieron cuenta por lo tanto, de que Ponciano ya no era una pieza determinante en aquel cambio radical que dio como consecuencia la instauración del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna. Más adelante abundaré en este caso particular.
“Silverio chico” y cuadrilla. Foto: C.B. Waite., tomada probablemente el 13 de octubre de 1895, cuando Ponciano Díaz le concede la alternativa en la plaza de “Bucareli”. “LA LIDIA. REVISTA GRÁFICA TAURINA”.
SEGUNDO: Reanudación de las corridas de toros en el Distrito Federal a partir del 20 de febrero de 1887. Fin de la Independencia y nueva reconquista.
Con la reanudación casi 20 años después al decreto autorizado por Juárez, sucede lo que puede considerarse como un «acto de conciencia histórica», intuido por aquellos que lejos de la política intervinieron en la nueva circulación taurina en la capital del país. Se preocuparon por rehabilitar lo más pronto posible aquel cuadro lleno de desorden, un desorden si se quiere, legítimo, válido bajo épocas donde las modificaciones fueron mínimas. Uno de esos participantes fue el entonces popularísimo diestro Ponciano Díaz que si bien, pronto se alejó de esos principios y los traicionó, dejó sentadas las bases que luego gentes como Eduardo Noriega -dentro del periodismo-; los miembros del centro «Espada Pedro Romero» y el Dr. Carlos Cuesta Baquero, se convirtieron en representantes natos de aquella reforma que superó felizmente el crepúsculo del siglo XIX. Y Ramón López se suma a este movimiento.
¡VA POR USTEDES! BRINDIS DE PONCIANO DÍAZ.
En: Lauro E. Rosell. Plazas de toros de México. Historia de cada una de las que han existido en la capital desde 1521 hasta 1936. Por (…) de la Sociedad Mexicana y Estadística, y del Instituto Nacional de Antropología e Historia. México, Talleres Gráficos de EXCELSIOR, 1935. 192 p., fots., retrs. ils.
TERCERO: Inauguración inmediata –entre 1887 y 1889- de varias plazas de toros. Entre otras: San Rafael, Colón, Paseo, Coliseo, Bucareli, una en la Villa de Guadalupe. Y, aunque de menor trascendencia, en el barrio de Jamaica se instaló la plaza Bernardo Gaviño. Se sabe que hubo una más por el rumbo de Belem, sin olvidar que en Puebla, Toluca, Tlalnepantla, Cuautitlán y Texcoco, seguían dándose festejos.
Imagen tomada al interior de la plaza de toros “Bucareli”, inaugurada el 15 de enero de 1888. Funcionó hasta el mes de julio de 1988. Sistema Nacional de Fototecas. CONACULTA-INAH. N° Catálogo: 458287.
CUARTO: Integración de un movimiento intelectual ubicado en diferentes tribunas periodísticas.
Los comportamientos de la prensa taurina en los últimos 15 años del siglo XIX, determinaron un conjunto de decisiones con que pudieron definirse nuevos criterios que hicieron suyos los aficionados taurinos en su totalidad, tan necesitados entonces de una guía específica y doctrinaria.
En 1884 aparece el primer periódico taurino en México: El arte de la lidia, dirigido por Julio Bonilla, quien toma partido por el toreo “nacionalista”. Bonilla es nada menos que el apoderado de Ponciano Díaz. Dicha publicación ejemplifica una crítica al toreo español. En 1887, en contraparte surge La Muleta dirigida por Eduardo Noriega quien estaba decidido a “fomentar el buen gusto por el toreo”. Un dato por demás curioso: entre 1884 y 1911 existe un registro de hasta 120 títulos de periódicos en todo el país que abordaron el tema.
A lo anterior deben mencionarse las tareas del centro taurino “Espada Pedro Romero”, consolidado hacia los últimos diez años del siglo XIX, gracias a la integración de varios periodistas entre los que destacan: Eduardo Noriega, Carlos Cuesta Baquero, Pedro Pablo Rangel, Rafael Medina y Antonio Hoffmann, quienes, en aquel cenáculo sumaron esfuerzos y proyectaron toda la enseñanza taurina de la época. Su función esencial fue orientar a los aficionados indicándoles lo necesario que era el nuevo amanecer que se presentaba con el arribo del toreo de a pie, a la usanza española en versión moderna, el cual desplazaba definitivamente cualquier vestigio o evidencia del toreo a la “mexicana”, reiterándoles esa necesidad a partir de los principios técnicos y estéticos que emanaban vigorosos de aquel nuevo capítulo, mismo que en pocos años se consolidó, siendo en consecuencia la estructura con la cual arribó el siglo XX en nuestro país.
El Arte de la Lidia, primer periódico taurino publicado en México desde 1884.
Fuente: La Lidia. revista gráfica taurina Nº. 3, del 11 de diciembre de 1942.
Cabecera de la revista La Muleta, Año I, Nº 13 del 27 de noviembre de 1887.
Fuente: Colección del autor.
QUINTO: Profesionalización de la ganadería de bravo, o cuando los hacendados se hicieron ganaderos.
Iniciada la segunda mitad del siglo XIX, puede decirse que las primeras ganaderías sujetas ya a un esquema utilitario en el que su ganado servía para lidiar y matar, y en el que seguramente influyó poderosamente Gaviño, fueron Atenco, San Diego de los Padres, propiedades ambas de don Rafael Barbabosa Arzate, enclavadas en el valle de Toluca. En 1836 fue creada Santín, bajo la égida de José Julio Barbabosa que surtió de ganado criollo a las distintas fiestas que requerían de sus toros.
Durante el periodo de 1867 a 1886 -tiempo en que las corridas fueron prohibidas en el Distrito Federal- y aún con la ventaja de que la fiesta continuó en el resto del país, el ganado sufrió un descuido de la selección natural hecha por los mismos criadores, por lo que para 1887 da inicio la etapa de profesionalismo entre los ganaderos de bravo, llegando procedentes de España vacas y toros gracias a la intensa labor que desarrollaron diestros como Luis Mazzantini y Ponciano Díaz. Fueron de Anastasio Martín, Miura, Zalduendo, Concha y Sierra, Pablo Romero, Murube y Eduardo Ibarra los primeros que llegaron por entonces.
Toro de Atenco hacia los años 40 del siglo XX. Se trata ya de un toro bastante evolucionado, en el cual es posible apreciar un fenotipo alejado de lo navarro (más bien en “Pablo Romero”), como fue el caso de aquellos ejemplares lidiados, por ejemplo en 1888… de los que incluyo una imagen a continuación:
Cortesía del Lic. José Carmona Niño, quien administra el MUSEO TAURINO MEXICANO. En efecto, se trata de un registro fotográfico “in situ” logrado en Atenco, quizá hacia finales de 1887 o principios de 1888.
SEXTO: Último aliento poncianista y su lamentable o benéfica extinción.
De nuevo nos reunimos en torno a la figura ya de por sí mítica de Ponciano Díaz, formada en aquellos tiempos en los que se consagró a la inconfundible condición torera sobre dos sólidos andamios: a pie y a caballo, muestra impresionante del híbrido que supo dominar con notables muestras de capacidad, llevándolo a ocupar un auténtico imperio.
Desde que sabemos un poco más de él, lo entendemos un poco más, aunque todavía no demasiado. Nuestra perspectiva a 113 años de su desaparición hace que lo comprendamos como un hombre de carne, hueso y espíritu, dueño de virtudes y errores, como cualquiera de nosotros. Solo que él, al convertirse en una figura pública, fue blanco de elogios y ataques. Desde luego que durante un buen número de años se privilegió más con aquello que con esto. Y esos privilegios estaban fundados en una fuerte devoción popular, enriquecida con una muy favorable difusión de sus hazañas o la de su sola imagen, a partir de perfectas y bien orquestadas campañas periodísticas. De igual forma, se escribieron alrededor de él medio centenar de versos en todas sus manifestaciones: poesía mayor y menor, corridos y canciones, juguetes cómicos (en su esencia puramente literaria), etc. No faltaron diversas ilustraciones, ya en cromolitografías, ya en grabados (como los de Manilla y Posada) o la serie de albúminas que, reflejadas en tarjetas de visita se distribuyeron masivamente. Surgieron piezas musicales como canciones, alguna zarzuela, donde el famoso grito de batalla: “¡Ora Ponciano!” desafiaba entre otros asuntos, la incómoda y sorpresiva presencia de los toreros españoles que comenzaron –quien lo habría de pensar- la reconquista, desde un estricto sentido taurino, desde 1887 y que terminó dando un vuelco a las manifestaciones detentadas por Ponciano Díaz, que tanto defendió y aún, casi al finalizar el siglo XIX, cuando prácticamente había desaparecido todo aquel esquema planteado por el torero de Atenco, por lo que este se convierte asimismo, en el último reducto de unas formas que entraron en desuso, por no decir que en extinción. Muere el 15 de abril de 1899, y con él fenece también lo poco que quedaba ya de aquella manifestación anacrónica.
Retrato de Ponciano Díaz, grabado más en la línea de Manuel Manilla que de José Guadalupe Posada.
SÉPTIMO: La reconquista que no fue fruto de la guerra, sí de algunos actos violentos, como el del 16 de marzo de 1887.
El 16 de marzo de 1887 en la plaza San Rafael se desarrolló una pésima corrida en que los toros de Santa Ana la Presa fueron malísimos. Sin embargo el sambenito de aquel desaguisado se le colgó a Luis Mazzantini, diestro español que toreó el 1º de diciembre de 1889 en El Paseo. La destrucción de la plaza, fue motivo más que suficiente que originó una nueva prohibición contra las corridas de toros. Su duración fue de cuatro años. Luis Mazzantini, tuvo que poner pies en polvorosa, y estando ya en la estación del ferrocarril, pronunció una frase rotunda que iba así: “¡De México, ni el polvo quiero!”. Claro, dijo la prensa: ¿Pero qué tal las talegas de dinero?
Y es que aquella irrupción de toreros españoles, al principio de aquella re-volución, o re-evolución tuvo tonalidades de riesgo, las que poco a poco fueron atenuándose conforme se entendían mejor sus principios y postulados técnicos y estéticos, con los que prensa y afición terminaron aceptando de manera definitiva. Ya no había otro camino. Renovarse, o morir.
Caricatura de “Fígaro”, donde aparecen LOS TRES REYES MAGOS DE AHORA. Es decir: Ponciano Díaz, Porfirio Díaz y Luis Mazzantini.
Fuente: El Hijo del Ahuizote. Tomo III. Ciudad de México, domingo 8 de enero de 1888. Nº 105.
OCTAVO: Estable continuidad de aquel tránsito, donde entre fines del XIX y comienzos del XX, la presencia dominante es de españoles, inevitable o favorablemente.
Para bien o para mal, nunca como sentido maniqueo, la presencia española en ruedos mexicanos, se consolidó como auténtica “reconquista vestida de luces”. Pocos fueron los diestros nacionales que pudieron ponerse a tono con los hispanos, por lo que tuvieron que pasar buen número de años en lo que surgía el más adelantado alumno de aquella naciente edad taurina mexicana, en la persona de Rodolfo Gaona.
Don Ponciano estrechando la mano de su banderillero Carlos Sánchez. También en la fotografía los picadores “Veneno” y Francisco Franco. Retrato tomado en Puebla, y junio de 1895. Cortesía, Guillermo Ernesto Padilla.
NOVENO Y DÉCIMO: Que ciertos personajes hispanos, como Ramón López o Saturnino Frutos, tuvieron una mirada objetiva para alentar los firmes y potenciales casos de toreros mexicanos, que se encuentran en estado embrionario. Rodolfo Gaona en escena.
La del leonés no fue una presencia casual o espontánea. Surge de la inquietud y la preocupación manifestada por Saturnino Frutos, banderillero que perteneció a las cuadrillas de Salvador Sánchez Frascuelo y de Ponciano Díaz. Ojitos, como Ramón López decide quedarse en México al darse cuenta de que hay un caldo de cultivo cuya propiedad será terrenable con la primer gran dimensión taurina del siglo XX que campeará orgullosa desde 1908 y hasta 1925 en que Gaona decide su retirada.
Rodolfo Gaona en la madurez de su juventud.
Rodolfo Gaona, el primero gran torero universal, a decir de José Alameda, rompe con el aislamiento que la tauromaquia mexicana padeció durante el tránsito de los siglos XIX y XX. Y Gaona ya no solo es centro. Es eje y trayectoria del toreo. Por eso fueron claves sus auténticas declaraciones de guerra ante José Gómez Ortega y Juan Belmonte, otros dos importantes paradigmas de la tauromaquia en el siglo XX.
CONTINUARÁ.